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Londres

La lluvia salpicaba con violencia la ventanilla del taxi. Con ese tráfico, tardaría bastante más de lo esperado en llegar a la reunión. Desde que comencé a trabajar como consultor para HSBC tenía la sensación de ir corriendo a todas partes. La gente salía disparada de los comercios de Chelsea, convertidos en improvisados refugios, y cruzaba por cualquier parte. Contagiado por el caos, mi teléfono vociferó en el bolsillo interior de la chaqueta del traje. Llevaba enfundado el abrigo, tenía la tablet encendida sobre las rodillas y, con los tobillos, apretaba mi maletín para mantenerlo erguido y poder meter y sacar los documentos que iba consultando durante el trayecto. Estiré el codo hacia arriba buscando ángulo para introducir la mano entre la ropa, pero al estar sentado sobre el abrigo apenas tenía movilidad. Aquél tono de llamada me estaba taladrando la cabeza; debería haberlo cambiado por otro más suave, pero no quería arriesgarme a no oírlo en ambientes ruidosos. La tablet se deslizó por mis piernas y estuvo a punto de caer al suelo. La cogí al vuelo al tiempo que con la otra mano tocaba el móvil, estirando los dedos índice y corazón.

«Claudia».

Me extrañó ver el nombre de mi hija en la pantalla. A aquella hora tendría que estar en mitad de una clase.

—¿Ocurre algo? —le urgí.

—¿Es el padre de Claudia Sandman?

Una voz de hombre.

—¿Quién es usted? —exclamé nervioso.

—Tranquilícese. Le habla la policía.

—¿Cómo que me tranquilice? ¿Qué le ha pasado a mi hija?

—Hemos encontrado un terminal de móvil y usted figura como titular del número de emergencia. Se trata de una acción rutinaria dentro del vigente protocolo de seguridad.

—¿Dónde está ella? ¿Dónde han encontrado su móvil?

El taxi frenó de golpe para no atropellar a un motorista que había derrapado en un enorme charco. El maletín se volcó, esparciendo por el suelo párrafos subrayados en amarillo y hojas de cálculo.

«Ya le dije que se pusiera el cinturón», exclamó la voz metálica del conductor a través del intercomunicador.