Tras unos días en los que había ligado una reunión con otra y mantenido multiconferencias con todas las delegaciones extranjeras del banco, decidí quedarme en casa a trabajar. A media tarde tenía que presentar un proyecto con el que me jugaba la prórroga de mi contrato y quería retocar con tranquilidad el PowerPoint. Nada más empezar sonó el teléfono fijo. Estaba claro que, si buscaba que nada me distrajera, habría sido mejor ir a la oficina como cada mañana.
—Diga —contesté, escueto.
—¿Es usted el padre de Claudia Sandman?
Me tomé un tiempo antes de responder. Era la segunda persona en unos días —junto con el policía que encontró el móvil en el metro— que comenzaba una conversación telefónica con esa frase.
—Disculpe, ¿con quién hablo?
—Discúlpeme usted, debería haberme presentado. Soy la madre de Kelly Robson, la amiga de su hija.
—Me alegro de saludarla. ¿Qué puedo hacer por usted?
—He creído necesario contarle algo. Ayer por la tarde, su hija estuvo en mi casa.
—Le agradezco las molestias que se toma. Soy consciente de lo que significa soportar a un par de adolescentes juntas.
—Lo hago con mucho gusto. Claudia es una chica encantadora. Aunque…
—¿Qué ocurre?
—Últimamente no ha venido mucho, ya sabe.
¿Qué es lo que tenía que saber? Sentí un repentino acaloramiento. Se suponía que las dos amigas pasaban juntas unas horas después de clase, bien para acudir a las actividades extraescolares o para idear formas de perder el tiempo.
—Le ruego que me diga qué desea.
—Cuando llegué a casa anoche, su hija ya se había marchado. Pero la nevera…
—¿Qué le ocurre a su nevera?
—La abrí para servirme un zumo y encontré todo revuelto. Como si un animal encerrado hubiese campado a sus anchas por las baldas.
—¿Y por qué me llama a mí?
—Kelly me ha dicho que ella no ha tenido nada que ver. Y al parecer, Claudia fue un par de veces al baño.
—Y directamente ha pensado que entre viaje y viaje se dedicó a destrozar su nevera.
—Yo no he utilizado la palabra «destrozar». Pero había un par de yogures empezados, un queso mordido, incluso un tomate abierto por la mitad con los dedos. Tenía que haberlo visto. Había restos de ese jugo pringoso por todas partes.
—Le ruego que no siga.
—Sólo pretendo…
—Ésta noche hablaré con ella —la corté.
—¿No está ahora con usted?
—Está en clase. Al igual que su hija, supongo.
—Ah, perdone. Como Kelly me dijo que últimamente también falta mucho al colegio, por lo de la depresión…
¿Qué depresión?
Colgué, archivé con nerviosismo los cambios de la presentación en el ordenador y salí corriendo hacia el instituto.