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03.22 h

Aurore sigue a mi vera en el taburete. Tapado por la sábana hasta el cuello, y tan quieto, debo de parecer un cadáver en una morgue. Pero su expresión es apacible. La misma que tendría si ambos estuviéramos viendo la televisión un domingo por la noche, recostados en el sofá entre suplementos de periódicos.

El médico se ha sentado sobre la mesa. Muestra un aspecto divertido. A la bata y el turbante se unen los pies colgando.

—Tiene usted fuerza —me dice.

—No sé si tengo tanta, al menos a este lado de la línea.

—¿La línea de control?

—La línea de la vida. Cuando la cruzas, la cosa cambia.

—He estado oyendo lo que decían antes. ¿Era una forma de hablar o puede afirmar que ha experimentado algo? Me refiero… científicamente.

¡Cómo son estos médicos!

—Desde luego que puedo afirmarlo, y no soy el único. Cuando mi hija murió, compré todo tipo de libros sobre la vida después de la muerte, aunque entonces no di ningún crédito a aquellos testimonios.

Otro disparo cercano. Los tres damos un respingo. Parece que los atacantes esperan que olvidemos que nos encontramos en este hervidero para introducir un nuevo cartucho. El gatillo es el minutero de un reloj que sólo marca horas fatídicas; los casquillos que golpean contra el suelo son el cucú.

—Al morir viajamos a un lugar mejor, de eso no hay duda —opina el sij—. Éste planeta es el manicomio del universo.

—Yo necesitaba saber que Claudia no había desaparecido. Saberlo científicamente, como usted dice. Ése fue mi error.

—¿Por qué ahora lo considera un error?

—Porque no estamos preparados para saber ciertas cosas.

—No estoy de acuerdo —interviene Aurore—. Hemos conseguido desentrañar misterios con los que durante siglos soñaron astrónomos y poetas.

—Dime uno.

—Sabemos que algunos rayos gamma surgen del estallido de una estrella y viajan millones de años luz antes de cruzarse con nosotros.

—¿De veras te tranquiliza conocer esa información?

—¿Cómo?

—¿Acaso no hace aún mayor el agujero negro que tienes en el pecho?

—No sé a qué te refieres.

—Todos tenemos un agujero en forma de Dios en el pecho —sentencia el médico.

Le dedico una mirada de complacencia.

—Quizá el mayor tesoro de nuestra condición humana no sea el cerebro, sino ese hueco que no podemos rellenar a base de exprimir nuestras neuronas.

—¿Y con qué hemos de rellenarlo? —insiste Aurore.

—Con los latidos del corazón.

—Eres un romántico.

—Tengo mis días.

Sonreímos. Ella alza la vista pensativa.

—Así que la raza humana compensa su ignorancia con el amor…

Le guiño un ojo. No es algo que haría normalmente, pero puedo permitirme pocas licencias gestuales.

—¡He de irme! —exclama el médico.

Parece que no le hemos dejado otra alternativa.

Salta de la mesa al suelo y se marcha, dejando una estela de autoridad que al poco se desvanece como una pompa de jabón.

De nuevo solos en nuestra cápsula espacial.

Me pregunto qué habría sido de nosotros si nos hubiéramos conocido en otras circunstancias. Alguien podría habernos presentado en el cuartel general de Delhi, antes de partir hacia esta misión. O también podríamos habernos cruzado en el mercado de las especias… ¿Estabas allí? Entonces arrastraba los pies y los ojos; mi único afán era no tropezar con los sacos de hierbas. Si te hubiera mirado de refilón, podríamos haber hablado de cosas triviales y tomado una cerveza no muy fría y subido a una habitación distinta de ésta. Con un tapiz en la pared y una claraboya mal cerrada por la que se filtrase el bullicio de la calle, una cama con una colcha brillante y una mesilla con un cenicero y un termo. Yo también sería diferente. Tendría manos para tocarte y piernas para sujetarte por la cintura, impidiéndote escapar.

Como si hubiera oído mis pensamientos, Aurore se levanta un tanto azorada y pierde la vista en la negrura a través de la ventana.

—Debo de ser una perfecta ignorante.

—¿Por qué dices eso?

Se vuelve hacia mí.

—Porque entre estas cuatro paredes siento una irremediable necesidad de amar.

El labio inferior caído.

Le ha subido el pulso. Oigo su respiración.

—No puede ser.

—¿Qué no puede ser?

—Eres enfermera. Sabes de sobra lo que significa esto.

—¿No eras tú quien hablaba de aprovechar el instante?

—No así… No conmigo.

Se acerca despacio.

—Sólo deja que te dé un beso.

—No, no, no…

—Deja de balbucear y, si eres capaz, di claramente que no quieres que lo haga.

¡Claro que quiero! ¡Cualquiera querría!

Sigue avanzando.

Adivino sus piernas bajo el estampado de camuflaje. La manga remangada de la camiseta deja al aire la piel tostada de sus brazos, que se eriza.

Sé que todo mi cuerpo se eriza también, carne de gallina en la piel inerte. No recibo mensajes de mis terminaciones nerviosas, pero noto una sensación conocida en el paladar. Como cuando probé aquellas hojas que los somalíes utilizaban para anestesiar. ¿Cuánto tiempo hacía que no sentía algo así? Es otra vida. Hay algo mágico en el hecho de vivir una vida entera en una sola noche.

—Te sientes atraída por mí porque soy un amor imposible.

—Shhh…

Nos separan cuarenta centímetros,

treinta y cinco,

treinta…

Puedo olerla. Me quema su aliento.

De pronto más disparos, aún más cercanos. ¡Los tenemos encima! Comienza un ensordecedor intercambio de fuego.

Aurore se separa de mí, va hacia la ventana y pega la cara al plástico. Quiero decirle que se aparte de ahí, que corre peligro, pero estoy confuso. Ignorancia, amor, creer, comprender… Los gritos se suceden, y las carreras por el campamento. ¿De dónde han salido tantos soldados? Había llegado a pensar que estábamos solos en el universo infinito. Vagando ingrávidos, cogidos de la mano en este microcosmos lleno de cables y goteos sordos. Pero los momentos de perfección duran poco…

La tierra bajo nuestros pies se desgarra en un alarido al tiempo que un fogonazo inflama el aire.

Ésta luz

no tiene nada que ver

con mi sol nocturno.