Se detiene a pensar.
—Hay uno que me viene a la cabeza; y además no es muy largo…
—Mejor —digo—, así al menos sé que no me perderé el final.
—Ése humor negro… —me regaña Aurore.
El cocinero pide atención con las manos y comienza:
—Cuando Dios creó al hombre, decidió someterlo a una prueba para comprobar si era merecedor de su luz. Y pensó que sería buena idea esconder la llave de la felicidad en el lugar más inaccesible. El día en que el hombre estuviera preparado y la encontrase, sus rayos iluminarían por fin el sendero que conduce hasta Él. Comenzó a dar vueltas a la cabeza, preguntándose dónde podría guardar la llave para que al hombre le resultase realmente difícil dar con ella.
»Primero se le ocurrió introducirla en un bloque de hielo de la cima del Everest. Pero había dotado al hombre de una gran fortaleza y supuso que, en cuanto se lo propusiera, combatiría el mal de altura y lograría escalarlo.
»Después barajó la posibilidad de ocultarla bajo un alga de las fosas abisales, custodiada por una legión de pulpos transparentes. Pero había dotado al hombre de una enorme curiosidad y sabía que, cuando hubiera escudriñado todos los rincones en la superficie de la Tierra, se lanzaría a explorar las profundidades del mar.
»También pensó en depositarla en el cráter de un asteroide condenado a vagabundear entre nebulosas lejanas. Pero recordó que había dotado al hombre de una gran inteligencia, y pronto diseñaría un telescopio lo suficientemente potente como para divisarla.
»Por fin, cuando se le terminaban las opciones, decidió esconderla en el propio corazón de su creación. ¡Qué buena idea! Sabía que el hombre estaría tan obsesionado buscando la felicidad fuera, que sólo cuando alcanzase un altísimo nivel de preparación miraría dentro de sí.
El cocinero paladea el regusto de su cuento como si probase un caldo de gallina.
—Es una historia ideal para seres perdidos —apunto.
—¿Lo dices por mi falta de orientación? —pregunta Aurore, un tanto cáustica.
—Pensaba en mí mismo. He pasado muchos años buscando respuestas en los lugares equivocados.
Retorna el eco de los disparos. El intercambio de fuego se prolonga durante casi un minuto. Se suceden los gritos por el campamento. Un camión cruza el patio y pasa a toda velocidad al otro lado de la pared.
—Apúntate al siguiente turno de evacuación y vuelve con tu familia —le sugiero al cocinero.
—Les echo muchísimo de menos, pero ¿quién se ocuparía entonces de mi cocina?
Acuden a mi cabeza los músicos del Titanic, inundando la noche de melodías de violín mientras el barco se hundía en el agua gélida.
El sufí se dirige hacia uno de los aparatos médicos, se agacha y, dando un tirón, despega del suelo un pedazo de cinta americana de la que se usa para evitar que se desperdiguen los cables.
¿Qué va a hacer con ella?
Desanuda con parsimonia la bayeta que lleva colgada del cinto y va hacia la pared.
Se estira de puntillas y la coloca lo más alto que puede sobre el grafiti de pétalos de Aurore, sujetándola por una esquina con la cinta adhesiva.
¡Artista!
Da un par de pasos hacia atrás para examinar su obra con perspectiva.
Los tres contemplamos el trapo. Cuelga como un afligido estandarte que espera ser ondeado por un héroe legendario.
Cualquiera de nosotros puede ser ese héroe.