IMAGE

01.20 h

De nuevo solos en nuestra burbuja.

En un silencio semejante, incluso el chisporroteo del fluorescente llega a resultar ruidoso.

—¿Seguro que no quieres ir a comer algo? —le sugiero.

—Se-gu-ro —contesta, remarcando cada sílaba con aire fatigoso.

Levanta la vista para comprobar el estado de mi gotero y se estampa en su cara un gesto de apuro. Se dispone a cambiar la botella mientras masculla reproches a sí misma por haberse despistado de su cometido.

—A ver qué líquido cuelgas ahí arriba —le digo—. No irás a emborracharme para aprovecharte de mí.

—No te creas tan irresistible.

—¡Oh!

—¿Qué ocurre?

Pongo cara de agravio.

—No sé si podré superar semejante desprecio.

—Eres tonto.

—Y ahora me insultas… ¡Bien! Un paso adelante en nuestra relación.

Más relajada, se vuelve hacia la pared.

—El grafiti se ha convertido en un collage.

Ambos nos anclamos a la bayeta, como si el simple hecho de mirarla ya equivaliera a la acción de frotar y frotar.

No es sólo un trapo.

Tiene vida. Como los pétalos que, inspirados por el olor de la menta, me invitan a aprovechar este instante para embarcarme en una aventura única. «Viaje a la esencia de las cosas», podría llamarse el libro que narrase esta expedición más profunda y apasionante que un viaje al centro de la Tierra. Ahora sé que no caminaría a ciegas, porque mi corazón es capaz de reflejar la luz necesaria para guiarme por la más dolorosa oscuridad. Lo ha dicho el cocinero, y yo le creo.

«Aurore —pienso—, quiero darte la mano y partir juntos en esta aventura».

¿Qué me lo impide?

Cierro los ojos.

«¿Lo ves? Ya estoy levantando el brazo, ya entrelazamos los dedos…».

Pasa la página de mi historial médico. El ruido del papel arrugándose me saca de mi ensoñación.

—¿Cómo te encuentras? —pregunta.

—En el cielo.

—Ahora estoy hablando muy en serio. He de saberlo para decidir si he de subirte las dosis.

—No me pongas sedante, por favor. Promete que no lo harás.

Lo valora durante unos segundos eternos. Resopla.

—Está bien.

—Gracias.

—No me las des. Si te sientes en el cielo, ¿para qué estropeártelo?

—¿Sabes lo que cuentan por aquí acerca del infierno y el cielo? Dicen que el infierno es una enorme montaña de arroz recién hervido, por cuyas faldas vaga una multitud en constante sufrimiento. Les han sido entregados unos palillos más largos que sus brazos y no encuentran una postura adecuada para llevarse los granos a la boca.

—¿Y el cielo?

—El cielo es una enorme montaña de arroz recién hervido, por cuyas faldas vaga una multitud feliz. Los palillos que les han sido entregados también son más largos que sus brazos, pero han comprendido que su fin es alimentarse unos a otros.

Tras uno de esos instantes en los que la rotación de la Tierra parece haberse detenido, las pisadas rítmicas de un grupo de soldados que pasan al otro lado de la pared reavivan el segundero del reloj. Sus voces se oyen lejanas, tamizadas por una sordina de trompeta.

—Me parece oler el arroz —dice ella, lanzando el historial médico sobre la mesa y dejándose caer en la camilla contigua.

—Estamos en nuestro cielo.

—¿Tú crees? Guerra, sangre, oscuridad…

—Latidos, pétalos, respirar el mismo aire… Depende de nosotros que el paraíso deje de ser un sueño.

Apenas he terminado de decirlo cuando siento una sacudida.

Ésos pinchazos en la sien,

una alarma que me advierte de que

se acaba todo.