—Ya estamos aquí —anuncia Aurore mientras invade la estancia con esa energía que, si la dejasen fluir de golpe, produciría electricidad suficiente como para iluminar toda la región de Cachemira.
¿Por qué ha dicho «estamos»?
Se planta a los pies de mi camilla y extiende las palmas hacia un lado, invitando a su acompañante a entrar en escena.
—Buenas noches —saluda éste, cordial.
Es el cocinero del campo, un musulmán procedente de Islamabad, de corta estatura y estirado bigote. Acerca una mesita auxiliar con una mano mientras con la otra sostiene la bandeja con la tetera metálica y los vasos de cristal.
—Sólo son unas pocas hojas en agua hirviendo —se justifica—, pero a tu enfermera le apetecía menta, menta, menta. Podría haber preparado una infusión de frutos secos capaz de levantar a un muerto… Con perdón.
Comienza a servir. El vapor impregna los pétalos pintados en la pared, que aún adquieren más vida. Se vuelve hacia ellos y los contempla con extrañeza.
—Estábamos contando cuentos —me adelanto a explicar.
—¿De Nasrudín?
—¿Quién es Nasrudín? —pregunta Aurore.
—El rey de los cuentos —responde orgulloso el cocinero—. Un maestro de la tradición musulmana.
—¿Eres sufí? —deduzco.
—¡Si llevase una tupida barba no lo dudarías, pero la higiene prima en mi cocina!
Sirve el té con maestría, levantando la tetera y vertiendo un chorro largo que se pierde en las profundidades del vaso.
—Huele bien…
Inspiro con fuerza para que el aroma caliente inunde mis fosas nasales y, a través de ellas, el resto de mi cuerpo inerte.
El cocinero coge el vaso, sujetándolo por la base y el canto para no quemarse, y me lo ofrece.
—Lo siento, pero no puedo beber, ni utilizar los brazos.
Se vuelve raudo hacia Aurore, abroncándola por no haberle puesto en antecedentes. Deja el vaso con cuidado en la bandeja, apoya su mano en mi hombro y me dice con aire paternal:
—Ten paciencia. En el ser humano hay un trozo de carne que, si está sano, vuelve sano el resto; y si está corrupto, también corrompe el resto. Me refiero al corazón.
—En mi caso no sé si será posible reparar tanta carne corrupta.
—Tu corazón goza de muy buena salud —sale al paso Aurore—. Así que todo es posible. —Se agacha para colocar bien la sábana que me cubre, en lo que parece un acto reflejo—. No como el mío —murmura mientras lleva a cabo la labor.
—¿Por qué has dicho eso?
—¿A qué te refieres? —pregunta, haciéndose la sorprendida. De inmediato corrige el gesto, se incorpora y confiesa—: ¿Quién no tiene el corazón roto hoy en día?
¡Por fin se ha decidido a soltarlo!
—Tú también llegaste aquí buscando refugio… Vaya un sitio que escogimos.
—Cuando pierdes la fe en las personas que amas… o peor aún, en ti mismo, también pierdes el sentido de la orientación.
—Ya que no lo plasmaste en un diario, podrías contármelo ahora.
—Te he dicho hace un rato que no es una historia entretenida.
—¿Por qué no pruebas?
Se gira de improviso hacia el cocinero y eleva la voz, dejando claro que quiere cortar por lo sano la conversación:
—¿Cómo puedes tener la seguridad de que tu fe es la auténtica?
El cocinero me mira como si precisase mi beneplácito para contestar. Comienza a sentirse un extraño en este islote habitado por dos náufragos.
—Varios dioses se disputan esta apretujada región —continúa Aurore—. Tú eres musulmán, como muchos de los que vivís aquí, las montañas son indias y sobre sus laderas se yerguen monasterios budistas de exiliados tibetanos. Dime, ¿cómo puedes saber que no vuelcas tu fe en la dirección equivocada?
—Todos perseguimos lo mismo: la felicidad —declara el cocinero—. Y la única forma de conseguirla es pulir nuestro corazón. Da igual la bayeta que utilicemos. Lo importante es frotar con energía, hasta que brille como un diamante.
Levanta la esquina de un trapo que lleva anudado al cinto, lo acerca cuanto puede al pecho y hace como que frota.
—Por muy buena persona que yo quiera ser —le desengaña Aurore—, si todo lo demás falla a mi alrededor…
El cocinero arquea las cejas y toma aire para replicar, pero en el último momento se arrepiente. En cuanto cruza su mirada con la mía, le hago un gesto incitándole a seguir y él se lanza en un torrente de palabras:
—No se trata de convertirte en mejor persona para tu propia satisfacción. Con eso sólo estarías alimentando tu ego. Si hemos de dedicarnos a pulir nuestro corazón es para que refleje la luz divina. Dios está ahí, desde el principio de los tiempos, esperando a que nos hagamos merecedores de Él.
—La vela no se prendió para iluminarse a sí misma —se me ocurre decir.
El cocinero asiente complacido. No esperaba esta nueva versión del tipo de los bigotes… Aunque lo que menos esperaba es esta nueva versión de mí mismo. No sé si mi corazón brillará mucho o poco, pero lo noto como si hubiera arrojado en su interior una pastilla de vitamina C efervescente.
—Hablar sobre tu propia vida puede ser una buena forma de detectar qué partes del corazón necesitamos pulir —añado.
—¿Te refieres a remover el pasado? —se altera Aurore.
De inmediato lamento haber insistido. No quiero obligarla a atravesar ninguna barrera.
El aroma del té de menta sigue adueñándose de cada rincón. Ella se sienta al borde de mi camilla. Aunque no puedo sentir el roce de su cuerpo, disfruto sabiendo que sólo nos separa la fina sábana.
—Yo también descendí a los infiernos —le digo con toda la ternura que es capaz de sobrevivir en mi voz tras surcar el cañón de arcilla en el que se ha convertido mi garganta.
—No hay que preocuparse por eso —completa el cocinero—. Como dijo un maestro sufí: «Conocí el bien y el mal, el pecado y la virtud, la honradez y la infamia; juzgué y fui juzgado; pasé por el nacimiento y la muerte, por la alegría y el dolor, por el cielo y el infierno… y al final reconocí que yo estoy en todo, y que todo está en mí».
Sus palabras se acomodan en la camilla vacía.
Yo estoy en todo,
y todo está en mí.
—¿Y cómo regresa uno del infierno? —me pregunta Aurore.
—Podría decir que aquel sol que brillaba en el cielo de la noche me marcó el camino.
—Ya…
Me gustaría hablarle más sobre ese potente foco, pero cuando pienso en ello me invade cierta desazón. Estoy en calma, pero al mismo tiempo me siento desamparado, arrojado de vuelta a un mundo que, si supiera lo que pasa por mi cabeza, me tomaría por loco.
Como si adivinase mis titubeos, Aurore apoya su mano en mi pierna con delicadeza. ¡Qué bonito sería notar su presión!
Me contento con poder ver esta imagen. Es mi fruto de mangostino, tan agrio y tan dulce.
—Si queréis puedo prepararos un poco de arroz —propone el cocinero.
Bajo el silbar de las balas cercanas, su ofrecimiento adquiere un tono épico.
—David no puede comer —rehúsa Aurore—, pero gracias.
—¿Y qué hay de ti?
—Ya me acercaré más tarde a la cocina.
El sufí deja el vaso en la bandeja y se dispone a salir. Me doy cuenta de que ni siquiera ha terminado su infusión.
—Apuesto a que Nasrudín tendría un cuento para este momento —le digo con intención.
Parece debatirse durante unos segundos, pero no se resiste.
—Nasrudín tenía cuentos para todo.