Compartimos un rato de silencio. No acierto a contestar.
Aurore añade:
—No eres el primero que regresa cambiado tras haber sufrido una experiencia cercana a la muerte.
—Eres muy intuitiva.
—Soy enfermera.
Me humedece los labios con el paño. Me gusta cuando hace eso. Me fijo en un pequeño tatuaje que lleva en el reverso de la muñeca. Un símbolo tribal, quizá diseñado por ella misma. Tiene la piel dorada por el sol.
—Desde que desperté me parece estar viviendo en el interior de un tornado. Son muchas cosas.
—Empieza por contarme una.
—¿Alguno de tus pacientes ha visto la pantalla?
—¿Cómo?
—No quiero entretenerte con mis fantasías —reculo.
Alisa la sábana, se coloca en una postura más cómoda y dice:
—Los demás heridos han sido evacuados y estoy esperando instrucciones de los mandos, por lo que éstos son mis primeros minutos de paz desde hace… No me preguntes por qué, pero contigo me siento así, como en paz.
Me emociona comprobar que ella también lo percibe. Pienso en cuánto he cambiado, en todo lo que he vivido en los últimos… ¿días?, ¿meses?, ¿segundos? Durante el tiempo que permanecí tirado en la carretera, contemplando galaxias bajo la luz de aquel sol nocturno, no estaba sometido a la absurda tiranía del reloj.
—Es como cuando vas al cine —le explico—. Durante la proyección de la película no te percatas de que detrás hay una pantalla, ¿a qué no? —Ella niega con la cabeza—. Las imágenes y el sonido te nublan la vista. Sólo cuando termina la cinta tomas conciencia de que está ahí, tan blanca como antes de que comenzase la sesión. Creo que en la vida pasa lo mismo. Desde nuestro nacimiento estamos a merced de millones de estímulos que nos impiden ver lo que realmente somos, nos desvían de la misión para la que hemos venido aquí.
—Y tú viste esa pantalla mientras te debatías entre la vida y la muerte. Sufriste una especie de iluminación…
—Ya te he dicho que eres muy intuitiva.
—No me seas condescendiente. Debería ser yo quien te tratase como a un bebé.
—Tras la explosión —continúo—, nada se movía. Ni siquiera el viento se atrevía a pasar por allí. Por eso oí de forma tan clara aquella avalancha de voces en mi cabeza. Desafiaban el hermetismo del valle y me gritaban mil cosas al mismo tiempo.
—¿Como cuáles?
—Como que para lograr la plenitud no importa que la película de nuestra vida sea triste, alegre, bella o terrorífica. Fíjate en mi estado: no puedo mover ni las piernas ni los brazos y tengo la certeza de que me queda poco metraje, por lo que debería estar dando alaridos de angustia. Y sin embargo… ¿Te parece que estoy loco? A ratos pienso que sí, pero al mismo tiempo…
—Al mismo tiempo…
—Es como si tuviera el secreto de la paz y la felicidad.
Aurore mira de reojo un reloj que reposa en la mesa donde los médicos guardan sus expedientes.
—¿Cuál es ese secreto? —pregunta con la prudencia de una niña que se asoma al despacho de su padre, cargado de humo y misterio.