—¡Espera! —trato de retenerla.
Se gira hacia mí con rabia.
—Es posible que después de lo que te ocurrió en la carretera veas las cosas con una inusitada clarividencia, pero en este momento no estoy para que me analicen. Mejor me voy, David.
¿Qué puedo decirle para que permanezca conmigo?
—Sólo deja que aporte una cosa más al collage, por favor.
Aguanta el tipo en silencio, inmóvil como una cruz de madera…
¡Ya lo tengo!
—Una cruz —propongo.
—Ya no soy la niña que escuchaba cuentos en la cama, así que no inventes artificios para consolarme. Soy yo la que debe cuidar de ti.
Señalo con las cejas un paquete de palos de los que los médicos utilizan para sujetar la lengua y mirar la garganta.
—Son de madera de balsa. Será fácil hacer una abertura para meter uno en otro.
—No te esfuerces. Sólo estoy cansada.
—Compón esa cruz, por favor.
—¿De qué servirá?
—Nos recordará al pequeño cedro que, cuando creía haber fracasado, comprendió que sus tablones sirvieron para construir la puerta del cielo.
—David, por favor…
—Aurore, te miro y veo a todos los dioses. Me animas a cruzar esa puerta. Eres la belleza del mundo, ansío conocer a quién te ha creado.
—No hace falta que te disculpes —acierta a decir con la voz entrecortada.
—Sí que hace falta. No soy quién para juzgarte. Nadie debería hacerlo nunca.
Regresa a grandes pasos junto a mi camilla y acaricia mi rostro con ambas manos. Lo hace sin ninguna contención, de forma desordenada, para que sienta en cada milímetro sus yemas de arpista, en cada milímetro…
—Nunca me habían dicho cosas como las que tú me dices —susurra.
—Seguro que sí, pero no te acuerdas.
Aparta despacio sus manos de mi rostro y coge un par de palos de madera de balsa.
Abre con la uña del pulgar una rajita en uno de ellos, introduce el otro en posición horizontal y corta los extremos para que se parezca más a la cruz del cuento.
Mira a ambos lados buscando dónde colocarla. Decide hacerlo en una lata vacía de Coca-Cola que uno de los cirujanos ha dejado en una repisa.
Su monte Calvario.
Derrama una lágrima gruesa.
Yo también me emociono; es justo el efecto que el pequeño cedro quería provocar en los caminantes que alzasen la vista para contemplar sus ramas. Pienso en todos los dioses, dondequiera que estén, cualquiera que sea su forma. ¿De verdad estoy preparado para cruzar las puertas del cielo?
Por favor, ruego al sol nocturno, no dejes de alumbrar…
¿Por qué esta súplica repentina? ¿Acaso vuelvo a tener miedo?
Y al instante comprendo que no es por mí.
Es por Aurore. La he conocido y no quiero dejarla sola.