Los pinchazos remiten pero persiste una desagradable sensación. Es como si un torturador me estuviera llenando el cráneo de piercings.
Aurore coge mi vaso con cuidado, comprueba que no está demasiado caliente, introduce las yemas de sus dedos índice y corazón y las acerca a mis labios.
Las beso, más que lamerlas. Me siento como el hombre que colgaba de la liana en el barranco. No existen osos azules del Himalaya, ni feroces conejos de peluche.
Sólo este instante. Comprendo que no se trata tanto de gozarlo de forma lúdica, sino de ser consciente de que es el único verdadero. No hay pasado. En este momento soy todo lo que he vivido, todas las personas que he amado. Lo soy ahora. Tampoco hay mañana.
Una gota de té resbala por mi barbilla. La seca con los dedos. Sus yemas me hablan.
Parece estar tocando un arpa.
Quiero decirle algo, pero siento otra terrible sacudida. Alguien está hinchando mi cerebro con una bomba de bicicleta. No sé cuántos ataques como éste podré superar. Una lágrima. Mis ojos son la única ranura de una tubería a punto de reventar.
—Yo vivía en un piso sin terraza —comienza a narrar de pronto. Ni siquiera puedo girarme hacia ella—. Me habría gustado tener al menos un balcón en el que cupiera una hamaca para tomar el sol, pero no pudo ser. Tuve que desplazarme al pequeño apartamento de mi madre. No sabes cómo olían las paredes a sus gatos, aun años después de que muriese el último. Cuidarla se convirtió en mi único fin. Mis sueños se desplomaron, me dediqué a allanar el terreno para que mi madre edificase su… cárcel de recuerdos.
Sus palabras, aún cargadas de tristeza, me sosiegan. Son mucho mejor que una inyección de morfina.
—¿Qué le ocurría? —logro preguntar.
—La Nada se apoderó de ella.
—¿Cómo?
—Alzheimer.
—Vaya, lo siento.
—La Nada… —retoma, perdiéndose en sus pensamientos—. ¿Recuerdas La historia interminable, el libro de Michael Ende? La Nada iba apoderándose de forma implacable del reino de Fantasía. Las montañas, valles y toda clase de seres vivos desaparecían. Simplemente eso, desaparecían, consumidos por un manto invisible.
—¿Aún vive?
Niega con la cabeza.
—Por fortuna para ella se liberó del olvido.
En la voz de Aurore no hay liberación. La imagino encerrada en esa cárcel, rodeada de recuerdos reclusos. Me gustaría ser capaz de retorcer los barrotes para que pudiera sacar la cabeza. Dicen que si consigues introducir la cabeza por un agujero, el resto del cuerpo también pasa por él. Tal vez sea un símil de nuestra fuerza de voluntad, o quizá un hecho físico constatado.
—Antes has dicho que perdiste la fe en las personas que amabas. ¿Te referías a ella?
—Cuando todavía estaba bien me prometió que, si me encomendaba al amor, lograría grandes cosas en la vida. Ella solía decir cosas así, en plan predicador.
—Y eso fue lo que hiciste…
—¡Claro! El médico aseguró que lo más importante era la compañía del enfermo, y yo lo abandoné todo para estar con ella. ¿Qué amor más puro puede existir que el de una hija hacia su madre?
—Seguramente el de una madre hacia su hija.
Me ha salido de las entrañas. Claudia, mi niña…
—Dicen que el amor lo puede todo, pero eso es una mentira como tantas otras que terminamos creyendo —continúa, tratando de justificar la carga de resentimiento que lleva implícita su historia—. El amor sólo sirve para dejar al descubierto nuestra condición efímera y nuestra fragilidad. Aun así, yo le di todo el amor que fui capaz de generar. Todo.
—¿Y te arrepientes de ello?
Niega repetidamente con la cabeza.
—Lo que no me deja dormir es…
Se detiene. Los recuerdos con los que comparte celda le sujetan por detrás y le tapan la boca.
—Puedes confiar en mí. ¿Qué es lo que no te deja dormir?
—No haber logrado que muriera feliz.
—Pero estabas con ella.
—Más de una vez me pidió…
Vuelve a interrumpir la frase. No le apremio. Está haciendo acopio de fuerzas. Asoma la cabeza entre los barrotes y por fin arranca de forma atropellada.
—No acertaba a saber en qué momentos hablaba ella o cuándo eran sólo palabras sin nexo coherente, desenredadas de forma aleatoria de la tela de araña que envolvía su cerebro.
—Tuvo que ser muy duro para ti.
—Me gusta creer que, de no haber sido por aquella historia, nunca habría acabado trabajando de enfermera.
Alisa su pantalón con un gesto instintivo.
—Se ve que disfrutas mucho haciendo esto.
—¡Yo también sé un cuento! Me lo contaba mi madre cuando yo era pequeña. ¿Quieres oírlo?
—Claro que sí.
—Éranse una vez…
—¿Por qué te paras?
—No te rías.
—Te juro que lo último que haría es reírme de ti.
—De acuerdo. Allá voy: éranse una vez tres cedros jóvenes que crecían en una ladera y se dedicaban a soñar sobre su futuro.
»El primero quería transformarse en el trono de un poderoso rey. El segundo ansiaba servir en la construcción de un lujoso barco para que un gran conquistador surcase océanos embravecidos. Y el tercero anhelaba mantenerse erguido y llegar a ser el árbol más esbelto de su especie; así, cuando la gente levantase la vista para contemplar sus hojas jugando con el viento, verían el cielo y pensarían en Dios.
»Pasó el tiempo y los pequeños cedros, convertidos en imponentes ejemplares, atrajeron a un grupo de leñadores de la región. Las hachas comenzaron a hacer su trabajo y, a pesar de que sus troncos eran gruesos, pronto se vinieron abajo produciendo un gran estruendo.
»El primer árbol comprobó con júbilo que lo transportaban a un taller; pero en lugar de fabricar un trono lo utilizaron para hacer un pesebre para el heno. El segundo también creyó que iba a cumplir su deseo cuando vio que lo llevaban a un amarradero; pero se trataba de un lago, no del océano, y con su madera construyeron un rudimentario bote de pescadores. El destino del tercer árbol fue aún más triste: lejos de crecer hacia el cielo, fue convertido en tablones que arrojaron a un húmedo almacén.
»Los tres se sintieron muy desgraciados. Pero pasó el tiempo y, bajo la luz de una estrella dorada, una parturienta que carecía de cuna colocó en el pesebre a su recién nacido, aquel que había venido al mundo para ser el Rey de Reyes. Unos años más tarde, un pescador llamado Pedro subió al bote del lago con un grupo de personas, se desencadenó una terrible tempestad y uno de los que le acompañaban calmó a los elementos como sólo podría haber hecho el más aguerrido de los conquistadores, el único capaz de llegar hasta los confines del alma de las personas. Y no mucho después, unos soldados arremetieron en el almacén donde reposaban los maderos del tercer árbol y montaron una cruz a la que clavaron a un reo que, sin una queja, encomendaba a su padre del cielo la sangre que escurría por la madera.
»Y así acaba el cuento.
Sonríe con cierta timidez.
—Imagino a tu madre contándotelo —le digo—, y a ti metida en la cama escuchando con la boca abierta.
De repente se muestra nerviosa. No alcanzo a saber a qué responde su baile de emociones.
—Ella decía que no debemos dejar de soñar, ya que no sabemos lo que nos deparará la vida. ¡Y mira por dónde! Después de haber pasado un infierno ahora estoy aquí, en este lugar que consideras tu cielo. Al menos hago algo útil, ¿no?
—Sí —asiento, pensativo.
Aurore nota que algo bulle en mi cabeza.
—Hace mucho que no contaba un cuento. Si no te ha gustado, no hace falta que disimules.
—Estaba pensando en ti.
—¿En mí?
—En la razón que te llevó a convertirte en enfermera.
—¿Por qué sales con eso ahora?
—¿De verdad estás cumpliendo tu sueño? Creo que no eres sincera contigo misma.
—¿Por qué dices eso?
—No sé… Quizá estés aquí porque tratas de compensar lo que no pudiste hacer por tu madre. Antes has dicho que no lograste que muriera feliz.
Toda la luz de los infinitos amaneceres que anidan en su nombre se concentra en sus pupilas. Ahora queman.
—¿Por qué has tenido que estropearme el cuento?
—Siento haber dicho eso. No debería hacer conjeturas.
—Era uno de los pocos recuerdos de mi madre que merecían la pena.
Se dirige hacia la puerta.
Cada paso, un año luz.