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Permanecemos quietos unos segundos. Vaya una estampa: yo tumbado, con unas ganas locas de conocerla mejor; ella firme, con su aerosol erguido a modo de escudo.

—¿Llegaste a conocer al camionero que hacía viajes desde la capital con el volquete blanco? —le pregunto por fin, haciendo un quiebro.

—Sé a quién te refieres, pero nunca hablé con él.

Arroja el spray a la caja. Ha pasado el peligro y no necesita armamento especial.

—Casi nadie lo hacía. Él mismo afirmaba que pasaba por la vida como el hombre invisible.

—¿Y tú cómo sabes eso?

—Me lo contó en la cabina del camión, un día que le acompañé a la capital.

—¿Te fuiste a recorrer la línea sin escolta? Está claro que te iba la marcha.

Al menos he conseguido que vuelva a charlar conmigo con espontaneidad. Incluso se acomoda. Me siento la persona más afortunada del mundo. ¿Por qué sigue aquí? Quizá sea verdad que ambos estamos cerrando ese círculo de tiza.

—Nos detuvimos a mitad de la cuesta que llega hasta el estadio de Srinagar —le cuento—. A un lado de la carretera había un grupo de casas de adobe entrelazadas por una enmarañada red de cableado. Me dijo que allí vivía su abuela, y que quería entregarle un melón que había comprado para ella en el mercado.

»—Pronto morirá —me explicó—. Si quieres conocerla puedes entrar conmigo.

»Tuve que agacharme para cruzar la portezuela. Sentí cómo la oscuridad me abrazaba, fría como una mala noticia. Los ojos se habituaron a la tenue luz de una vela erguida en el suelo sobre su propia cera derretida y, al fondo, distinguí la figura de la anciana. Estaba recostada en una estera. El camionero la besó, le mostró la pieza de fruta y se sentó a su lado. Yo hice lo mismo.

»—¿Quieres una taza de té? —me preguntó ella—. Está riquísimo. No sé de dónde saca mi nieto esta menta. Su hoja es rugosa, pero su aroma inunda tu boca como un beso.

»Dio un primer sorbo y permaneció unos segundos degustándolo con los ojos cerrados, exhibiendo una expresión de profunda felicidad a pesar de que su rostro enfermo se marchitaba como las hojas sumergidas en el agua hirviendo.

»Debió de intuir lo que estaba pensando, porque me dijo que, a pesar de haber nacido en unas montañas que te retaban sin descanso, había aprendido a disfrutar de cada instante.

De cada instante…

—Cuando le pregunté cómo lo lograba, me contó una historia que le ocurrió a uno de sus antepasados y que los miembros de su familia habían transmitido de generación en generación.

—Cuéntamela —me pide Aurore, a sabiendas de que voy a hacerlo.

—Una mañana brumosa —comienzo—, aquel hombre regresaba a su cabaña tras pasar el día con su rebaño de yaks por las tierras altas de la región. Cuando estaba a punto de llegar, el viento trajo un inquietante jadeo. El pastor se detuvo y no tardó en aparecer un enorme oso azul del Himalaya que se acercaba a grandes saltos.

»Corrió tan rápido como pudo hasta que un barranco le cortó el paso. Miró atrás y, viendo que tenía encima a la fiera, no dudó en descender por la liana de un enorme mangostino que crecía en el borde. Por un momento se sintió a salvo, pero a mitad de camino se dio cuenta de que, abajo, otro oso azul temblaba ansioso y le mostraba los colmillos.

—¡Otro oso! —exclama Aurore.

Me encanta cuando se deja llevar sin ningún rubor. Me recuerda a mi hija, que de pequeña era una payasa. A pesar de que había visto cien veces algunas películas de Walt Disney, ante determinadas escenas seguía poniendo cara de asombro.

—Y aún hay más: mientras el pastor estaba detenido sin saber qué hacer, uno de esos conejos cachemires que parecen de peluche, con el hocico y las orejas negras, se asomó desde su madriguera y comenzó a roer la liana.

—Nooo…

—Imagina la situación. Pero justo entonces vio, brotando de la liana, un pequeño fruto del mangostino. Púrpura y brillante, señal de que estaba maduro. Sin pensarlo dos veces, lo arrancó y se lo llevó a la boca. Cerró los ojos, palpó su textura y degustó su sabor. En su paladar estallaron matices dulces como la miel y otros agrios, y aquella mezcla le provocó un estado de gozo que nunca había experimentado. «¡Qué felicidad!», exclamó entonces…

¡Qué felicidad!

Durante unos segundos ninguno decimos nada.

—Recuerdo que cuando terminó de contarme la historia, la señora respiró complacida. El camionero la contemplaba con devoción mientras limpiaba para ella el melón sobre un papel de periódico que había extendido para no manchar la estera. Me gustaría volver a ver a ese hombre…

—Ahora estás aquí —susurra Aurore.

—Eso es, y no volveré a permitir que los osos del pasado y del futuro me impidan vivir el ahora con plenitud. El ahora, lo único verdadero. Como este instante contigo.

El ahora.

Aurore resopla.

—No es fácil encontrar cosas nuevas que te hagan disfrutar del ahora —argumenta—. No siempre disponemos de un fruto de mangostino tan explosivo, ni de un té tan dulce como un beso.

—No creo que sea necesario.

—¿No lo es?

—Bajo la luz de ese sol que brillaba en mitad de la noche me siento capaz de mirar la vida como si cada vez fuera la primera. Cada sorbo de té es diferente al anterior. Y aunque fuera exactamente igual, sería yo el que habría cambiado. Además, no hablo de disfrutar el momento de forma hedonista, sino de aprovecharlo para obrar sin ataduras, exprimiendo la libertad que nos brinda nuestra condición humana.

Se pone en pie de improviso.

—Voy por un par de tazas.

—¿Vas a traerme un té? No creo que con la hemorragia pueda tomarlo…

—¡Puedes olerlo!

Se marcha acompasando sus pisadas con el ritmo de una nostálgica balada que comienza a sonar en mi cabeza.

Es cierto, a este momento sólo le faltaba un poco de música. Alguien sube el volumen lentamente. Hacía tiempo que no la escuchaba…