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16.20 h

—Hola, David —dice alguien.

Me sobresalto. Levanto la cabeza —el único movimiento que puedo hacer— para ver de quién se trata. Es una enfermera. Está a los pies de la cama. Tiene en las manos mi historial —decorado con goterones de sangre y otros fluidos— y me contempla con los ojos muy abiertos. Contiene a duras penas una sonrisa que, si llegara a desplegarse por completo, pintaría de blanco nuclear las paredes de la habitación.

—Hola —contesto, apenas sin aire.

Ésas dos sílabas resuenan en mi cabeza provocando una reacción en cadena de pinchazos. Compongo una mueca de dolor.

—No hace falta que hables. —Se acerca y pasa un paño húmedo por mi boca—. El cirujano jefe se va a alegrar mucho cuando le diga que has despertado. Fue él quien te operó.

Aprovecho que se aleja hacia un armarito donde se almacenan las medicinas y la observo con detenimiento. Es una enfermera militar. Viste pantalón de campaña y botas, una camiseta negra de manga corta enrollada hasta el hombro y un delantal de plástico verde. El pelo, castaño y liso, recogido con una coleta. Los ojos, dos gemas.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Unos días.

—No es posible…

Tengo la sensación de que han pasado meses, años. ¿Una eternidad? ¿Un abrir y cerrar de ojos? En el inabarcable devenir del universo, una vida humana no llega a ser un pestañeo; ni siquiera la infinitesimal neurona que piensa un pestañeo.

—La unidad de salvamento llegó al poco de estallar la bomba que hizo volar tu vehículo. Eso fue lo que te salvó.

Entonces me doy cuenta.

—Tu voz…

—¿Qué le pasa a mi voz?

—Eres la que anda por el paraíso.

Sonríe.

—Era una estrofa de Coldplay —explica sin prisa—. Y no va de andar por el paraíso, sino de soñar con él. Llevo unos cuantos días sin poder sacármela de la cabeza. Me gusta porque habla de cosas reales; los paraísos están sólo para soñarlos.

Me recuesto de nuevo. Mantener el cuello inclinado supone un enorme esfuerzo. Confío que sea ella la que se acerque para que pueda verla.

—Estás equivocada —afirmo risueño.

—Te veo muy despejado —comenta, virando a un tono más facultativo mientras apoya dos dedos bajo mi mandíbula para tomarme el pulso—. Es buena señal.

—Te aseguro que los paraísos también se pueden vivir.

—No lo creo —resuelve ella, tan rotunda que hace bajar diez grados la temperatura de la estancia.

Los ruidos del campamento aprovechan para entrometerse entre nosotros. Yunque, motor, órdenes desganadas, otro motor, una discusión entre dos soldados agotados. Tengo que buscar una frase que vuelva a atraerla hacia mí. Necesito charlar, hacerla partícipe de lo que siento. No puedo mover los brazos ni las piernas, pero puedo hablar. «No te vayas», ruego en silencio mientras pienso en algo ocurrente…

—Sólo has de hacer que te crezcan unas alas.

Frunce el ceño y pasa a contemplarme con una expresión diferente, como si hasta ahora no me hubiera mirado de verdad.

—Me parece que eso es un poco difícil —dice por fin.

Pero al instante, para mi sorpresa, extiende los brazos y los agita de forma cómica, elevándolos sobre su cabeza hasta que llegan a una altura suficiente como para ajustar el ritmo del suero.

—¡No es difícil en absoluto! ¿No ves las mías? ¿A que nunca te han abrazado unas alas?

—Nunca abrazo a los ángeles la primera vez que los veo.

—Tú eres el ángel, no yo.

—David, tienes que descansar.

—Me gusta que haya sido tu voz la que me ha despertado de nuevo a este maldito mundo.

Por primera vez digo lo de «maldito» con sorna. Soy un fardo arrojado en una clínica portátil pero, por algún inexplicable motivo, me encuentro cada vez mejor.

Para… para… paradise —entona ella con la misma ironía.

Es un encanto. Es obvio que no puede leer mis pensamientos, pero permanece ahí, abanicándome con sus pestañas hasta que me duermo.