CAPÍTULO DECIMOTERCERO

El cabreo continuaba trabajándome la mente al despertar. Después, sentada en la cocina frente al café y al pan integral, se convirtió en simple tristeza. Lo había pasado bien con Ricard. Era un hombre al que recordaría, con el que me hubiera gustado charlar, intercambiar experiencias, acostarme de vez en cuando. Pero no, al parecer el amor consistía inevitablemente en vivir juntos compartiendo la nevera y el mal humor. Si ambos nos hubiéramos enamorado, si la pasión hubiera hecho tanta mella en nuestro corazón que no hubiéramos podido separarnos ni para dormir, entonces yo hubiera seguido considerando que la convivencia era un mal, aunque, en ese caso, un mal menor. Quizá si se lo explicaba a Ricard exactamente de aquella manera, entonces… pero no, daba igual, se saldría por la tangente asegurando que mi deseo de soledad era neurótico, o quién sabe si le atribuiría algún origen patológico aún peor. ¡Al carajo!, si volvía a la carga, intentaría despedirlo con argumentos más generales, que hicieran menos mella en su autoestima, y si no… si no, la bronca del restaurante tampoco había sido mal broche final, el noventa por ciento de las relaciones acaban justo así.

El policía gordo y entrometido —nunca le perdonaría a Ricard que banalizara de esa manera a mi compañero— me esperaba en comisaría recién duchado y perfumado, como un petimetre en flor, y de un humor excelente, además.

—¿Ha dormido bien, inspectora?

—Como un lirón muerto.

—¡Estupendo! Ya he hablado con la mariscala y nos espera en su hogar dentro de media hora.

—Muy eficaz. ¿Qué impresión le ha causado?

—Creo que no sabía nada de que rondamos a su ex esposo, el inútil total.

—Si continúa poniendo motes a los sospechosos, va a tener que editar un diccionario para mí.

—Me gusta hacerlo. La mariscala… no me diga que no suena bien. ¿Se imagina un ejército todo formado por mujeres? Mariscalas de campo, almirantas…, y las tropas preparadas para pasar revista: todas ellas marciales, uniformadas, con las guerreras bien prietas sobre los pechos abundantes…

Me quedé mirándolo como si se hubiera vuelto loco.

—¿Qué mosca le ha picado, Fermín?

—Estoy contento. El caso se perfila por fin y el culpable me cae como una patada. Además, usted también está contenta, y ya sabe que eso siempre me llena de alegría.

Le pegué una temible mirada de través:

—Sí, estoy convencida. De todas maneras, le recuerdo que el perfilado del caso no cuenta aún con pruebas concluyentes. Y así no creo que el juez lo admita para instruirlo.

—¡Las encontraremos, florecilla mía, no sufra por eso! Encontraremos tantas pruebas que el juez no sólo instruirá el caso, sino que, sediento de justicia, se arrojará al cuello del culpable clamando venganza por sus crímenes.

Sacudí la cabeza como se hace frente a un caso imposible.

—¡Qué barbaridad, Garzón, y pensar que tengo que aguantarlo todo el día de hoy!

Reía como un niño travieso. Podía ser casualidad, pero me inclinaba a pensar que Garzón intuía lo que estaba pasando: mis dudas frente a Ricard y mi negativa final a vivir con él. ¿Tan transparente resultaba para mi compañero? Probablemente, sí. El trato diario acaba generando un conocimiento del otro que te faculta para entrar en sus más ocultos pensamientos. Eso me espantaba, y era una de las razones por las que detestaba la convivencia. Con mis dos maridos solía tener la impresión de que sabían por anticipado lo que iba a decir. ¡Una auténtica condena!, porque siempre me ha encantado sorprender.

El piso de Margarita Llopart, «la mariscala», según el alias de Garzón, era pequeño y lujoso como una caja de joyas. Muebles de diseño y cuadros de firma formaban un recinto en el que una persona podía vivir con algo más que comodidad. La ex esposa de Ayguals Jr. tenía apariencia juvenil. Alta y atractiva, según el arquetipo de su clase social: rubia teñida, labios prominentes tributarios de la silicona, vestido entre sexy y discreto…, no se la veía muy dispuesta a sonreír. Hablaba por teléfono cuando entramos y su criada nos hizo pasar al salón. Tenía la pronunciación gangosa y autosuficiente de una niña bien. Ante nuestras preguntas no se intimidó:

—¿Qué quieren que les cuente de mi ex marido? ¡Ya se lo pueden imaginar! No me extraña que esté metido en algún lío, se lo digo sinceramente. Es un hombre que no sabe lo que quiere. Nos conocíamos de toda la vida porque nuestras familias eran amigas, pero aun así, mucha gente se extrañó cuando hicimos el anuncio de nuestra boda. De lo que se extrañaban era de que yo me casara con él, claro.

—¿Puede decirnos por qué?

—Tenía fama de solterón de los que se las saben todas, y era bastante inútil. Sacar una carrera de grado medio le costó años. Era torpe, aún lo es. Pero su padre me lo vendió como un artículo de primera: será el director de la compañía, es un hombre hecho y derecho que ya ha corrido lo suyo y ahora se centrará… bueno, una bicoca. Pero luego, a la hora de la verdad, nada de nada, ¡un desastre! Un tío que sólo pensaba en beber y en dormir, ¡ni salir por las noches quería, como si fuera un santo o un viejo! Y luego, de santo, nada de nada. Yo fui aguantando como podía, pero claro, un día voy y me lo encuentro en la cama con una puta. Pero no una puta de lujo ni nada por el estilo, no, una puta de lo más tirado, de la calle Robadors y, claro, ¡hasta allí habíamos llegado! Le dije a mi madre: «Mamá, puede que el matrimonio sea sacrificio y aguantar, pero yo de aquí no paso. ¿O es que tú a papá te lo habías encontrado alguna vez en la cama con una prostituta de tercera?» ¡Claro, hasta mi madre me dio la razón!

—Y se separaron.

—¡Hombre, usted dirá! Y desde luego les aseguro que no sé en qué se ha metido ni me importa, pero la noche que les interesa yo le llamé muchas veces a casa y no estaba. Les diré también que el móvil lo tuvo desconectado toda la noche.

—Un momento, un momento… ¿usted sabe cuál es la noche que nos interesa?

—¡Pues claro, cuando mataron a ese desgraciado en la oficina de la fundación! Me lo ha contado mi suegro. Me llamó. También me dijo que a lo mejor venían a verme y que no me preocupara, que contara todo lo que tenía que contar. Es que mi suegro es un caballero, y conservamos la relación… bueno, en cierto modo, me llama de vez en cuando para saber cómo estoy y se ocupa de que la pensión se me pague puntualmente, porque si no…

—Aquella noche dice usted que llamó varias veces a su ex marido.

—Sí, y mi suegro me dijo que había salido y no sabía adónde había ido, que le llamara al móvil. Luego le llamé más tarde otra vez. Mi suegro me dijo que se iba a la cama y que iba a dejar el contestador automático puesto, que llamara cuantas veces quisiera porque él no oye el teléfono desde su habitación.

—Comprendo. ¿Recuerda qué quería decirle a su ex marido?

—¡Bah!, no me acuerdo. Ah, sí, quería hablarle de vender la única cosa que aún tenemos en común: un coche deportivo. Me habían hecho una buena oferta que, por supuesto, perdí.

—Durante su matrimonio, ¿frecuentaba su marido a gente poco recomendable, o se metió en algún asunto extraño…?

—No, ¡qué va!, con las señoritas de alterne ya tenía bastante, por lo que se ve. Era incapaz ni de levantarse de la cama antes de las doce. Aún ahora no para de preguntarme: «¿Te vas a volver a casar?» Tenía la esperanza de dejar de pagarme. Pero yo de casarme ¡ni hablar!, estoy bien como estoy.

—Tendrá que repetir su declaración ante el juez, Margarita.

—Pues lo haré, ante quien haga falta. Yo ya paso de todo, y si hay publicidad, que la haya. ¿Saben dónde está la puerta, verdad? Perdonen que no los acompañe, pero es que tengo que hacer unas llamadas y…

En la calle, el subinspector pegó un sonoro silbido:

—¡Joder, con la mariscala!

—Puede apostar a que gasta en una semana de teléfono lo que nosotros ganamos en un mes.

—¡Un negocio ruinoso para cualquier ex marido!

—Razón de más para que Juan necesitara salir del atolladero económico de la manera que fuera.

—Inspectora, ¿se da cuenta? El padre corroboró que su hijo estaba en casa. Ha intentado encubrir a su nene. Ese cabrón se va a pasar los próximos treinta años en el trullo por mucho que lo proteja su papá. Y usted habrá vengado a sus mendigos.

—¡Quién piensa ahora en eso, Fermín!, la ira y las ganas de justicia se van atemperando en los casos largos.

—Pasa como con el amor en los matrimonios largos.

—Los míos no duraron demasiado, no le puedo decir. Oiga, Garzón, ¿tiene el informe de huellas y rastreo de la oficina de la fundación?

—Sí, desde hace tres días. Encontraron lo típico: polvo y un montoncito de pelos. Están haciendo el análisis de ADN, pero hasta la semana que viene no estará listo.

—Pues llame y que se apuren, ahora tendremos otros pelos para comparar.

—Los del señorito Ayguals Jr.

—No me parece bien que se regodee tanto en encontrar a un culpable.

—Lleva razón, y una vez conocida la mariscala, hasta empiezo a compadecerle. Nunca hay que juzgar a un hombre hasta ver a la mujer que tiene al lado.

—Muy gracioso. ¿Espera que me ría?

—Al menos haga una mueca ligera.

Arrugué los labios y Garzón soltó una carcajada infantil. Nunca dejaría de jugar conmigo a la lucha de sexos, era el juego que le divertía más.

—Y ahora, ¡a buscar al guapo mozo!

—Es importante que se sienta acosado, pero debemos hacerlo con cuidado. No quiero que se nos largue a Suiza o algo por el estilo.

—¿Lo interrogamos en la empresa?

—Ni hablar, convóquelo a comisaría, no vamos a darle facilidades.

Supuse que con Juan Ayguals nos encontrábamos frente al típico caso de chico con padre potente que acaba anulando su personalidad, aunque ese arquetipo poco fuera a servirnos en la investigación. Sólo podíamos aplicarlo para dotarnos de un móvil más elaborado desde el punto de vista psicológico: el hijo quiere demostrar su valía y, para salir del atolladero en el que se ha metido él mismo, idea un plan. El plan resulta un desastre, por supuesto.

Después de saber lo poco que sabía sobre la vida y el modo de ser de Juan Ayguals, los rasgos de su rostro adquirieron una nueva significación para mí, todos me parecían determinantes: la boca carnosa de labios caídos, los párpados gruesos, ojos abotagados, pelo lacio y sin brillo alrededor de las orejas y en el occipital… sí, tenía lo que se llama un físico indolente. Tampoco sus modales eran brillantes. Nos esperaba en mi despacho y en seguida espetó:

—Creí que ya no íbamos a vernos.

—Así es la vida, Juan, imprevisible.

Garzón abrió su libreta y dirigió el interrogatorio:

—Queremos hacerle algunas preguntas.

—Pregunten lo que quieran, pero yo no he tenido nada que ver con la muerte de Flores.

—¿Recuerda dónde estaba la noche en que lo mataron?

—En casa, ya se lo dije.

—Empezamos mal, señor Ayguals. Hay alguien que asegura haber estado llamándole por teléfono a su casa muchas veces sin recibir ninguna contestación.

—¿Quién?

—Un testigo del caso; no importa de momento saber quién.

—¿Eso dijo?, pues, bueno, sería verdad. La casa es grande y mi dormitorio no está cerca de ningún teléfono. Creo que todo esto ya se lo conté el otro día, ¿no?

—Si no le importa, es bueno que lo repita, apenas si pudimos hablar el otro día. ¿Conocía usted al señor Flores?

—¡Bah, lo había visto una vez, creo!

—¿Dónde?

—Un día que vino a la empresa para hablar con mi padre.

—No hacía eso muy frecuentemente, ¿verdad?

—Ni idea, no creo.

—¿Usted nunca iba por la fundación?

—No. Ni siquiera he visitado las instalaciones.

—¿Por qué?

—No me interesan.

Mientras los escuchaba en silencio, iban entrándome ganas de estrangular a Ayguals. Costaba sacarle cada palabra, como si hablar fuera de por sí un esfuerzo superior a sus escasas fuerzas.

—¿No le interesa nada la fundación?

—Nada.

—¿Puede ser un poco más explícito al darnos sus razones, por favor? —intervine con los nervios de punta. Me miró con un desprecio terrible.

—Oigan, a mí todo eso de la fundación me parece un enredo de mi padre. Las empresas no están para hacer caridad. Puede que él sea un santo y todo eso que dice la gente, pero yo no lo soy. Así que, por mí, todos los pobres del mundo pueden seguir apañándoselas solos.

—Pero usted no ignora que las fundaciones presentan beneficios fiscales que pueden favorecer a una empresa.

—Yo no sé nada de fundaciones. He sido director de la empresa durante dos años y ahora estoy en el consejo de administración. Pregúnteme por mi trabajo si quiere.

—¿Qué balance económico tuvo su gestión como director?

—No tengo cifras aquí.

—Díganoslo en general. ¿No es cierto que se produjeron importantes pérdidas?

Por primera vez, su mal humor, que parecía congénito, subió un punto más hasta convertirse en ira reprimida.

—¡Dos años no es tiempo suficiente para hacer valoraciones! Las empresas pasan por ciclos al alza o a la baja, y a mí me tocó uno de éstos.

—Pero su padre le relevó del cargo.

—Mi padre se puso nervioso. Es una persona mayor y a veces tiene miedo de las cosas cuando no hay motivo para ello.

Garzón estaba lanzado, controlando la situación, muy seguro de sí mismo.

—Su cese como director, ¿coincidió con el inicio de la fundación?

—Sí, me parece, no lo sé seguro. Ya les digo que a mí la jodida fundación siempre me ha traído sin cuidado. La creó mi padre.

—¿Por qué motivo?

—Pregúnteselo a él.

—¿Dónde pasó la noche del jueves día 25, señor Ayguals?

Subió bastante la voz:

—¡¿Otra vez?!, ¡no me lo puedo creer!, ¡estaba en mi casa, durmiendo, y estaba allí mi padre también! ¡¿Cuántas veces más tendré que decirlo?! Si sonó el teléfono, yo no lo oí.

—¿Y su teléfono móvil?

—Lo tenía desconectado.

—¿Conocía usted a un hombre llamado Tomás Calatrava Villalba?

—En absoluto, no sé quién es.

—¿Tiene usted contratado personal al margen de la empresa, guardaespaldas o algo así?

—No, ¿por qué?, ¿cree que debería tenerlo?

—¿Podrá facilitarnos la lista de las personas que trabajan en la empresa y en la fundación?

—A las cosas de la fundación sólo tiene acceso mi padre. ¿A quién buscan?

—Dos individuos de origen extranjero, quizá de la Europa del Este, jóvenes, altos y fuertes.

Sonrió con sorna:

—No tienen el perfil de la gente que contratamos, se lo aseguro.

—Está bien, señor Ayguals, puede marcharse.

—Espero que no vuelvan a llamarme, soy un hombre muy ocupado.

—Procuraremos no hacerlo.

Garzón me cedió el turno. Preparé la daga final con gusto, encantada de poder clavársela. Ya se había levantado e iba camino de la puerta:

—Por cierto, Juan, ¿puede darnos uno de sus cabellos?

Se volvió en redondo, una mueca le deformaba grotescamente la cara.

—¿Qué ha dicho?

—Un cabello, o una muestra de saliva, si lo prefiere. Es para una comprobación de ADN, tenemos pelos hallados en la oficina de la fundación, donde ya sabe que mataron a Flores.

—Les he dicho mil veces que nunca he estado en esa oficina.

—Sí, ya, pero se trata de una comprobación legal. Si no ha estado allí, naturalmente los pelos no serán suyos.

—¿Eso es constitucional, ir pidiendo pelos a la gente?

—Puede negarse, por supuesto, pero esa negativa constará en nuestro informe policial, que pasa a manos del juez.

—No siga, no quiero follones. Aquí tienen mi pelo. —Se arrancó uno de la cabeza de modo violento—. Tomen, ¿están contentos?, pueden hacerle las pruebas que quieran, también la de paternidad. Supongo que perder el tiempo así forma parte del sueldo que cobran.

—Y que no es muy elevado, créame.

Recogí el pelo de su mano con unas pinzas y lo metí en una bolsita para pruebas. Luego le sonreí cínicamente.

—Ya está, ahora puede marcharse.

El portazo resonó en el despacho como un auténtico mazazo. Garzón se frotó las manos:

—Ya está la cizaña sembrada.

—Lo ha hecho usted divinamente, Fermín, directo y sin perder el control. Yo he estado tentada de enviarlo veinte veces al cuerno.

—Es un tipo desagradable, ¿verdad?, y yo diría que miente.

—Por lo menos demuestra un empeño considerable en que no lo relacionemos ni mínimamente con la fundación. El único momento en que he tenido la impresión de que era sincero ha sido cuando ha preguntado por la necesidad de contratar a un guardaespaldas. Parecía asustado de verdad.

—¡Bah! Ahora sí que va a empezar a asustarse. ¿Le ponemos una discreta vigilancia policial?

—Pídale a Coronas dos hombres que se ocupen de él. ¿Está Coronas más conforme con nuestra gestión del caso?

—¡Como yo hago los informes con puntualidad…!

—Es usted un ángel de la guarda, Fermín.

—También está más conforme porque le he prometido que antes del fin de semana le entregaremos al culpable en bandeja.

—¡Coño!, ahí ha apurado usted demasiado.

—Usted también hubiera apurado si hubiera tenido delante a Coronas berreando como un energúmeno.

—Ya veo lo conforme que está.

—El jefe tendrá a su culpable, usted no se preocupe.

En comisaría me dijeron que Yolanda había preguntado por mí. No recordaba haberle encargado nada más sobre el caso, de modo que no le di demasiada importancia al recado. Sin embargo, dos horas más tarde me llamó por teléfono.

—Inspectora, me gustaría hablar con usted.

—¿Pasa algo?

—Bueno, se trata de un asunto personal.

—Pasa por comisaría, me quedaré un par de horas aquí.

Se presentó ante mí vestida de uniforme, pero no estaba pimpante y desenvuelta como siempre, llevaba pintada la preocupación en la cara. Se sentó, le ofrecí un café y, mientras lo tomaba, empezó a elaborar circunloquios que cada vez me iban despistando más sobre el objeto de su visita.

—Vamos a ver, Yolanda, ¿no será mejor que me digas lo que te pasa?

Tomó aire como si se dispusiera a ejecutar una profunda inmersión en el agua:

—Inspectora, el doctor Crespo, bueno, Ricard, el psiquiatra que usted me presentó en su fiesta, me ha pedido que salga con él.

Era algo tan imprevisto, tan sorprendente para mí que no di señales de haberlo comprendido. Ella insistió:

—Dice que podríamos ser buenos amigos, salir a cenar por ahí y… bueno, yo creo que lo que quiere es ligar conmigo.

Tragué saliva y sonreí de la manera más absurda. Sólo buscaba ganar tiempo hasta saber cómo debía reaccionar ante aquella revelación.

—¡Ah, qué bien!, ¿y?

—En fin, inspectora, yo no quisiera meterme en el territorio de los demás. Me gustaría estar segura de que ese hombre no es su novio ni nada por el estilo, segura de que usted no tiene ningún interés en él.

Sabía que los hombres a veces hacen cosas como la que Yolanda estaba haciendo conmigo: compañerismo y avisos previos ante el interés por una misma mujer, pero nunca había visto una conducta semejante entre mujeres. Encendí un cigarrillo procurando parecer natural.

—Eso quiere decir que vas a aceptar su petición…

—Es que he roto con mi novio, inspectora. Usted llevaba razón, es demasiado posesivo y demasiado bruto. Le he dicho que todo se ha acabado para siempre. No se ha conformado del todo, pero ya se dará cuenta de que es algo que no tiene vuelta atrás. Entonces… como estoy afectada… he pensado que quizá salir con otro hombre me vendría bien. Y nada de un jovenzuelo que no tiene más mundo del que hay frente a sus narices, sino un hombre maduro, experimentado, con clase.

—Entiendo.

—Claro que si usted me dice que está saliendo con él o que tiene el más mínimo interés en…

Solté una carcajada digna de una representación teatral de aficionados:

—¡Por supuesto que no! Ricard y yo hemos tenido un ligero affaire sentimental, pero yo misma decidí acabar.

—Me quita un peso de encima, inspectora.

—¿No es Ricard un poco mayor para ti?

—No voy a casarme con él.

—No estés tan segura de eso.

—Sería la primera sorprendida, aunque es verdad, nunca digas nunca jamás.

Se puso en pie ligera como el viento. Me sonrió de modo encantador y se despidió de mí en plan medio amistoso medio oficial. Yo le hice una ridícula señal de adiós con la mano.

En cuanto me quedé sola encendí un nuevo cigarrillo con mano temblorosa. Me sentía fatal, humillada y colérica. ¿Pretendía Ricard que me pusiera celosa? ¿Quería hacerme reflexionar sobre mi decisión de cortar? Improbable. Él no podía saber cómo reaccionaría Yolanda frente a mí. Seguramente creería que nunca iba a enterarme de sus invitaciones galantes. No, lo que había sucedido era prueba de que la razón por la que lo había mandado al infierno estaba bien fundada. Le daba igual una mujer que otra. Era algo que sabía de antemano, pero no esperaba recibir un golpe semejante en mi orgullo personal. Pero entonces, ¿qué esperaba yo después de la última noche en el restaurante: que, desesperado, se arrojara desde un quinto piso, que ingresara en un cenobio, que después de haber pasado por mis maravillosos brazos no volviera a conocer mujer? ¡Por Dios, ya era hora de que dejara de comportarme como quien guarda todos los triunfos en la mano, como la reina de Egipto, como la Venus que debe ser adorada hasta que ella levante una mano y ponga punto final! ¡Y qué absurdo modo de reaccionar frente a Yolanda! «Un ligero affaire sentimental», ¿dónde había aprendido ese vocabulario de fiesta social frívola? «¡En fin, Petra! —pensé—, te está bien empleado por creerte irresistible.» Aunque ése no era el máximo reproche que debía hacerme. Lo peor residía en haber siquiera contemplado la posibilidad de tener un amante fijo. Si no quería vivir con nadie, lo más prudente era dar al sexo lo que es del sexo y dejarse de cómodos planes. Concebir la aventura sin aventura era como hacer un trekking en coche, beber un cubalibre sin alcohol, ser monja seglar: una engañifa y una pura contradicción.

Todas aquellas consideraciones mentales me devolvieron más o menos la tranquilidad. Sin embargo, me largué a La Jarra de Oro y pedí un coñac; dicen que sienta bien cuando has recibido un impacto imprevisto.

Al regresar, el guardia de la puerta me avisó de que tenía visita. ¿Y ahora, quién coño podía aparecer ante mí, y con qué comisión?

—Es un tal señor Ayguals.

—¿El padre o el hijo?

—Debe de ser el padre, porque es muy mayor.

Lo era, y Domínguez le había hecho pasar a mi despacho en honor a su edad y dignidad, de modo que no tuve tiempo de prepararme mentalmente para saber en qué términos debía hablar con él. Lo dejé al cuidado de mi intuición y del copazo que acababa de atizarme.

—Inspectora, disculpe, sé que tiene mucho trabajo, pero…

Le rogué que volviera a sentarse, se había levantado con ademanes corteses en cuanto me vio entrar.

—Me imagino que ustedes saben muy bien lo que hacen, que tienen sus sistemas de investigación y que… perdone, inspectora, pero creo que cometen un error.

—¿Un error?

—Sé que piensan practicarle una prueba de ADN a mi hijo.

—¿Y eso le parece un error?

—Verá, inspectora, seguramente mi hijo no es un hombre demasiado brillante, es probable que incluso se haya mostrado torpe o poco colaborador en los interrogatorios, pero puedo asegurarle que no es en absoluto un asesino.

—Nadie ha asegurado que lo sea.

—A nadie se le oculta que una prueba de ADN se practica a alguien sobre quien recaen serias sospechas.

—Tómelo como si fuera una prueba exculpatoria.

—¡Vamos, inspectora, no nací ayer!

—Señor Ayguals, ¿para qué ha venido a verme exactamente?

—Conozco a mi hijo. En los últimos tiempos ha desarrollado ideas propias… pero nunca hubiera recurrido al asesinato en caso de enfrentarse con problemas, no tiene valor para eso. Se desmaya si ve un poco de sangre, créame.

—Todos los padres dicen conocer a sus hijos, señor Ayguals, y muy pocos de ellos llegan a creer nunca que sean asesinos, incluso si existen abundantes pruebas en su contra. De cualquier modo, creo que estamos adelantando acontecimientos, a no ser que… a no ser que usted sepa algo que nosotros ignoramos sobre su hijo y que crea prudente comunicarnos. Quizá haga usted algo que incluso pueda ser beneficioso para él.

—¿Está insinuando que le delate?

—¿Es que hay algo por lo que deba delatarle?

—Se trata de un modo de hablar. No se ofenda conmigo, inspectora Delicado, sólo quería pedirles que fueran justos y que no se precipitaran, pero esperaba obtener un poco más de clemencia y comprensión siendo usted una mujer. Sólo puedo añadir que, si cometen un error acusando a mi hijo sin datos suficientes, los perseguiré personalmente hasta donde me permita la ley.

Había hablado con la entereza y la decisión de un hombre fuerte. Por supuesto, puede que Ayguals hubiera envejecido, pero no podíamos olvidar que se trataba de un empresario que había creado su negocio y lo había defendido durante años por entre todos los avatares económicos. Era un hombre duro y firme que, a pesar de las circunstancias, manifestaba su naturaleza de padre frente a mí. Salió saludando con educación y orgullo. Se cruzó en la puerta con Garzón.

—¿Le ha llamado usted? —me preguntó mi compañero.

—No, ha venido a interceder por su hijo, pidiendo comprensión y jurando que no es un asesino.

—Eso es que ve mal la cosa.

—El hijo le ha contado lo de la prueba de ADN.

—Estoy convencido de que el viejo sabe cosas de su angelito que nos interesarían un montón.

—Si es así, nunca las dirá.

—¿Ni apelando a su honor?

Miré al subinspector con sorna.

—¿Usted haría algo por su honor?

—¿Yo?, ¡ni de coña!, el honor es cosa de mafiosos, pero como Ayguals es un caballero antiguo… Los caballeros antiguos son un caso especial.

—En teoría. En la práctica, ya lo ve usted, ha venido corriendo para hablar a favor de su hijo.

—Eso de los hijos se ve que tira mucho, sobre todo si tienes una herencia que dejarles. Si los proteges a ellos, es como si estuvieras protegiendo tu patrimonio.

Me miraba con cara de cachondeo.

—¿Usted no le dejará ninguna herencia al suyo?

—¡Joder, ni siquiera mi pistola le puedo dejar porque no es mía!, le dejaré la funda. No se pueden tener hijos cuando se es un pringao.

—¡Usted no es ningún pringao!, le dejará el ejemplo de sus buenas obras.

—Sí, ¡menudo ejemplo!

Nos reíamos los dos porque estábamos en plan tonto, cansados, al final de un caso que se resistía a clarificarse por completo. Nos reíamos porque existía entre nosotros la complicidad de los pringados, de los que pueden pitorrearse de cosas tan santas como el patrimonio, la herencia, el ejemplo y el honor.

—Oiga, Fermín, ¿qué ha hecho el «niño» Ayguals desde que lo dejamos solo?

—¡No se lo pierda!, ha ido a visitar a su ex mujer.

—¿Le parece sospechoso?

—No demasiado. Supongo que se da cuenta de que el círculo se cierra en torno a él y hace movimientos precipitados en todas direcciones. Muy típico de alguien acosado.

—¿Ha reclamado usted los análisis de ADN?

—Diez veces en los últimos dos días.

—Una docena de veces hubiera estado mejor.

—Los compañeros no paran de repetirme que es usted una mujer demasiado impaciente, que es incapaz de esperar su turno y que pide un trato de favor.

—¿Y usted cree que es verdad?

—Sí.

—Bueno, menos mal, eso indica que estoy haciendo las cosas a conciencia. No hay como una crítica negativa para corroborar nuestras impresiones.

Sangüesa no pudo darme datos de interés, o al menos no los que yo hubiera querido. Al parecer, las cuentas de Textiles Ayguals no tenían fallos detectables.

—Sí, es verdad que desde hace dos años hay aportaciones de capital cuya procedencia no está bien documentada. Si quieres puedo investigar, pero no es fácil dar con la fuente de dinero. Normalmente hay empresas subsidiarias que pertenecen al mismo dueño y cuesta bastante localizarlas. En otras ocasiones pueden tener hombres de paja. Pero, en cualquier caso, una aclaración definitiva de las cuentas tardará.

—¡Joder!, ¿tantas guarradas se pueden hacer legalmente?

—Puedes apostar a que sí.

—Y luego…

—No, Petra, por favor, no vayas a decirme eso de que luego un desgraciado roba una manzana y se pasa un año en la cárcel.

—Puede que sea un lugar común, pero debes reconocer que tiene algo de verdad.

—Poco. Ahora hasta las manzanas se roban por sistemas informáticos llenos de sofisticación.

—¡Ni que lo jures, mira el tal Arcadio con sus timos a cuenta de la caridad!

—Es un buen ejemplo. En tiempos pasados le hubiera quitado la recaudación a un ciego; hoy en día, tiene detrás una fundación. ¿Qué hago?, ¿sigo con la investigación?

—Nos hace falta algo rápido, pero sigue buscando. Tarde o temprano tu trabajo se utilizará. ¿Te ha puesto trabas el viejo Ayguals?

—Desde luego no le hace ni puta gracia que ande escarbando en su contabilidad, pero no tiene más pelotas que transigir.

—Está bien, Sangüesa, haz el informe.

Ya me había imaginado que por medio de los libros contables no íbamos a cazar a nuestra presa. Todo había sido ideado de modo cuidadoso, y si Flores no se hubiera montado su chiringuito paralelo, probablemente los líos de la fundación nunca hubieran quedado al descubierto.

Desde mi ordenador entré en el informe general del caso. Alguien había puesto interrogantes en los puntos más oscuros. Coronas, con toda seguridad. Pues, si lo que pretendía era comerme la moral, estaba fresco, llevaba más de una semana sin redactar ni una línea. Revisé el estilo del subinspector, tan florido dentro de la tradición genuinamente policial. No era ninguna mala idea que fuera Garzón el redactor de informes, utilizaba con naturalidad expresiones como: «día de autos», «individuo sin identificar» o «inspección ocular», todos ellos modismos que a mí siempre me causaban un cierto rubor.

De pronto, Domínguez llamó a la puerta y asomó su cabeza de guardia celoso de su deber por una rendija:

—Inspectora, el señor Ayguals quiere verla.

—¿Otra vez?

—Digo yo que en esta ocasión será el hijo, porque no es tan viejo como el Ayguals anterior.

—¡Pues dígalo todo de golpe, Domínguez, no le eche tanto suspense! Hágalo pasar.

¿Estaba dispuesto a confesar «el angelito»?, ¿ahí acababa nuestra investigación? Por el modo nervioso en que entró, estuve a punto de creerlo.

—Inspectora, necesito hablar con usted.

—Siéntese, Ayguals.

Empezó a largar aún antes de haberse acomodado del todo. Era como si trajera aprendida una lección.

—Mire, inspectora, la verdad es que he estado observando, enterándome a medias de cosas y…

Abrí bien los ojos cuando se calló.

—¿Y…?

—Me cuesta tener que decir esto, pero creo que es verdad que mi padre se ha metido en algo feo. No sé de qué se trata, pero tengo intuiciones. He visto cosas raras.

—¿Ve cosas raras y no sabe qué son?

—Sí, pero lo que quiero que sepa es que, sea lo que sea el asunto de mi padre, yo no tengo nada que ver. Todo el tiempo que pasé al frente de la empresa hice las cosas según la ley, sin concesiones, sin tapujos. Si hay algo sucio, a mí no me cuente entre los culpables.

Lo observé con intensidad.

—¡Vaya, su padre también ha estado hablando conmigo, pero sólo pretendía defenderle a usted! Es una actitud bien diferente.

—¿Defenderme, defenderme de qué? Yo no tengo ninguna necesidad de que nadie me defienda porque no he hecho nada.

—¿Por qué no se lo dice directamente a él?

—Le tengo respeto.

—O quizá teme que pueda enfadarse y echarlo de la empresa, ¿no?

—Todo esto no tiene nada que ver con el tema que me trae aquí. Yo no he hecho nada, inspectora, y si la empresa está implicada en algo, ese algo ha sido ejecutado a mis espaldas.

—Usted le hizo perder dinero a la empresa.

—Eso no es un delito.

—No, no lo es, pero si intentó remediarlo a la desesperada…

—Le juro que no es así, se lo juro. ¡Estoy harto de esa empresa, inspectora!, en el fondo sólo me ha servido para ganarme el desprecio de los demás. ¡Nunca era lo suficientemente bueno comparado con mi padre!

—Juan, escúcheme bien. Estamos esperando recibir de un momento a otro el informe de ADN, es su oportunidad de contarme qué pasó en realidad. ¿Sigue manteniendo que nunca pisó el despacho de la fundación?

—No he estado allí jamás, jamás.

—En ese caso, no creo que tengamos nada más que hablar.

Se levantó con un rictus de desesperación, los músculos de la cara contraídos, la frente sudorosa, los ojos cargados de nubes.

—Nunca van a creerme, está claro. Sólo espero que se demuestre la verdad.

Salió de mi despacho exhibiendo una mezcla de dignidad herida e indefensión. Cogí un cenicero de mi mesa y lo tiré con furia a la papelera. Su auténtico destino final debería haber sido la cabeza de aquel patético cuarentón. ¿Cómo era capaz de presentarse frente a mí exhibiendo estúpidos complejos familiares no resueltos, acusando indirectamente a su padre, pidiendo comprensión? ¿Por qué no había salido de la órbita familiar que tanto parecía incomodarle? ¡Joder!, lo que debería haber hecho era enfrentar al padre y al hijo en una especie de careo, contarle al viejo Ayguals cómo su retoño se desmarcaba de cualquier cosa que él hubiera podido hacer. En fin, ¡al carajo!, impartir justicia divina no me correspondía a mí. Saqué el cenicero de la papelera, lo recoloqué en su lugar y me dispuse a largarme. Tomaría una ducha y una copa, orden de actividades que suele funcionar cuando necesito cierta paz inducida.

De camino a mi casa, al volante del coche me dio por pensar en plan negativo. Todos los caminos de aquel juego dirigían en línea recta hacia Textiles Ayguals, de eso no cabía duda. Pero ¿y si la clave del asunto no estaba en el padre ni en el hijo, sino en alguien de su entorno: una de las dos secretarias fieles, la ex mujer de Juan? De ser así, no nos encontrábamos al final del caso, y cabía la posibilidad de que pasaran meses antes de aclararlo. Me horroricé. El orden de actividades sería el mismo al llegar, pero en vez de una copa me tomaría dos.

Aparqué cerca de la esquina y caminé apretando el paso. Entonces, desde las sombras, alguien me llamó:

—Inspectora Delicado, no se asuste, por favor.

Me volví y toqué la pistola en mi bolsillo. Tenía frente a mí a un joven con la cabeza muy rapada. ¿Volvía la pesadilla de los skin heads?

—¿Quién es usted? No se acerque ni un paso más.

—Inspectora, ¿no me reconoce?, ¡soy yo, Sergio!

—¿Y quién demonio…?

—¡Sergio, el novio de Yolanda!

—¡Por todos los demonios, ¿qué haces aquí?!

—No, inspectora, perdone, verá. Yo no tengo su teléfono, pero sabía dónde vive porque seguí a Yolanda cuando vino a su fiesta, por eso he esperado hasta que llegara, pero no quiero molestarla.

—¿Por qué no has ido a comisaría?

—Es que quería hablar con usted en privado.

Renegando por lo bajo, abrí la puerta y encendí la luz. Pude verlo con claridad. Sí, lo recordaba, más o menos lo recordaba: alto, fuerte, hombros anchos y jersey ajustado al torso sin un gramo de grasa, cara de no tener ni otro gramo de cerebro bajo el cráneo de tipo romano.

—Bueno, pasa. ¿Qué es lo que ocurre?

—¿No me deja que me siente, inspectora? No soy un delincuente.

Me quedé mirándolo y suspiré:

—Sergio, estoy cansada. He tenido un día muy malo hoy… Pero está bien, de acuerdo, te doy un cuarto de hora para decir lo que tengas que decir. Siéntate.

De sobra imaginaba de qué quería hablarme.

—Inspectora, no sé si lo sabe, pero Yolanda me ha dejado.

—No sabía nada —mentí.

—Se ha largado con otro, un tío que es médico.

—¿Médico?

—Un psiquiatra. Un tío viejo, bueno, quiero decir mucho mayor que ella.

Me pregunté hasta dónde llegaba su información. Lo observé en silencio, dejándolo hablar.

—Para mí que es un tío que sólo quiere aprovecharse de ella, ligar y luego dejarla tirada, pero ella está encoñada, con perdón. Dice que es un hombre muy culto y muy amable, y no un bruto como yo. Me dedico a colocar toldos en terrazas y balcones, no soy médico, pero me gano la vida muy bien.

—A lo mejor eso no tiene demasiada importancia para ella.

—¿Ah, no?, ¡pues bien que se pavonea ahora de que sale con un hombre que tiene pasta y estudios!

—A lo mejor ya no estaba a gusto contigo. Hoy en día, las mujeres nos hemos vuelto exigentes.

—Puede que yo tenga mucha boquilla, pero a la hora de la verdad, ella siempre hacía lo que le daba la gana.

—Siento lo que ha pasado, Sergio, pero en cualquier caso es algo en lo que no tengo nada que ver. De modo que no creo que nos conduzca a ninguna parte seguir hablando.

—Usted tiene mucha influencia sobre Yolanda, inspectora, se ha hecho policía por usted.

—Eso es absurdo.

—¡Es la pura verdad! Un día me dijo que usted era la mujer que más admiraba en el mundo.

—Se referiría a lo profesional.

—No. Ella dijo que usted tenía clase y cultura, y que era guapísima.

—Tampoco veo que nada de esto tenga nada que ver con…

—¡Sí tiene, desde luego que tiene!, porque lo que yo le quiero pedir, por favor, es que hable con Yolanda, que le haga pensar un poco para que se dé cuenta de que está equivocada yéndose con ese hombre que no la quiere ni nada. Es por su propio bien, para que nadie le haga daño, bueno, y también por mí. Dígale que vuelva conmigo, que yo… bueno, que yo soy capaz de una burrada si la pierdo, que…

Se interrumpió violentamente y miró al suelo, supuse que para evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas. Observé sus tupidas pestañas negras, la nariz recta y bien formada, los labios carnosos. Se puso una mano en la cara, una mano fuerte surcada de venas marcadas.

—Nunca nada es tan terrible como puede parecer, ¿sabes?, eso es algo que he aprendido con la edad. A veces, la vida te reserva compensaciones imprevistas, o te demuestra que no hay mal que no venga por un bien. De todos modos, será mejor que te calmes un poco. Voy a buscar un par de cervezas, no nos sentarán mal.

A la mañana siguiente me despertó un timbrazo telefónico incisivo y helado como una daga:

—¿Inspectora Petra Delicado?

—Soy yo, ¿quién habla?

—Hola, Petra, soy Juan Sánchez, teniente médico de la policía científica. Me han dicho que tenías mucha prisa por conocer unos datos.

—Y la tengo, dime, ¿qué hay?

—Luego te paso el informe y lo comentamos, pero de momento quisiera que supieras que sí, que los pelos hallados en el supuesto lugar del crimen y la muestra que trajiste tienen el mismo ADN.

Musité un «gracias» y colgué sin dejar acabar a mi compañero. Empecé a vestirme y llamé a Garzón.

—Garzón, prepare inmediatamente un dispositivo policial para detener a Juan Ayguals. Dígales a los hombres que lo vigilan que le impidan cualquier movimiento.

—¿Coincide el ADN?

—¡Positivo! Le espero en comisaría.

No tomé una ducha ni me preparé café, aunque ambas cosas me hubieran hecho más falta de lo habitual. Llegué a comisaría y Garzón ya había preparado a un par de guardias y había pedido la orden del juez, que estaba en camino.

—¿Nos vamos? —pregunté sin darle ni los buenos días.

—Hay una dificultad —respondió con cara de apuro—. Los hombres que seguían a Juan Ayguals dicen que en su casa no está.

—¡¿Cómo?!

—Se pasaron toda la noche delante de su domicilio, esta mañana sólo vieron salir al viejo Ayguals, como todas las mañanas, pero el hijo no salió. Cuando usted me llamó les pedí que entraran en su casa y la chacha les dijo que no estaba allí.

—¿Y dónde cojones está?

—Debió de salir subrepticiamente durante la noche, o aprovechando el paso del camión de la basura… algo así.

—¡Que lo han perdido, vamos, en una palabra! ¡Esto es la hostia, Garzón, la hostia en verso! ¿Cómo se puede ser tan inepto? No sé quiénes llevaban el tema, pero le aseguro que a ese par de mamones les va a caer un expediente de los de joderse vivos.

—No se ponga así, inspectora, que estas cosas pasan hasta en Scotland Yard.

—¡Ni a un guardia jurado de sucursal bancaria le pasa una cosa así! ¿Cómo se puede trabajar con gente tan burra?

—Ya se sabe, a veces hay fallos que…

—¿Por qué coño los defiende?, ¿es que los escogió usted?

—¿Yo?, a mí no me meta, inspectora, fue Coronas personalmente el que les asignó este servicio.

—¡Pues se lució, el muy cabrón!

—La van a oír, inspectora.

—¡Que me oigan, a ver si alguien se entera de una puta vez de que los buenos policías no crecen en los árboles!

—Vale, inspectora; aparte de decir todos los tacos que sabe, ¿se le ocurre qué podemos hacer?

—¡Pues ir a Textiles Ayguals, naturalmente! El jodido viejo sabe con toda seguridad dónde está su hijo.

—¡Creí que no iba a decirlo nunca, vamos allá!

—Oiga, Garzón, y no me subestime.

—¿Cómo?

—Conozco muchos más tacos de los que acaba de oír. No descarte que suelte todo el repertorio antes de que acabe el día.

Cabeceó aparentando paciencia, soltó una carcajada a la que puso sordina la tensión del momento.

La arribada que hicimos a Textiles Ayguals fue propia del Séptimo de Caballería. Dejamos soldados y caballos en la recepción, y entramos en las oficinas de la empresa sólo mi subordinado directo y yo. Por descontado, Adolfo Ayguals nos recibió sin tardanza alguna, la cosa no estaba para bromas.

Yo iba lanzada y estaba hecha una furia, entramos en su despacho y ataqué:

—Señor Ayguals, venimos a por su hijo. Va a ser acusado de la muerte de Arcadio Flores. Ha desaparecido de su domicilio y no vaya a decirme que no sabe dónde está porque no voy a creerle.

Su venerable cara acusó un impacto notable. Balbuceó:

—Cuando me desperté esta mañana mi hijo ya se había marchado, pensé que estaría en la empresa, y cuando llegué…

—¡Basta ya, basta!, ¿no ve que está cogido por los cuatro costados?, ¿no se da cuenta de que las pruebas científicas están señalando a su hijo con el dedo? Si se niega a decirnos dónde está, me veré obligada a implicarlo como cómplice.

Garzón intervino oportunamente haciendo de policía bueno. Reconocí su voz impostada de comprensión:

—Señor Ayguals, sea razonable, sabemos perfectamente qué tipo de sentimientos unen a un padre y a un hijo, pero, de verdad, si nos dice dónde está, le hará un gran servicio. Puede que sea el único modo de ayudarlo. La muerte de Flores pudo ser accidental después de todo, o incluso en propia defensa, pero si su hijo es declarado prófugo, no existirá ninguna circunstancia atenuante que pueda hablar a su favor.

El rostro del anciano, cansado, surcado de arrugas y dolor, perdió tensión de pronto, se aflojó.

—Mi hijo es un desgraciado, ésa es la única verdad. No ha tenido suerte en la vida, no ha sabido hacerlo o quizá fuimos su madre y yo los que no supimos educarlo convenientemente.

—Díganos dónde está, se lo ruego —insistió Garzón con voz dulce.

—Está en las afueras, en Vallvidrera. Tenemos una casa allí.

—Escríbanos la dirección.

La mano le temblaba cuando tomó la pluma. Viendo su caligrafía, me di cuenta de lo viejo que era. Cuando acabó se quitó las gafas y se tapó la cara con ambas manos. Garzón tuvo tiempo para decir:

—Gracias, ha hecho usted lo mejor para su hijo, lo mejor para todos.

Añadió «pobre viejo» a mi oído cuando bajábamos la escalera rumbo a la calle.

—¿Nos acompaña a Vallvidrera, inspectora?

—No. Tráiganlo a mi despacho en cuanto lleguen, iré preparando el interrogatorio y haciendo las diligencias judiciales.

—Será rápido, estamos cerca.

Al abrir la puerta de mi despacho todo me pareció vagamente desconocido. Estaba desorientada, sentía mareos. Recordé que no había desayunado. Demasiadas emociones para no haber tomado café. Descolgué la gabardina que acababa de colgar. Irme un cuarto de hora a La Jarra de Oro no entorpecería los trámites finales. Pero justo cuando iba a salir un joven de unos treinta y tantos, aspecto agradable y gafas de intelectual entró como Pedro por su casa.

—¿Petra Delicado?

—Sí, ¿quién es usted?, ¿quién le ha autorizado a entrar?

—Soy Sánchez, Petra, de la policía científica. Hemos hablado antes por teléfono o, mejor dicho, antes me colgaste el teléfono.

—¡Ah, bueno, lo siento!, iba a tomar un café, ¿me acompañas?

—No puedo, si casi me he escaqueado para venir, me espera un mogollón de trabajo. Lo que pasa es que ya sabes que tenemos órdenes expresas de no anticipar datos sin antes entregar el informe y comentarlo con quien lo solicitó. Me salté las normas por hacerte una gracia, y luego me cuelgas el teléfono.

—Sí, es que lo que me dijiste tenía mucha importancia para el caso.

—¡Pero no puedes hacer nada sin antes hablar conmigo!

—Eres bastante nuevo en la policía, ¿no? Te quedarías acojonado de saber la cantidad de cosas que se hacen sin cumplir estrictamente las ordenanzas.

—Eso no impide que siga estando mal hecho.

—De acuerdo, llevas razón. Pero no me sueltes sermones, por favor, está siendo una mañana horrorosa. ¿Para qué has venido?

—Te traigo el informe.

Me alargó unos papeles, los tomé.

—Perfecto, y si ahora no te importa…

—Léelo. Tienes que leerlo delante de mí, puedes necesitar aclaraciones.

—¡Joder, cómo sois los de la científica! Vale, vamos a ver…

Empecé a leerlo sin sentarme ni pedirle que se sentara.

—¿Sabes, Petra? Había algo curioso en los primeros pelos que nos diste.

—¿Los que se encontraron en el lugar del crimen?

—Sí. Resulta que me costó prepararlos para el análisis porque estaban llenos de una sustancia pegajosa por fuera, completamente sucios. Miré de qué se trataba y justamente era lo contrario.

—¿Lo contrario?

—¡Sí, no estaban completamente sucios, sino completamente limpios porque la sustancia era jabón.

Me quedé mirándolo a la cara con perplejidad. Seguía hablando pero yo ya no oía lo que me decía. De pronto busqué mi bolso con la mirada, lo cogí y me marché a toda prisa.

—Lo siento, pero tengo que irme. Ya te llamaré.

—¡Eh, Petra, un momento!, ¿pero adónde vas?, ¿será posible?

Lo oí decir mientras me alejaba:

—Puede que los de la científica seamos especiales, pero los maderos estáis de atar, en serio.

Don Adolfo ya no estaba en Textiles Ayguals cuando volví. Su secretaria me dijo que se había marchado a las oficinas de la fundación. Estaba tan nerviosa que dejé mi coche y tomé un taxi para llegar. No descartaba tener un accidente.

Las dos secretarias ancestrales me recibieron locas de contento, como si mi visita tuviera un carácter social. Procuré quitármelas de encima.

—He venido a ver al señor Ayguals, tengo mucha prisa en hablar con él. Luego charlamos un rato, ¿de acuerdo?

—¡Por supuesto! Voy a decirle a don Adolfo que está aquí.

Un instante después Adolfo Ayguals me recibía sentado en su imponente mesa de la fundación. Parecía relajado. Sonrió:

—¡Petra!, ahora nos vemos con mucha asiduidad, ¿no es cierto? Siéntese, por favor. ¿Quiere tomar un café?

—Me apetece un café, señor Ayguals, pero no sé si procede que lo pida.

—¿Por qué?

—Porque he venido a detenerle por el asesinato de Arcadio Flores.

—¿Sola o ha traído más policías con usted?

—Sola.

—Claro, no hace falta mucha gente para detener a un viejo como yo.

—Eso espero.

—No se preocupe lo más mínimo, me portaré bien. De todos modos, insisto en que tomemos ese café. Me apetece muchísimo y a mi edad no es bueno privarse de nada.

Pidió café por el interfono. Me observó con sonrisa beatífica.

—¿Puedo saber por qué se me detiene?, ¿cuáles son las pruebas que hay contra mí?

—Alterar los indicios de un asesinato es algo difícil de hacer. Usted intentó inculpar a su hijo, señor Ayguals. Los cabellos que se encontraron en este mismo despacho tras el crimen estaban cubiertos de jabón. Alguien los puso ahí, nadie se pasea por el mundo con la cabeza llena de jabón, de modo que ese alguien debía de estar en el entorno de Juan, debía de ser alguien que tuviera la facilidad de coger los pelos del lavabo de su casa y trasladarlos aquí, alguien, en definitiva, que viviera con él.

—¡Muy bien, Petra, muy bien, sobresaliente! ¡O mejor: matrícula de honor! Les ha costado, pero al final han dado con la solución, y todo por un fallo tonto, la verdad.

Entró la secretaria con una bandeja. Me guiñó un ojo y salió. Ayguals se puso a servir el café como si tal cosa.

—¿Le pongo un poquito de leche? ¡Mire, hasta nos han traído unos croissants! ¡Esas chicas piensan en todo! Llevan un montón de años conmigo y nunca he tenido que llamarles la atención por hacer algo mal. Son de oro puro, créame.

Me bebí el café de un trago. Le dirigí una sonrisa forzada:

—Señor Ayguals, creo que deberíamos marcharnos.

—¿Adónde?

—A comisaría.

—¡Ah, no, inspectora!, antes tengo que hablar con usted, contárselo todo, darle nombres y fechas…

—Si va a hacer alguna confesión, debo advertirle que tiene derecho a que esté presente su abogado y…

—No, Petra, escúcheme. Más tarde declararé ante el juez, ante el papa, ante el mismísimo Dios, si es necesario, Él se apiadará de mí. Pero primero insisto en hablar con usted aquí y ahora.

—Está bien, adelante.

—Todo empezó por culpa de mi hijo, como usted bien debe de suponer. Ese chico es un desastre, engendrarlo sí es algo que no me perdonará Dios. Hace dos años creí llegado el momento de que se pusiera al frente de la empresa y pasar yo a un lugar secundario, ocuparme de nuevas ideas, echarle una mano si era necesario… pero él no me pidió ayuda en ningún momento, ¡ah, no, se creía muy listo, muy suficiente! El caso es que su gestión fue absolutamente ruinosa. Para que yo no me enterara, fue ocultando las cuentas y no dio a nadie ninguna información. No piense que hizo nada ilegal, ¡no!, él para arruinar una empresa no necesita de ningún artificio, le sale de modo natural. Para cuando me di cuenta, ya era demasiado tarde. Había un agujero fastuoso en la contabilidad, como uno de esos agujeros que están en la estratosfera. ¡Toda una vida de esfuerzo a punto de ser tirada por la ventana! Terrible, ¿no? Para saber lo terrible de la situación, debería saber lo que significa la empresa para mí. La empresa es más que un hijo, más que una familia, más que mi propia vida. Puede parecerle exagerado, incluso monstruoso, pero es así, ¿qué voy a hacerle yo?

»Bien, pues no tuve más remedio que volver a coger las riendas de la situación y relevar a ese bastardo, que por desgracia no lo es. Si anunciaba públicamente la circunstancia financiera en la que nos encontrábamos, era el final: créditos bancarios que se suspenden, clientes que dejan de serlo… el final. Entonces pensé en la fundación. Una fundación bien administrada era un buen sistema para superar un bache. No soy un hombre de chanchullos, se lo crea o no, pensaba en dar a la fundación un carácter fraudulento sólo hasta que fuera necesario, después continuaría de modo absolutamente legal. Para eso necesitaba un hombre de paja para que fingiera estar llevando a cabo unas acciones benéficas que no se producían en la realidad y para que diera la cara. La ley no exige mucho más. Ahí estaba el punto flaco del plan. Tenía secretarias, local, abogados que me asesoraban, pero ¿cómo confiar en alguien completamente honrado para semejante trabajo sucio? La casualidad me dio la solución. Conocí a Arcadio Flores en Anticart, una tienda de antigüedades. Era un tipo curioso: hablador, bastante chalán, con una mezcla extraña de hombre de mundo y hortera. Le encantaban las antigüedades, fíjese usted, pero sólo podía permitirse comprar baratijas. Entablé conversación con él, tomamos café… no tardó en salir la circunstancia, que él no ocultaba, de que había estado en la cárcel una vez. Pensé que había encontrado a mi hombre. Lo invité a cenar y le expuse el plan. Le encantó, trabajaba a salto de mata, y tener un buen sueldo, ser director de una fundación eran palabras mayores para él.

»Todo funcionaba bien. Parecía dispuesto, espabilado y absolutamente de fiar. Nunca se me hubiera ocurrido, nunca, se lo aseguro, jamás, que pensara montarse una organización paralela basada en el timo. No tuvo bastante con las ventajas que le ofrecí, su lado cutre y timador era más fuerte de lo previsto. Para colmo, buscó su propio hombre de confianza en un mendigo que, al parecer, era economista y le llevaba las cuentas y la organización. ¿Puede usted creerse algo semejante, inspectora?, ¿cómo se puede ser tan torpe cuando uno parece normal? Pero así resultó la verdadera naturaleza de Arcadio Flores, con ese nombre ya debería habérmelo barruntado, pero no lo hice, no. De hecho, no me enteré de ninguna de sus maniobras hasta que un día se presentó en mi despacho y me pidió una reunión especial. Empezó a contarme cosas que no tenían sentido aparente hasta que las comprendí y comprendí que nunca me las hubiera contado a no ser que hubiera ocurrido lo que ocurrió: el mendigo, que estaba como una chota, se había rebelado por alguna razón, y se disponía a hablar con la policía para destapar el pastel. En ese mismo momento acabé de captar en qué consistía el pastel. Me puse como una furia, pero Flores permaneció absolutamente tranquilo. Necesitaba dinero extra para contratar a un par de matones, inmigrantes ilegales del Este sin escrúpulos ni permiso de residencia, y para comprar una pistola. Pensaba darle un susto al mendigo que lo disuadiera de su propósito. Por supuesto le dije que no, me subí por las paredes, le aseguré que lo denunciaría. En ese punto me miró con suficiencia y me soltó la verdad: yo me encontraba implicado en el asunto y, si se me ocurría denunciarlo, quien hablaría sería él.

Me sirvió más café. Yo estaba tan abstraída en sus palabras, tan pendiente de sus más mínimos gestos que no dije ni una palabra.

—¿Por qué no se come un croissant, inspectora? Mis secretarias se van a sentir ofendidas si ni siquiera los tocamos. Y yo le aseguro que, en las presentes circunstancias, no voy a probar bocado.

Más por permitir que siguiera contando que por sentir hambre, cogí la pasta y empecé a dar cuenta de ella como si estuviera famélica. Ayguals sonrió al verme.

—Bien, ¿por dónde íbamos? ¡Ah, sí, la pistola y los matones! Le di el dinero, inspectora, ¿qué otra cosa podía hacer? Me aferré a la idea absurda de que no iba a utilizarlos para matar. Yo mismo compré la pistola en Anticart, una Astra de la guerra civil. Por cierto, venden las armas sin licencia, empapélelos. No existía munición del nueve corto, pero los matones del Este sabían a la perfección que recortando el nueve largo la cosa se podía arreglar. Antes de que se me olvide, inspectora, voy a escribirle aquí los nombres de esos malhechores, soldados de fortuna los dos, y la dirección donde puede encontrarlos. Están en uno de mis apartamentos en Alella, esperando a que las cosas se calmen para huir.

Tomó un papel y escribió con su letra titubeante, me alargó la nota manuscrita.

—Déjeme hacer una llamada —le dije dejando a un lado el croissant—. Será mejor que pase estas señas a comisaría para que vayan ya a detenerlos. No podemos arriesgarnos a que desaparezcan.

—¡Muy buena idea, es verdad!

Tomé mi móvil y di las instrucciones para que saliera una patrulla inmediatamente. Adolfo Ayguals esperó con una sonrisa de calma y satisfacción.

—Bien, prosigamos. Ahora viene la parte peor, porque obviamente el susto que le dio Flores a su mendigo fue letal. Cuando lo leí en los periódicos se me cayó el alma a los pies. Un hombre asesinado con el arma que yo mismo compré y por los sicarios que yo había pagado. Aquel cretino de Flores tenía aires de grandeza, no quería ser un simple timador, sino un jefe de la mafia. Necesitaba por supuesto a los sicarios, ya que él era incapaz de matar directamente. Pero en todo aquello prevalecía su estilo cutre por encima de todo: ¡aquella estúpida historia de los skin heads disfrazados, el bate de béisbol…!, ¡qué horror, tenía más ambición que talento! Me equivoqué con él, un fallo lo tiene cualquiera. Empezó a darme miedo la dimensión que todo aquello estaba tomando, pero nada podía hacer. Pensé que la cosa acabaría allí, pero Flores ya estaba desmadrado. Creyó que ustedes le pisaban los talones y que otro mendigo, llamado Anselmo, se disponía de un momento a otro a soplarles cosas que Tomás el Sabio le pudo contar. Volvió a pedirme dinero para que los matones le dieran un nuevo «susto». Esta vez yo no podía argumentar ante mi propia conciencia que no sabía en qué consistía el «susto». Era el momento de tomar una decisión y levantar las cartas del juego, acudir a ustedes y confesar la verdad. Sólo que ya había dos asesinatos en aquella lista enloquecida, ¿cómo admitir algo tan terrible si al fin y al cabo yo no había apretado el gatillo? Sin embargo, no podía dejar a Flores suelto por más tiempo, matando gente, paseándose con aquellos dos quinquis por todas partes y sangrándome económicamente a la menor oportunidad. Si continuaba en este plan, era cuestión de días que nos atraparan. Entonces sí tomé una decisión. Cité a Flores en este despacho de madrugada y le pedí que trajera a sus dos «guardaespaldas». No sospechó nada. Se sentó ahí, justo donde usted está. Le pedí que me dejara ver la pistola. Me la dio, ajeno a cualquier sospecha. Entonces, sin mediar ni una sola palabra, disparé contra él. Si le digo que no lo tenía planeado, no me creerá. Entraron atropelladamente los sicarios que esperaban fuera y les ordené que sacaran el muerto de aquí y lo abandonaran en un descampado. A partir de ese momento, las órdenes las dictaba yo. No tuvieron el más mínimo inconveniente, les daba exactamente igual, su jefe era quien pagara. Les di dinero y las llaves de mi apartamento. Cuando las cosas estuvieran tranquilas, los haría salir y les daría más dinero para que pudieran escapar del país.

»Por desgracia, los cazaron arrastrando al muerto en plena calle, ¡qué barbaridad! Aun cuando uno cree que en Barcelona reina la calma absoluta, siempre hay testigos dispuestos a complicar la vida a los demás. De cualquier modo, si hubiera citado a Arcadio en cualquier otro sitio, lo hubiera hecho escamarse. A partir de ese instante ya era cuestión de suerte, y de confiar en que la policía española fuera tan torpe como cualquier cuerpo de policía del mundo. Pero no es así, ustedes tardaron, pero lo hicieron bien. Se me ocurrió entonces implicar a mi hijo, él parecía ser el objetivo principal de su investigación. ¿Le horroriza este detalle más que cualquier otro de los que acabo de contarle, inspectora?

—A mí no me horroriza nada, señor Ayguals. Me limito a cumplir con mi trabajo.

—Me alegro. No es bueno juzgar cuando no se conocen todos los motivos de una persona. ¿Sabe cuál fue mi motivo? ¡La empresa, inspectora, la empresa! No estoy dispuesto en ningún caso a dejarla en manos de mi hijo. Eso significaría su lenta decadencia, la bancarrota, el descrédito, algo que no puedo consentir. Yo no he fracasado. Prefiero regalarla a los pobres y que todo el mundo lo sepa. Como de hecho me dispongo a hacer. He variado mi testamento. A mi hijo no puedo desheredarlo, por ley le corresponde una tercera parte de mi capital. Y eso es lo que recibirá cuando yo muera. He dispuesto que la empresa se ponga en venta y que los beneficios se dediquen a obras benéficas. ¡Bueno, de ese modo por fin ejerceré la caridad! Espero que gracias a ello Dios me perdone los pecados cometidos.

—Para implicar a su hijo recogió varios de sus pelos de la ducha y los trasladó a este despacho. ¿Es así? Usted sabía que él se ratificaría en afirmar que nunca había pisado este despacho porque era la verdad.

—Correcto, inspectora. Ese maldito jabón la ha puesto sobre mi pista. Y la verdad es que casi me alegro, sinceramente. Estoy cansado, estoy abrumado por la magnitud de los hechos. No me veía con ánimos de soportar el proceso de detención de mi hijo, los interrogatorios… y luego continuar, y continuar, ¿hacia dónde, inspectora, hacia dónde? Todo ha perdido sentido ya. Estoy arrepentido, escandalizado por mi propia capacidad para hacer daño.

Bajó la vista y se quedó con la cabeza caída. Toda la animación que había presidido su relato desapareció. De repente, vi ante mí a un viejo abrumado, solo, sobrepasado por la vida y sin un lugar donde refugiarse. Haciendo un esfuerzo, me miró con ojos turbios.

—Sólo falta una prueba que complete mi confesión: el arma del crimen. La llaman así, ¿verdad?

Abrió un cajón y sacó la pistola, me la mostró. Instintivamente eché mano a la mía.

—Déjela sobre la mesa, señor Ayguals, con mucha suavidad.

—No tema, inspectora, no voy a dispararle. Ya es suficiente con lo que ha pasado, suficiente. Ahora todo se acabó. Es bonita, ¿verdad?, una arma de la guerra civil, cuando se mataba por ideales y no por dinero. Pero todo eso también quedó atrás, acabó.

Dirigió el cañón hacia su boca y, sin que yo pudiera hacer ni un solo movimiento para impedirlo, disparó. Entonces fue como un hermoso fuego artificial que estallara en el cielo: rojo, brillante, intenso. Su sangre y su cerebro salpicaron por completo las paredes, los muebles, mi propia cara. Me quedé absorta mirando el espectáculo, sin pensar, sin reaccionar. Notaba su sangre caliente que me bajaba por las mejillas. Un olor indefinible se extendió. Entraron las dos secretarias. Una de ellas se puso a aullar como un animal herido. No paraba, enlazaba un lamento con el siguiente hasta que su grito parecía la sirena de una alarma, un extraño ritual más propio de alimañas que de una mujer. La de más edad se acercó al cadáver de Ayguals y rodeó el guiñapo sanguinolento que había sido su cabeza con las manos. Empezó a susurrar:

—Don Adolfo, por Dios, don Adolfo, ¿qué ha hecho?, ¿por qué?

En ese momento entró Garzón con dos guardias. Se dirigió directamente hacia mí. Con su cuerpo robusto me impidió la visión del cadáver. Me tomó de los brazos:

—Vámonos, inspectora, salgamos de aquí.

—Atienda a esas mujeres.

—Sólo están histéricas, otros lo harán.

Me llevó hasta el lavabo. Abrió el grifo. Hizo que me inclinara y me lavó la cara. El agua fresca me devolvió la respiración.

—¿Está bien, inspectora, se encuentra bien?

De repente, algo se desmoronó en mí y empecé a llorar. Garzón me abrazó. Su cuerpo, que era torpe y rechoncho, emanaba, sin embargo, un consuelo caliente, una gran seguridad.

—Llore todo lo que quiera, Petra.

—¡Sí, pues vaya plan! —solté con enfado.

—¿Vaya plan, qué?

—Llorar.

—Pues, entonces, llore y proteste a la vez. Seguro que usted sabe hacerlo.

Bendije a Fermín Garzón.