Se nos acumulaba el trabajo, de modo que lo dividimos con cierta equidad. Yolanda, que volvió a la acción, fue la encargada de comprobar si las llaves del muerto abrían el apartamento fantasma de la calle Princesa. Garzón llevó a Genoveva, a quien, como supe más tarde, aquel día le tocaba cocinar lentejas, hasta el depósito de cadáveres para la identificación, y yo acudí a la tintorería con el resguardo del muerto.
Le advertí a la encargada de la tienda que era policía para evitar malos entendidos. La advertencia los evitó, pero provocó la consabida alarma general y un montón de miradas furtivas. Con un nerviosismo que ralentizaba cada uno de sus movimientos, la mujer consultó el ordenador, hasta las panaderías te sirven ahora una barra con previa consulta informática, y un rato después volvió con una americana perfectamente planchada dentro de una bolsa de plástico. No quise apresurarla ni romper su rutina para no alterarla más de lo que estaba.
—Dígame el nombre de este señor.
—Arcadio Flores, ése fue el nombre que dejó.
—¿Figura su dirección?
—Sólo el teléfono.
—Está bien, démelo.
—¿Ha hecho algo malo?
—¿Por qué pregunta eso?
—Como es usted policía…
—Podría haber preguntado si le ha pasado algo a él.
Se puso blanca como algunas de las ropas que circulaban por allí y pensé inmediatamente que debería haberme mordido la lengua antes de hacer un comentario que sólo había conseguido sumirla en la desazón que todo el rato yo había intentado impedir.
—Le aseguro que yo… lo dije porque… no sé.
—A este hombre lo han matado.
La coloración de su cara pasó al rojo intenso. Empezó a lagrimear. Una planchadora que miraba de reojo vino a socorrerla. No habían hablado, pero ya sabía quién era yo.
—Eulalia, no te agobies, tranquila, por favor.
Maldije mil veces la situación que había creado de la manera más tonta, pero ya no tenía remedio. La tal Eulalia había empezado a llorar a moco tendido.
—Eulalia, le ruego que se calme. ¿Venía por aquí con frecuencia este señor?
—Sí, algunas veces —logró farfullar—. Siempre traía americanas de buena calidad y después del invierno algún gabán.
—¿Hablaba con usted?
Se sonó ruidosamente. Su compañera le daba golpecitos en la espalda como si hubiera perdido a un ser amado.
—Un día me dijo que estaba muy guapa. Había ido a la peluquería y él se dio cuenta, pero aparte de eso…
—¿Lo vio en alguna ocasión acompañado de otra persona?
—No, siempre venía solo.
De repente titubeó y me miró por entre las rendijas encarnadas en que se habían convertido sus ojos.
—Le decía si había hecho algo malo porque un día nos dejó una chaqueta con un billete de cien euros en el bolsillo y ni siquiera se dio cuenta. Se lo tuvimos que dar nosotras y nos regaló veinte euros por nuestra honradez, para que fuéramos al bar, así lo dijo él. Entonces pensé que quien no le da mucha importancia al dinero seguramente es porque no le cuesta ganarlo, ¿no le parece?
—Eso está bien pensado, sí.
Le di las gracias y me llevé la americana, pero cuando iba a salir oí la voz doliente de la sensible Eulalia:
—Inspectora, son seis cuarenta del lavado en seco. Se lo pido porque a mí el jefe me las va a reclamar.
Regresé sobre mis pasos para pagarle y pensé en la gran verdad que había dicho sobre la correlación entre la importancia del dinero y la dificultad para ganarlo. Arcadio Flores debía de manejar cierta cantidad de pasta si iba sembrando sus bolsillos de billetes y ni siquiera lo recordaba.
En comisaría, Yolanda y Garzón me esperaban sorprendidos por mi tardanza. Pasé el número de teléfono a nuestros servicios y nos pusimos a esperar tomando café.
—¿Ha tenido alguna dificultad, inspectora?
—Las propias de la psicología humana. ¿Y ustedes?
—Una de las llaves del difunto abrió el apartamento a la perfección —respondió Yolanda.
—Deja de llamarle el difunto, nosotros empleamos la víctima o el muerto, el fiambre si estamos de buen humor. Bien, espero que otra llave abra la puerta de la dirección que nos den los de la compañía telefónica. Ahorraremos en derribos de puertas. ¿Y usted, Fermín?
—La tal Genoveva es todo un carácter.
—Me lo imagino, se pasó todo el rato preocupada por sus lentejas.
—No sólo eso, sino que cuando vio al fiambre, hoy estoy de buen humor, no se impresionó lo más mínimo, como suele suceder. Le pegó una mirada tranquila y dijo: «Éste es el tipo, que Dios lo tenga en la gloria si la gloria existe en algún lado.»
—Las mujeres del pueblo llano no se asustan por nada, sobre todo si regentan un bar. ¿Hay informe de balística?
—Todavía no.
—Y bien, ¿qué les parece?, que un presunto asesino aparezca frito no es como para ponerse a cantar de alegría.
—No. Si pudiéramos pescar a esos dos tipos que están siempre presentes en el lugar del crimen…
—Me da la impresión de que no son más que clase de tropa. Aquí estamos apuntando hacia arriba, recuerden.
—Yo me siento como apuntando en una caseta de feria, donde hay muchas dianas a la vez.
—¡Que no cunda el pánico, Garzón! La casa de la víctima, ya ven que yo no estoy de tan buen humor, tiene que darnos pistas definitivas, porque de lo contrario…
—De lo contrario, ¿qué? —preguntó una intrigada Yolanda, que asistía a la conversación como a una película de Hitchcock.
—De lo contrario el comisario nos echará del caso, y para ti será un poco pronto, ¿no, Yolanda?, acabando de entrar en el cuerpo… Oiga, Fermín ¿por qué no va a reclamar esa dirección?
—Ya iré yo —se ofreció la flamante policía.
—No, que vaya mejor el subinspector, él sabe meterles prisa.
Nos quedamos solas bebiendo café. La observé con discreción. Incluso con un atavío normal estaba muy guapa, sin arrugas, con el pelo brillante y los ojos vacíos de malicia, de experiencia y desengaños. Recordé haber ojeado mis fotos de juventud y descubrir que la mayor diferencia con la actualidad estaba en la mirada. Ahí quedan las auténticas muescas de la edad, de las desilusiones, de las batallas ganadas o perdidas. No hay cosmética reparadora para eso, ni cirugía plástica que pueda arreglarlo.
—Lo pasamos bien el sábado, ¿verdad?
—¡Jo, inspectora, vaya festorro!, sus amigos son una pasada, de verdad. Lo malo es que ayer tenía tanta resaca que no pude ni salir. Mi novio se mosqueó.
—No le dejes que se mosquee por lo que tú hagas o dejes de hacer. Acostúmbralo bien.
—Los hombres son un poco plastas, eso ya se sabe. Pero mi novio es buen tío.
—Mejor. ¿Os fuisteis a tomar otra copa con los invitados al salir de mi casa?
—¡No, qué va, no fue necesario, estábamos bien cargados ya! Su amigo el psiquiatra me acompañó a casa.
—Perfecto, mucho mejor ir con alguien a esas horas.
—Podría haber ido sola, soy policía.
La entrada en tromba de Garzón interrumpió su sonrisa encantadora. El bueno del subinspector venía pletórico y calzándose la gabardina.
—¡Andando, señoras, que los muertos se enfrían más de lo que están! Ese teléfono ha surtido efecto: tenemos dirección y permiso del juez para revisar la casa.
Casi al final de la kilométrica calle Valencia, junto al mercado de Els Encants, estaba el piso de Flores. Una de sus llaves abrió la puerta con toda facilidad. Una vaharada de olor a sándalo nos llenó la nariz. Abrí la expedición por el pasillo y nada de lo que veía me pareció destacable, era una vivienda normal, ni rica ni pobre, ni bonita ni fea. Sólo el salón, una estancia amplia de unos cuarenta metros, mostraba un cierto placer por la decoración con antigüedades. Había una tablilla medieval colgada en la pared, una pequeña virgen románica sobre una mesilla… Al principio pensé que se trataba de reproducciones, pero sin ser una experta, me di cuenta de que debían de ser originales. Garzón estaba tan sorprendido como yo:
—¡Fíjense, cuadros antiguos!, ¿no habíamos quedado en que era un hortera?
—Antes no había hortera sin su transistor, pero hoy en día tienen más cosas, compran antigüedades, sólo beben whisky de malta… pero siguen siendo horteras igualmente.
Por lo demás, la casa sí era en conjunto bastante hortera: grandes sofás coloreados y un aparato de televisión con pantalla panorámica. Nos enfundamos los guantes de látex y empezamos a fisgar: las habitaciones, la cocina… todo estaba ordenado y no presentaba ningún signo especial. Sólo al final del pasillo encontramos un pequeño cubículo donde había una mesa de despacho y un ordenador. Con gran satisfacción, observamos que en una estantería se amontonaban libros de contabilidad.
—Esto va bien. Trabajo económico para el inspector Sangüesa.
Junto a los papeles había más objetos antiguos de escaso valor: horribles jarrones del siglo pasado, un molinillo de café… Yolanda cogió una cajita muy vieja:
—Mire, inspectora, es munición.
En efecto, era una caja sin usar de balas de nueve milímetros largo.
—Interesante coincidencia. Garzón, averigüe si este pájaro tenía licencia de armas.
—No lo creo. Esa munición antigua se encuentra sin dificultad en el mercado negro, aún quedan cajas por ahí desde la guerra civil, pero lo averiguaré.
—Podría tratarse de otra adquisición en un anticuario.
—¿Guardar balas como objeto de colección?, puede ser.
Eché una ojeada a los libros de cuentas sin entender gran cosa. Lo único que pude apreciar fue que algunos volúmenes llevaban una F en la cubierta.
—¿Qué puede significar?
—No lo sé. Quizá para Sangüesa y su gente tenga sentido. Que rastreen también en la declaración de la renta del tipo. Hay que destripar los números uno por uno.
—¿Va a poner en marcha el ordenador?
—Tampoco me serviría de mucho. Lo confiscaremos, es otro trabajo para especialistas.
—¡Qué divertido! —exclamó Yolanda—. Al final todo lo hacen los expertos y al investigador no le queda casi nada que investigar.
Garzón la fulminó con la mirada.
—Eso es lo que puede parecer, pero un montón de datos sin articular no sirven para nada.
—No se mosquee, subinspector, lo que yo quería decir es que…
—¡Señores, por favor!, ¿han comprobado el contestador del teléfono?, ¿han rebuscado en los bolsillos de las americanas?, ¿han mirado si hay agendas o dietarios? Dejemos el tema de las competencias para otro momento.
Me apliqué con la diligencia que exigía y, en vez de husmear en unos números que nada me demostraban, abrí uno por uno los cajones de la mesa. Encontré recibos de la luz y el gas, cuentas de restaurantes, propaganda de ferias de anticuarios, la tarjeta de un brocanter y varias facturas de autentificación de objetos allí comprados aparte del papeleo habitual en cualquier casa. De pronto, vi una nota manuscrita que me llamó la atención. Decía: «Arcadio: hoy no he podido acabar. Mañana será otro día si Dios nos da salud y alcohol.» Estaba sin firmar, pero me encontraba casi segura de que se trataba de la caligrafía de Tomás el Sabio. Miré de nuevo los libros contables. Podía equivocarme, pero ambas letras pertenecían al mismo hombre. ¿Tomás el Sabio era el contable de Arcadio Flores? ¿Ése era el «gran asunto» en el que se había metido? ¿Y cuál era el gran y sin duda sucio asunto en el que andaba Arcadio?, ¿simplemente la falsa caridad? ¡Dios!, había algo que no acababa de encajar, un tornillo que se negaba a enroscarse en su sitio. De cualquier modo, llevaba razón Yolanda, mi descubrimiento de aquella caligrafía no tenía mucho valor hasta que no lo certificaran los expertos. Iba a hacernos falta un buen batallón de ellos: informáticos, personal de cuentas, balísticos y calígrafos, sin contar con la prescriptiva recogida de huellas en el apartamento. Sí, un pobre detective no era nada, en especial si no se veía capaz de pintar un cuadro armonioso con las diferentes pinceladas de color.
Recuerdo que no tenía demasiados deseos de llegar a mi casa aquella noche. Suele ocurrirme cuando un caso se encuentra al rojo vivo y necesito datos de los especialistas para avanzar. Todo lleva su tiempo, pero ese tiempo parece infinito si puede demorar importante información. En esas ocasiones, alejarse de la comisaría da la impresión de dejar abandonadas las pesquisas, de no estar presente en el núcleo donde bulle la vida policial. Pero no es verdad, también los expertos comen y duermen, vuelven a sus casas y tienen listas de informes a los que deben ir dando prioridad. Pensé que, al día siguiente, le pediría a Coronas que me concediera un estado de máxima urgencia que lograra acortar las esperas. Eso me tranquilizó, aunque sólo en parte; había en mi ánimo algo más que me impedía desear con premura lo que suele gustarme y llenarme de paz: tomar asiento con un libro en mi salón. Debía ser sincera conmigo misma, no quería estar sola y ponerme a pensar. Estaba segura de que lo que iba a encontrar en mi mente, arrinconado por las incidencias del caso, no me complacería. Pero lo hice, soy valiente, y tampoco era lógico largarme a beber copas de bar en bar hasta quedarme atontada y sin capacidad de reflexión. No, llegué a mi casa, tomé una ducha, me preparé un sándwich y me senté con un libro en el regazo. Por supuesto, la imagen que estaba intentando eludir se presentó, era su turno, su momento de gloria. En esa imagen, en realidad sólo un recuerdo, estaba yo misma procurando quedarme a solas con Yolanda y preguntándole de modo indirecto si había estado con Ricard la noche de la fiesta. Había sucedido, no era una simple imaginación. Luego, mi mente sí se pasaba a lo abstracto y empezaba a divagar. Ricard y su mirada de admiración hacia la joven. ¿Era eso algo ofensivo hacia mí, anormal, fuera de los límites de una conducta perfectamente lícita? No, en absoluto, Ricard estaba mirando a Yolanda casi de la misma manera que la había mirado yo: constatando las delicias de la belleza y la juventud. El problema estaba en mí. Yo era quien representaba un papel muy poco lucido en aquella función. Me veía a mí misma como una mujer celosa y poco segura de su aspecto que temía que le robaran a su hombre, un hombre con fama de donjuán. Sinceramente, incluso con la gabardina arrugada yendo a trabajar un lunes, mi imagen era mejor. Me serví un dedito de whisky. Y si tenía tantos miedos era porque estaba convencida de que Ricard no me quería, no sentía una loca pasión por mí. ¿Cómo iba yo entonces a amarlo a él? Lo sé, todas esas ideas forman parte de los postulados del narcisismo más abyecto, pero ésa es mi auténtica personalidad: necesito tener buen concepto de mí misma y necesito que me amen para amar. No, en ningún caso estaba dispuesta a pasar mi vida preocupada por el deterioro de mi físico y con la duda de que el hombre amado sólo estuviera conmigo como atenuante de su soledad.
De la manera más inopinada, acababa de tomar una decisión. Si ponía los conflictos que causa vivir sola en un plato de la balanza y todo lo que acababa de pensar en la otra, el fiel se inclinaba sin duda hacia mi estado actual de soltería. Y lo que era más importante, si era capaz de pesar los sentimientos hacia Ricard como si fueran un kilo de pescado, era porque no había nada en ellos que mereciera la pena conservar.
Me tragué el whisky de un tirón. Uno tiene en su interior todas las claves de lo que quiere hacer, pero a menudo falta tiempo para conversar con la propia conciencia. Y yo había encontrado el momento ideal. Sabía que me arrepentiría de mi resolución alguna que otra vez: cuando tuviera una pena que no pudiera compartir, o una duda que deseara consultar, o una alegría intensa que necesitara partícipes, pero siempre podía llamar a un amigo, contratar a un psiquiatra o comprarme un perro. En última instancia, me quedaría a escuchar a Chopin, leer un buen libro y trincarme un vino añejo. Sin olvidar a mis queridas víctimas, esos muertos cuya desaparición yo debía aclarar y que siempre me acompañarían mientras existiera interés, odio, locura y maldad, es decir, toda la vida. Anselmo y Tomás el Sabio, ellos no habían tenido que luchar contra su narcisismo ni plantearse la conveniencia de la soledad, ellos vivían solos en un mundo perverso. Serían dentro de poco, si no lo eran ya, cadáveres sin nombre, presencias tenues que pasaron como soplos por una vida colectiva que apenas si se enteró de su existencia. Pensar en que yo tenía la misión de tomarlos en serio me parecía un buen motivo para seguir.
«¡Al carajo con los temores, Petra!», me dije como colofón de tales pensamientos. Y aquella expresión tan popular, bastarda y filosófica consiguió que me animara muchísimo.
El primer informe que llegó a nuestras manos fue el de balística. Así supimos que el proyectil que había matado a Arcadio Flores había sido disparado con la misma pistola que el que mató a Tomás el Sabio y al pobre señor Anselmo. La bala presentaba idéntico aspecto: la vaina estaba expandida y el pistón se había desplazado hacia atrás. También el metal tenía muescas y arañazos. No cabía la más mínima duda. El informe se completaba con un comentario sobre la caja de balas que habíamos encontrado en casa de Arcadio. Se trataba de balas del nueve largo para subfusil fabricadas durante la época de la guerra civil española. Podían encontrarse aún circulando por el mercado negro. La conclusión acababa con la siguiente hipótesis: «No puede descartarse que la bala encontrada en el cadáver haya sido una del nueve largo para subfusil recortada y disparada con una pistola del calibre nueve corto. De ese modo, se habría producido una sobrepresión en la recámara que habría dado origen a la expansión de la vaina y desplazamiento del pistón observados.»
Ya habíamos leído una vez todo aquello. Garzón me miró con ojos desorbitados haciendo cábalas a toda velocidad.
—El hecho de que a este tío lo hayan frito con la misma pistola que a los otros dos no impide que…
—Que no fuera él mismo quien se cargó a los mendigos. Eso simplemente vendría a significar que…
—Que lo frieron con su propia pistola.
—La cual debe de hallarse ahora en manos de su asesino.
—Es una hipótesis seria, pero no excluyente. Ese asesino pudo matar también a Tomás y a Anselmo. La pregunta es ¿por qué? En el caso de Anselmo, fuera quien fuera el asesino, el móvil está muy claro: lo vieron en nuestra compañía y temieron que se fuera de la lengua. Tomás el Sabio parecía dispuesto a contar algo que quisieron silenciar, pero ¿por qué se han cargado a este individuo?
—Quizá por lo mismo, para hacerle callar.
—Entonces es que existe en todo esto un tercer hombre.
—Y no precisamente un hombre secundario.
—No, ya que es quien ha quedado vivo al final.
—Suponiendo que no encontremos a un nuevo muerto en el camino y continúe la cadena.
—Así es.
Nos miramos el uno al otro contentos con nuestro dúo deductivo. Puse una mano en el hombro de Garzón:
—Subinspector, huelo un final muy cercano.
—¿Y ese final huele bien?
—A auténtica chamusquina, créame.
—Nada que usted no pueda perfumar con alguno de sus jaboncillos y lociones.
—Va a hacer falta algo más. Le propongo una visita.
—¿A quién?
—Al inspector Sangüesa.
—Es pronto aún. No creo que hayan acabado de trabajar en el informe.
—Esa visita tiene como objetivo presionar.
—Nos mandará al infierno.
—Cualquier infierno es mejor que la duda.
La primera mirada de Sangüesa fue de las que no dejan nada por decir, aunque lo dijo igual:
—¿Ya estáis aquí? ¡Eres como una mosca cojonera, Petra!
—De quien se ocupa de algo tan sofisticado como delitos económicos se espera un vocabulario mejor.
—De acuerdo, te diré que eres como un díptero testicular, si te parece más fino, pero eso no cambia las cosas: el informe no está acabado aún. Tengo a mi gente trabajando en ello a toda mecha.
Garzón no pudo reprimir una risita que yo le recriminé con un leve parpadeo. Miré a Sangüesa cara a cara.
—Sangüesa, no seas cabrón, no te estoy pidiendo el informe completo, pero tú ya tienes ideas sobre el tema y quiero que nos las comentes, sólo un pequeño adelanto.
—Tampoco «cabrón» es el vocablo ideal para una abogada y una dama.
—Está bien, te llamaré «majestuosa cabra hispánica», si te parece mejor.
Cabeceó varias veces y se echó a reír por lo bajo.
—¡Joder, Petra, joder, hay que joderse! He visto mujeres tan cabezotas como tú, pero más que tú ninguna, te lo aseguro. Venga, pasad al «saloncito» que hasta os voy a ofrecer un café.
El departamento en el que Sangüesa y su gente trabajaban era uno de los más contaminados por el humo de los cigarrillos. Su tarea requería que permanecieran largas horas sentados frente al ordenador desentrañando problemas casi siempre complejos, y eso los llevaba a fumar sin medida. Esa falta de movilidad y exceso de concentración propiciaba también que ostentaran reputación de difíciles entre los demás policías. Pero yo tenía muy bien tomada la medida de Sangüesa y sabía que, bromeando con él, siempre tendía a aflojar su rigidez inicial. Nos hizo pasar a una pequeña sala de juntas apartada de los despachos por cristaleras y trajo para todos vasitos de café.
—Venga, vamos a ver qué puedo resumir antes de que me arrepienta y os mande al carajo.
Sacó un montón de papeles de una carpetilla y fue ordenándolos después de echarles un vistazo. En mangas de camisa y con las gafas en la punta de la nariz, parecía más viejo y cansado, pero tenía fama de ser el mejor en su campo. En seguida se orientó entre la maraña de notas y operaciones matemáticas. Murmuraba datos como si rezara y, al final, levantó la vista y dijo:
—Bueno, más o menos ya sé dónde estoy. Pero que conste que faltan verificaciones que ya he mandado hacer, de modo que todo es provisional. Si usáis estos datos para algo oficial, negaré habéroslos facilitado.
—¡Que sí, Sangüesa, no seas pesado! Sólo los necesitamos para el curso de la investigación y no saldrán a relucir hasta que no haya un informe. ¿Qué quieres, que me ponga de rodillas y lo jure ante la Biblia?
—Te libras porque no tengo ninguna biblia por aquí, que si no… pero pasemos a la contabilidad de este pájaro. Tenía un auténtico negocio llevado en toda regla sin duda por un profesional de los números. ¡Hasta hay previsiones de futuro para el plazo de un año!
—¡Tomás el Sabio! —soltó Garzón.
—¿Ya tenéis al culpable?
—Siga, inspector Sangüesa, sólo ha sido una exclamación.
—Vienen registradas facturas por la compra de materiales diversos, cosas tan curiosas como estampas de la misericordia, llaveros de la caridad, banderines de la solidaridad. Después aparecen las ganancias que se han obtenido por la venta de dichos objetos. Todo casa a la perfección. Más tarde nos topamos con otros conceptos: mendicidad, recaudación en iglesias, donativos, recogida y venta de ropa usada, etc. Aquí no hay inversión, todo son ganancias puras de las que se ha descontado un porcentaje variable del diez al veinte, deduzco que para pagar al personal que llevara a cabo esos trabajos.
—Asombroso.
—Lo es, sobre todo contando con que no nos topamos ni con una sola deducción de IVA, lo cual hace pensar que todo este negocio pertenece a la economía sumergida.
—Puedes llamarlo simplemente timo.
—No me atrevía a tanto, pero ya veo por dónde va el asunto. Me sorprendía que un timo tuviera una organización tan perfecta. Supongo que se trataría de toda una red.
—Creo que habíamos subestimado a Arcadio Flores.
—¿El cerebro de esto se llama Arcadio Flores? Un nombre muy bucólico para semejante cabrito. Cuando salte a los medios de comunicación que ha habido un timo a gran escala basado en la caridad, se armará la de Dios; es un tema gustoso.
—Te ruego discreción.
—¡Joder, Petra, ni que fuera un principiante! Pero agarraos, porque no he terminado aún. El punto en el que estábamos trabajando cuando habéis irrumpido aquí violentando todas las reglas son las libretas que vienen marcadas con una F. Se trata de algo muy distinto. Hay cantidades que F paga a Arcadio Flores bajo conceptos tan humanitarios como: subvención para campaña «Nadie sin turrón en Navidad», derrama para campaña «Emigrantes sin papeles» o «Materiales para dormitorios de ancianos sin techo». Son cantidades esporádicas y no muy grandes, pero durante tres años no han dejado de ingresarse. Su objetivo final desaparece en la sombra, son cantidades de las que no existen justificantes de que hayan sido empleadas en su objetivo nominal. Sin embargo, en estas cantidades sí estaba gravado el IVA.
Un silencio absoluto se extendió entre los tres.
—¿Y bien, os da eso alguna pista?
—No.
—¿Quién es F?
—Ni idea.
—Pues el enigmático filántropo señor F le daba pasta a Flores para campañas humanitarias que él nunca realizó.
—Era, pues, una víctima sistemática del timo. Quizá él se lo cargó.
—¿Crees que un filántropo anda pegando tiros por ahí?
—¿Y si la F sólo corresponde al propio apellido de Flores?
—Tan oscuro es el tema con una sola letra como con ninguna. Oye Sangüesa, ¿qué hay de la declaración de Hacienda del tipo?
—Bueno, muchachos, pues para meterme en Hacienda necesito una orden del juez que os corresponde pedir a vosotros.
—Eso está hecho. No sé qué decirte, Sangüesa, eres un crack, o como decimos en el terruño, eres el tío con más cojones de España.
—Gracias, Petra, no esperaba un piropo menos saleroso viniendo de ti. Eso no implica que la próxima vez hagáis cola como todo el mundo que espera su informe y nos dejéis trabajar en paz.
—Te lo prometo por lo más sagrado.
Le di un somero beso en la calva incipiente que hizo decir a Garzón cuando ya habíamos salido:
—Es usted capaz de cualquier cosa con tal de obtener lo que quiere.
—¿Está celoso, Fermín, quiere que le propine a usted también un ósculo en pleno frontal?
Le cogí el brazo e hice ademán de besarlo. Él se zafó entre risas mal contenidas.
—¡Suélteme!, ¿está loca?
En pleno forcejeo festivo, nos cazó Coronas, que venía de frente por el pasillo. Maldije mil veces mi arrebato de buen humor.
—¡Hombre, cuánto bueno por aquí! ¿Qué, señores, echando una canita al aire o se trata de un acoso sexual en toda regla?
Garzón, sin la más mínima dignidad, saltó en seguida:
—Estamos casi al final del caso, señor.
—Al final de su carrera, es lo que están. Llevan dos días sin escribir nada en el informe oficial.
—Han sido dos días muy duros. De hecho, señor, yo me disponía a hacerlo cuando ha surgido una urgencia.
—Ya. ¿Y usted, Petra, no tiene nada que decir?
—Pues… ya que me lo pregunta… necesitamos un permiso firmado por usted para que el juez nos dé una orden de intervención en Hacienda por la vía de urgencia.
—¿El juez, el juez que instruye su caso? ¡Pues lo tienen contento! El otro día me llamó para decirme que hace un montón de tiempo que no le pasan una mala noticia.
—Han sido momentos muy difíciles, como bien dice el subinspector, pero le aseguro que estamos enfilando el final del asunto y la orden nos resulta imprescindible, señor.
—En esta comisaría el único que parece prescindible soy yo. No haré nada por que les faciliten esa orden. A partir de ahora, todas mis intervenciones con respecto a ustedes serán muy severas, se lo juro. No se puede ir por libre sin más.
Se alejó sin decir ni una palabra de despedida. Garzón ponía cara preocupada, parecía asustado de verdad.
—¿Ha oído, inspectora?, hablaba en serio, lo creo muy capaz de putearnos. Es buena persona, pero cuando se le hinchan las narices…
—¡Bah, es un simple desplante teatral a lo Laurence Olivier!
—Le recuerdo que es nuestro jefe, que puede relevarnos del caso con el consecuente desprestigio en comisaría, que puede quitarnos las primas y dietas y dejarnos con el sueldo justito.
—No lo hará. En primer lugar, estamos trabajando duramente, y eso es lo que de verdad le importa. El hecho de que llevemos unos días más o menos sumidos en la anarquía le trae absolutamente sin cuidado. Además, la presión de los periodistas ha desaparecido, tal y como era de esperar. ¿A quién le importa que se carguen a unos cuantos homeless si no se trata de ningún asesino en serie ni de nada espectacular? Y nadie sabe que este último crimen está relacionado. No hay prisa.
—Entonces el bueno del comisario estaba de broma.
—No, llamarnos la atención es algo que debe hacer. Ya que nos mostramos un tanto desmadrados, él pone orden en el corral. Quiere que le imploremos su colaboración para que veamos que la jerarquía es imprescindible, y eso es justo lo que vamos a hacer.
Me miró como temiéndose lo peor.
—¿Qué se le ha ocurrido? Espero que no sea muy original.
—No tema, es el recurso más viejo del mundo. Le mandaremos a Yolanda para que le pida el mandato de urgencia. Ahora es la niña de sus ojos, no se lo negará.
Resopló y dijo como para sus adentros:
—¡Dios nos libre de las artimañas de una mujer!
—¡Protesto, Garzón!, cuando la diplomacia y el arte de la política las ejerce una mujer, entonces las llaman artimañas.
—¡Para qué habré hablado! Voy a darle su encargo a Yolanda.
—Dígale que se muestre amable, pero no pelota, que dé a entender que está informada, pero que afirme no haber accedido a los detalles, como si se sintiera un poco marginada por nosotros. Eso obligará al comisario a darle lecciones, y no hay nada que a ustedes los hombres les guste más: enseñar a una mujer, y si es joven y guapa, tanto mejor.
Se alejó murmurando y dando cabezazos. Sólo pude entender:
—¡Joder con la diplomacia femenina!
—¡Ah, Garzón! y cuando ya haya contactado por teléfono con nuestra Mata-Hari, véngase para La Jarra de Oro, le invito a un café.
—Espero que no tenga cianuro.
Lo vi largarse con cierto placer. ¡Qué hubiera sido de mí y mis devaneos teórico-críticos si no hubiera sido por el fiel subinspector! En una época en la que escandalizar resulta cada vez más difícil, contar con su capacidad para horrorizarse era toda una bendición de los cielos.
Un rato más tarde compartíamos un café bien cargado en La Jarra de Oro. Esbozó una sonrisa triunfal:
—Mi hijo me ha llamado desde Nueva York. Dice que él y su amigo lo pasaron de maravilla aquí. Le manda recuerdos y besos cariñosos.
—Supongo que es un modo de demostrar que todo sigue bien entre ustedes dos.
—Sí, eso supongo yo también.
Bebió ensimismado y despedazó el croissant. Quedamos en silencio. Mojando la pasta prosiguió con la mayor naturalidad:
—Eso no significa que yo haya cambiado de parecer. Lo acepto, pero no lo entiendo.
—No hay nada que entender, es homosexual y punto.
—Sí, pero bien podría no dejarse ver tan a las claras con ese americano.
Lo observé con cansancio:
—Es difícil hacerle cambiar, ¿verdad?
—A mi edad…
—En cualquier caso, no hay necesidad de comprenderlo todo. Utilizamos el teléfono y no sabemos en puridad cómo funciona, ¿no?
—¡Completamente de acuerdo con usted!, además, ¿por qué no podemos negarnos a entender ciertas cosas? Es una manera de ejercer nuestra libertad. Yo en la puta vida he ejercido mi libertad. ¡Bueno, pues ya va siendo hora! Lo que ocurre es que nos obligan a vivir bajo etiquetas: comprender, aceptar la diferencia… ¡tópicos!
—El de ejercer tu libertad también lo es.
—Sí, lo es. Antes se decía la libertad, ahora cada uno parece tener la suya.
Nos miramos recíprocamente, algo admirados de estar casi de acuerdo.
—¿Y si volviéramos al trabajo, inspectora?
—¡Ya que no hay más remedio!
—Le recuerdo las narices hinchadas del comisario.
—¡Por Dios, Garzón, no sea basto! ¿No tiene nada más agradable que recordarme?
—Sus deseos de vengar a los dos vagabundos. ¿O es que se ha desengañado al saber que estaban mezclados en el delito?
—No hay nadie inocente, Fermín, sólo los animales.
—¿Ha dejado de pensar que los vagabundos son los verdaderos aristócratas de la sociedad?
—Todos somos puro pueblo, sin diferencias.
—Por cierto, ¿sabe qué hice el otro día? Recompuse y pegué el jarroncito horrible de aquella anciana y fui a llevárselo a su casa.
—¿En serio? ¡No me lo puedo creer! ¿Y qué pasó?
—Nada, que llevaba usted toda la razón, me dio un coñazo salvaje y se empeñó en que fuera otro día a tomar el té con ella.
—¿Y lo hará?
—Cometí el error fatal de darle mi teléfono y mi dirección.
—Entonces va jodido.
—Eso creo. Todo sea por la generosidad. Alguna vez nosotros también seremos viejos y nos gustará que alguien venga a arreglar nuestros jarroncitos rotos. Además…
—Además, ¿qué?
—Siempre queda el recurso de mandarla al carajo si se pone pesada.
Yolanda cumplió a la perfección su cometido de intermediaria. Coronas libró el permiso de urgencia y debió de sentirse muy halagado. Tener como punto flaco a una hermosa policía recién incorporada al cuerpo en circunstancias cuasi heroicas nunca sería un deshonor. La cosa estaba cantada, el juez nos dio una orden por el procedimiento más rápido y Sangüesa, convencido por mí una vez más, antepuso nuestro caso a cualquier otra investigación y fue a meter las narices en Hacienda. Un paso más en la superación de nuestro propio aparato.
En el contestador de mi casa se acumulaban mensajes de Ricard. No podía posponer por más tiempo un encuentro con él. Lo malo era que no sabía qué decirle. Pedirle una ruptura inmediata no se justificaba en modo alguno. Debía aguardar a que él moviera ficha para saber cómo salir de aquello. Aquel hombre me gustaba, pero bien podíamos seguir como estábamos. Lo llamé.
—¡Al fin! He tenido mucho trabajo y supongo que tú también, pero empezaba a estar dispuesto a presentarme en esa comisaría tuya para raptarte.
—Te hubieran detenido. ¿Cenamos juntos?
—Paso a recogerte dentro de media hora.
—Mejor que sea una. Quiero ponerme guapa.
No se retrasó, tuve el tiempo justo para darme una ducha y arreglarme el pelo. Para que no existiera la tentación de quedarnos en casa, reservé una mesa en un restaurante libanés. Intentaba que no nos quedáramos solos.
Ricard estaba contento, tan loco como de costumbre, disperso, amable y seductor. Pidió al camarero un montón de pequeños platos con distintas especialidades y nos dedicamos a ir picoteando e intentando adivinar qué ingredientes llevaba cada una de ellas. Yo hablaba demasiado, en seguida lo noté, y alargaba cuanto podía los comentarios intrascendentes con la intención de no entrar en materia personal. Cuando me preguntó por los avances del caso le conté incluso cosas sobre las que debería haber guardado una mayor confidencialidad, mucho más de lo que en realidad a él le interesaba saber.
—Esta noche deberíamos ir a mi casa —soltó de pronto—. Te sorprenderá. Está todo limpio y organizado, ya verás. Creo que acabarás reformándome.
—Nunca me lo he propuesto.
—Bueno, la convivencia es una cuestión de pactos cuando se llega a cierta edad y experiencia. Pactaremos: yo me vuelvo más ordenado y tú no me cuentas crímenes sangrientos mientras estemos cenando un bistec.
—Lo siento.
—¡Estoy bromeando, Petra, por Dios!
—Lo sé, yo bromeaba también. ¿Lo pasaste bien la otra noche?
—Fue una fiesta fastuosa, con toda aquella mezcla antropológica: policías, jueces, señoras respetables, modernos de Manhattan… ¡me encantó! Debería haber llevado a alguno de mis pacientes para completar el panorama.
—Hablas como si se tratara de un zoológico.
—Oye, ¿te pasa algo?, estás muy picajosa.
—Nada especial, no me hagas caso, sólo estoy un poco cansada.
—Dormirás en mi casa, tratada a cuerpo de reina, con el desayuno llevado a la cama al despertar.
Le sonreí con cierto cansancio real. Apenas si nos conocíamos, no teníamos más intimidad que la que proporciona el sexo, pero él seguía empeñado en reproducir ficticiamente el grado de familiaridad que guardan entre sí las parejas largamente constituidas. Era incapaz de advertir que recreaba una situación inexistente. Estaba probablemente tan deseoso de quemar etapas hasta culminar en ese punto que llegaba a saltarse con rapidez lo que suele ser uno de los períodos más interesantes en cualquier relación prometedora: el coqueteo que perdura en los primeros tiempos, la mutua exploración, el descubrimiento de la personalidad del otro. ¿Tan solo se sentía?, ¿tanto necesitaba una relación de amistad amorosa?, ¿quién era yo para él?
Su casa había experimentado en efecto una mínima metamorfosis aparente. Los montones de revistas apiladas en cualquier parte habían desaparecido y los ceniceros se veían limpios de colillas. El resto permanecía igual: el trabajo era lo que prevalecía en el lugar: informes, libros de consulta, ficheros…
—¿Qué me dices?
—Todo en perfecto orden de revista.
—La señora de la limpieza se quedó acojonada ayer, pensaba que se había equivocado de piso. Y espera, espera y verás.
Tiró de mi mano hasta llevarme a su dormitorio. Sobre la cama había una colcha de aspecto nuevo y en el cabecero reposaba un cojín lleno de puntillas que no imaginaba dónde había podido comprar.
—¿Te gusta?, ¿a que produce una impresión hogareña?
—De lo más hogareña.
—Oye, no sé si me estás tomando el pelo o hablas de verdad, te veo tan poco entusiasmada…
Empecé a sentir una creciente exasperación.
—Vamos a ver, Ricard, decides desescombrar tu casa, renuevas la ropa y hasta compras un cojín, ¿qué se supone que debo hacer yo, saltar de alegría, ponerme a ronronear sobre las puntillas como si fuera un gato?
—Petra, son detalles que he cambiado por ti.
—Yo no te he pedido que lo hicieras.
Se cabreó.
—¡Las mujeres tenéis la habilidad de convertir en fastidiosa cualquier situación de placer! ¡No te estoy pidiendo que me pongas un diez en decoración, sólo quiero que te des cuenta de que, tras estos preparativos, hay una voluntad de cambiar, de que mi personalidad se adapte a una convivencia más de acuerdo con tus gustos!
—¿Supones que vamos a vivir aquí?
—¡No!, viviremos donde quieras, pero aquí al menos se respira un poco de paz. En tu casa siempre hay un teléfono sonando, alguien que te requiere para un caso, eso si no está tu detective gordo dando la tabarra por ahí.
—¡No es un detective gordo!
—¿Ah, no, pues qué es? ¡El típico guripa alimentado con patatas y chorizo!
Di media vuelta y me fui hacia el salón. Había perdido los nervios yo también. Ricard me seguía en plan belicoso.
—¡Estoy harta! ¿Tú crees que un amante se comporta como tú lo estás haciendo? Creí que había venido aquí para una noche de placer, y ¿con qué me encuentro?, con un tipo que me trata como a una amiga de la infancia y me enseña el cojincito cursi que compró en las rebajas. ¡Es el colmo!
—¿El cojincito cursi?
—¡Sí!, puede que Garzón sea el típico gorila relleno de grasa, ¡pero ese cojín es cursi, cursi, cursi a morir! Todo esto es absurdo. Me voy.
Recogí mi abrigo y el bolso y enfilé la salida, pero aún no me había liberado de todo mi encono, de modo que me volví hacia él y añadí:
—Quizá hay otros policías que te parecen mejor, como por ejemplo Yolanda. Ya vi cómo la mirabas el otro día.
—¿Yo, la miraba yo? ¿Es eso lo que te pasaba toda la noche, un vulgar ataque de celos?
La frase me restalló en los oídos como un latigazo ofensivo. Abrí los ojos de par en par, consciente de que salía fuego por ellos. Le hablé en voz baja rasgando las palabras con los dientes:
—El día que yo sienta celos de ti, Ricard, ese día preferiría que me arrancaran la piel antes de decírtelo.
Di el clásico portazo de bronca conyugal y eché escaleras abajo sin detenerme a llamar el ascensor. Estaba alterada y enormemente molesta conmigo misma. Entonces, cuando ya había alcanzado el tercer piso de aquella escalera vetusta y señorial, oí un grito, casi un alarido firme y cuartelario pronunciando mi nombre:
—¡¡Petra Delicado!!
Me quedé quieta, con la sangre helada, aquel tipo se comportaba como un auténtico loco. Oí cómo bajaba a toda velocidad. Cuando lo tuve delante jadeaba. Nos miramos frente a frente como dos desafiantes animales y entonces la luz automática se apagó. Sentí su cuerpo envolviendo el mío, su boca caliente bajando por mi cuello. Notaba su respiración alterada chocando contra mi pecho. Desfallecí de deseo y ya no existía en el mundo nada más que su loción de afeitar.