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Londres

Claudia estaba sentada en el alféizar de la ventana. Sujetaba las piernas con ambos brazos y el auricular del teléfono con el cuello. Al otro lado se encontraba Kelly, a juzgar por el rato que llevaba hablando con la misma voz indolente. Era su mejor amiga. Nacida en Laos, fue adoptada por una familia londinense cuando todavía era un bebé. Claudia se encontraba a gusto a su lado. Le sublevaban las manifestaciones xenófobas que habían aflorado en algunos barrios desde los atentados, y disfrutaba relacionándose con cualquiera que, por un motivo u otro, fuera diferente al resto. Con Kelly, además, compartía un pasado complejo.

La contemplé durante unos segundos. El pelo por la cara, el pecho hundido. Cada día estaba más delgada. Era como si quisiera emular a las modelos andróginas de Karl Lagerfeld.

—No te pareces en nada a tu madre —le dije, sin intención de criticarla.

Se giró un instante, lo justo para clavarme los ojos a través de la cabellera lacia, como el fantasma resentido de una película japonesa de terror. Pensé que últimamente encontraba pelo suyo por todas partes. Necesitaba vitaminas.

—Ahora te llamo —se disculpó con su interlocutora, y colgó con parsimonia—. ¿Por qué hablas de mamá como si estuviera viva?

—No quiero olvidarla.

—Te iría mejor si lo hicieras.

—No es por mí —le expliqué tratando de no enfadarme—. Intento mantenerla presente en nuestras vidas.

Dejó caer la cabeza hacia atrás.

—Olvidas que fui yo quien la mató.

Cuando decía ese tipo de cosas se me partía el alma. No lo hacía por maldad; eran arrebatos que me recordaban cuánto había sufrido y me dejaban sin respuestas. Sólo acertaba a reprenderla:

—No te permito que hables así. Tu madre querría que estuvieras bien.

—Deberías dejar de pensar en lo que quiere ella y preocuparte más de los vivos —espetó.

Sin respuestas. Sólo recurrentes preguntas:

¿Quién se atreve a afirmar que seguimos vivos tras padecer una pena semejante?