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Londres

«Tiene que estar en el metro», me convencí.

Imaginé a Claudia dando vueltas por la red subterránea en busca de un asiento caliente para ver pasar las horas —como una de las indigentes que filmaba con su cámara—, y una pena inmensa se alojó en mi pecho.

Volví a marcar su número.

Mientras esperaba la señal de llamada, la expresión de la directora del colegio y de la tutora mutó hacia el descrédito y, de ahí, al desprecio. ¡No éramos nosotros los apestados, maldita sea! Eran ellas quienes habían incurrido en una imperdonable negligencia.

«El número al que usted llama está apagado o fuera de cobertura», sonó otra vez.

Claudia, Claudia…

Decidí que lo mejor sería tranquilizarme y esperar a que terminase su jornada de vagabundeo. Por la noche me sentaría con ella para mantener una pausada conversación en la que sin ninguna duda aclararíamos lo ocurrido y solventaríamos cuentas pendientes. Ésta desagradable circunstancia era un síntoma del deterioro de nuestra relación, pero todo tenía remedio. Hasta entonces podía concentrarme en mi trabajo para impresionar al comité del banco.

Ni siquiera sé cómo volví a casa. ¿En taxi? ¿Andando? Cuando me senté frente al ordenador me asqueé de mí mismo.

Tenía que ir a buscarla, aunque no la encontrase.

Era mi vida.

¿En qué momento lo había olvidado?

La imaginé en un rincón de la peor estación del extrarradio, envuelta en una mezcla de olores: a orines, al aceite de los raíles y al gas que expulsan las rejillas, acurrucada tras una máquina expendedora de snacks. Con su falda del colegio, como una decadente Lolita. Quizá agredida, o incluso violada…

¡No soportaría presenciar esa escena! Me llevé las manos a la cabeza, era obvio que estaba sacando las cosas de quicio. Al parecer, Claudia llevaba semanas repitiendo el mismo programa. Lo peor que podía ocurrir era que la encontrase deambulando como un perro perdido.

Respiré hondo.

Pero entonces, ¿a qué se debía esa voz interior que me empujaba a darme tanta prisa?