IMAGE

03.30 h

La atronadora respuesta de nuestros soldados envuelve el hospital de campaña como un coletazo del monzón. Cañones de diversos calibres interpretan una obertura de Wagner. Éxtasis y, de pronto, silencio. Imagino al director exhausto, con la batuta caída, mientras un pitido se afinca en mis oídos. Espero que no despierte a la medusa.

Se ha ido la luz.

No el sol nocturno; toda la luz. Los fluorescentes, el flexo de la mesita.

Estamos completamente a oscuras.

—¿Estás bien?

—¿Estás bien?

Lo decimos a la vez.

—Aurore…

—David…

Nos pisamos de nuevo.

—¿Qué ha sido ese ruido?

—Una granada de mortero, al otro lado de la pared. ¿Seguro que estás bien?

—¡No, aquí dentro! Ése estrépito… ¿Se ha caído la botella de suero? David, ¿se ha caído?

—No te preocupes.

—¿Cómo que no me preocupe? ¡Tengo que mantenerte la tensión!

—Aurore…

—¡No se ve nada! ¿Y la bolsa de la transfusión? Oh, Dios, voy a volverme loca…

Oigo ruidos. Ha echado a andar. Noto que se apoya en la camilla para rodearla. Pisa cristales. Tal vez sea cierto que se ha caído el gotero.

—Ten cuidado, no te vayas a cortar.

—No lo encuentro…

—¿Qué buscas?

—Aquí está. Menos mal…

—¿El qué?

Apenas formulo la pregunta, una enorme luciérnaga prende frente a mis ojos.

¿De dónde ha salido?

Revolotea hasta posarse sobre mi pecho…

Es su portátil.

Con la musiquita de bienvenida se abre una foto de dos personas. Una de ellas es la propia Aurore. Tan iluminada en mitad de la pantalla, suspendida en la oscuridad, despliega más que nunca su condición angelical. Ya me lo pareció la primera vez que la oí cantando aquello de Para… para… paradise. Está junto a una señora.

—Es mi madre —se anticipa.

Están sentadas en un banco callejero delante de una pastelería. La madera de los marcos del escaparate policromada, como la cara de la madre. El carmín escarlata, la sombra de ojos demasiado verde. Aurore sujeta un bollo de crema como si fuera una cría de pájaro.

Parece que la contemplación repentina de la instantánea la tranquiliza. Y, además, nos sirve de lámpara. Tras constatar que no prosigue el bombardeo, analiza la situación: la bolsa de sangre se mantiene en su sitio, bombeando al ritmo que le han marcado. Pero la botella de suero se ha hecho añicos a los pies de la camilla. Saca otra del armario y, mientras me coge la nueva vía intravenosa, dice:

—Ésta foto huele a azúcar tostada. La escogí por eso. Todas las demás en las que aparecemos las dos siguen oliendo a los gatos.

Repaso mentalmente las instantáneas que guardo en mi discoduro-caja-fuerte-de-recuerdos. ¿A qué huelen? A tagliatelle, a los árboles de Holland Park, al champú de Claudia. Es raro, quiero más que nunca a mi hija y a mi mujer, pero ya no necesito imaginar una casa por la que se crucen y discutan y se intercambien pantalones. Sé que están aquí mismo, en mí.

—Fíjate en ella —dice para sí—. Traspasa el objetivo como si fuese una modelo.

—Os parecéis mucho.

—Qué galante eres; no bajas la guardia ni en plena batalla.

—Será que la luz del portátil te sienta bien.

—¡Ja! Será que estamos casi a oscuras y apenas se me ve. Por eso salgo ganando.

Mueve el taburete hasta el cabecero de la camilla y, estirándose desde atrás, pega su cara a la mía.

—Hace un rato has dicho que lo que realmente te torturaba era no haber logrado que tu madre muriera feliz —retomo. Ella asiente de forma casi imperceptible—. ¿Qué te pedía? ¿Qué es lo que no podías darle?

Se toma unos segundos antes de contestar. Ésta vez sé que no se va a echar atrás. El eco de los disparos pasa a segundo plano, le deja espacio.

—Me suplicaba que terminase con su vida.

—Qué duro…

—Hubiese bastado un cóctel con sus propias pastillas. Ella no era capaz. Ya sabes, al final siempre nos aferramos a este terruño.

—No puedes culparte por no haber hecho eso.

—¿Cómo que no?

—Si nos aferramos a la vida es por algo. Una cosa es aceptar la muerte como algo natural, pero otra muy diferente despreciar esta oportunidad que se nos ha concedido.

—Ni que vivir fuera un premio… No siempre es una suerte estar vivo.

—Todas las vidas son una oportunidad, al margen de las apariencias. Acuérdate de la pantalla de cine: nunca se quema, por mucho que la película sea un infierno.

—¡Todo eso está bien en teoría, pero las cosas se ven muy diferentes cuando hablas de una persona concreta! ¡Mi madre tenía una vida concreta! ¡Yo tengo una vida concreta!

Le doy un instante para que se calme antes de preguntar:

—¿Sabes lo que dicen los tibetanos sobre la vida?

Niega con la cabeza. Al hacerlo me roza con su pelo.

—En la gran meseta, al otro lado de estas montañas, hay un monte sagrado llamado Kailas a cuyos pies reposa el lago Manasarovar. Los sabios de la región aseguran que es más difícil reaparecer en otro cuerpo humano como el que disfrutas ahora que arrojar un anillo desde la cima del monte y confiar que se engarce en la cola del único pez mariposa que surca esas aguas.

—Oh, Dios… —Suspira, inclinándose hacia atrás—. Llévame a ese lugar. Aquí comienza a faltarme el aire.

Estira el brazo y clica el ratón táctil del Mac. Madre e hija se esfuman, dando paso a una fría bandeja de correo electrónico.

—Tenemos la responsabilidad de vivir, de buscar nuestro camino. Eso es lo importante: el camino. Sólo unos pocos consiguen cumplir sus sueños, pero el gran triunfo consiste en mantener el paso firme hacia ellos, pase lo que pase.

—¿Aprendiste esto del lama que venía a por comida? —pregunta más sosegada—. Confiésalo, al principio de la noche has recitado unas palabras de Buda que él te había enseñado.

—Lo confieso.

—¡Lo sabía! Ya no tienes secretos para mí.

—Me lo contó el día que le acompañé a la lamasería.

—¿Fuiste a su monasterio? ¡Pero si está en la montaña, en el lado pakistaní!

—Sí que quedaba un poco lejos, sí.

—Está claro que te la andabas jugando desde hace tiempo.

—Los nubarrones ocultaban el sol nocturno.

Parece haberse tranquilizado por completo, pero revienta de nuevo.

—¡Hay casos y casos, David! —Se apoya con brusquedad en la camilla para incorporarse. El portátil se balancea sobre mi pecho y a punto está de caer al suelo—. ¡Mi madre me suplicaba dignidad, y yo no fui capaz de ayudarla! En La historia interminable, la Nada se extendía por el reino de Fantasía porque los humanos habían dejado de soñar. Y en su pequeño apartamento ocurrió lo mismo. Yo dejé de soñar y allané el terreno para que aquella marea negra se cerniese sobre ella. Llegó un día en el que mi madre no recordaba nada; y al no recordar no podía amar. Murió sin amar a nadie y sin saber si alguien la amaba a ella.

Vuelve a recrudecerse el intercambio de disparos. En el pasillo, un grupo de oficiales discuten con los médicos la forma de evacuar a todo el personal no militar. Al parecer, el panorama no es muy alentador. Les oigo decir que no esperaban un asalto semejante. Aurore, ajena a todo, sigue hablando mientras aguanta las ganas de llorar:

—La imagino vagando por el otro mundo sin conocer a nadie. Preguntando en los semáforos por dónde se va a… ¿En el otro mundo hay semáforos? ¿Qué importa? Mi madre está sola, y es por mi culpa.

—Eso no es así.

—Completamente sola.

Una lágrima atraviesa su rostro dejando una huella que brilla en la oscuridad.

—Al otro lado de la línea todos están bien —le explico, haciendo acopio de toda la ternura que he economizado en los últimos años—. Recuperan la vista, el oído, la movilidad en las manos… incluso la memoria. Y nadie está solo. Las personas que has amado están esperándote y te dan un abrazo de oso nada más llegar.

—¿De verdad?

—¿Cómo puedes dudar de mí? Lo he visto con mis propios ojos…