La enfermera acude puntual a su cita con mis goteros. Propina unos golpecitos con la uña a uno de los frascos.
—Tienes que dormir —me ordena en plan institutriz.
—Mira mis alas, están más abiertas que nunca. Lo que necesito es echar a volar.
Pega contra su pecho los papeles que trae consigo y permanece quieta unos segundos.
—¿Eres consciente de lo que te pasa? —dice con una naturalidad que no se aprende.
—Me están pasando muchas cosas que no sé traducir a palabras…
Coge aire y me explica que choqué contra el volante y me destrocé por dentro. Me operaron de urgencia y no tuvieron más remedio que extirparme el bazo y medio hígado. El gran problema es la hemorragia interna. Trasfunden sangre sin cesar, pero los drenajes siguen arrojando pus teñido de rojo.
—Los médicos seguirán haciendo todo lo que esté en su mano.
—Es mejor que se dediquen a otros pacientes.
—¿Por qué dices eso?
—La única parte de mí que sigue en funcionamiento es la cabeza, y la noto muy rara. A ratos me estalla, oigo mis propios pensamientos con eco, o distorsionados… Como si los filtrase por una pedalera de guitarra eléctrica.
—Es por el golpe que te diste contra el techo del jeep. Te subiré la dosis de sedante.
—¡No!
Se sobresalta.
—¿Para qué quieres sufrir sin necesidad?
—No me duermas, por favor. Deja que al menos disfrute de tus visitas.
Agita la cabeza.
—Es increíble que estés tan sereno —dice con un brote de sinceridad. Pero de repente adopta un tono aséptico, evitando mostrar demasiada empatía—. Ésta actitud te beneficiará cuando regreses a casa.
Sé que eso no ocurrirá. Y entiendo que ella también lo sabe.
—¿Cómo te llamas?
Una leve vibración en sus labios deja al descubierto un atisbo de vulnerabilidad. Está claro que no quiere hablar de sí misma. Posiblemente haya pedido este destino que casi se sale del mapa para no tener que hacerlo.
—Aurore —contesta por fin.
Al oír su nombre tomo conciencia de su luz. El resplandor del alba ilumina recovecos de su rostro que hasta entonces habían permanecido en penumbra.
Se inclina para consultar el prospecto de una de mis medicinas.
—Eres mi segundo gran amanecer en unos días.
—Ya… —dice de forma mecánica.
—Has de saber que he conocido personalmente a la diosa.
—¿A qué diosa? —pregunta con la entonación de estar pensando en otra cosa.
—A Ushas. Es la diosa india de la Aurora, hija del Cielo y hermana de la Noche, amante del Sol y el Fuego. La he visto aparecer por el horizonte guiando su carro de caballos rojos, dejando que sus velos se desplieguen al viento para descubrir su luz. Es una divinidad curiosa. Anciana, por su condición inmortal, y al mismo tiempo joven, porque nace cada mañana.
Se gira hacia mí con extrañeza.
—¿Qué es eso de que la has conocido?
Alguien grita órdenes en el exterior. En unos segundos se incrementa la actividad en el campamento. Supongo que justo al otro lado de la pared estará el patio, porque oigo como si sonase aquí dentro el golpeteo de las botas y los chasquidos de las armas al ser cargadas.
Aurore se excusa y sale a toda prisa.