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Londres

Claudia regresó a casa sola. Cuando le pregunté acerca del móvil, se defendió alegando que alguien se lo habría robado al entrar al instituto, y que esa misma persona lo habría perdido después.

—¿Y cuándo pensabas darlo de baja? —le reprendí.

Subió a su cuarto sin contestar ni esperar mi conformidad con su escueta versión de lo ocurrido y se encerró dando un portazo.

Se había hecho demasiado tarde para salir a cenar. Conecté el ordenador. Tenía que hacer una transferencia a la cuenta del gimnasio al que Claudia acudía a nadar —¿cuánto tiempo hacía que no la veía con la toalla?— y necesitaba su número de carnet. Su mochila estaba en la entrada. Como no me apetecía oír sus gruñidos, yo mismo la abrí e introduje la mano.

Fue entonces cuando encontré aquella tableta de pastillas. No iban acompañadas de ningún prospecto, ni figuraba la marca en el aluminio.

Pensé en llamar a la asistenta. Después de varios años ocupándose de mi casa era como de la familia. Aparte de la limpieza, dejaba en la nevera delicias gastronómicas al estilo de Filipinas y más de una vez me había servido de consejera. Me convencí de que, en aquella ocasión, resultaba absurdo meterla en medio. Claudia ya no era una niña…

Ése era el problema.

Subí a su habitación. Sabía cuál iba a ser su primera reacción: ¡dos interrogatorios en una sola noche! Estaba cerrada por dentro, con la música a un volumen atronador. Desde que se indignó con todo orden establecido escuchaba bandas popfolk que, de haberse dedicado al cine, filmarían arte y ensayo, con pianolas de juguete y voces que lloraban cada palabra. Pero la letra que se filtraba amortiguada por los poros de la madera se pasaba de la raya:

Sombras, temblor,

desierto amor.

Vientos barren mi corazón.

Feliz infierno.

Si arde mi pasión,

lejos de ti, donde el mundo acabó…

Comencé a obsesionarme. ¿Qué hacía Claudia escuchando aquellos acordes presuicidas? Era una versión de una pavana del siglo xvi que se consideraba la canción más triste jamás compuesta. ¿Por qué en las últimas semanas no dejaba de ponerla una y otra vez? Cada verso me atizaba como el látigo de un verdugo. Imaginé a mi hija entre sombras, temblando, feliz de arder en el infierno, considerando que en este mundo no le quedaba nada…

Apreté la tableta de las pastillas y, con el mismo puño, aticé un fuerte golpe en la puerta.

Aquello debió de pillarla desprevenida. Apagó la música.

La madera muda.

Antes de que se decidiera a abrir, bajé bufando y salí a la calle. Hacía mucho frío. Di unas cuantas vueltas sobre mí mismo. ¿Qué nos estaba pasando? Entré de nuevo y subí los escalones de tres en tres.

Abrió sin esperar a que volviera a llamar y vio las pastillas en mi mano.

—Son para ir al baño —dijo en voz baja.