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Londres

Me dirigí sin perder un minuto a la estación de South Kensington. Compré un billete de día pensando en recorrer todo el subsuelo londinense, pero al instante me convencí de que era un plan absurdo. Parado en mitad del hall entre viajeros que me esquivaban quejumbrosos, lo vi claro: Claudia había regresado a la estación en la que apareció el móvil. Fuera lo que fuese lo que le hacía comportarse de aquella forma errática, tenía que sentirse muy sola. Querría ser rescatada y le constaba que yo disponía de esa pista.

¿Dónde dijo la policía que lo encontraron? Creo que fue en la línea verde… ¡En Upminster Bridge! Está tan lejos del centro… ¿Para qué habría de ir allí mi hija?

¡Voy a buscarte!

Bajé los escalones de tres en tres hasta el andén al tiempo que la cabeza del tren asomaba por el túnel. Volvía a sentirme su héroe medieval, a punto de encaramarme a la grupa de un gusano descomunal para atravesar la oscuridad de las cavernas en busca de mi princesa.

Se cerraron las puertas y los sonidos permanecieron fuera. Las grabaciones del megáfono, los pitidos de advertencia, el eco de las conversaciones… El mundo —que me había nublado hasta hacer que desatendiera a mi pequeña— se convirtió en un amante despechado que me veía marchar desde el otro lado de la ventanilla. Como si me hubiera sumergido en un estanque aguantando la respiración, sólo oía los acelerados latidos de mi corazón (quizá eran los del corazón de Claudia, emitidos a través de algún tipo de frecuencia paternofilial) y aquellas voces del pasado que se agolpaban en mi mente: «Deberías preocuparte un poco más de los vivos», me había echado en cara no hacía mucho.

Aquéllas ocho palabras resonaron en mi mente hasta que una inquietante locución anunció la siguiente parada:

Victoria Station.

Subieron y bajaron hombres y mujeres, viejos y jóvenes, pero todos con algo en común: ninguno era consciente del peligro que se cernía sobre sus cabezas. Si a Claudia le ocurriese algo, sería literalmente el fin del mundo.

St. James Park.

Nueva estación, más personas. Algunas movían la boca, pero yo no oía otra cosa que la torturadora frase: «Deberías preocuparte un poco más de los vivos». ¿Cómo se detiene esta grabación?

Westminster.

Recordé las palabras de la tutora sobre su aislamiento en el comedor, las espantadas de casa sin desayunar. ¿Cuándo había empezado mi hija a no comer?

Embankment.

Tal vez se gaste en drogas el dinero de la comida. ¡Drogas no! ¿Por qué no? Aquéllas pastillas que encontré en su mochila… Ella dijo que eran para ir al baño. A la hora de cenar tampoco solíamos coincidir. Está delgada; más bien flaca; ¡flaquísima!

Temple.

Saqué el iPhone y tecleé en Google: «Arrebatos con la comida». Maldito internet… La señal iba y venía, dependiendo de las estaciones. Como en mi vida, llena de túneles.

Blackfriars.

Mansion House.

Cannon Street.

Por fin conseguí conexión. Ahora va rápido. ¡Aprovecha! El buscador me ofreció varias opciones que no me convencieron. Seguí tecleando: «Destrozos en la nevera». Muchos se referían a la bulimia. No, Claudia no es bulímica.

Monument.

La palabra «anorexia» aparecía en algunos enlaces. ¿Los anoréxicos asaltan neveras? ¿Puede una chica como ella volverse anoréxica? ¿Cómo de flaco tiene que estar alguien para que se considere que tiene anorexia? Vaya necedad de pregunta. Abrí una página que parecía seria, de la Academy of Medical Sciences o alguna asociación parecida que sólo miré de refilón porque fui de inmediato a leer el artículo.

Tower Hill.

Afirmaba que los anoréxicos hacen cosas así cuando pierden el control. Veinticuatro horas al día luchando contra las biológicas ganas de comer es una rutina difícil de soportar. La madre de Kelly había dicho que Claudia había asaltado su nevera como un animal. ¡No eran más que un tomate aplastado y un par de yogures empezados, por el amor de Dios!

Aldgate East.

No puede ser anoréxica.

Whitechapel.

Me habría dado cuenta.

Stepney Green.

Mile End.

Bow Road.

Bromley-by-Bow.

West Ham.

Plaistow.

Upton Park.

East Ham.