Contemplamos los pétalos del techo como si fueran las pinturas de la Capilla Sixtina.
—Parece cosa de magia —murmuro.
Aurore se vuelve despacio.
—Perdona, estaba abstraída.
—Decía que al verlos ahí dibujados… Es como cuando escribimos las cosas en un papel. Ayuda a organizar nuestras ideas.
—No te pega llevar un diario.
—Nunca lo he hecho, pero tiene que ser una buena medicina. Mucho mejor que un cargamento de Prozac.
—Cuando era adolescente me parecía algo cursi.
—Y a mí. Pero el cerebro es un hervidero en el que resulta difícil diferenciar las palabras que surgen del alma de las que están adulteradas por nuestro caos mental. Creo que si hubiera narrado en una libreta todos los sentimientos contradictorios que me generaba el día a día con mi hija, si me hubiera atrevido a describir la angustia de no tener a su madre a mi lado ayudándome a educarla, habría detectado el problema y encontrado una solución a tiempo.
El repentino silencio denota que quiere saber más cosas de Claudia, pero en lugar de preguntarme por ella dice:
—Quizá tengas razón y el bolígrafo sea una especie de varita mágica.
—Como si la tinta fluyese directamente del alma.
—Entonces, si no escribimos las cosas más a menudo tal vez sea por miedo a leerlas después.
—¡Seguro que es por eso! Lo bueno de leer nuestra vida como si se tratase de una novela es que las correcciones sólo dependen de uno mismo. Se trata de tener coraje, tanto para conocer tu realidad como para enfrentarte a ella.
—¿Y también para cambiarla?
—Si es necesario…
—Siempre que sea posible. No siempre depende de nosotros el cambiar las cosas.
—Te aseguro que, visto desde donde yo estoy, todo es más simple de lo que nos empeñamos en creer.
—Deberíamos hacer caso al enano de los bombachos y arrancar nuestros pétalos.
—Queda mucha pared libre. Podríamos utilizarla para escribir nuestro propio diario con esos sprays.
—Ya…
Se muestra repentinamente decaída. El fluorescente la acompaña con una pérdida momentánea de intensidad.
—¿Qué ocurre?
—Que sería un diario muy breve.
—Aurore…
Se levanta nerviosa y da unos pasos. Se rasca de forma mecánica el tatuaje de la muñeca. Intenta recoger el pelo del flequillo con la coleta, pero es demasiado corto.
—¿De dónde sacas esa energía? —pregunta, elevando la voz—. ¿Cómo puedes estar así sabiendo qué…?
—¿Sabiendo que la vida es un instante robado a la muerte? Por eso estamos obligados a devolverla. Y por eso estoy tratando de volcar toda mi energía en cada minuto. ¿Tienes idea del privilegio que es pasar un solo minuto contigo?
Sólo alcanzo a verla en escorzo.
—Apenas me conoces —le oigo decir.
—Si tememos a la muerte es porque consideramos la vida una posesión, como el oro o un campo de cultivo de girasoles.
Se acerca alicaída a mi camilla.
—Me gustaría estar en un campo de girasoles…
—Yo me encuentro bien aquí.
—No quería ofenderte.
Quiere decir algo, pero amaga la frase dos veces.
—¿Por qué no escribes algo sobre ti en nuestro diario? —la animo, confiando en que se lance.
—Mi madre decía que Dios me había dado dos orejas para escuchar y una boca para callar.
—Y Buda, que cuando no tengas nada importante que decir, guardes el noble silencio. Me lo contó el monje que solía venir a por comida para el monasterio tibetano. Pero intuyo que tú tienes muchas cosas importantes que decir.
—Ni siquiera te imaginas lo aburrida que es mi historia. Pero por suerte ahora estoy en el para… para… paradise —entona, rescatando a tiempo su sonrisa.
Un pequeño paraíso construido a medida de los dos, en el que sólo cabe este instante, lo único verdadero.
Me dispongo a contarle algo que me viene a la cabeza, pero ella se anticipa con una pregunta:
—¿Lo has dicho en serio?
—¿A qué te refieres?
—A lo de que te encuentras bien aquí.
—Desde luego.
—¿Y no preferirías estar en un precioso campo de girasoles?
—A esta hora estarían todos cabizbajos, esperando el amanecer.
—¿Y lo de que es un privilegio estar conmigo?
Iba a contestar que, como le dije al conocerla, ella es mi segunda gran aurora, después del sol que comenzó a brillar en mitad de la noche tras el atentado. Pero veo que nada más formular su pregunta ya se está arrepintiendo. Demasiado íntima, aunque se trate de un juego verbal. Está acostumbrada a tratar con moribundos y sabe que no debe cruzar determinadas fronteras. Las enfermerías son campos de minas que hacen estallar emociones confundidas.
Se agacha a toda prisa y comienza a rebuscar de forma automática en la caja de los aerosoles. Los tubos chocan entre sí produciendo ruido de cacharros. Se incorpora y me muestra uno de color verde con los ojos muy abiertos, como si hubiera descubierto un tesoro oculto.
—¿Qué podría dibujar con éste?
Y lo agita con fuerza, haciendo claquetear la válvula interior.