CAPÍTULO DUODÉCIMO

Sangüesa quería vernos con urgencia. Nos crecieron alas en la espalda. Garzón, con las suyas, parecía un Cupido voluminoso entrado en la edad de la razón.

—¡Joder, jefa, por la manera en que ha hablado el inspector, debe de haber encontrado algo sustancioso en Hacienda!

—Sabe que detesto que me llame jefa.

—¿Por qué?

—Es una horterada.

—Estamos a punto de resolver un caso con tres muertos y sólo se le ocurre decir eso.

—Nunca hay que perder las formas. Yo no lo hago jamás —mentí—. Y eso de que estamos a punto de resolver el caso lo dirá usted. Como nos metamos en un berenjenal de números y sean los números los que tienen que cantar…

—Números cantan, dice el refrán. Confíe en el inspector Sangüesa, es el mejor.

Torcí levemente el gesto. Temo los delitos económicos, donde puede que los números canten, pero es extremadamente difícil ponerles un definitivo punto final por medio de pruebas.

El informe de Sangüesa era tan contundente como fácil de entender: Arcadio Flores presentaba su declaración de la renta basándose en su salario como director técnico de la fundación Igualdad y Paz. Unas trescientas mil pesetas al mes. Todo absolutamente legal. No se podía encontrar en sus impresos ninguna referencia a las cantidades detalladas en los libros de contabilidad que encontramos en su casa. La F de las carpetas, obviamente, correspondía a la palabra «fundación».

—¡Hay que joderse! —exclamó el subinspector—. ¿Y qué coño es la fundación Igualdad y Paz?

Sangüesa nos pasó un papel.

—Aquí tenéis la dirección de la sede social y el NIF, de lo demás ya os encargaréis vosotros. Pero quiero deciros que el hecho de que ese sujeto trabajara para una fundación es muy prometedor.

—¿A qué te refieres?

—Las fundaciones son opacas fiscalmente y presentan un montón de ventajas económicas: libres de impuestos, presunción de buena fe, no hay socios, sedes a veces sólo nominales, responsables incontrolados, protegidas por el Estado, que no ejerce prácticamente control sobre ellas… En fin, que un desaprensivo podría utilizar perfectamente una fundación como tapadera para ocultar movimientos contables, impagados a la Seguridad Social o negocios ilegales.

—Increíble.

—Pues créetelo, Petra, porque es la verdad. Sólo tienen que presentar listas de inversiones en asuntos culturales o sociales, según sea la fundación, y nadie suele meter las narices ahí. Estamos seguros de que en muchas fundaciones hay abundante tela ilegal que cortar, pero como no nos ampara la ley, poco podemos hacer.

—¿Crees que esta fundación se dedica al timo?

—Las cuentas del tal Arcadio Flores podrían tener carácter personal. Es decir, el tío aprovechaba su puesto de director técnico y se montó un chiringuito por su lado.

—Ésa ha sido nuestra hipótesis de trabajo, pero ¿quién contrata como director técnico a un tío con antecedentes como timador?

—Hay tres posibilidades. Una, que el contratador no supiera nada de ese pasado. Otra, que el contratador, ya que se trata casi con toda seguridad de una fundación de caridad, quisiera darle una oportunidad al contratado para su rehabilitación.

—Y la tercera, que el contratador tuviera algo que ocultar, para lo cual le venía de perlas alguien con un pasado poco claro que nunca iría a denunciarlo a la policía.

—Tú lo has dicho, querida colega. Sólo me queda desearos suerte. Si es un asunto de fundaciones con trastienda ilegal, os va a costar demostrar nada.

—Gracias, Sangüesa, eres el absoluto number one.

—Olvídalo, Petra. Como diría un gilipollas: cumplo con mi deber.

Nos dejó solos y sumidos en unos momentos de confusión.

—¿Qué le parece, inspectora?

—Tiene sentido. La fundación contrata a Arcadio Flores y éste monta una red de timos de caridad.

—Y de paso se embolsa algunos donativos de la propia fundación que debería haber dedicado a los pobres.

—Cierto, pero como no es un hombre de luces excesivas, necesita alguien a su vez que le lleve el garito y las cuentas.

—Y ese alguien es nuestro primer muerto, el célebre Tomás el Sabio. Un hombre inteligente y racional que sabe un rato de economía.

—Cuyo único defecto es su locura y marginación. Más tarde, algo le lleva a rebelarse contra Arcadio y jura que piensa destapar todo el pastel.

—Eso le cuesta la vida. Luego, el pobre señor Anselmo paga también con su vida porque lo ven hablando con nosotros y temen que sepa algo. Todo cuadra.

—Todo cuadraría si Arcadio Flores estuviera vivo, pero le recuerdo que no es así. Hay alguien más en todo esto.

—Se impone averiguar unas cuantas cosas sobre esa fundación.

Garzón leyó por primera vez el papel que Sangüesa nos había dado.

—Mire, inspectora, la sede social se encuentra en la calle Balmes, puede ser casualidad, pero si no me equivoco, el número está cerca del cruce con Sanjuanistas, donde pillaron a los dos tipos arrastrando el fiambre de Flores.

—Yo hace tiempo que dejé de creer en la casualidad, ¿y usted?

La fundación Igualdad y Paz figuraba a nombre de Adolfo Ayguals Escudero, un próspero empresario textil de la ciudad. A título personal, había creado la tal fundación para ejercer una labor filantrópica cuya acción recayera en gente pobre y marginada. La nómina de trabajadores era sólo de tres personas: dos secretarias y Arcadio Flores.

Tardamos exactamente dos minutos en plantarnos en el despacho de la fundación, pero una de las secretarias nos informó de que el señor Ayguals no iba demasiado por allí. Nos facilitó la dirección de su empresa Textiles Ayguals, S. A., cuyas instalaciones se encontraban en una zona de oficinas de la avenida Diagonal. Ya que estábamos in situ, les hicimos unas preguntas de las cuales la primera fue: ¿No habían echado de menos al señor Arcadio Flores? La secretaria más joven, que contaba los cincuenta, una mujer con pinta de despiste y vestido pasado de moda, contestó:

—Desde luego que sí. Hace días que no aparece. Se lo dijimos a don Adolfo y nos pidió que llamáramos a su casa, pero allí no estaba. Hasta un día fuimos a visitarlo. Tampoco abrió la puerta. Como no tiene familia… pensamos que se había ido de viaje y se le había olvidado avisar. Don Adolfo nos dijo que si al cabo de cuatro días no lo habíamos localizado, que llamáramos a la policía, pero lo dijo por decir, en realidad no pensamos que le hubiera sucedido nada.

—¿Qué horario de oficina tenía?

—¿Tenía?

—Arcadio Flores ha aparecido muerto, señorita. Nosotros somos policías.

Arrastró su butaca hacia atrás y se llevó las manos a la garganta. Inmediatamente empezó a temblar. La otra secretaria, que debía de estar a punto para la jubilación, fue inmediatamente a socorrerla.

—¡Virtudes, hija, por Dios!

La abanicó furiosamente con una carpetilla de papel. Garzón, siempre al quite, llenó con agua un vaso que estaba sobre la mesa.

—Es que es muy sensible, la pobre, y como nos han soltado semejante noticia a bocajarro… hubiera sido necesaria una pequeña preparación.

Miré a Garzón.

—Hágase cargo de ella un momento, subinspector.

Tomé a la secretaria que había quedado en buen estado y la llevé del brazo hasta un rincón de la oficina.

—No se preocupe por su compañera, está en muy buenas manos, el subinspector es diplomado en primeros auxilios. Conteste usted a mis preguntas, por favor.

—Yo también me encuentro bastante alterada.

—Lo superará. ¿Puede decirme cuáles eran los horarios de oficina de Arcadio Flores?

—El señor Arcadio no tenía un horario propiamente dicho. A veces venía y a veces no. Hacía mucho trabajo de calle. Por eso no nos alarmamos demasiado al faltar unos días.

—¿Qué entiende usted por trabajo de calle?

—¡El trabajo propio de la fundación, naturalmente! Visitaba a la gente necesitada, iba a las instituciones de caridad, repartía el dinero y diseñaba las campañas.

—¿Cómo se llama usted?

—Manuela Manzano.

—Muy bien, Manuela, me gustaría que se diera cuenta de que un interrogatorio policial no es una simple conversación. No me diga lo que es correcto decir por respeto a sus jefes o a la fundación. Debe decir la verdad.

—¡Estoy diciéndole la verdad!

—De acuerdo, ¿cree que el señor Flores podría haber estado incumpliendo sus obligaciones, o le parecía su comportamiento sospechoso, digamos… fuera de lo común?

Se quedó pensando un momento. Sin duda alguna estaba pasándolo mal.

—Verá… yo no soy quién para juzgar a mis semejantes, y el señor Arcadio siempre cumplía y era muy amable con nosotras, claro que…

—¿Qué?

—A veces tenía sus rarezas y algunos amigos que…

—Hábleme de esos amigos.

—No, yo no sé nada, pero un día vinieron a buscarlo dos hombres jóvenes, rubios y con pinta… no sé, poco recomendable, que hablaban muy poco español. Dijeron que querían verlo, y en cuanto el señor Arcadio los tuvo delante se puso rojo como un tomate y bastante enfadado. Los llevó fuera de la oficina y desde aquí pudimos oír que les prohibía volver a aparecer por siempre jamás. Fue raro.

—¿Cuánto hace de eso?

—Quizá un par de meses. Y no volvieron nunca.

—¿Le contó usted eso al señor Ayguals?

—¿A don Adolfo?, ¡ni hablar, no iba a molestarlo con esas tonterías!

—¿Viene a menudo el señor Ayguals por esta oficina?

—No, nunca, tiene mucho trabajo en su empresa.

—¿No se reunían él y Arcadio Flores?

—Aquí, no, desde luego. Supongo que lo harían en el despacho de la fábrica, pero no lo sé.

—¿Qué me dice de Adolfo Ayguals?

Se tensó visiblemente y adoptó una postura digna y orgullosa.

—Don Adolfo es un santo, un santo de altar. Un hombre con su fortuna y su trabajo no suele preocuparse por los demás, y él ha montado esta fundación en la que hacemos una gran labor. Sólo tiene que ver cómo se portó con Virtudes y conmigo. Virtudes es soltera y yo soy viuda. Ya tenemos una cierta edad, y hemos trabajado toda la vida en Textiles Ayguals. Pues en vez de prejubilarnos en alguna de las reestructuraciones de personal, nos pasó a trabajar en la fundación. Pocos hombres serían capaces de una cosa así.

—Me hago cargo. Tenemos una orden de registro del local y también un permiso del juez para llevarnos una copia de la contabilidad. No se alarme, es simple rutina.

—¿Sabe algo de esto don Adolfo?

—Ahora mismo nos dirigiremos a su despacho para hablar con él, usted no se preocupe.

—Es que si no lo autoriza don Adolfo…

—Incluso don Adolfo está por debajo de la ley, señora.

Le hice una seña de marcha a Garzón, que seguía procurándole atenciones a aquella mujer sensible. Le faltó tiempo para reprocharme los conocimientos que le había atribuido.

—¿Conque primeros auxilios, eh? No era necesario decir eso.

—Seguro que lo ha hecho usted muy bien.

—Sí, le he propinado doscientos golpecitos en la espalda y a cada uno de ellos le correspondía un: «Tranquilícese.»

—No creo que se pudiera hacer mucho más.

—¿De dónde habrá sacado estas secretarias? Parecen de una campaña de empleo para la tercera edad.

—Deben de ser ideales para el ejercicio de la caridad, además, son perros muy fieles. Yo diría que están escogidas con el mayor esmero.

—¿Está pensando que el tal Ayguals…?

—Veámosle la cara. A lo mejor lleva la inocencia pintada en el rostro.

—¿Cree que algún empresario se pone esa pintura?

—No sé, pero hay que ir despacio, paso a paso. Podemos estar hablando de delitos económicos, pero lo que nos compete a usted y a mí son dos asesinatos, quizá tres.

—Eso es mucha tela para cualquier empresario.

—Es demasiada incluso para un obrero sin cualificar, subinspector.

Hicimos una inspección ocular y, aunque ya habían pasado varios días, pedimos a un equipo de huellas y rastreo que hiciera una sesión a fondo en todas las habitaciones de la fundación. Las secretarias tuvieron que transigir ante estas exigencias.

Las oficinas de Textiles Ayguals ocupaban toda la planta de un gran edificio en la Diagonal. Eran modernas y funcionales, sin nada que las distinguiera de los miles de oficinas modernas y funcionales que hay en Barcelona. Una recepcionista se encargó de asombrarse en silencio cuando nos presentamos como policías y le preguntamos por el señor Ayguals.

—¿El padre o el hijo? —respondió, sumiéndonos en el desconcierto.

—El padre, supongo. Quien sea que dirija la fundación Igualdad y Paz.

—Entonces, don Adolfo. Esperen allí, en seguida le aviso.

Nos envió a un rinconcito provisto de asientos y la vimos dar un discreto recado por el teléfono interior. Al acabar, se levantó y vino hacia nosotros.

—Estaba reunido, pero dice que los recibirá dentro de unos momentos. Pasen por aquí.

Nos acompañó hasta un despacho que poco tenía que ver con el resto de las instalaciones. Era una estancia pomposa e imponente, con muebles isabelinos y sillones de piel. Las paredes estaban cubiertas de cuadros antiguos: paisajes, marinas, algún retrato… Garzón se sentó a esperar, pero yo empecé a pasar revista a las paredes, a curiosear todos los muebles. En una mesita lateral, junto a revistas financieras, había un manojo de tarjetas. Las cogí y fui mirándolas con rapidez. Una de ellas era de Anticart, recordé esa misma galería de brocanter entre los papeles que habíamos encontrado en casa de Flores. Unos pasos me hicieron depositarlas en su sitio con cierta precipitación. Adolfo Ayguals apareció en la puerta, sonriente.

—¿Qué tal, señores? Discúlpenme si los he hecho esperar.

Era un hombre de unos setenta años, pinta distinguida y sonrisa cordial. Parecía cansado. Tomó asiento y me miró con curiosidad.

—Estaba admirando sus cuadros.

—Tengo una cierta afición por las antigüedades, ¿usted también?

—Me gustan, pero es una afición que no puedo permitirme.

—A veces es cuestión de buscar. No siempre las buenas piezas son caras.

—Quizá. Pero no queremos robarle su tiempo, en realidad, estamos aquí con una misión bastante desagradable. ¿Conoce usted a Arcadio Flores?

—Desde luego, trabaja en mi fundación. ¿Le ha ocurrido algo?

—Me temo que sí. Ha aparecido muerto.

—¿Cómo?

—Asesinado de un tiro.

Se cubrió la cara con ambas manos. Era una acción pésima para nosotros, que no podíamos escudriñar qué tipo de reacciones tenía. Guardamos un respetuoso silencio. Al cabo de un instante se desveló el rostro. El aspecto cansado era aún más evidente.

—No me lo puedo creer. ¿Saben quién ha sido?

—Estamos tras algunas pistas.

—Por causa de su trabajo, frecuentaba ambientes de cierta marginalidad.

—Lo sabemos. ¿Podemos hacerle algunas preguntas?

—Sí, por supuesto. Díganme.

—¿Dónde conoció a Arcadio Flores?

—Déjenme pensar… me parece que fue de modo totalmente casual, en un bar, en un restaurante… ¡en una feria de antigüedades!, eso es, no recuerdo exactamente cuál. Él es… era aficionado también.

—¿Sabía usted que Flores tenía antecedentes?

—Sí, lo sabía, sabía que había tenido algunos problemas con la ley años atrás, problemas de pequeña envergadura.

—¿Y aun así le contrató?

—Digamos que le contraté justamente por eso. Bien, no es exacto decirlo así… nos conocimos, creo que nos interesábamos los dos por el mismo objeto antiguo, y empezamos a hablar. Congeniamos. Flores era un hombre muy simpático. Yo le conté sobre los primeros pasos que daba la fundación. Le encantó conocer mi proyecto, dijo que le parecía algo que merecía la pena. Entonces se me ocurrió que, estando aún el puesto de director libre, podíamos volver a vernos en otra ocasión y hablar de nuevo.

—¿Sabe a qué se dedicaba él en esos momentos?

—Sí, me comentó que estaba como trabajador free lance buscando piezas de anticuario para proveer a diversas tiendas. Pero, claro, lo que yo le ofrecía era más seguro, aparte de estar más en consonancia con su sensibilidad social.

—Apuesto a que tenía mucha sensibilidad social —soltó Garzón, pero Ayguals tomó completamente en serio la ironía.

—No le quepa ninguna duda. Me contó que fue un niño proveniente de una familia muy humilde, y que eso lo marcó para siempre. Luego, cuando empezamos a hablar con más seriedad de la posibilidad de aceptar el empleo que yo le ofrecía, se sinceró confesando que había tenido algún contratiempo con la justicia.

—¿Y usted?

—Yo decidí que lo primero en una fundación que se dedica al beneficio social es no perder de vista la filosofía que impregna el proyecto. Es decir, lo apoyé y confié en él.

—¿Nunca tuvieron problemas?

—No, jamás. Llevábamos trabajando juntos casi dos años y todo fue siempre rodado.

—¿Usted controlaba las cuentas?

Se quedó un instante pensando.

—¿Las cuentas? Pues él las presentaba con toda puntualidad y…, en fin, nunca tuve ninguna queja.

—¿Pero las revisaba?

—Bueno, puede parecerles una frivolidad, pero yo no las revisaba a fondo, tengo tantas cosas que hacer… Pero siempre cuadraban, estaban bien.

—¿Se aseguraba usted de que la obra social se llevase a cabo hasta el final?

—Inspectora, por favor, yo confío en la gente que trabaja para mí. Todo funcionaba correctamente. Por lo que traslucen sus preguntas, ¿debo entender que existe alguna sospecha sobre Flores?

—Todo indica que formó una red de timos cuidadosamente escudado tras el paraguas legal de la fundación.

—¡Eso no es posible!

—Estamos seguros. Aparte de lo que él pudiera haber montado por su cuenta, creemos que también se embolsaba el dinero que su empresa le daba para invertir en la fundación.

—¿En todo este tiempo no hizo ninguna obra social?

—Algo haría, aunque poco, estamos comprobándolo.

—¡Dios!, ¿es posible? ¡Parecía un hombre cabal!

—Hay gente así, señor Ayguals, pero eso es algo que usted sin duda debe de saber, después de tantos años trabajando como empresario.

—Sí, supongo que mi edad debería haberme hecho perder toda fe en el ser humano, pero por desgracia no es así, y ahora me resulta imposible cambiar, por muchas decepciones que me lleve.

—Tanto mejor para usted. ¿Dónde celebraban las reuniones con Flores?

—Nos reuníamos muy poco, más bien hablábamos por teléfono.

—¿Dónde estaba usted el jueves día 25 a las doce de la noche?

—¿A las doce? En mi casa, naturalmente. Por causa de mi edad, procuro salir lo menos posible. De hecho, sólo voy los viernes al Liceu o al Palau de la Música. ¿Por qué?

—Simple formalidad. Pensamos que a Flores podrían haberlo matado en el despacho de la fundación, y es necesario descartar a todos los que iban a menudo por el local.

—¿De verdad pueden llegar a pensar que yo lo he matado?

—En absoluto. Señor Ayguals, ¿qué puesto tiene su hijo en la empresa?

—¿Mi hijo? Pues de momento está como supervisor general, haciéndose una idea básica del negocio para cuando tenga que sucederme.

—¿Qué edad tiene su hijo?

—Cuarenta años. Sí, ya sé lo que deben de pensar, pero somos muchos los hombres de negocios que no sabemos jubilarnos a tiempo. De cualquier modo, no creo que yo vaya a seguir al frente mucho más. Tendré que resignarme y dejar camino libre a los más jóvenes.

—¿Vive su hijo con usted?

—Sí, yo soy viudo y él está divorciado. Pensamos que sería una buena solución para los dos volver a compartir la casa familiar.

—Comprendo. En ese caso, no le importará que él nos corrobore que estaban juntos en casa el día de autos, suponiendo que él no hubiera salido.

—No lo recuerdo, la verdad.

—¿Puede decirle que venga un momento?

—¿Ahora? No tengo ni idea de dónde puede estar, quizá en alguna reunión. Si quieren pueden volver en otro momento.

—Serán cinco minutos.

—Muy bien, aunque les advierto que él de la fundación no sabe nada. Ni siquiera conocía a Arcadio Flores.

—¿Nunca habían coincidido?

—No creo. Esperen.

Llamó a una secretaria por teléfono. Le pidió que llamara a Juan Ayguals.

—Mientras esperamos, les propongo fumar un cigarrillo. No he podido dejar el vicio, aunque sé que me perjudica.

—Eso es algo común.

Tanto Garzón como yo aceptamos el cigarrillo.

—¡Sin filtro!, éste aún perjudica más —comentó mi compañero.

—Lo sé. ¿Puedo ofrecerles también un café?

En ese momento entró el hijo. Era un hombretón de casi uno noventa, con menos pelo que su padre y, desde luego con mucho menos encanto.

—¿Me llamabas?

—Estos señores son policías y quieren hacerte algunas preguntas, Juan.

—¿Pasa algo?

—Sólo queríamos saber si estaba usted con su padre en casa a las doce de la noche del jueves 25.

Reaccionó con mal humor, mirando a su padre como si aquello fuera una broma pesada.

—Oigan, pero ¿qué es esto?, ¿el día 25, en casa? ¡Y yo qué sé!

Ayguals padre se inquietó visiblemente; para hablarle adoptó un tono severo:

—Juan, han encontrado…

Lo interrumpí con un gesto de la mano.

—Es importante que nos lo diga, por favor.

Echó mano de una agenda de bolsillo y se puso a rebuscar con el ceño fruncido.

—No entiendo nada. A ver… 25… jueves…, sí, supongo que me quedé en casa. Al día siguiente tomaba el puente aéreo hacia Madrid a primera hora de la mañana. No, no salí.

—¿Y su padre también estaba en casa?

—¡Pues, bueno, sí, no sé! ¿Dónde quiere que estuviera, buscando setas en el monte?

—Juan, por favor.

—¿Alguien va a explicarme qué pasa?

—Su padre se lo explicará, nosotros ya nos vamos. Gracias por todo, señores. ¡Y gracias por el cigarrillo, señor Ayguals! Por cierto, una pequeña petición más, ¿tiene algún inconveniente en que nuestros expertos en economía verifiquen las cuentas que unen su empresa con la fundación? Supongo que usted tendrá aquí un duplicado de los libros de contabilidad de la fundación.

—No existe tal vínculo.

—En ese caso, sólo lo comprobaremos. ¿Tiene usted ese duplicado aquí?

—Lo tengo, desde luego, y no me importa que lo revisen, pero le confesaré que no me gusta que la empresa se vea implicada en nada de este asunto. En realidad, nada tiene que ver con la fundación.

—Descuide, se hará con toda confidencialidad.

—Está bien, como gusten.

Ni habíamos llegado al coche cuando Garzón disparó el primer dardo:

—Aquí hay algo que apesta. ¿Se cree usted esa versión del hombre de confianza al que nunca se piden cuentas y al que conoció por pura casualidad?

—Ni una sola palabra.

—Pues ya somos dos.

—O están ambos en el ajo o el padre encubre al hijo.

—Es evidente que no le hizo ninguna gracia que lo llamáramos.

—Ninguna.

—¿Dará la revisión de las cuentas algún resultado?

—Supongo que lo tienen todo atado y bien atado. De cualquier modo, dígale a Sangüesa que les haga una auditoría a fondo. De las de tres meses, si es necesario.

—¿Y nosotros?

—Nosotros vamos a husmear como dos viejos perros sarnosos.

—¡Vaya comparación!

—Invite a las dos secretarias de la fundación a tomar el té en comisaría.

—Oiga, inspectora, antes de tomar el té con quien sea deberíamos hablar usted y yo más extensamente.

—¿Para qué?

—Para conjeturar cuál de los dos Ayguals se ha cargado a Flores.

—De eso no diré ni una sola palabra.

—¿Por qué?

—Porque no lo sé.

—Está usted muy ocurrente.

—Todo lo que me permite la situación. ¿Qué me dice si le propongo también hacer una visita a un anticuario?

—Le diría que usted sabe algo que no sé yo.

—Es sólo un pálpito, Fermín, pero puede funcionar.

—¡Eso me ha gustado, inspectora! Usted sabe que, para mí, un pálpito suyo vale más que doce horas de investigación de Scotland Yard.

No era la primera vez que visitábamos a un anticuario para nuestro ejercicio profesional, y a Garzón seguía pareciéndole un tipo de tienda en el que no se hubiera dejado ni un céntimo por placer.

—No puedo entender que la gente valore algo por el mero hecho de ser viejo. Si es arte, de acuerdo, pero esas jofainas antiguas, esos percheros que yo he visto tirar a la basura cuando empecé a crecer…

—Imagine que se trata de personas. Usted siempre da prioridad a la experiencia sobre la juventud.

—¡Justamente!, porque las personas servimos para algo, mientras que una jofaina descascarillada no tiene más utilidad que plantificarla en un rincón.

—Pocos piensan como usted, los anticuarios suelen ser muy ricos. Tienen clientes fijos a quienes ofrecen su mercancía. Al final, como en todo, los amantes de las antigüedades forman una especie de pequeño grupo. Bueno, al menos en esta ocasión espero que sea así.

—Por cierto, ¿a qué vamos a esa tienda?

Lo miré con falsa ternura antes de soltarle una pulla monumental, pero entonces sonó mi teléfono móvil. Miré el registro: era Ricard. Lo apagué. Mi compañero, que desplegaba más antenas que el firmamento de una ciudad, no tardó ni un instante en preguntarme:

—¿Qué tal le va con el psiquiatra?

—Aún no necesito psiquiatras, pero no lo descarto.

—Sabe perfectamente a qué me refiero. ¿Se va a casar con él?

—Casarse con un psiquiatra debe de ser como cruzar el Atlántico con un profesor de natación, siempre puede resultar útil.

—De acuerdo, pitorréese si quiere. Pero no me gustaría enterarme por terceros de que se casa.

—No se preocupe, antes de pasarlo a los ecos de sociedad, hablaré con usted.

Anticart era una tienda de antigüedades situada junto al barrio gótico. La regentaba un matrimonio de mediana edad, los Salvat. Cuando supieron que éramos policías, demostraron una energía en atendernos que me pareció excesiva. En ningún momento les dijimos el motivo por el que estábamos allí, pero ellos se apresuraron a enseñarnos las instalaciones y contarnos cómo funcionaba el negocio. Probablemente pensaban que íbamos tras algún robo de objetos antiguos, alguna que otra vez habrían acudido colegas en busca de información. Al decirles que pertenecíamos a la Brigada de Homicidios, su ímpetu inicial disminuyó. Fue como si, en vez de preocuparse por una circunstancia tan poco tranquilizadora, se serenaran.

—¿Conocían ustedes a un hombre llamado Arcadio Flores?

La esposa se adelantó al marido para negar. Él se quedó callado. Comprendí que él era el flanco débil del matrimonio. Lo encaré directamente.

—Ha aparecido muerto, entre sus cosas figuraba una tarjeta de esta tienda.

Respondió la mujer, sin dar tiempo a nadie para una reacción:

—¿Y por eso deduce que lo conocíamos? ¡Inspectora, por Dios! Llevamos veinte años en este negocio, cualquiera puede tener una tarjeta nuestra, cualquiera.

—¿Las distribuyen como publicidad?

—No, pero están en los stands de las ferias a las que acudimos, y aquí mismo las tenemos, se la pudimos dar a alguien que visitó la tienda, pero…

—En ese caso, puedo mostrarles una fotografía y pueden decirme si recuerdan o no a la persona. A no ser que recuerden que no lo recuerdan.

La señora Salvat se estrujó levemente las manos, nerviosa. Saqué la foto de Arcadio, se la mostré. Ambos la miraron con aprensión.

—¿Tú lo recuerdas? —preguntó la anticuaria. El marido negó con la cabeza—. Pues no, ya ve, por aquí pasa mucha gente.

—Sin embargo, creo que este hombre les compró algunas piezas. Llevan un registro, ¿verdad?

—Lo llevamos, pero…

—¿Puedo verlo?

El hombre se acercó a mí, me hizo una indicación con la mano.

—Pase por aquí.

Nos llevó a una enorme trastienda donde había una mesa con un ordenador. Se sentó frente a él, lo encendió. Buscó un programa y entonces el subinspector Garzón le pidió que le dejara sentarse en su lugar:

—¿Me permite? Yo mismo lo haré.

La mujer empezaba a alterarse:

—Oigan, todas estas informaciones son confidenciales.

—Investigamos un asesinato, señora Salvat.

—Eso no les da derecho. Nuestros clientes son gente importante que a lo mejor han decidido invertir y…

—Si lo prefiere, podemos volver con la orden de un juez, y mientras tanto la tienda permanecerá cerrada cautelarmente. No podrán sacar nada de aquí.

El marido tomó la iniciativa por segunda vez:

—Miren lo que tengan que mirar.

Garzón siguió con su labor mientras por la habitación se extendía una tensión sorda que aumentaba por momentos.

—Aquí está —dijo por fin—. Arcadio Flores figura en su lista de clientes. Según esto, hizo tres adquisiciones en dos años: una tabla medieval y varios objetos modernistas.

—Bueno, ¿y qué? —soltó la mujer montando casi en cólera.

—Pues que pensé que no lo conocían.

—Y es verdad, ¿cree que podemos conocer de nombre o de cara a todos nuestros clientes?

—Señora Salvat, no comprendo por qué se pone tan nerviosa.

—Inspectora, entran ustedes aquí preguntando por un hombre que no nos suena de nada y, acto seguido, se ponen a meter la nariz en nuestras informaciones confidenciales, ¿cómo se pondría usted?

—Acabemos con esto, señora, ¿venden ustedes armas de fuego?

Se puso a chillar de forma histérica:

—¿Nosotros?, pero ¿qué se ha creído? Éste es un negocio respetable, ¿piensa que está en un bar de alterne?

—Repetiré la pregunta con más precisión: ¿tienen ustedes algunas armas de la guerra civil que pudieran vender a un coleccionista?

La mujer iba a ponerse a gritar de nuevo, pero su marido la tomó del brazo, la hizo callar:

—Eventualmente puede haber alguna pieza, pero son armas fuera de uso para las que ni siquiera existe munición. De todas maneras, sólo las vendemos a quien puede presentar una licencia de armas.

—¿Está seguro?

—Sí.

—¿Le vendieron una pistola Astra del nueve corto a Arcadio Flores?

—No, en ningún caso.

—¿Conocen a Adolfo Ayguals Escudero?

Se quedaron patidifusos. Yo los miraba tomando buena nota de su reacción.

—Sí, por supuesto que lo conocemos, es uno de nuestros mejores clientes. ¿Pero qué tiene que ver…?

—Nada, no tiene nada que ver; simplemente el hombre por el que preguntamos trabajaba para él. De modo que están seguros de que no vendieron ninguna arma a Arcadio Flores.

—Puede consultar nuestro listado, verá que todo es perfectamente legal.

—Sí, apuesto a que todo es perfectamente legal.

No obtendríamos ni un solo dato más de aquel interrogatorio. Salimos a la calle y miré a mi alrededor. Hacía un día espléndido. Garzón, sonriendo con plena tranquilidad dijo:

—Nunca había visto a nadie mentir tan mal.

—Cierto, forman un perfecto dúo de la mentira. Entérese de si es cierto que tienen permiso para vender armas.

—Eso está hecho. Lo que parece claro es que, con permiso o sin él, le vendieron una pistola Astra a Flores.

—La pistola que acabó matándolo.

—El problema es saber quién la tiene ahora.

—Olemos el final y no tenemos ni una maldita prueba. Odio ese tipo de situaciones.

—¿Sabe qué es lo mejor cuando se vive una de esas situaciones? ¡Largarse a comer! La invito a un menú en La Jarra de Oro.

Los sistemas del subinspector para sobrellevar la dureza, tanto del servicio como de la existencia, siempre acababan frente a un plato lleno. Pero a él parecía funcionarle bien. Lo miraba mientras daba cuenta de una fabada asturiana y me preguntaba cómo era capaz de apañárselas para seguir a flote. En el momento en que se llevaba un trozo de morcilla ahumada a la boca le pregunté:

—¿Es usted feliz, Fermín?

Dejó de masticar y clavó sus ojos amarillentos en mí.

—¿Habla en serio o se prepara para alguna ironía?

—¿No puede relajarse jamás?

—Con usted, no.

—Le ruego que me conteste sinceramente.

Rebañó las alubias con la cuchara y luego picoteó un trocito de pan, pensando intensamente.

—Pues… sí, no está mal. Tengo buena salud, buen apetito, un trabajo variado, amigos, una amante, un apartamento muy agradable… Bien es verdad que podría ser más joven, más guapo, tener más dinero… pero a estas alturas tampoco voy a llorar por lo que me falta. Creo que debo de ser bastante feliz, porque nunca me pregunto ya si soy feliz.

—A las mujeres nos han inculcado la idea de que o tienes un gran amor o te falta algo.

—Sí, y a todos, hombres y mujeres, nos han inculcado que es necesario ser feliz. Cuando mis padres eran jóvenes, eso de la felicidad era una cosa que no se estilaba. Tenían comida, tenían casa, no se les moría ningún hijo… ¡pues cojonudo!, nadie aspiraba a más. Pienso que la felicidad es un invento moderno.

—Un invento para los que no pasan hambre.

—Algo por el estilo. Y usted, ¿pasa hambre usted?

—¡Ni pizca! Yo, excepto a la televisión, me apunto a todos los inventos modernos.

Se ocultó levemente tras la servilleta para reír. Lo miré afectuosamente:

—¿Cree que yo debería vivir con alguien, subinspector?

—¿Con una amiga?

—Si no quiere hablar en serio, podemos dejarlo.

—No se ofenda, Petra, pero es que plantearlo así… Si tiene que cuestionárselo tanto, es que no ve la necesidad. Usted misma me ha dicho muchas veces que el ideal, de no existir un gran amor, es que cada uno continúe viviendo en su casa.

—El tipo con el que salgo quiere que vivamos juntos a toda costa.

—Estará muy enamorado de usted.

—Creo que no, pero le apetece vivir con alguien.

—Ya. Eso es porque a los hombres nos han inculcado que vivir solos es una especie de fracaso.

—Pues vaya mierda, ¿no, Garzón?

—¿El qué?

—Que todos vayamos haciendo lo que nos han inculcado.

—Pues sí, una mierda total. Por eso hay que hacer lo que nos pida el cuerpo, y nada más.

—Me pregunto qué me pide el cuerpo a mí.

—Le pide el segundo plato, el segundo plato y probablemente seguir como está. Además, ¿cómo me dará cobijo cuando mi hijo aparezca por aquí con su novio, si vive con alguien?

—Eso es verdad. Pero es que un día me haré vieja, Garzón.

—Sí, pero se hará igual de vieja estando sola que acompañada.

Lo observé con detenimiento. Podría haber parecido que todo aquello le resultaba indiferente, pero no era verdad. Garzón no quería que yo me liara con nadie, y no sólo por el sentido de propiedad que desarrollan todos los hombres con respecto a su entorno, sino porque deseaba que nada cambiara. Es increíble hasta qué punto nos aferramos al orden que nos rodea. Supongo que no cambiar podría equivaler a no envejecer, o quizá es sólo pereza. En cualquier caso, mi compañero no se dejó impresionar demasiado por mis problemas. Como segundo plato pidió un bistec y se lo atizó sin olvidarse de las patatas.

—No debería comer tanto, Fermín.

—Me da igual estar gordo.

—No lo digo por eso. Es que esta tarde vamos a merendar.

—¿Ah, sí?

—Con las dos secretarias añejas de Igualdad y Paz. Quiero que nos cuenten muchas cosas sobre el hijo de Ayguals.

—Saber cosas seguro que las saben, pero ¿las dirán?

—Para eso cuento con usted. Se le dan muy bien las señoras mayores.

—¡No me joda, inspectora, la que me faltaba!

Quedar en una cafetería con las dos secretarias de Ayguals me parecía un golpe maestro desde el punto de vista estratégico. Hablaríamos, nos relajaríamos, y entre comentarios sobre la santidad del patrón, aparecería la figura de su hijo. Me equivoqué sólo un poco, porque cuando ya estábamos cómodamente instalados, la mayor de ellas dijo que le hubiera encantado conocer una comisaría y que hubiéramos charlado allí.

—El subinspector las llevará un día a visitar la nuestra, ¿verdad, Garzón?

Mi subordinado me disparó con la mirada y luego farfulló con pocas ganas:

—Desde luego, será un placer.

—La suya sí debe de ser una vida llena de aventuras. ¡Habrán visto tantas cosas…! Tanto Virtudes como yo hemos trabajado toda la vida en la misma empresa, de modo que tenemos muy poco mundo.

—Cualquier lugar es bueno para ver cosas. Dicen que una empresa es como un pequeño cosmos completo.

—Es cierto que si vives con intensidad los acontecimientos acumulas muchas experiencias.

—Díganme, ¿la empresa siempre ha ido boyante?

—Bueno, ha tenido sus más y sus menos, pero hemos evolucionado bien.

—¿El futuro heredero no la venderá cuando falte el señor Ayguals?

Se miraron la una a la otra con cierta inquietud. Quizá fueran inexpertas, pero no eran tontas. La más joven me preguntó:

—¿Para eso nos han invitado a merendar, para hablar de Juan Ayguals?

Comprendí que mi bien elaborado plan podía desbaratarse con toda facilidad. Tomé la palabra con una seriedad fuera de contexto:

—Miren, ni el señor Ayguals ni su hijo están implicados en el crimen que investigamos, se lo digo con total franqueza. Sin embargo, algunas de las personas que los rodean podrían saber aspectos interesantes, cosas que nos aclararan la relación de Arcadio Flores con la fundación.

—El señor Ayguals sólo se relaciona con gente decente. ¡Pobrecito, sus amigos del círculo, algunas personas que frecuenta en las subastas de antigüedades y poco más! Desde que su esposa murió…

—¿Y su hijo?

—No sabemos qué relaciones pueda tener su hijo.

—Me lo imagino, pero sí sabrán cómo es.

—No es como el señor Ayguals.

—¿Es peor como persona?

—No lo conocemos como persona, bueno, lo conocemos poco, pero no me parecería correcto hablar mal de él.

La atajé, extremando mi prudencia.

—¡Por supuesto! Hablemos sólo del tema profesional.

Las miradas que se cruzaron indicaban que tampoco ese tema estaba exento de escollos.

—Bueno, el señor Juan se hizo cargo de la empresa hace tres años y… se ve que las cosas no funcionaron como deberían. Hubo un importante bajón y don Adolfo tuvo que volver a ponerse al frente.

Ahora la mirada significativa fue intercambiada por Garzón y por mí.

—No es fácil llevar una empresa —apuntó Fermín.

—¡Pueden estar seguros de que no!

—El pobre señor Ayguals no pudo jubilarse.

La mayor no fue indiferente a este comentario.

—El pobre no ha tenido suerte con este hijo. —Se volvió hacia su compañera y puso cara de firmeza, había tomado la decisión de hablar cayera quien cayera. Bendije mentalmente iniciativa tan oportuna.

—Juan Ayguals no es mala persona, pero ha estado demasiado mimado. Al ser hijo único… El caso es que siempre ha tenido todos los caprichos, mucho más a raíz de la muerte de su madre. Se casó con una chica guapísima, de la mejor familia, y ¿para qué?, al cabo de tres años ya estaban separados. Ni siquiera le dieron nietos a don Adolfo. Y, naturalmente, para la empresa tampoco sirvió. Dirigir una empresa exige muchos sacrificios. ¡Eso es lo que no sabe la gente joven!

Su compañera la miraba no teniéndolas todas consigo. Pero de repente, como sintiéndose partícipe de aquella pequeña rebelión verbal, de aquel arrebato de sinceridad después de haber aguantado tanto, añadió:

—Margarita tampoco le ayudó en nada, era una niña pija.

—¿Quién es Margarita? —le faltó tiempo para preguntar a Garzón.

—Su ex esposa. Seguro que se casó por amor, porque era diez años más joven que él, pero luego sólo pensaba en salir a divertirse, en comprarse ropa, en disfrutar de la vida sin más.

—¡La chica no se esperaba la que le caía encima, con un hombre indolente, bebedor…! Yo a ella no la culpo, de verdad.

Sin duda, aquélla era una conversación que habían mantenido entre ambas muchas veces desde tiempo atrás. Actuaban como si supieran exactamente lo que la otra iba a decir.

—¡Pues debería haberlo sabido antes de casarse, y no dejarse deslumbrar!

La vehemencia con que hablaba aquella cincuentona me hizo pensar que quizá alguna vez había concebido esperanzas en cuanto al heredero de los Ayguals.

—Sería interesante que habláramos con ella. ¿Ustedes tienen su dirección?

—¡Por supuesto que la tenemos, y el teléfono también! Se quedó con el piso buenísimo que la pareja tenía en la parte alta de la ciudad. Algo ha sacado en claro, por lo menos.

—Eso y la pensión que le pasa el señor Ayguals todos los meses.

—¡Y que le seguirá pasando si no se casa, que no se casará! Yo tampoco lo haría, ¿para qué aguantar a un hombre si tienes de todo y puedes vivir como una mariscala?

Lo de la mariscala fue la prueba definitiva de que aquella mujer le guardaba algún tipo de rencor. Bien, no hay nada como conocer profundamente los entresijos de la vida de alguien para encontrar razones que te impulsen a hablar sobre él. Garzón se mostraba encantado cuando salimos de la cafetería y yo también. Llevábamos en el bolsillo los datos de Margarita Llopart, y quizá ella también encontraría motivos para hablar sobre su ex marido. Sin embargo, el subinspector mantenía sus dudas sobre nuestra línea de investigación.

—Todo esto está muy bien, pero ¿de qué nos sirven en el fondo las indiscreciones de estas dos gildas y todas las que la ex mujer pueda cometer?

—¡Hombre, Fermín, ahora tenemos el móvil del crimen!

—Déjeme pensar: el hijo de Ayguals entra en la empresa como un elefante en una cacharrería, y poco tiempo después las cuentas tienen más rojo que un ejército soviético.

—Va bien.

—Entonces, para enjugar el pufo, se le ocurre lo de la fundación: no hay impuestos, puede acometer negocios sucios sin control, deja de pagar cuotas a la Seguridad Social…

—Hasta que su padre se da cuenta de por dónde van las cosas y para en seco el proceso.

—Pero el padre no ha cerrado la fundación.

—No podía hacerlo sin levantar sospechas.

—Entonces usted cree que el viejo Ayguals es inocente.

—No, indiscutiblemente él sabe lo que pasó, pero caben dos posibilidades: que no esté al tanto de toda la historia mafiosa de Arcadio Flores y sus negocios paralelos o que, por el contrario, lo sepa muy bien. En el primer caso, sólo es cómplice en un delito económico, en el segundo, lo es de un asesinato.

—Pues entonces es culpable de cualquier manera.

—No es lo mismo cometer un asesinato que encubrir a un hijo.

—¡Joder, inspectora, hay que joderse con los hijos! No traen más que complicaciones.

—No lo dirá por usted.

—Lo decía en general.

—Sólo hablan en general los filósofos.

—Los filósofos y yo. ¿Vamos entonces a por la mariscala?

—Mañana, Garzón, mañana. Hoy es muy tarde ya. Además, tengo cosas importantes que hacer. En mi vida privada, quiero decir.

—No hacía falta la precisión, cualquier cosa que tenga importancia profesional no la concibe usted sin mí.

—Ha hablado con santa verdad. Y como considero de suma importancia lo que Coronas pueda estar pensando sobre nuestra actuación, creo que será conveniente que vaya usted a redactar el informe de hoy antes de largarse a su casa.

—Me está bien empleado por hablar. Ahora me toca lidiar con el toro más fiero.

—Le aseguro que, si pudiera, cambiaría mi toro por el suyo.

Se quedó mirándome con unas ganas locas de preguntar, pero era un torero experimentado en faenas comprometidas, de modo que se contuvo y se despidió con cortesía.

Decidí llamar a Ricard desde casa. Antes de hacerlo, me miré en el espejo y me interrogué: ¿era de verdad aquello lo que quería hacer? Sí, sin ninguna duda, concluí. Y, de paso, me di cuenta de que estaba hecha una facha, con los pelos desordenados y sin ni rastro de maquillaje. En ninguna circunstancia podía permitirme acudir así a una cita importante.

—¿Ricard?

—¡Por fin! Oye, ¿hasta cuándo voy a tener que sentirme como si me hubiera tocado la lotería cada vez que contestas a uno de mis mensajes?

—Creo que deberíamos hablar. Te invito a cenar en el restaurante que prefieras.

—¿No sería mejor que cenáramos en tu casa? Yo llevo la comida.

—Prefiero un terreno neutral.

Le había dado suficientes indicios como para que empezara a entrever sobre qué iba a versar nuestra conversación. Era mejor así, no quería tratarlo como a un sospechoso al que hay que sorprender.

Me duché, me puse mi mejor vestido y me pinté bien los ojos rodeándolos de kohl. ¡Cuántas veces haría aún aquello antes de renunciar por completo a la coquetería!, me pregunté. Siempre, lo haría siempre, justo hasta el día de mi muerte. Era una importante herencia cultural que no tenía intención de abandonar. Como leer el periódico, como beber un buen vino, como saludar a un amigo. Un hábito que te mantiene dentro del sistema que conoces haciendo que te sientas más o menos segura. No se cuestiona una la función de esos hábitos; se llevan a cabo sin más renuencia. No estaba arreglándome para Ricard. ¿O sí?

Ricard estaba guapo aquella noche. Presentaba su perfil divertido de psiquiatra despistado y un poco burlón. Yo tenía curiosidad por ver qué actitud adoptaba ante lo que podía ser una despedida definitiva. ¿Disimularía como si no sospechara nada?, ¿se mostraría seductor, despechado, violento? No, violento, no; era incapaz. Un psiquiatra se domina a sí mismo. La verdad era que me entristecía perderlo de vista, pero estar en su presencia no me hizo cambiar de parecer. No había futuro para nosotros, y él no querría que siguiéramos viéndonos como amantes a tiempo parcial.

Pedimos la cena, trajeron el vino y entonces abrió los brazos de par en par, sonriendo con cara de chico travieso.

—En fin, pues usted dirá.

—¿Es eso lo que les dices a los pacientes en la primera visita?

—Más o menos.

—¿Y ya tienes idea de por dónde van a salir?

—Nunca anticipo los hechos. Espero hasta que los pacientes se han explicado a conciencia.

—Estupendo. Vamos a ver, ¿por dónde puedo empezar?

—Te recuerdo que tú no eres mi paciente. Me sufres, pero yo soy más tu enfermedad que tu médico.

Me eché a reír:

—Vaya, me lo pones muy fácil.

—No creas, puedo ser la enfermedad, pero no soy incurable.

—Ricard, yo…

Llegó el camarero y nos sirvió el primer plato. Ricard no me quitaba los ojos de encima, no paraba de sonreír.

—Yo…

—Tú has pensado que es mejor que no vivamos juntos.

—No exactamente. He pensado que será mejor que no volvamos a vernos más.

Se quedó estupefacto ante mi andanada. Yo también, no había premeditado un ataque tan radical, pero me daba cuenta de que no valían apaños intermedios en aquella ocasión. Sirvió vino en silencio, sin ninguna reacción apreciable en el rostro. Empezó a comer. Levantó la mirada hacia mí:

—Come, se te va enfriar.

—Ricard, tú has decidido que tu vida tiene que dar un giro, y yo…

—Sí, tú pasabas por delante, ¿no es eso?, de modo que te escogí.

—No hay amor entre nosotros dos, no hay pasión.

—Deberíamos revisar el concepto amor.

—Nos falta tiempo para eso, mejor revisemos el concepto pasión.

—El concepto pasión no se puede revisar, se siente o no se siente.

—Tú lo has dicho. Ya sé que soy narcisista, que estás convencido de que me impulsa a obrar mi propia inmadurez, pero, debes creerme, no funcionaría.

—Y no quieres arriesgarte a que funcione.

—No quiero arriesgarme a que no funcione. Llevo ya dos matrimonios a las espaldas, una tercera convivencia fallida sería…

—Sería, ¿qué?, ¿quién dice dónde está el límite de lo tolerable? ¿Qué puedes perder?

—Mi tranquilidad.

—Ahora sí que me has jodido, Petra. Desde que te conozco, te he visto todo el tiempo corriendo de un lado a otro en un estado de enloquecimiento total. ¿A eso lo llamas tu tranquilidad?

—¡Me has conocido en medio de un caso!

—¿Y cuándo no estás en medio de un caso?

—Hay casos más complicados que otros.

—Ya, y cuando no estás en un caso complicado, estás solucionándole la vida a ese policía gordo que te acompaña a todos lados.

—¡No me gusta que te metas con Garzón, es un amigo! Además, ¿por qué estamos hablando de mi vida, qué más te da mi vida a ti?

—Estoy pensando en compartirla contigo, ¡mira si me importa!

—Pues deja de pensar en ello porque ya te he dicho que no. ¿Qué pasa, no puedes creértelo? ¿Debo arrodillarme frente a ti y darte las gracias por darme esa maravillosa oportunidad de ser feliz?

—Eres una mujer brutal, injusta, egoísta, superficial… eres…

—Y tú eres un psiquiatra que ni siquiera sabe guardar su autocontrol, ¡no comprendo cómo nadie puede confiarte su salud mental!

Habíamos subido el tono de voz. Nos quedamos callados. El camarero retiró los platos. Ricard me miró, esta vez sí se encontraba disgustado de verdad.

—¿Volvemos a empezar como si no nos hubiéramos visto aún?

—De acuerdo. Hola, Ricard, ¿cómo estás?, por cierto, debo decirte que he decidido que no nos veamos más.

Su mirada de paciencia se transformó en mirada de furia:

—Muy bien, Petra, muy bien. Si no quieres verme, no me verás. Creo que voy a marcharme, es absurdo que continuemos cenando como si nada hubiera pasado. No voy a seguir persiguiéndote por toda Barcelona, ni dejándote mensajes a todas horas, ni durmiendo a salto de mata hoy en mi casa, mañana en la tuya, ni viendo cómo intentas huir de mí sólo porque tu ego no se ve suficientemente colmado por la pasión amorosa. Quizá lleves razón, sería un error que viviéramos juntos.

Se levantó y se fue. Nadie nunca me había hecho algo así. Llegó el camarero con el segundo y preguntó muy profesionalmente:

—¿El señor no acabará de cenar?

—El señor ha tenido que marcharse. Deje el plato en su sitio, yo me lo comeré.

Y lo hice, con una fiereza desusada, como un perro callejero, como si nunca hubiera probado ni una migaja de pan. Estaba cabreada, cabreada hasta el tuétano, hasta las mismas entretelas. ¿Yo era narcisista, sí? ¿Y qué podía decirse de un tipo que consideraba un error imperdonable la decisión de no vivir con él? Pero lo que más me jodía era la bronca en sí. Nunca había conseguido hablar con Ricard sin encresparnos en una discusión al uso. Detesto las broncas, pero mucho más aquellas que respetan los roles característicos: entre marido y mujer, novio y novia, madre e hija… ¡Dios!, ¿cómo se puede alcanzar la madurez si para todo hay que zaherirse, gritar, ponerse en guardia y lanzar un ataque?

Me castigué sin postre y pedí la cuenta. El camarero sonrió levemente y me dijo:

—Ha pagado el señor antes de salir.

—¿Cómo?, ¿y sabía el importe?

—Ha dejado el número de su tarjeta de crédito.

—Insisto en pagar yo.

—No es posible, señora, lo siento. El señor es cliente habitual y seguimos sus indicaciones.

—¡Pues yo soy policía e insisto en pagar lo que he comido como cualquier ciudadano normal!

—Lo consultaré a la dueña.

—¡Usted no consultará absolutamente nada, cobrará la mitad de la cuenta y en paz! ¿De acuerdo?

Se alejó con mi tarjeta de crédito, poniendo cara de ofendido.

Decidí llegar andando a mi casa, quizá el aire fresco me serenara. ¡Broncas, broncas…! La del camarero con el cliente también era prototípica, y la del viajero con el taxista, y la del operario que nunca acaba de reparar los grifos y al que pides explicaciones al cabo de un mes. ¡Broncas, broncas…! La miseria de la existencia normal está bien condimentada en ellas. ¡Cuánta razón llevaba yo al admirar como gente superior a los mendigos! Altivos, aristocráticos, no cogen autobuses, no pagan facturas, no se encuentran encerrados en un minúsculo mundo pequeñoburgués, y pueden tener como mayor ilusión de su vida el poseer un barco cargado de arroz. ¡Un barco cargado de arroz!, una quimera llena de promesas: paellas, risottos, arroces chinos, arroz a la cubana, dulces arroces con leche… ¡El absurdo por encima de una razón que tampoco se aplica en la vida convencional!