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Aurore se ha recostado en la camilla contigua. Acaricia una parte descascarillada del cabecero con cuidado de no cortarse cuando una ráfaga de ametralladora hace que se incorpore de golpe.

Permanecemos callados, esperando la siguiente…

El silencio puede llegar a ser más estremecedor que los disparos. En él caben todos los sonidos que tememos escuchar.

—Apuesto a que, al menos un poco, sí habrás mejorado el universo —suelta de pronto.

Tal vez lo haya dicho con la única intención de rellenar de palabras nuestra burbuja, pero ha removido algo en mis estáticas entrañas.

—Tenía un impedimento para hacerlo —consigo decir tras una meditación exprés.

—¿Qué impedimento?

tic, tac

tic, tac

—Antes hablabas de familias felices… Recuerdo el día que encontré a aquel niño sentado en un bordillo, en el centro de Srinagar.

—Lo sabía, ¡estoy con el buen samaritano!

—La historia no va por donde imaginas.

—No me importa. Me basta con escucharte. ¡No soporto el eco de los disparos!

Me mira con ojos de loca para que comience cuanto antes.

—Yo había llegado poco antes a Cachemira, pero ya me dedicaba a saltarme todas las normas que podía. Me había alejado del control y vagaba por un barrio de la zona verde cuando vi a aquel muchacho cubierto de polvo. Pensé que era huérfano, que habría sufrido abusos, malnutrición… Pero cuando me acerqué, fue él quien estampó en su rostro una expresión de lástima.

»Me preguntó cómo me llamaba. Al contestarle que David Sandman exclamó: «¡Eso significa hombre triste!». Y yo le corregí: «No, eso sería Sadman. El Sandman es un personaje fantástico de mi país que esparce arena mágica en los ojos de los niños para ayudarles a tener dulces sueños».

»Sin intercambiar más palabras, recuperó su expresión compasiva, me dio la mano y me llevó a su casa. Su padre me invitó a entrar. Era un edificio sencillo, con una balaustrada que conducía a una segunda planta en obra, como casi todas por aquí. Me hizo pasar al salón, pintado de color pistacho.

»El niño se lanzó al suelo sobre una mullida capa de alfombras, junto a otros dos que seguían la final de críquet en una tele antigua. India y Pakistán se jugaban el campeonato mundial. «¡Los verdes contra los azules!», gritaban. Ellos eran cachemires, ni de aquí ni de allá.

—¿Hindúes?

—Musulmanes. Por eso jaleaban a Pakistán. Al final es la religión la que les hace posicionarse a un lado u otro de la línea de control en esta guerra eterna.

»Madre e hijas se dispusieron a servir la cena. Yo me sentía incómodo, lo que menos me apetecía era formar parte de aquella escena de familia. Pero, sin darme tiempo a reaccionar, extendieron el mantel en el suelo y colocaron en el centro la fuente rebosante de arroz. El olor a curry invadía la casa. La hilera de platos y cuencos serpenteaba como un tren eléctrico de mercancías. En un vagón, salsa de carne, en otro, verduras cocidas, puré de garbanzos, muslos de pollo…

»El padre cogió en brazos a la más pequeña de sus hijas y no la soltó hasta que me fui. La agarraba como si se la fuera a quitar, y lo cierto es que no me habría importado llevármela a casa. Estaba enfundada en un pijama fucsia y balanceaba sus brillantes tirabuzones negros. «Balé—Balé!» gritaba, entonando una canción de moda. «Balé—Balé», contestaba el padre, y le hacía cosquillas hasta que superaba la vergüenza de tenerme delante y rompía a reír.

A Aurore no le pasan desapercibidas las lágrimas que anegan mis ojos. Hay algunas glándulas de mi cuerpo que todavía funcionan.

—La alegría que reinaba en la casa fue esfumándose con cada tanto que conseguía el equipo indio. Los azules fueron derrotados de forma humillante. El niño que me había rescatado en la calle se levantó y golpeó la pared. Me quedé helado cuando afirmó que le gustaría tener un fusil de asalto para atravesar la cabeza de todos los hindúes que se cruzasen en su camino.

»El rostro del padre se tornó muy serio. «Demasiadas balas», dijo en voz baja, «demasiado jóvenes. ¿Cuándo nos vamos a perdonar?». Con un gesto impositivo ordenó a su prole que se acomodara a su alrededor y les contó una vieja historia del desierto.

—Quiero oírla —suplica Aurore, casi sensual, abrazándose a sí misma.

—Hablaba de un poderoso mercader de especias que gobernaba una tribu en las áridas tierras del Rajastán. Estaba siempre rodeado de sensuales mujeres y abnegados criados, y tenía a su disposición un destacamento de mercenarios y cuadras repletas de todo tipo de animales de carga que convertían sus caravanas en un carnaval.

»A tres días de viaje vivía su máximo rival, un terrateniente que poseía inmensas plantaciones de caña de azúcar. Ambas tribus se la tenían jurada desde tiempo inmemorial, por lo que los dos jefes ansiaban ver al otro muerto.

»Un aciago día, el hombre de confianza del mercader le traicionó para ocupar su puesto de jefe de la tribu. Le preparó una encerrona y lo entregó a su voraz enemigo.

»El terrateniente, celebrando tan inesperado regalo, arrojó al mercader a una celda mohosa y disfrutó viendo cómo durante meses se convertía en un despojo. Pero cuando llegó el día de la ejecución y lo vio arrodillado a los pies del verdugo, algo en su interior se impuso al odio que sus genes arrastraban como un poso de cal.

»Esperó unos minutos hasta identificar aquel sentimiento que bullía en su corazón. Era compasión. Lentamente se acercó al verdugo, le quitó la cimitarra y la arrojó fuera del patíbulo.

»En un primer momento, el mercader supuso que se trataba de un signo de debilidad de su adversario. Pensó en salir corriendo hacia el oasis, matar al consejero que lo había traicionado y planear su venganza contra el terrateniente. Pero lo único que hizo fue incorporarse, abrazarlo y permanecer un buen rato pegado a él, comprobando que sus latidos se iban acompasando hasta coincidir en un solo pulso.

—¿Y qué pasó cuando regresó con su tribu? —pregunta Aurore.

—Nunca regresó.

—Y entonces, ¿el amigo traidor siguió aprovechándose de sus riquezas?

—¿Aprovecharse? El traidor fue asesinado por los señores de la guerra de la región, que decidieron cortar de raíz el poder creciente de la tribu del mercader.

—Se lo tenía bien merecido.

—Y no acaban ahí las cosas. La montaña rusa de la vida recorre cada rincón de este mundo caótico. El terrateniente también sufrió un ataque, en su caso de las hordas del este que querían apropiarse de sus plantaciones de caña. Cayó prisionero y fue sometido a las más espantosas vejaciones, lo dejaron ciego con una espada candente y lo abandonaron a su suerte.

»Pero cuando estaba a punto de morir, el mercader al que había perdonado apareció entre la bruma vibrante del desierto. Lo acompañó a un pozo, curó sus heridas y a partir de entonces se dedicó a cuidarlo de forma incondicional. Uno ponía los ojos para caminar sobre la superficie de la tierra; el otro la iluminada sabiduría que los guió por los senderos del laberinto interior. Dos pulsos acompasados, para siempre un solo corazón.

—Siempre hay una luz esperando reflejar en los corazones pulidos… —murmura Aurore.

—Se trata de frotar y frotar.

Me habría gustado repetir el gesto del cocinero, coger su bayeta y acercármela al pecho.

—Y es aún mejor si compartimos la tarea. Cuando nos entregamos al otro con generosidad, obtenemos las mayores recompensas.

Aurore se ha hecho un ovillo en la camilla.

—¿Me buscarías por el desierto y te ofrecerías para ser mis ojos? —pregunta con entonación infantil.

—Te buscaría por todos los desiertos: de arena, de agua, de roca.

—Somos dos solitarios.

—¿Por eso sigues aquí conmigo?

—No te hagas el humilde ahora. Tienes muchas cosas, aparte de soledad, para ofrecer a una mujer.

—Confecciona una lista si eres capaz.

—A ver… Cuando nos conocimos me hablaste de unas alas.

—Siguen ahí —digo en voz baja—. Pégate a mí.

—¿Qué?

—Túmbate a mi lado, cerremos los ojos y volemos fuera de esta habitación. Venga, anímate, volemos un rato…

—Estás hecho un pájaro, pero de un tipo diferente al que tú dices.

Reímos y, para mi sorpresa, Aurore acepta mi invitación.

Se recuesta en el borde de la camilla, acurrucándose como puede para no engancharse con el drenaje. Desprende un calor intenso, lo noto en mi cuello: es una manta eléctrica para el corazón. Sus propias mejillas enrojecen. Tal vez sea por la postura forzada, o porque no sabe qué demonios hace tumbada junto a un moribundo.

—En sánscrito, el antiguo idioma de la India —le cuento en voz baja—, la palabra pájaro significa «nacido dos veces».

—Nunca lo habría dicho.

—Me siento feliz y agradecido por estar aquí. Pero no soy yo quien debería haber nacido de nuevo.

tic, tac

tic, tac

—No lo soportaría si no fuera por aquel sol que brillaba en mitad de la noche. Bajo su luz dejé de juzgar y sentí una inmensa compasión.

—Como el terrateniente del desierto.

—Así es. Como el terrateniente del desierto, aprendí a perdonar a quien más lo necesitaba. Ése era el impedimento del que te hablaba antes. Si quería aportar algo al universo, primero tenía que ser capaz de perdonar a alguien.

Sol extraño, sol revelador…

—¿A quién? —pregunta con un hilillo de voz.

—A mí mismo.