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02.43 h

Aurore echa a correr hacia el pasillo.

Ésta vez tengo claro que regresará. Va en busca de ayuda. Lo único que me apena es que quizá no llegue a tiempo de despedirse.

¿Cuánto aguanta un cuerpo sin respirar?

A medida que voy perdiendo el conocimiento, y a pesar de que cierro los ojos abrazando mi destino, vuelvo a ver las cosas con una asombrosa claridad. Apostaría a que incluso se me ha corregido la dioptría de miopía. Las líneas, bien negras. Los espacios, sin brumas. Todo definición, como cuando estaba tirado en la carretera después del estallido. De nuevo me siento capaz de agitar los brazos. Puedo golpear el colchón con los talones, tan rápido como un redoble de batalla.

Oigo el susurro del agua. Un caño vierte un hilo continuado que me serena. No puede ser, aquí no hay grifos. ¿Ha comenzado a llover, y lo que oigo es el chorro del canalón? No. La noche es seca como las anteriores. La fuente está dentro de mí. Yo soy el chorro. Vago en un río sin principio ni final, sin pasado ni futuro.

No llevo mochilas abarrotadas de culpa y servidumbres, no estoy atado a tiempos venideros que no existen. Lo único cierto es el ahora. Éste instante, como cada instante, en el que se me da la oportunidad de amar.

¿Por qué no estará Aurore a mi lado? Quiero regalarle la mejor de mis sonrisas. Un guiño. Un beso.

Me acerco al océano. Un mar sin puertos, sin tierras a la vista.

Todos somos olas.

Aparecemos y desaparecemos y el mar permanece.

Todos somos el mismo mar.

Siento una presión en la cara. La boca y la nariz cubiertas por un objeto de goma.

De pronto, un torrente de oxígeno.

Abro mucho los ojos por encima de la ventosa del reanimador automático y veo a un hombre de unos cincuenta años. Sé bien quién es. Todos en el campamento lo conocemos. Además de la bata que acredita su condición de médico —es el mandamás del hospital—, siempre lleva encima los artículos preceptivos de la religión sij: el pelo largo recogido en un turbante, la pequeña daga, el peine de madera y el brazalete. No veo el peine y la daga, pero estarán ahí, junto al estetoscopio.

Según dijo Aurore cuando desperté del coma, fue él quien me operó. Y ahora quiere salvarme a toda costa. Le grita a mi corazón: «¡Bombea, bombea!». Me venzo a su ímpetu. Sumiso, acepto que me traigan de nuevo a este barracón varado entre glaciares.

El médico observa la cruz que se alza sobre la lata y frunce el ceño con extrañeza. Resulta curioso su aspecto, no tiene pinta de cirujano jefe. Impone mucho su planta, coronada por el turbante en pico, y también su rostro acentuado por la barba —hay que estar muy seguro de uno mismo para mostrarse tan altivo siendo tan diferente al resto—. Pero, al mismo tiempo, resulta cercano como un primo con el que has corrido aventuras de pequeño.

Hay una calma tensa.

Aurore acerca un taburete y se sienta junto a la camilla. Sigo utilizando el aparato para respirar; la ventosa cubre casi toda mi cara. Nos miramos con detenimiento.

«Perdona», sé que me dice, aunque no llegue a pronunciarlo.

«No tengo nada que perdonarte», le contesto con los mismos silencios.

«Te he vuelto a traer aquí. Soy muy egoísta».

«Nadie que se sintiera tan querido como yo me siento ahora querría morir».

«Pero tienes que pasarlo muy mal, te duele horrores la cabeza».

«Ni me acuerdo de los pinchazos».

Me acaricia la frente. ¡Cómo me gusta que haga eso!

Los callados minutos me permiten estudiar sus reacciones. Aurore me contempla como si de verdad yo fuera un ángel Gabriel con las alas rotas. La expresión de sosiego del médico sij refleja que quiere estar a mi lado, a pesar de que —en este momento, sitiados por una legión de radicales— este lugar sea uno de los menos deseables del mundo.

Aurore le pide permiso para retirar la ventosa de mi boca. Tengo la cara empapada. Busca algo con que secarme. Va hacia la pared y arranca de un tirón la bayeta del cocinero. Quizá no sea lo más higiénico —a pesar de la pulcritud de su dueño—, pero sabe que, para mí, ese gesto es panacea.

—Sigues perdiendo sangre y has sufrido un síncope —me explica—, pero no vamos a dejar de trasfundir. Confiamos en que pronto se detenga la hemorragia. Lo que te ha ocurrido no quiere decir nada.

El médico asiente.

—Todos somos el mismo mar —declaro.

Son las primeras palabras de un recién nacido.

—¿Cómo?

—El mismo mar.

El sij pensará que me he emborrachado de oxígeno.

Sentada en el taburete, Aurore se inclina aún más sobre mí y apoya su mano en mi brazo. Comienza a interrogarme como si estuviéramos solos.

—¿Has vuelto a sentir lo mismo? ¿Qué hay del sol nocturno?

—Iluminando, iluminando.

—¿También has vuelto a ver la pantalla blanca?

—Desde que la descubrí no he dejado de verla.

—¿Hay más cosas escritas? Cuéntame una. ¿Puedes hablar?

—A medias.

—Sé que te cuesta, pero necesito oírte…

Quiere aprovechar el tiempo.

¿Qué tiempo?

—Sentí que abandonaba este capullo de seda y echaba a volar. Ahora lo veo claro: no soy pájaro, soy mariposa.

Recuerdo las mariposas de la boda hindú. Una mujer abrió una jaula detrás de la joven casadera y cientos de ellas salieron alborotadas.

Tengo alas de polvo, nacidas para disolverse sobre campos de flores. Deseosas de fundirse con la arcilla del suelo, de vagar de un continente a otro sobre las palmas del viento.

Ahora lo sé:

Soy una mariposa que mueve sus alas frenéticamente en el interior del capullo de seda.