Mientras coloca la cruz sobre la repisa, Aurore trata de disimular un ataque de congoja. Observo que se lleva la mano a la muñeca de forma instintiva.
—¿Tienes más tatuajes?
—¡Eres un descarado! —contesta, medio riendo, medio llorando.
—No digo que me los enseñes.
—Éste es el único.
—¿Te lo hiciste por rebeldía? —Ella niega con la cabeza—. ¿Una apuesta? —Vuelve a negar—. ¿Una borrachera antológica? —Ríe a carcajadas, dejando escapar las últimas lágrimas contenidas—. ¿Un amor no correspondido?
—Algo así. Mi mejor amiga se fue a vivir a otro país cuando teníamos dieciséis años.
—Ésa era la edad de mi hija —comento sin dramatizar.
—Entonces te imaginarás cómo reaccionaron en mi casa.
—¿Tienes hermanos?
Se eriza como un gato amenazado.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Yo soy hijo único y siempre eché de menos tenerlos.
Aurore vuelve a tumbarse en la camilla contigua. Más bien se arroja con el peso de la adolescente hastiada que un día se tatuó la piel.
—Nosotros éramos cuatro. Tres varones y la princesita. Pero ya no hay llamadas de cumpleaños ni comida de Pentecostés.
Me entristece ver que se refiere a ellos como un bloque de mármol del que ha sido extirpada a golpe de cincel.
—Deben de estar muy agradecidos. Cuando enfermó tu madre, fuiste tú la que se ocupó de ella.
—Según mis hermanos, era lo menos que podía hacer. —Pongo cara de extrañeza—. Lo cierto es que… Antes no te lo he contado todo.
—Te escucho.
—Quizá merezco que me traten así. Si la cuidé fue por mí, no por ella. —Se tapa la cara con las manos y comienza a hablar de un tirón antes de que yo haga algún comentario—. Soy bióloga. Me apasionaba la genética, saqué unas notas impresionantes en la facultad y me eché el novio perfecto, un compañero de clase guapo y con las mismas inquietudes que yo, con los mismos sueños de futuro. Cuando terminamos la carrera ya teníamos nuestro proyecto muy avanzado, y pronto montamos una empresa emergente dedicada a la construcción de material biológico. ¿Cómo podría explicártelo de forma inteligible? Ensamblábamos genes específicos dentro de largas piezas de ADN, algo mucho más barato que sintetizar esas piezas desde cero. El caso es que la comunidad científica alabó nuestra idea y nos lanzamos a recaudar fondos. Mi madre y mis hermanos se subieron al carro y durante un tiempo todo fue de maravilla. Quizá demasiado… Un día quise devolverles su dinero duplicado, pero ellos insistieron en que querían permanecer como accionistas. Y cuando el negocio se vino abajo, lo perdieron todo. Eso es lo que pasó. Tendríamos que haber vendido la empresa cuando pudimos; durante el boom de las tecnológicas recibimos varias ofertas, pero mis hermanos se empeñaron en que podíamos ganar mucho más.
—Y fue entonces cuando tu madre cayó enferma.
—Cuidarla fue la excusa perfecta para apartarme del mundo. Me daba vergüenza hasta salir a la calle. Cuando algo sale mal todo se tuerce, ya sabes. Al poco de quebrar también rompí con mi novio, por lo que no me quedaba nada… ¡No digo que no me satisficiera el ocuparme de ella! Yo la quería. Es sólo que… No dejo de preguntarme qué habría hecho si mi empresa no se hubiera hundido. Quizá hubiese metido a mi madre en un sanatorio, adonde habría ido de visita una vez al mes con unas flores.
—En cualquier caso, tus hermanos no tienen derecho a culparte. Has dicho que fueron ellos los que quisieron seguir como inversores.
Se encoge de hombros.
—Ellos me miran y sólo ven a la fracasada que ha dilapidado sus ahorros. Son mayores que yo y tienen trabajos fijos y serviciales esposas. Ni siquiera se plantean que haya otra forma de alcanzar la felicidad. En su mundo no hay lugar para una soñadora que llora con las películas de después de comer y mete un calcetín rojo en la colada de ropa blanca. Así ha sido durante toda mi vida. Los resultados de cada una de mis acciones tenían que ser inmediatos y tangibles. —Remarca estas dos palabras, parodiando con el dedo índice un gesto impositivo de alguno de sus hermanos—. Y a mí nunca me importaron los resultados. Yo no monté la empresa por el reconocimiento científico, ni mucho menos por el dinero. Te juro que me apasionaba ensamblar esas malditas piezas de ADN.
—Eso es lo más bonito que has dicho esta noche.
—A ellos no se lo parece tanto.
—Hay un tipo de bambú —le cuento— que durante los primeros seis años de vida apenas levanta un palmo del suelo. Cualquiera pensaría que está enfermo y que la única solución es arrancarlo. Pero la realidad es que, durante ese período de aparente inactividad, está dando forma a un complejo sistema de raíces. Pasado ese tiempo, en tan sólo seis semanas crece más de treinta metros.
—Mis hermanos se agacharían hacia el pequeño bambú y le dirían: «¡Resultados, resultados!».
Les imita, volviendo a hacer el gesto con el dedo.
Reímos, pero pronto dibuja un rictus cargado de gravedad. Está pensando en algo que no se atreve a decir en voz alta.
—Ya sabes que en esta habitación se puede confesar todo. Lo que pasa en Cachemira se queda en Cachemira —bromeo para animarla a seguir.
—Antes, cuando se ha marchado el cocinero, has sugerido que si he venido aquí ha sido para engañarme a mí misma. Y me da pánico pensar que quizá sea así. En su día me encerré en casa de mi madre para dar la espalda a mis sueños, y tal vez ahora esté haciendo lo mismo… ¡Oh, Dios!
—Al parecer, el enano de la boda hindú tenía razón. Quienes viajamos hasta estas montañas lejanas lo hacemos para posponer el viaje que tarde o temprano hemos de hacer al interior de nosotros mismos.
—Y lo que más rabia me da es que era mi madre quien me animaba a no dejar de soñar. Quería que fuera como el pequeño cedro que terminó convirtiéndose en una cruz.
—Nunca es tarde.
Niega con la cabeza.
—Desde que me convertí a mí misma en hija única no me quedan fuerzas ni para soñar. Me siento muy sola, David.
—Estar solo no es una condena, siempre que sigamos el sendero que nos dicta el corazón. Tú misma lo has dicho. Y no por tener gente alrededor has de sentirte acompañado. La soledad es una epidemia que va infectando cada célula de tu cuerpo, por lo que hay que combatirla desde dentro.
—¿Te ocurría eso con tu hija? ¿Te sentías solo a pesar de tenerla a tu lado?
—Creo que le ocurría a ella conmigo.
El segundero del reloj parece subir de volumen.
tic, tac
tic, tac
Es como si ambos hubiéramos dejado de respirar.
—¿Te gustaría volver a formar una familia? —me pregunta.
tic, tac
—¿Me ves capaz de…?
—¡No quería decir eso! —exclama apurada—. Me refería a si pensaste en ello después de… ¡Oh, Dios! Cada vez lo estropeo más.
—Iba a preguntarte si me lo estabas proponiendo.
—Dame tiempo —repone.
Ambos sonreímos.
—A lo largo de estos años, jamás hubiese pensado que podría disfrutar de una segunda oportunidad. —Me detengo a pensar—. La mayor parte del tiempo consideraba mi vida un castigo merecido. Aunque también es cierto que en algunos momentos me apropiaba el papel de víctima colateral. Quizá no era capaz de suicidarme porque necesitaba contestar antes a esta pregunta: ¿culpable o víctima?
—¿Y cuál ha sido el veredicto final?
—Ahora sé que no hay una respuesta. La vida es una montaña rusa que nos sube a lo más alto para luego empujarnos al vacío. Pero ni lo bueno ni lo malo ocurren para premiarnos o castigarnos. Las cosas pasan y ya está. Acabas de hablarme de ti. Pero si yo te contara…
—¿Qué es eso de «si yo te contara»?
Se sienta en la camilla contigua con las piernas cruzadas en la posición del loto. De veras quiere saberlo.
—Mi mujer y yo estábamos perdidamente enamorados —me lanzo—. Pasamos un tiempo disfrutando el uno del otro y, para culminar esa pasión, decidimos tener un hijo. Ahí comenzó la primera caída libre desde lo alto de la atracción. Lo probamos todo hasta que un médico nos dijo que las posibilidades de que se quedara embarazada eran casi nulas. Yo me vine abajo mientras ella intentaba activar sus ovarios a través de remedios alternativos. Se convirtió en una obsesión y nuestra relación se deterioró hasta el punto de que nos planteamos separarnos. Pero una mañana salió del baño con aquella prueba tintada en la mano. Puedes imaginar nuestra alegría. De nuevo hacia arriba en la montaña rusa. Arriba, arriba, arriba… Quién nos iba a decir que aquello a lo que había dado vida le terminaría arrebatando la suya.
—Ninguno de los dos hemos tenido lo que se dice una familia feliz. —Suspira—. Resulta paradójico, en estas violentas montañas las familias sí que parecen felices.
—Como están obligados a sobrevivir en esta galaxia llena de estallidos, quizá hayan comprendido que el universo es imperfecto y lo lleven mejor. En Occidente nos empeñamos en que todo a nuestro alrededor debe ser idílico.
Aurore se detiene a reflexionar.
—La verdad es que el universo es muy imperfecto…
—Pero es nuestra casa. Por eso hemos de convivir con él y tratar de mejorarlo. —Echo la vista atrás, ahora que se han disipado las nubes—. Lo único que lamento es haber perdido tantas oportunidades.
—A todos nos pasa.
—Nos quedamos paralizados ante la adversidad. Confundidos… ¿Culpables o víctimas?
—Buscando respuestas en lugar de actuar.
—Así es. La ciencia nos revela que somos muy pequeños, mientras que las personas que nos aman tratan de convencernos de que somos gigantes. ¿Y sabes lo que ocurre mientras nos decidimos?
—Que la vida se nos va.
—Ni más ni menos. Que la vida se nos va.