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Londres

Llevaba un rato indeciso en la terraza, con una cerveza a medio beber en la mano. En la acera de enfrente burbujeaba un grupo recién salido de Christie’s. Creí recordar, por haberlo visto de refilón al pasar, que subastaban una partida de lámparas art decó. La dulce voz de Adele se deslizaba desde el salón por el hueco de la puerta entreabierta. Diva y plebeya a la vez, con sólo tres estrofas convencía al público del Albert Hall de que no debían lamentar un amor no correspondido.

Estaba estresado, mi estado natural en esa época. Pensé en salir a cenar fuera para distraerme. Era viernes, el mejor día de la semana para bajar a los pequeños locales de vino y queso que habían florecido por South Kensington. Saqué el móvil y repasé el listado de contactos. Contemplé varias alternativas, pero una especie de congoja me impedía marcar. La misma que me impedía terminar la cerveza.

De súbito comprendí que si seguía apoyado en la helada barandilla de hierro era porque confiaba en sorprender a Claudia despidiéndose de algún amigo secreto que la acompañase a casa. Quizá así obtuviera una pista sobre la vida que llevaba. Su extraño comportamiento de los últimos meses tenía que deberse a eso, a alguna mala influencia.

Nunca había sido una niña convencional, debido sobre todo a su inusual inteligencia. A veces me preguntaba si su actitud cambiante —del comportamiento modélico a la rebeldía, y una acusada tendencia a evadirse en mundos paralelos sacados de los libros que devoraba de forma compulsiva— no sería un mecanismo de autodefensa, construido al no verse capaz de asimilar la tragedia que rodeó su nacimiento. Estaba repleta de inquietudes, muchas más de las que correspondían a sus dieciséis años y al momento de apatía social que le tocaba vivir. Últimamente, siempre llevaba encima una cámara réflex que también grababa vídeo. Me di cuenta de que no me había enseñado ni una mísera fotografía.

Ya nunca compartíamos nada, ni siquiera cuando nos encontrábamos en la misma habitación. De niña le bastaba arrugar la nariz para hacerme partícipe de sus preocupaciones. Ahora era yo quien estaba preocupado por el progresivo desplome de nuestro sueño.

Antes soñábamos juntos a menudo.

Sobre todo cuando comenzó a leer novelas juveniles. Fue una época emocionante. Aprovechaba cada minuto para sumergirse en aquellas historias, de las que yo también formaba parte.

Sobre el sofá, frente al televisor encendido sin volumen, una noche prometimos respetarnos como dos caballeros de la mesa redonda. Cada uno galoparía rumbo a su destino, pero siempre acudiríamos a la llamada del otro para luchar espalda con espalda contra la adversidad.

Pero eso fue hace mucho tiempo.

Lo peor de todo era que no podía decírselo. No quería que supiese que su caballero estaba cansado de librar mil batallas, tanto que ni siquiera era capaz de mantenerse sobre la montura.

Guardé el móvil en el bolsillo del pantalón y pensé en el de Claudia que me había entregado la policía. Lo encontraron en una apartada estación de metro, al final de la línea verde. No dejaba de preguntarme cómo habría llegado hasta allí.

¿Cómo?

¿Cómo?