Para… para… paradise…
Una voz cantarina se desliza por el aire como si fuera miel sobre una tostada. ¿Dónde estoy? Voy recuperando la consciencia al son de la deliciosa melodía.
Estoy en el paraíso, pienso, y quien canta es un ángel encargado de mecerme para evitar brusquedades. Soy un bebé al que despiertan para la toma del biberón.
Cuando era niña soñaba con el mundo,
pero éste voló fuera de mi alcance…
Intento abrir los ojos después de fantasear con la forma y color que tendrá el ángel. Mis pestañas parecen pegadas con grumos de cola. Por fin una rendija…
Una luz me ciega. ¿Sigue ahí aquel sol que brillaba en mitad de la noche?
¿Aún estoy tirado en la carretera?
No se trata del insólito sol nocturno, sino de un fluorescente que trepida. Miro a ambos lados, pero apenas puedo distinguir nada. Paredes limpias, cables sujetos al techo con cinta americana, olor a sangre y a medicamento rancio.
Un hospital de campaña.
Oh, Dios, estoy en un hospital de campaña.
Inspiro,
espiro.
Estoy vivo.
Para… para… paradise…
El ángel se aleja, o eso creo. Mi cabeza no responde, mi cuerpo no parece mío, estoy confuso.
¿Por qué te vas?
Aún no he podido verte. Llévame contigo…
Cuando vuelvo a despertar, mi corazón late a mil por hora.
Está claro: no he muerto.
He sufrido un atentado y sigo vivo. No puedo creerlo, acabo de perder mi gran oportunidad. Sin embargo, hay algo que no cuadra. ¿Qué es? ¿Por qué no me desespero? A pesar de la taquicardia, estoy más tranquilo que nunca. Casi podría decir que estoy…
feliz.
¿Será el efecto colateral de alguna medicina?
Hace mucho calor. Una intensa luz traspasa mis párpados. Es diferente al sol nocturno: se trata de una luz conocida, de mediodía.
Estoy tumbado sobre una superficie elevada. Tiene que ser una camilla. Es extraño, no la siento dura, ni blanda. A mi alrededor hay estanterías con instrumental médico, una puerta y una ventana, ambas de plástico, una mesa de oficina y otra camilla, vacía. Conozco estas salas esterilizadas. Estoy en las instalaciones sanitarias de mi propio destacamento, al otro lado del patio donde se alinean los barracones. Sólo había entrado aquí una vez, cuando vine a visitar a aquel compañero del equipo de observadores que se había clavado un hierro en un gemelo. Lo mío parece más serio.
De mi tronco salen dos drenajes, uno a cada lado. También estoy conectado a dos vías intravenosas. Me he convertido en una especie de criatura espacial llena de tentáculos. Quiero arrancármelos, pero no puedo levantar los brazos.
Intento mover los dedos. No hay respuesta; son diez amoratadas orugas reposando sobre algodón blanco. Trato de levantar las rodillas para cerciorarme de que mis piernas están aquí y no en la cuneta, junto a los restos de jeep, pero tampoco logro establecer conexión. Inclino la cabeza hacia delante realizando un esfuerzo atroz y las adivino bajo la sábana, menos mal… Al principio resulta extraño; unos segundos después, asfixiante. Lanzo órdenes al pie y no contesta. Nadie escucha a mi cerebro. Insisto: «¡Tobillo, gira a un lado, al otro!, ¡a un lado, al otro!».
Nadie contesta.
Del cuello para abajo no puedo mover nada. No hace falta ser médico para saber que tengo la columna partida por la mitad.
Tetrapléjico, vaya palabra.
Sin embargo…
Todo es tan contradictorio…
Debería soltar unos terribles alaridos, pero sólo quiero sonreír. Quizá me haya vuelto estúpido.
Sí, definitivamente he perdido la cabeza. Cuando salieron despedidos todos los recuerdos, mi cráneo pasó a ser un balón de rugby lleno de aire viciado. Por eso sonrío.
Trato de recomponer lo ocurrido. Recuerdo el momento en el que asistí a la película de mi vida a cámara rápida. Y cómo todas aquellas vivencias fueron callando, como peces que no pueden respirar fuera del agua, y retornó el silencio. Fue entonces cuando noté la gravilla en la boca. Me dolía cada milímetro del cuerpo, comprendí que pronto moriría, pero estaba contento. ¡Eso era lo que ansiaba, morir, y creía haberlo logrado! Quise reír, pero sólo recabé fuerzas para girar los ojos y ver al soldado que me acompañaba tendido un par de metros a mi derecha, desvencijado como un maniquí desterrado en un viejo almacén, con los miembros separados del cuerpo de plástico, carente de alma. Pobre chico. No merecía terminar así.
Fue entonces cuando se estampó en el cielo aquel insólito sol nocturno.
Sol extraño, sol revelador…
¡Ahora lo recuerdo todo!
Me cegó, impidiéndome ver las cosas tal y como estaba acostumbrado; y al mismo tiempo descubrió ante mí un sinfín de senderos por recorrer, innumerables mares que se abrían paso en mitad de las montañas creando un mundo confuso y magnífico. Y aun sabiéndome paralizado, sentí cómo me incorporaba. ¡Lo sentí de verdad! Noté cómo mi espalda se separaba del suelo, incluso oí el murmullo de la gravilla, y me sumergí en todos aquellos mares y senderos.
Sol extraño, sol revelador…
Al tiempo que voy recordando los detalles, todas las penas —aquellas insoportables penas— se desvanecen. Mi cuerpo yace inmóvil, pero noto como si mi alma…
como si mi alma…
volase libre.