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Prólogo

Inspiro,

espiro.

¿Por qué mi cuerpo se aferra a la vida, si lo único que quiero es morir?

Me apoyo en la barandilla del puente y sigo con la vista el avance lento de una barca cargada de telas. La mujer que la guía, ataviada con un sari agitado por el viento, introduce el remo en el agua turbia con el mimo de una repostera que remueve chocolate.

Inspiro,

espiro.

Ya no me queda nada por hacer en esta Tierra que cada vez tiene menos de madre. Nadie que estuviera en mi lugar querría seguir viviendo.

Me quito la gorra azul y paso la mano por la cara.

La barca se escora hacia la orilla, donde un par de adolescentes esperan junto a un carrito de madera con el que transportarán la delicada seda. Imagino lo que ocurrirá después: la apilarán en su comercio del mercado, será acariciada por clientes indecisos y dentro de unos meses venderán el último rollo y llegará otro bote con un nuevo cargamento. Es injusto que, mientras yo me veo obligado a soportar mi pena insoportable, la vida siga para el resto con esta exasperante normalidad.

Giro la vista hacia la carretera. Un camión del ejército indio toca el claxon y escupe humo negro que pica en la garganta. Durante unos instantes no veo nada, pero al poco se disipa la nube y amanece de nuevo Srinagar, la capital de verano de Cachemira.

Contemplar esta ciudad es pegar el ojo a un caleidoscopio. A pesar de llevar a sus espaldas varias décadas de guerra, conserva el aspecto de un escenario atiborrado de atrezo en el que bien podrían representarse todas las leyendas. Frases en hindi, pakistaní y tibetano hacen tirabuzones en el aire, tejiendo una pashmina de palabras. Docenas de dioses y budas se dirigen a sus templos; hay tantos que han de cederse el paso en las esquinas.

Mientras espero a que el soldado que conduce el jeep venga a recogerme, cruzo al otro lado del puente. El lago Dal parece una enorme acuarela. En sus fondos dormitan —como adictos al opio— proyectiles sin explotar. Una inquietante serenidad en forma de bruma envuelve a los barcos-casa anclados en los desvencijados embarcaderos. Se confunden sus contornos, vibran como los sueños.

En otro tiempo, esta atmósfera de contrastes me habría fascinado. Los soldados que custodian la «línea de control» demarcada por Naciones Unidas danzan entre los sacos terreros y las alambradas que cruzan la ciudad como retorcidas cicatrices. La persistente polvareda se entrevera del tufo de la fruta pisada a la entrada de los santuarios, del canto del muecín que llama a la oración desde la mezquita, del humo de la manteca que queman los lamas.

Cuántas paletas de colores para un solo lienzo…

A ella también le habría fascinado estar aquí.

Inspiro,

espiro.

Me seco el sudor de la frente con la manga del polo. Es de color negro, con el emblema cosido en el pecho, la típica vestimenta de observador de la ONU. Un helicóptero sobrevuela mi cabeza. Su sombra me engulle durante un instante y se pierde en la tierra ennegrecida por el aceite derramado de los tanques.

Una voz logra hacerse oír entre el ruido atronador:

—¡David! ¡Hora de volver!

Es mi chófer. Le dirijo una mirada desganada. No es mal chico. Se alistó en los cascos azules para ayudar a la humanidad. Acostumbra a decirlo así, con la ingenuidad de un niño que sale por primera vez de excursión con el colegio. Yo nunca hablo de lo que me trajo aquí. Antes pasé por Somalia y por Haití. Nadie creería que estoy buscando una manera rápida de acabar con todo.

Me dirijo al jeep. En la parte de atrás se amontonan media docena de tijeras para cortar alambre que acabo de comprar en el mercado. Si los mandos las hubieran pedido a través del protocolo de abastecimiento habrían tardado una eternidad en llegar, y las cosas no están como para perder tiempo. Cada día que pasa, los destacamentos de fuerzas internacionales nos vemos obligados a levantar nuevas empalizadas alrededor de los campamentos. Tras una temporada de tregua no escrita, han surgido grupos radicales que no dudan en atacar a pecho descubierto. Ni siquiera sabemos quién es el enemigo; indios, pakistaníes y cachemires independientes guerrean en un marco confuso que yo aprovecho para hacer más inspecciones de las que me corresponden. Siempre que puedo me salgo de la ruta, flirteo con la muerte.

—Tenemos que regresar cuanto antes —dispone el chófer con aire de veterano—. Se está haciendo de noche y pronto saldrán los espectros.

Más de una vez he oído esa expresión a los lugareños. Dicen que los muertos vagan con impunidad por este valle enclaustrado entre escarpadas montañas. Yo también lo creo. Cada vez que se pone el sol, los imagino acercándose a los nidos de mortero y jugueteando con los muelles hasta que se escapa una bala.

—¿Dejas que conduzca yo? —le pregunto.

Me mira con desconcierto.

—No.

—Apiádate de mí. Llevo muchas semanas de copiloto…

—Sabes que me arrestarán.

Me llevo la mano al pecho.

—Un kilómetro antes de llegar, paro y te lo devuelvo. Prometido.

Me siento al volante sin darle tiempo a reaccionar y enfilamos la carretera que discurre sobre la línea de control. Tras medio siglo generando resentimiento y cadáveres, nadie gasta dinero en reparar los efectos del monzón sobre el precario asfalto. Azotados por los desprendimientos, algunos tramos de esta frontera inventada apenas aguantan sin vencerse hacia el fondo del barranco. Nos sumergimos en el silencio que por la noche hiela el alma de los jóvenes reclutas hasta hacerles creer que están acurrucados bajo mantas de nieve.

Al rato, creo divisar un reflejo.

No pueden ser las luces del campamento, aún estamos lejos. Tampoco hay luna, ni es noche de estrellas fugaces. Detengo el jeep y repaso el cerro palmo a palmo. No veo nada, pero me invade una sensación extraña. Llevo varios meses aquí, volviendo sano y salvo de las misiones más arriesgadas. Algún día tiene que agotarse la suerte.

¿Va a ser hoy cuando por fin ocurra?

Siento un pulso ajeno, el corazón de la cordillera se acelera y trepa por los neumáticos para resonar en mis entrañas. La niebla despliega un par de brazos fantasmales. Reanudo la marcha, pero al poco he de parar de nuevo. En mitad de la carretera hay una gran roca desprendida de la ladera…

O eso quieren que creamos.

¿Va a ser hoy?

Permanezco unos segundos quieto, aguzando el oído. La respiración de mi compañero se agita, poco a poco se acompasa con los desaforados latidos de la montaña. Como impulsado por un resorte, lleva su mano al arma automática e intenta decir algo, pero un estallido sordo solapa todas las palabras.

A partir de entonces tomo conciencia de las cosas con una claridad inusitada. Escucho

el clic del detonador,

la expansión de aire,

los hierros del vehículo retorciéndose y,

sobre todo, el grito ensordecedor de mis recuerdos al salir despedidos de mi cabeza para esparcirse por la piedra reseca.

Debe de tratarse de ese momento del que tanto se habla, justo antes del fin, en el que toda tu vida pasa ante tus ojos.

Creí que sería una película más sosegada…

Me cuesta aceptar que soy todo lo que tengo delante, tantos fotogramas olvidados, algunos encerrados a propósito en una caja fuerte que arrojé al fondo del océano. ¿Cómo pueden emerger ahora, después de tanto tiempo?

Como burbujas asoman todas las risas, lágrimas, arte, radiografía, azúcar, lana, análisis, chillido, Chopin, brisa, hermano, politono, avión de papel, carburador, antiarrugas, angustia, clamor, caldo, Apple, besos, besos, párpados, labios…

Pero hay algo más.

Algo que no ha salido de mi cabeza y que llama poderosamente mi atención.

Es ese sol.

Un sol que brilla en mitad de la noche.

Estampado, como una moneda de oro recién acuñada, en el cielo negro.

Nunca he visto nada igual…

Tal vez sea una baliza para marcar la entrada del túnel que conduce al Más Allá.

¡Estoy ansioso, quiero recorrer ese túnel cuanto antes!

Los párpados me pesan. Dejo que caigan con la escasa dignidad de un telón al que no acompaña ningún aplauso. Pero la luz sigue ahí. Aun con los ojos cerrados puedo ver en el cielo un verdadero sol que me quema.

¿Qué va a ocurrir ahora?, me pregunto con cierta inquietud, como si detrás de la luz hubiera alguien escondido, o como si la misma luz fuera ese alguien.

Pero otro interrogante me sumerge por completo en una bañera de sosiego:

¿Cómo puede inquietarme conocer la esencia de la muerte, si ni siquiera he llegado a saber lo que es la vida?

Y como la mujer de la barca de telas, me escoro plácido hacia la otra orilla.