CAPÍTULO DÉCIMO

Tras una larga hora y media, cuando yo ya estaba a punto de darme por vencida y pedirle a la ilustre cocinera que siguiéramos al día siguiente, ésta soltó por fin:

—¡Aquí lo tienen!

Garzón y yo nos agolpamos a sus flancos con impaciente avidez. Sólo vimos un rostro, nada más, pero quizá estábamos contemplando a quien nos conduciría hasta el final del caso. El tipo de la fotografía tenía unos cuarenta años, ojos claros, cabello ralo y aspecto corriente.

—Éste es el hombre. Mírenlo, con la misma cara de sabelotodo que ponía en mi bar.

Llevaba razón, aun siendo una foto oficial, aquel individuo tenía una ligera sonrisa de suficiencia pintada en el rostro.

—El típico tío que anda sobrado, que perdona la vida a los demás. No sé en qué estaba metido, pero para mí que este desgraciado no ha sido capaz de matar a nadie. Y no lo digo por defenderlo porque sea cliente, ¿eh?, pero estoy convencida de que los asesinos no son así.

Advertí que nos acechaba un pequeño peligro de intromisión, por lo que le di las gracias a Genoveva al tiempo que movía sutilmente su asiento. Pero era batalladora.

—No pensarán largarme sin decirme siquiera cómo se llama. Tampoco me importa demasiado, pero que me usen y luego me quiten de en medio sin una pequeña explicación… soy humana, tengo curiosidad.

Garzón y yo nos miramos estupefactos ante aquella reacción imprevista. ¿Había algún inconveniente en que supiera el nombre? Probablemente, no. El subinspector se sentó frente al ordenador y abrió la ficha. Luego nos miró muy serio y dijo:

—Arcadio Flores Aragón. Así es como se llama.

Pensé que Genoveva era capaz de atreverse a pedir más pormenores, pero no fue así. Hizo un gesto rotundo de asentimiento, como si el nombre de aquel sujeto lo expresara todo con claridad y se dispuso a marcharse de modo razonable.

—Bueno, eso ya es otra cosa. Es que me fastidia que me utilicen como si fuera un objeto, la verdad, como cuando te mandan cortar la cebolla, pero no te dicen el resto de la receta. Me fastidia, yo quiero saber qué papel hará la cebolla en el conjunto. Soy una cocinera, no una pinche, por eso debe de ser.

La despedimos con todos los honores. Cuando hubo salido miré a Garzón.

—¿Qué le parece la señora? Todo un carácter, ¿no?

—Sí, más que cortar la cebolla es de las que cortan el bacalao. Hay que fiarse de lo que dice. Vamos a ver qué tenemos aquí.

Abrió por completo la ficha de Arcadio y se puso a leer con interés.

—Está fichado por un timo muy usual: vendió un mismo piso a dos personas a la vez. Naturalmente, el piso ni siquiera era suyo, sino de una hermana, que también lo denunció junto con los dos timados. Fue acusado de estafa y falsificación de documento mercantil. No llegó a estar en la cárcel más que un par de meses.

—¿De qué fechas estamos hablando?

—De 1999.

—¿No tiene nada más?

—Nada más. Nunca fue detenido ni antes ni después.

—¡Joder!

—Ésa es una buena exclamación. ¿Vamos a casa del tal Arcadio?

—Sí, y llame al juez que instruyó el caso para que vaya buscando el expediente.

—A la orden, inspectora.

—¿A qué viene tanta marcialidad?

—Estoy contento, inspectora, creo que estamos en la recta final, y cuando estoy contento me pongo marcial.

—Sí, yo también estoy contenta, pero recuerde que hay rectas muy largas.

—Usted cuando está contenta se pone en plan cenizo, ¿verdad? ¿Qué hace cuando está deprimida?, ¿predice el apocalipsis?

—Yo soy prudente, Fermín, y la prudencia no conoce estados de ánimo.

—¡Joder!

—Ésa es otra buena exclamación. ¿Nos vamos?

La dirección que estaba en nuestra ficha nos llevaba a la calle Padilla, un barrio de clase media baja completamente impersonal. El número 39 era un inmueble sin ninguna característica propia y, naturalmente, Arcadio Flores ya no vivía allí. Tuvimos que desplazarnos hasta la agencia inmobiliaria que en su día le alquiló el piso para encontrarnos con un resultado muy poco esclarecedor: había sido un inquilino formal que pagó siempre con toda puntualidad, y cuando desocupó la vivienda no dejó ninguna dirección. Paradero desconocido, ésa era la circunstancia de la que debíamos partir, algo tan esperable como desesperanzador.

Al día siguiente, una de las ayudantes del juzgado número 11 nos comentó el expediente de Flores con toda amabilidad.

—Este señor robó la escritura de un piso de su hermana, María Flores Aragón, y falsificó el nombre poniendo el suyo propio. Luego cobró una paga y señal de setecientas mil pesetas a dos compradores distintos. Lo denunciaron ambos, y su hermana también. Le cayó una sentencia de seis meses de prisión, pero como era su primer delito y la pena no llegaba a un año, el juez dictaminó que podía salir en libertad tras dos meses de reclusión siempre que restituyera el dinero a los perjudicados y pagara a su hermana una indemnización de quinientas mil pesetas por los daños sufridos, todo en el plazo de treinta días.

—¿Pagó?

—Sí, pagó en fecha… fíjese, sólo una semana después de la sentencia, debía de tener el dinero del timo guardado.

—¿Figura en el expediente la dirección de su hermana?

—Sí, y la de los otros dos perjudicados también. ¿Se las apunto?

—Por favor.

En la calle, Garzón me miró serio como la muerte.

—¿Usted se cree eso de que tenía el dinero del timo guardado?

—No es una reacción muy en el perfil de un estafador.

—¿Y la indemnización?, ¿de dónde sacó el otro medio millón?

—No lo sé, Garzón, lo tendría en el banco.

—¡Bah!, un tipo que está tan desesperado como para intentar sacar dinero por medio de una falsificación y resulta que no sólo tiene cuenta en el banco sino que encima no se gasta lo que estafa… no me cuadra.

—Tampoco me cuadra a mí. Hay que interrogar a todos estos perjudicados como dice la ayudante del juez. Creo que nuestros destinos deben bifurcarse aquí: usted se entrevista con los dos timados y yo con la hermana del timador. Ya sabe lo que hay que preguntar: dónde lo conocieron, en qué circunstancias, si actuaba solo o había alguien con él y, por supuesto, si tienen alguna idea de dónde está.

—No soy un novato, Petra. Pero… ya casi es la hora de comer.

—Mucho mejor, así la gente no estará trabajando.

—Casi todo el mundo come fuera de casa hoy en día, ¿no sería mejor tomar algo y después…?

—Subinspector, le prometo una merienda de lujo en La Jarra de Oro, pero…

—Está bien, está bien, no me haga quedar como un tragaldabas sólo porque intento ser un poco organizado.

—¿Tragaldabas? ¡Nunca hubiera pensado eso de usted!

No esperaba un recibimiento con fuegos artificiales, pero tampoco ver estallar sobre mí el resplandor de las bombas, y eso fue prácticamente lo que encontré. La hermana de Arcadio y su esposo comían en el salón cuando llamé a la puerta. Ella fue quien abrió. Me presenté como policía y comprobé cómo la mujer se quedaba muda y con expresión de miedo. Inmediatamente apareció el marido.

—¿Qué demonio pasa?

—La señora es inspectora de policía.

—Quisiera hablar un momento con ustedes sobre Arcadio Flores Aragón. Es su hermano, ¿verdad?

Al tipo le faltó tiempo para decir:

—¿No puede venir a una hora en que no estemos comiendo? Soy taxista y me paso el día en la calle, de manera que…

Le interrumpí con firmeza:

—No vengo para una visita de cortesía ni soy una encuestadora. Es un asunto oficial.

Me dejaron pasar de mala gana. En su comedor estaba la mesa puesta y la televisión encendida. Dos platos de sopa dejarían de humear sin remisión. Me dirigí a María.

—Señora, su hermano…

Interrumpió mis palabras con angustia:

—¿Le ha pasado algo?

El mal humor del marido no había amainado.

—¿Qué coño le va a pasar? Se habrá metido en otra, ¿o es que creías que de repente se había vuelto un angelito? ¿Qué es lo que ha hecho esta vez? —preguntó volviéndose hacia mí.

—He venido para preguntarles si saben dónde está.

—¿Nosotros?, nosotros qué vamos a saber. ¿Le parece poco lo que nos hizo? Le robó a mi mujer las escrituras de un piso que tiene y las falsificó para poder venderlo. ¡El muy cabrón!, después de aquello no hemos querido saber nada más de él. Así que, si se ha metido en algo feo, aquí no va a encontrar ninguna información.

Le dirigí una gélida mirada y le pregunté de nuevo a su mujer:

—¿Y usted, María, sabe algo de él?

Estaba aterrorizada, casi a punto de llorar.

—No sabemos dónde está.

—¿Pues no se lo estoy diciendo? A ver si se cree que después de la jugada que nos gastó vamos a estar pendientes del hermanito. ¡No, hombre, por Dios!, y no hay derecho a que, si se ha metido en otro lío, venga la policía a molestarnos a nosotros.

—¿Ha hecho algo malo? —inquirió la hermana con un hilo de voz.

—Puede, pero no lo sabemos con seguridad, por eso necesitamos hablar con él.

—¡Seguro que ha falsificado otra cosa, o ha timado a alguien… estaba seguro de que volvería a las andadas! Por eso le dije a ésta: «No vuelvas a dirigirle la palabra nunca más, ¿me oyes?, nunca más, y si se presenta un día por aquí lo echas escaleras abajo.»

—¿No les dejó su dirección o su teléfono la última vez que le vieron?

—¿De verdad se cree que se le hubiera ocurrido aparecer por esta casa? ¡No, hombre, no!, pero si es un cobarde, ya sabe él adónde no tiene que volver.

—Está bien, los dejo que acaben de comer tranquilos, pero si saben algo…

La hermana se levantó para acompañarme, mientras el cónyuge me despidió con un gruñido. En la puerta giré sobre los talones y la miré con fijeza:

—Señora, si llega a saber algo, si…

Una llamada imperiosa llegó desde el comedor:

—¡María!, ¿vienes a comer o qué?

—Adiós —me dijo precipitadamente y cerró en seguida la puerta tras de mí.

Al otro lado de la calle había un pequeño bar resplandeciente en su cutrez. Pedí una cerveza y me senté junto a la ventana. Media hora después vi salir al taxista hurgándose los dientes con un palillo. Desapareció calle abajo. Esperé un momento más y me dirigí de nuevo a la casa. Llamé al timbre. En cuanto María Flores me vio, se echó a llorar amargamente.

—Entre.

—María, no quiero crearle problemas, pero me ha dado la impresión de que no podía hablarme con libertad.

Se enjugó los ojos con tristeza. Me hizo pasar al salón, donde ya no quedaban restos de la comida. Nos sentamos en un tresillo con tapizado de flores chillonas.

—Mi marido no es un mal hombre, un poco bruto nada más. Lo que pasa es que cuando se trata de mi hermano… yo lo comprendo, de verdad, fue muy fuerte lo que nos hizo. Claro que mi hermano tampoco es malo, ha tenido mala suerte, eso es todo. Mis padres nos dejaron en herencia dos pisos pequeños, uno para cada uno. Él en seguida vendió el suyo. Ha frecuentado malas compañías, amigos que vivían por encima de sus posibilidades, y por querer seguirlos… pero no es malo. Yo no quería denunciarlo a las autoridades para que todo quedara en familia, pero mi marido se empeñó y…

—¿Ha tenido más noticias de él?

Miró a su alrededor como si temiera que los ojos del marido la contemplaran desde algún lugar.

—Yo…

—Nadie tiene por qué saber que ha hablado conmigo.

—¿Qué le harán?

—Nada, María, sólo hay sospechas, pero si sabe algo debe decírmelo, por el bien de su propio hermano.

—Hace ya casi un año me llamó por teléfono. Quedé con él en un bar. ¡Si Manolo se enterara, sería capaz de matarme!, pero es mi hermano, tenía que ir, saber qué le había pasado después de tanto tiempo. El pobre sólo quería pedirme perdón por lo del piso. Se sacó doscientas mil pesetas del bolsillo metidas en un sobre e insistía en que me las quedara. Le dije que no, que no podría justificar tener ese dinero delante de Manolo. Le pregunté de dónde lo había sacado. Me dijo que era todo legal, que ahora se ganaba muy bien la vida trabajando para un hombre que tenía una… institución.

—¿Una institución, qué tipo de institución?

—No sé, no me haga caso, a lo mejor no dijo una institución, pero creo que sí. De todas maneras, yo estaba muy nerviosa, llorando, ¡ya se puede imaginar!

—¿Le dejó su dirección, un teléfono?

—No.

—¿Hizo algún comentario sobre dónde estaba esa… institución, sobre el nombre de su dueño?

—No, inspectora, no dijo nada. Tuve que pedirle que no me llamara más si no quería buscarme follones con Manolo. Mire qué triste es eso para una mujer, tener que escoger entre su marido y su único hermano. A veces pienso que me alegro de que mis padres estén muertos, así no pueden ver dónde ha ido a parar nuestra familia.

—¿Se despidieron para siempre?

—No ha vuelto a llamar más, se lo juro por Dios. El pobre se empeñó en que me quedara el dinero. Se lo di a nuestros hijos, tenemos dos hijos que ya viven por su cuenta. Cien mil pesetas a cada uno, y les pedí que no se lo contaran a su padre.

—Está bien, señora, pero si por casualidad su hermano volviera a ponerse en contacto con usted… aquí está mi tarjeta. Tomaré su información como confidencial.

—La llamaré, se lo prometo, no quiero que mi hermano vaya por mal camino y que le pase algo malo de verdad.

Puse rumbo hacia La Jarra de Oro y desde allí telefoneé a Garzón. Me dijo que llegaría al cabo de menos de media hora. Tomé otra cerveza mientras lo esperaba. Una institución. ¿Qué diablos era una institución? ¿Había entendido bien aquella mujer?, ¿era sólo una excusa de Flores para justificar el dinero que le estaba entregando?, ¿de dónde sacaba tanta pasta aquel pájaro?

Garzón casi no me saludó.

—¿Ha comido, inspectora?

—Estaba esperándolo.

—No sé cómo puede pasar sin comer, ¿hace yoga o algo por el estilo? Yo estoy que no me tengo en pie, hasta me notaba mareado.

Nos sentamos a una mesa y pedimos el menú, pero ya era muy tarde y se había agotado.

—Pues dos huevos fritos con patatas y jamón, y un platito con aceitunas mientras esperamos, necesito llevarme algo a la boca.

—¿La información que trae no le ha alimentado?

—No he tenido esa suerte, ni comida ni información.

—¿Ha podido entrevistarse con ambos perjudicados?

—Sí, y ha sido tiempo perdido. Ya se puede imaginar, gente sencilla sin ni puta idea de nada. Y como todo timado, con un fondo de avaricia. Flores les ofreció el piso a un precio muy por debajo del mercado. Y picaron, claro, le dieron la paga y señal. A ninguno de los dos se les pasó por la cabeza ir a verificar los datos al registro de la propiedad ni pedir consejo a ningún abogado… ¡nada, a aprovechar la ocasión de comprar barato y en paz! Hasta que se descubrió el pastel.

—¿Han sabido algo más de Flores?

—Figúrese, a pesar de haberles devuelto el dinero, el uno dice que si vuelve a verlo lo machacará. El otro era menos compasivo, de modo que… no creo que Flores se les acerque nunca en la vida.

Trajeron los huevos fritos y Garzón se abalanzó sobre ellos como si hubiera sido Robinson Crusoe en su primer ágape decente tras el naufragio.

—¿Qué cuentan esos dos sobre su timador?

Entre las enérgicas masticaciones pude entender:

—Pues que era un tipo muy fino, con mucha labia, con cultura… según ellos, claro. Bien vestido, con un buen reloj, bolígrafo de oro, calculadora último modelo…

—Eso completa un poquito el retrato.

—Muy poco, ya ve. ¿Qué tal le ha ido a usted?

Le conté la historia de la institución. Levantó un momento la vista del plato para considerar el dato en todo su valor.

—¿Era una mujer culta esa tal María?

—No demasiado.

—Entonces lo de la institución puede ser cualquier cosa: una agencia de seguros, un banco… y si encima dice que no estaba muy segura… pudo escoger una palabra al azar, una que le pareciera respetable.

—Hay que pedir orden de busca, Garzón, puede que ayude.

—También tenemos que volver a las instituciones de caridad, que no se diga que no hemos agotado esa vía… ¿Sabe qué me tomaría ahora, Petra?

—¿Otros dos huevos fritos?

—¡Ha acertado!, pero como no hay tiempo para eso, voy a pedir un flan con mucha nata. ¿Y usted?

—Con los huevos he tenido suficiente, sólo café.

Llamó al camarero con gesto impetuoso y después de hacer su pedido me miró con cierta turbación.

—Inspectora, no quisiera parecer un jeta pero… mañana ya es sábado.

—¿Y?

—Mi hijo se va el domingo por la mañana.

—¡Joder, Fermín, perdóneme, se me había olvidado! Mañana por la noche haremos la gran fiesta.

—Dígame qué necesitamos e iré yo a comprar.

—No se preocupe, iremos los dos. También haremos juntos la lista de invitados.

—¿La lista?

—Es una gran fiesta, ¿no?

Era verdad que se me había olvidado por completo la solemne despedida. Realmente tenía pocas ganas de dar aquella fiesta, pero me sentía en deuda con mi ayudante. Suponía que él lo hubiera hecho igualmente por mí, que es lo que suele suponerse cuando no se encuentra una buena razón para hacer algo por los demás. De cualquier modo, hacía años que no organizaba nada en mi casa, y en esta oportunidad yo también tenía un invitado importante: Ricard. Si era cierto que alguna vez íbamos a vivir juntos, no resultaba descabellado comprobar cómo se desenvolvía en mi ambiente. Pero ¿podía pensarse que mi ambiente lo constituía aquella lista de invitados?: las hermanas Enárquez, el juez García Mouriños, el hijo de Garzón y su remota pareja, la pobre Yolanda y el propio subinspector. Había visto fiestas raras, pero aquélla prometía ser una auténtica pieza de museo. Aunque de eso se trataba, de dar una apariencia de normalidad a una situación chirriante en su conjunto.

El sábado por la mañana tenía una cita con Garzón. La orden de busca y captura estaba ya en marcha, así que dedicamos el día a la preparación de la fiesta. Habíamos decidido encargar en un establecimiento abundantes bandejas de canapés y varias carnes frías. Nosotros confeccionaríamos las ensaladas en casa. Mi petición de pagarlo todo fue desatendida por Garzón, que insistió en hacerse cargo de la mitad de los gastos. No íbamos a pelearnos y la cosa quedó así, parecía justo.

De la singularidad de la fiesta éramos una buena muestra mi compañero y yo, yendo de compras como una pareja bien avenida. Naturalmente, el subinspector ni siquiera consideró la posibilidad de lucir un atuendo informal en una mañana como aquélla; al contrario, se encapsuló en uno de sus trajes de rayas más emblemático como si hubiera decidido ser amortajado con toda pompa.

Hacía sol y por la Rambla de Cataluña había gente paseando y comprando con la típica despreocupación de un día libre. Nos miraban, por supuesto que sí, y debían de hacer todo tipo de conjeturas sobre el nexo que nos unía. De pronto, el subinspector se quedó mirando a una pareja que llevaba tres niños pequeños cogidos de la mano.

—¡Qué hermosa familia! —dijo en un rapto idílico.

—No se deje engañar, los niños dan el coñazo y los padres están llenos de estrés. Las familias no son un invento para la ciudad.

—¿Usted cree? Yo siempre había pensado que tener una familia era deseable.

—Es un mal menor. La gente tiene miedo, y viviendo como manda la mayoría se encuentra más protegida.

—Ya. Pues a mí me hubiera gustado que me hicieran abuelo, fíjese.

—¡Garzón, por favor, ese comentario es de una decadencia impropia de usted!

—¿De veras? No veo la razón, es el ciclo de la vida, y darte cuenta de que estás integrado en él resulta tranquilizador.

—Mentiras, todo mentiras. La gente intenta olvidarse por todos los medios de que pertenece al reino animal y le pone mística a las simples etapas biológicas: el amor, la paternidad, la familia… nombres sublimes para el apareamiento, la reproducción, el grupo…

—Más a mi favor. ¿Y si le digo que yo sólo aspiro a cosas animales?

—Los leones no tienen nietos.

—¡Joder, inspectora!, ¿por qué es usted tan desagradable?, ¿hay algo en el mundo que le parezca bien?

—A ratos, sí. Pero detesto las mentiras que todo el mundo sabe y acepta.

Se echó a reír haciendo que se hinchara su chaleco, que más parecía un refajo.

—En el fondo me hace usted gracia, Petra, siempre a la greña con la vida, con la realidad… demuestra ser optimista, un pesimista no sería capaz de analizar así las cosas, se moriría de desesperación.

—La desesperación quema demasiadas energías. Además, hay que ser muy valiente para sentirla por completo, y yo no lo soy. ¿Sabe qué pienso? Que cada vez me hago más cobarde.

—¿Por qué dice eso?

—No sé, apreciaciones, pero es así. Fíjese que el otro día hasta estaba planteándome vivir con alguien, romper con la soledad.

Se quedó muy callado. Digirió su sorpresa en silencio y después preguntó de modo casual:

—¿Con quién, con el psiquiatra?

—He dicho con alguien, sin personalizar.

—¡Ah!

Me arrepentí inmediatamente de haberle hecho semejante confesión, y antes de que pudieran plantearse preguntas incómodas, di un giro brusco llevándolo al presente.

—Oiga, Fermín, estoy hasta las narices de andar dando vueltas por la calle. Le propongo un plan: ya tenemos encargado el catering. Ahora bajamos hasta la Boquería y compramos verduras para la ensalada. Después me invita a tomar una cerveza en la plaza Real. ¿Qué le parece?

—Nada que objetar, es un plan perfecto.

El mercado de la Boquería lucía en todo su esplendor y me resultó difícil ir arrancando a Garzón de la admiración contemplativa que demostraba frente a todos los puestos que exhibían mercancías infrecuentes: setas, frutos tropicales, verduras exóticas… Era como un turista en pleno tour. Ni que decir tiene que su traje causó sensación entre las deslenguadas vendedoras que, para atraernos, no dudaron en usar con mi compañero epítetos como: hermoso, elegante, bien plantado y hasta playboy. Confieso que me sentí aliviada cuando salimos de allí, y que cuando pedimos un par de cervezas en una terraza de la plaza Real y me senté de cara al sol, perdí aquel funesto optimismo analítico que me había endilgado mi adjunto. Pero toda felicidad es efímera por definición. Aún tenía los ojos gozosamente cerrados cuando oí:

—¿Está enamorada de él?

—¿Cómo?

—Ya sabe, del psiquiatra, de Ricard.

—No sé, no me lo he planteado.

—¿No se lo ha planteado y está pensando en que vivan juntos? No lo entiendo.

—No hay nada que entender. Es un hombre amable, culto, bien parecido y le gusto un montón. Sería una convivencia fácil. Así, si un día llego a casa de mal humor, a lo mejor se me quita hablando con él.

—O al revés. Yo creo que los planes de futuro tan racionales no pueden funcionar.

—¿Funcionan mejor los irracionales?

—Me parece imprescindible el amor.

—¿Estaba usted enamorado de su esposa?

—No.

—Y vivió treinta años con ella.

—Es muy diferente. En mi época se hacía todo por respetar las costumbres. Si encontrabas a una buena chica y estabas cerca de los veinticinco, tenías que casarte, era así.

—Pues usted parece seguir igual, haciendo las cosas para respetar la costumbre.

—¿Qué quiere decir?

—Tiene usted un hijo estupendo, inteligente y brillante en su profesión, pero como la costumbre es que se case y le dé a usted muchos nietos, es incapaz de aceptar su homosexualidad.

Su cara se puso seria.

—Eso ha sido un golpe bajo, Petra.

—¿Golpe bajo?

—Estábamos hablando de usted, además, el que ha tocado es un tema difícil y muy personal en el que ando luchando con bastante sufrimiento.

—¿Piensa que el hecho de plantearme vivir con alguien para eludir los momentos duros de la soledad es una tontería para mí? ¿Cree que el pánico ante un tercer matrimonio fracasado me provoca un sentimiento fácil de aguantar?

—Lo siento, no debería haber empezado esta conversación.

Un silencio resentido se instaló entre los dos. Llegó el camarero y con una cantinela estúpida preguntó:

—¿Otra cervecita, señores?

—No, gracias, está bien así —respondió el subinspector educadamente.

Le puse la mano en el brazo:

—¿Lo dejamos en tablas, Fermín? Lamento si lo he ofendido.

—No, perdóneme usted a mí. No me ha ofendido porque lleva razón.

—¿Por qué no nos olvidamos de la jodida vida privada? ¿Se da cuenta?, esta puta sociedad nos influye para que lo único que nos importe sean nuestros malditos sentimientos personales. Deberíamos preocuparnos por otras cosas.

—¿Como por ejemplo?

—¡Algo más general! La contaminación del medio ambiente, el peligro nuclear, el hambre en el mundo…

Garzón miró con escepticismo a nuestro alrededor, donde gente alegre y despreocupada tomaba el aperitivo.

—Justamente la falta de hambre es la razón de que nos preocupen tanto los sentimientos. Nuestros abuelos tenían que pasarse la vida trabajando de sol a sol en el campo para poder comer un mal potaje, ¿y qué, pensaban en sus traumas, los tenían siquiera? Por cierto, inspectora, todo eso del hambre me recuerda que deberíamos comer algo antes de ir a su casa a emplearnos a fondo como cocineros.

—¿Comer?, ¡pero si esta noche cenaremos una barbaridad! Un bocado ligero, si acaso.

—¡Joder, me somete usted a unos ayunos que ríase de los de Gandhi!

Nos levantamos riendo los dos, pero teníamos un pequeño nudo en la garganta que tardaría un buen rato en deshacerse. Demasiada intimidad, o poca hambre, que hubiera dicho Garzón.

Durante toda la tarde comprobé que el subinspector había hecho muchos progresos en su carrera culinaria desde que nos conocimos. Sabía perfectamente cuánto tiempo deben hervir los huevos para ponerse duros, y troceaba la cebolla con un movimiento de muñeca tan mecánico y reiterado como un tic. Se notaba, además, que disfrutaba mucho con sus nuevas habilidades, e incluso se permitía alguna sugerencia innovadora que no sonaba a herejía, como añadir alcaparras a la mayonesa o sésamo a la ensalada. Nada que ver con la primera comida que había preparado junto a él hacía un montón de años, cuando aún vivía en una pensión. Se lo hice notar y se puso tan orgulloso que temí que se cortara un dedo al exhibirse con más destreza.

—¡Todo ha cambiado, Petra! Usted y yo ya hace lo menos siete años que colaboramos. Nos conocemos muy bien.

—Por eso podemos hacernos daño con lo que decimos, ¿verdad?

—No creo que ni usted ni yo lo pretendamos.

—Puede estar seguro de eso.

Se quitó el delantal que le había prestado e hizo una pirueta eufórica sobre sus talones.

—Pues bien, para celebrar cosas tan hermosas y para que las buenas costumbres no se pierdan, y abusando de la confianza ya que estamos en su casa, ¿no cree que va siendo hora de que nos arreemos un copazo? No todo va a ser «ora et labora», ¿no le parece?

—Ha hablado usted con más discernimiento que el mismísimo san Agustín. Ya sabe dónde está el mueble bar.

Bebimos a la salud de varios santos y de algunos mártires también. Pensé que Garzón le atizaba al alcohol con la intención de doparse para aparecer lo más animado posible en aquel extraño homenaje filial que nos disponíamos a llevar a cabo, pero quizá mis antenas psicológicas estaban demasiado extendidas. Acabamos de preparar las ensaladas y las metimos en la nevera. Tenían una pinta estupenda. El subinspector consultó su reloj.

—¿Cree que todo saldrá bien, Petra?

—Por supuesto que sí. En seguida llegarán los del catering, no se preocupe, suelen cumplir.

—Estaba refiriéndome al caso. Usted sabe que una orden de busca y captura puede tardar meses en dar resultado, si es que lo da.

—Nos encargarán otro caso mientras tanto.

—Eso es lo que me temo, y si nos dan otro caso, éste se quedará sin resolver… ¡y tan cerca del final como estamos! Sus homeless se quedarán sin venganza.

—Sin justicia, quiere decir. Pero no desfallezca, volveremos a recurrir a gente que haya visto a Arcadio Flores alguna vez, preguntaremos entre los parroquianos del bar de Genoveva, iremos de nuevo a Cáritas, a otras instituciones de caridad, puesto que sabemos que lo había contratado una institución. Encima ahora tenemos su fotografía, es un paso más. Aún no hemos explotado todos los cartuchos.

Suspiró y observó el techo, luego se tragó el último sorbo de martini que le quedaba en el vaso. Me miró:

—Entonces se supone que la historia tendrá un buen final.

—Tarde o temprano lo atraparemos, le doy mi palabra de honor.

—Me estaba refiriendo a la historia de mi hijo y su novio.

—Oiga, Fermín, ¿por qué no intenta centrar un poco esta conversación?, más que nada por no divagar.

—Perdone, es que me encuentro nervioso, alterado. Esto de la fiesta no sé yo si…

—Venga conmigo, prepararemos la vajilla en el salón. Luego nos arreglaremos un poco.

Me obedeció como un niño que necesitara de guía. Colocamos las copas y los platos en un extremo de la mesa alargada donde iría el bufet. Metí las flores que había comprado en jarrones distribuidos estratégicamente y, por último, encendí un par de enormes velas.

—¿Qué le parece?

—Está muy bonito, pero vaya jaleo para usted.

—Por eso no se preocupe, yo soy una mujer de mundo y estoy habituada a recibir en mi hogar.

—Eso es cierto.

—Voy a cambiarme de ropa y a pintarme los ojos. Usted podría separar los discos que le gustaría oír durante la cena.

—Música clásica, no, ¿eh?

—No, hoy mejor jazz.

Subí a mi habitación y mientras me maquillaba, oí cómo llegaban los del catering a entregar la comida, y cómo Garzón los recibía y les daba las indicaciones pertinentes convertido en un auténtico amo de su hogar. Era una situación extraña que me divirtió y que, en el fondo, resultaba sumamente agradable: alguien que abre la puerta mientras tú haces otra labor, que se ocupa de llevar las riendas en un momento dado. Sí, vivir en compañía presentaba algunas ventajas, ¿quién podía negarlo?

Bajé con un sencillo vestido rojo oscuro y el pelo recogido en la nuca, sin joyas, bien maquillada. Garzón silbó:

—Está usted como un tren.

—Es un piropo anticuado.

—Como un tren de alta velocidad, entonces.

Le sonreí con simpatía y miré su atuendo. Mientras habíamos estado trajinando en la cocina se había quedado en mangas de camisa, pero ahora volvía a lucir americana, chaleco y corbata, con lo que el fantasma de Lucky Luciano tomaba cuerpo otra vez. Me atreví a hacerle una sugerencia estética:

—¿Por qué no se queda sólo con la camisa, como antes?

—¿Estoy mal así?

—Demasiado formal.

—Pero usted se ha puesto muy elegante.

—Siempre es así en las fiestas privadas, las mujeres vamos elegantes mientras los hombres escogen un look más despreocupado.

—No lo sabía. Pues me quito la corbata y en paz.

—Espere, quítese también la chaqueta y déjese puesto el chaleco. Le prestaré un fular. No, mejor una bufanda ligera, tengo una de cheviot que le irá perfecta. Estará igualito que Georges Brassens.

—¿Seguro?, ¿no pareceré un cantaor de flamenco?

—¡No, no, qué va!, tendrá un aspecto… ¡moderno!, ésa es la palabra.

—Bueno, todo sea por la modernidad.

Con la bufanda descuidadamente caída a ambos lados de la pechera, más parecía un chansonnier de cabaret que un cantaor de tablao, pero como no estaba segura de que le complaciera la analogía, me limité a decirle que lucía una pinta estupenda.

—¡Tengo una hambre, inspectora!, ¿puedo picar un canapé?

—¡Ni se le ocurra!

A las nueve en punto llamaron al timbre. Hice votos mentales para que no fuera Ricard, no podría haber vuelto a soportar la tensión que se creaba al reunirse nuestro curioso triángulo. Mis plegarias fueron oídas porque se trataba del juez García Mouriños. Su voz atronadora invadió la casa por completo.

—¡Petra Delicado, la montaña hacia la que Mahoma se ve obligado a ir!

—Mahoma tampoco ha venido demasiado últimamente.

—¡Cosas del trabajo, qué le voy a contar! Pero es una vergüenza que sólo nos veamos por temas profesionales.

—Lleva usted mucha razón. Como ya no me invita al cine ni me propone que nos casemos…

—¡Hasta el propio Mahoma se hubiera cansado de recibir tantas calabazas! ¿Tiene algo de beber?

—Lo tengo todo. Sólo pida y será complacido.

El subinspector hizo su aparición. El juez le espetó:

—¡Hombre, Fermín, qué elegante! Hoy tienes un aire a lo Maurice Chevalier que te sienta muy bien.

—¡Vaya por Dios!, ¡un poco pasado de moda el tal Chevalier!

—Nada de eso, es un clásico. Cuando uno se muere y no deja de recordársele, pasa a ser un clásico, ya sabes cómo va eso.

—Para clásico hubiera preferido vestirme de romano.

García Mouriños soltó unas carcajadas de las que suelen resonar en el proscenio.

—¡Ah, este hombre siempre está protestando! ¿Ha visto usted a alguien que proteste más, inspectora?

—Vive Dios que no.

—¡Estupendo, juez, ve dándole razones a mi jefa!

—Todos estos recibimientos en plan Bienvenido, mister Marshall están muy bien, pero ¿es que nadie va a servirme un dedito de whisky?

Por la familiaridad con la que Garzón y el juez se trataban, pude comprender que aún debían de salir «en pandilla» con las hermanas Enárquez. Cuando estaba sirviéndole el whisky volvieron a llamar. Eran las propias hermanas Enárquez, a las que acogí con auténtica alegría. Nos abrazamos, nos besuqueamos en el mejor estilo social-femenino y me encantó comprobar que no habían perdido ni un ápice de su glamour. Vistosas, emperifolladas y cuidadas hasta en el más nimio detalle, seguían siendo un ejemplo palmario de cómo se puede vivir con eterna ilusión. Mercedes dio una vuelta apreciativa por la sala:

—¡Qué casa tan coqueta, Petra! Ya sabía que no tendrías los ceniceros a tope de colillas y revistas caídas por el suelo como los policías de las películas, pero un gusto tan exquisito se sale de lo común.

Lamenté que Ricard no estuviera presente para oír aquel comentario.

—No te fíes, lo de las películas es verdad, pero como os esperaba, todas las revistas están debajo de la cama y las colillas las he tirado por la ventana.

Beatriz se quedó mirando a Garzón:

—Fermín, ¿de qué estás vestido hoy?

El subinspector me miró con cara de odio. Dijo resignadamente:

—La idea era tener un look informal.

—¡Pues lo has conseguido! Más que informal, yo diría que es incluso un look…

Buscó la palabra sin encontrarla. García Mouriños se la brindó encantado:

—¿Deforme?

El pobre subinspector tuvo que aguantar las risas generales, si bien yo intenté moderar las mías porque empezaba a sentirme culpable. Por fortuna, en aquel momento llegó Ricard. Nunca olvidaré la expresión de su cara cuando vio a mis invitados en todo su esplendor. En seguida me lanzó una mirada irónica. Fui presentándoselos y empezó a darse cuenta de que, si bien el aspecto de todos ellos podía parecer pintoresco y su edad era algo más que mediana, se mantenían en perfecta forma verbal y su sentido del humor no permitía descanso. Aun así, cuando estaba haciendo de anfitriona en el rincón de las bebidas, se me acercó para susurrarme muy divertido:

—¿De dónde has sacado a toda esta panda? ¡Son la hostia!

Le mandé callar y servir las bebidas para que tuviera algo que hacer. La reunión se formalizó un poco y bebimos charlando en pequeños corros. Garzón me dijo al oído:

—¿Y mi puto hijo, no puede llegar puntual como todo el mundo?

—¿Quiere procurar no estar tan nervioso? Es una fiesta, no un juicio, no hace falta llegar con absoluta puntualidad, incluso es más distinguido hacerse esperar un poco.

—¡Usted y sus conocimientos de sociedad! Me ha hecho ponerme esta facha innoble y ahora todo el mundo se cachondea de mí.

—Por favor, Fermín, nadie se ha cachondeado de usted. Simplemente tiene un aspecto distinto del de siempre y eso llama la atención. Es normal.

Renegó aún por lo bajo ¿De verdad tenía tan mala apariencia? Yo lo encontraba mucho mejor que con su traje funerario, pero tantos comentarios habían acabado por hacer que me sintiera responsable. Encima, empecé a sufrir también por el retraso de su hijo. Por supuesto, como todo sufrimiento precoz, fue por completo inútil. Diez minutos después y entre disculpas de todo tipo, el hijo de Garzón y el americano hicieron su aparición. Observé al novio con mucho cuidado. Era alto, bien parecido, vestido con elegancia. El pendiente que orlaba su oreja representaba la anécdota irrelevante en un aspecto general muy poco llamativo, muy correcto. Sí era cierto que se reía continuamente, pero esa característica alegre en el trato social era más propia de su nacionalidad que de su tendencia a trivialidad alguna. Realmente, Garzón no tenía motivo para quejarse, aquel hombre distaba mucho de ser una «loca» que pudiera llamar la atención. Como parecía ya inevitable, Alfonso Garzón comentó el aspecto de su padre:

—¡Caramba, papá, te encuentro cambiado!

Garzón apretó las mandíbulas y yo le pedí a Dios que el comentario fuera clemente.

—Estás…

—¿Hecho un adefesio?

—Al contrario, te encuentro moderno. Moderno es lo que iba a decir.

Le pegué una mirada de triunfo a mi ayudante y me alejé en busca de dos copas con aire de éxito total.

Estando las hermanas Enárquez entre los invitados, no cabía temer que el encanto de la fiesta decayera. Rápidamente, tanto Mercedes como Beatriz me ayudaron a hacer de anfitrionas y se pasearon ofreciendo canapés y preocupándose de que los vasos permanecieran bien llenos. Y no sólo eso, sino algo de mucha más importancia para mí: procuraron que en ningún momento languideciera la conversación. En seguida me di cuenta de que no tenía nada de qué recelar: la fiesta prometía ser un éxito. Sólo seguía inquietándome el merluzo de Garzón, que se mostraba serio y callado como un penitente y de vez en cuando lanzaba miradas lastimeras hacia su hijo y el acompañante.

Al cabo de un rato llamaron al timbre.

—¿Esperamos a alguien más? —dije sinceramente y no por resultar graciosa. Garzón me miró con alarma.

—Debe de ser Yolanda, inspectora. ¿No me diga que se le había olvidado que estaba invitada? Yo iré a abrir.

Me eché a reír con una risa tonta que sí pretendía hacer gracia esta vez. Era cierto, me había olvidado por completo.

—Soy despistada, pero tanto…

Mentiría si dijera que la entrada de Yolanda no me impresionó. Sin uniforme ni tejanos, vestida con un traje negro muy corto, medias negras, largos pendientes, el pelo suelto y sedoso y los ojos muy maquillados, estaba espléndida. Fue entonces cuando me di cuenta de lo que era en realidad: una mujer muy joven llena de seducción y de belleza. Le sonreí y fui hacia ella:

—¡Yolanda!, ¿cómo te encuentras?

—Mucho mejor, inspectora. Hasta se me han borrado un poco las marcas de la cara.

—Llámame Petra, por favor, hoy no estamos trabajando.

El silencio que se produjo en toda la sala era de admiración. Detrás de Yolanda venía Garzón, que se comportaba como un padre orgulloso.

—Para nuevo look, el que ahora estamos viendo. ¿Se ha fijado, inspectora?

—Desde luego que sí, está preciosa.

El subinspector no le concedió tiempo a la chica ni para decir buenas noches. Se lanzó en seguida a contar su proeza: cómo una muchacha de su edad, desafiando el peligro, pedía el ingreso en la Policía Nacional a pesar de la mala experiencia vivida. Lo hizo de un modo tan enfático y reiterativo que más que un padre orgulloso empezó a parecerme un mercader de esclavos que intentaba vender la joya de su caravana. Logró que Yolanda se sintiera embarazada por la situación.

—Oiga, Garzón, ¿por qué no la deja beber una copa?

La chica me miró aliviada. La cogí por el brazo y procedí a hacer las presentaciones, pero Garzón venía continuamente detrás de mí, como si pretendiera custodiarla. Todos estaban encantados con la nueva invitada, era como el gramo de hermosura que le faltaba a nuestra reunión para convertirse en una fiesta de verdad, pero cuando nos pusimos frente a Ricard me di cuenta por primera vez de cómo miraba a Yolanda. No era la suya una mirada de admiración, ni mucho menos lasciva, estaba simplemente fascinado, transportado por la observación de tanta belleza, de tanta juventud. Sonreía levemente, como si comprobara que, después de todo, Dios aún existía. Tardó un momento en darle la mano, en salir de su estupor contemplativo. Entonces su sonrisa se hizo abierta, transparente, franca; se notaba que nacía de una fuerte corriente de placer interior. Mientras él miraba a Yolanda, yo lo miraba a él, y me quedé pasmada ante la cantidad de matices sutiles pero rotundos que demostraba su reacción. Me ensombrecí. Era como si a medida que él iba siendo consciente de aquel esplendor yo fuera notando todos los defectos y agravios que había ido dejando la edad en mí. Por un momento me vi tal como era en la actualidad: con arrugas alrededor de los ojos, la piel sin brillo, un rictus amargo en los labios. Estaba empezando a sentirme mal, no por lo que había percibido en Ricard, sino por lo que había descubierto en mí. Garzón me ayudó a salir de aquel impasse doloroso. Agarró a Yolanda por la mano y la puso frente a su hijo, haciendo él mismo la presentación. Yo me metí un whisky en el cuerpo con la intención de que el alcohol devorara el resto de los humores malignos que bullían en mi interior. Me hizo efecto y la segunda copa acabó de remontarme hasta un nivel aceptable, casi normal.

La fiesta estaba en su apogeo, mis invitados comían, charlaban, reían y se solazaban en estado de perfecta relajación. Todos menos el subinspector, que estaba tenso y pesado, interrumpiendo y forzando las situaciones con una tendencia que me costó un buen rato comprender. ¿Qué pretendía insistiendo una y otra vez en llevar a Yolanda hacia Alfonso, a Alfonso hacia Yolanda? Se aseguraba de que estuvieran juntos, les daba tema de conversación… Parecía una escena de anticuado vodevil, pero era real: se trataba de un último intento a la desesperada para que su hijo, sorprendido por la belleza de la joven, volviera al redil heterosexual en una conversión a lo san Pablo. No podía creerlo, pero las dudas me abandonaban a medida que Garzón se ponía pelmazo. Comprendí que nunca asimilaría tener un hijo gay y me di cuenta del dolor que eso le provocaba. Afortunadamente, nadie se percataba de lo que estaba pasando, nadie excepto el propio Alfonso, por supuesto, y quizá también Beatriz, la amante de Garzón, que intentó un par de veces rescatar a Yolanda. La tenía por una mujer de gran sensibilidad, pero después de lo que sucedió poco más tarde, advertí que también era hábil y valiente.

Mercedes Enárquez propuso bailar, era una bailonga incansable. Hubo un momento de duda para escoger pareja en medio de la animación general. Garzón en seguida se acercó a su hijo:

—Yolanda baila muy bien, te encantará.

En ese momento, Alfonso se puso serio, tensó las mandíbulas y miró a su padre con ojos coléricos. Había decidido poner punto final al torpe acoso. Sonrió forzadamente y, con gesto firme, se dirigió hacia Alfred y lo tomó por la cintura. Dijo de modo claro y contundente:

—Creo que bailaré con Alfred, tengo más costumbre.

Tras un momento de incómodo silencio, Beatriz Enárquez dio un grito que pretendía ser divertido y en dos pasos se plantó junto a ellos y le arrebató la pareja a Alfonso.

—¡Ni hablar de costumbres! Hoy es un día excepcional y a este chico guapo me lo llevo yo.

Alfred rió a carcajadas, encantado. Yo secundé la acción oportuna de Beatriz y me uní a un Alfonso un tanto estupefacto.

—Pues a mí nadie me va a quitar a éste.

En pleno desmadre generalizado, Mercedes Enárquez enganchó a Garzón y el juez García Mouriños, nada dispuesto a que una fémina le tomara la delantera, invitó cortésmente a Yolanda. Ricard quedó desubicado pero con gran capacidad de reflejos, se fue a la cocina y reapareció tras un instante amarrado melosamente al palo de una escoba, con la que empezó a danzar. Una ocurrencia muy celebrada.

Y allí permanecimos bailando felices, como si fuera el resto del mundo quien estuviera loco. Cambiamos muchas veces de pareja, hicimos baile robado, cargando con la escoba el más corto de reflejos, y los ritmos a los que nos movíamos eran cada vez más enfurecidos. Todo formaba parte de una catarsis, de una especie de ritual donde lo más importante era pasarlo bien, reírse, beber y perder un poco el sentido de la aburrida realidad. Sin embargo, por mucho que me sintiera alienada y llena de júbilo, no pude por menos de controlar la mirada de Ricard cuando estaba cerca de Yolanda. En cuanto me daba cuenta de mi despreciable vigilancia, volvía la vista hacia otra parte.

De repente, Beatriz se me acercó con cara preocupada:

—Petra, yo diría que está sonando su móvil.

—Buen oído, es verdad.

Tomé el teléfono de la mesilla en la que estaba y me fui a la cocina, donde el bosque de botellas de vino vacías empezaba a espesarse. Llevada por la euforia de la fiesta, solté un «allô!» lleno de afectado acento francés.

—¿Inspectora Petra Delicado?

—¿Quién es? —volví con desagrado al presente.

—¡Joder, Petra, vaya finura! Creía que hablaba con tu ama de llaves.

Reconocí en seguida la odiada voz de Fernández Bernal. ¿Qué podía querer?

—Es que en mi día de fiesta me olvido de que soy policía y hablo en francés. Porque hoy es mi día de fiesta, no sé si lo sabes.

—Sí, ya lo sé, pero hay un asunto que podría interesarte.

—¿Habéis recuperado un perro perdido?

—No, un fiambre. Y digo yo que te interesará, porque lleva un manojo de llaves colgando de un llavero como el que tienes tú.

—¿El de la caridad?

—Sí, ése tan hortera.

—¿Dónde estás?

—En el depósito.

—Voy para allá.

No estaba muy segura de que nadie se hubiera percatado de mi corta ausencia. En la sala continuaba el jolgorio. Pensé en una estrategia para salir sin armar mucho alboroto. Garzón estaba ejecutando una especie de claqué aflamencado jaleado por el resto, en especial por Alfred, que parecía loco de contento. Me puse a su lado y taconeé también como una Ginger Rogers pasada de vueltas. Luego grité:

—¡Y ahora, todos!

El estrépito de patadas que se formó tenía bastante que ver con el desfile de un ejército, pero sin tanta coordinación. Entonces aproveché el desconcierto para decir al oído de Garzón:

—Disimule, Fermín, pero voy a largarme un momento. Han encontrado a un muerto que puede ser nuestro hombre, llevaba un llavero como los de Tomás el Sabio.

—¡No joda, yo me voy con usted!

—Ni lo sueñe, y siga pataleando, que no quiero deshacer la fiesta. Usted se queda aquí de anfitrión, que es la despedida de su hijo. Saque los pasteles y el cava, explíqueles que me han llamado para un asunto de servicio y que luego volveré. Procure que no decaiga.

—Pero…

—¡Siga pataleando, joder, que se van a dar cuenta!

Me alejé saltando de lado, en una especie de polca ridícula, yendo a parar a la entrada. Tomé mi bolso y mi gabardina y salí. El aire me pareció refrescante. Desde el interior de la casa emergía un estruendo atronador, como el que hacen las legiones de hormigas gigantes en las películas de ciencia-ficción de serie B. Lo más probable era que se presentara la Guardia Urbana en cualquier momento.

El depósito de cadáveres es siempre deprimente, pero mucho más si acabas de abandonar una fiesta. Allí encontré a Fernández Bernal y al subinspector Sabater fumándose un cigarro en el pasillo.

—Buenas noches.

—¡Bonsoir, madame! —me respondió irónico mi compañero. Quise empezar bien.

—Te agradezco que me hayas llamado, Bernal. Daba una fiesta en mi casa y he venido pitando.

—¿Y los invitados?

—Se han quedado allí.

—Te encontrarás la casa destrozada.

—No creo, aligerada de whisky y poco más. Contadme qué ha pasado. ¿Dónde lo encontraron?

—La cosa no es tan fácil como «encontrar». Tenemos un testigo en comisaría. Luego si quieres hablas con él, un tipo que trabaja de vigilante en un parking. Eran las doce y acababa su turno. Bajaba por la calle Balmes para coger su moto que tenía aparcada en la plaza Molina. De repente vio a dos tíos que llevaban a otro en medio, como si estuviera borracho. No me preguntes por qué, debe de pensar que eso de vigilar un parking lo convierte en detective, pero el caso es que les dio un grito, algo así como: «¡Oigan, ¿adónde van?!», y para su asombro los dos tipos empezaron a correr y se metieron por la calle Sanjuanistas, una lateral. El muy burro fue detrás y los tíos corrieron más deprisa. Entonces el que llevaban entre los dos se les cayó, o les pesaba demasiado y lo soltaron, no lo sabe con seguridad. El caso es que se quedó tieso en la calle. El vigilante se agachó a socorrerlo y los otros escaparon a todo trapo.

—Apuesto a que eran dos hombres jóvenes y fuertes.

—Exacto.

—¿Les vio la cara?

—No, y el muerto no llevaba identificación, pero sí dos cosas encima: el resguardo de una tintorería muy bien metidito en el bolsillo interior, que os va a venir de puta madre, y un manojo de llaves con tu llavero.

—¿Cómo murió?

—Tiene un tiro en el pecho, a bocajarro. Le han sacado la bala y es una nueve milímetros corto. Ya se la han llevado al laboratorio.

—¿Le habéis tomado las huellas?

—Ya está todo listo, ahora el forense de guardia le está practicando los «primeros auxilios», algo más nos aportará. Si quieres volver a tu fiesta, yo te mantengo informada. Esta noche poco más se puede hacer.

—No, quiero echarle una ojeada al tipo, y hablar con el testigo.

—¿Crees que es tu hombre?

—Todo pinta que sí, pero tengo a alguien que lo puede identificar, además, contamos con las huellas del muerto y mi hombre estaba fichado.

—Cojonudo. Entonces he hecho bien en llamarte.

—No podrías haberlo hecho mejor, Bernal, te lo agradezco.

Si Confucio hubiera sido policía, hubiera escrito sin duda: «Nunca digas de ningún colega que es un cabrón porque acabarás bebiendo de su mano.» Y ése sería uno de sus proverbios de mayor aplicación.

El forense de turno se hizo esperar un rato todavía. No amplió mucho los datos iniciales que le había dado a Bernal. Al tipo se lo habían cargado con un solo disparo a bocajarro en pleno pecho. Murió inmediatamente, a las doce de la noche más o menos. No tenía señales de violencia, sólo dos marcas leves bajo los brazos por haber sido arrastrado tal y como sucedió.

—¿Quieres verlo? —me preguntó Bernal.

Estaba ya rígido, con la cara color de cera, pero sus facciones no se veían alteradas. Era el hombre de nuestra ficha policial. Si se trataba del mismo a quien Genoveva daba de comer en su restaurante, ella lo reconocería sin ninguna dificultad.

—¿Vamos a comisaría?

—¿No piensas volver a tu fiesta?

—Tengo quien haga los honores por mí.

Pasé escueta revista a los objetos personales de la víctima, que estaban en el despacho de Bernal: un resguardo de una tintorería de Gracia y el manojo de llaves, con el llavero que rápidamente mi compañero había identificado. Otra comprobación interesante que deberíamos hacer sería probar aquellas llaves en el apartamento de la calle Princesa que tan ágilmente había sido vaciado. El hallazgo de aquel muerto iba a conseguir que avanzáramos. Eso era muy esperanzador, pero justamente aquel hombre aparecía como nuestro principal sospechoso. ¿Y qué se hace cuando a tu principal sospechoso lo quitan de en medio? ¿volver a empezar? Sufrí un vahído. La muerte de un sospechoso de asesinato nunca es casual; entonces ¿quién estaba detrás de todo aquello?, ¿debíamos seguir por el mismo camino o aquel hallazgo implicaba una desviación? Estaba mareada, el deseo y la urgencia de saber me provocaban una impaciencia de difícil control. Una etapa que yo ya conocía: es completamente distinto encontrar dificultades al principio de un caso que asistir al embarullamiento de unas pruebas que teóricamente habías conseguido ordenar. De ese frenesí de la curiosidad a la absoluta desmoralización tan sólo dista un paso, y yo me encontraba a punto de darlo. El subinspector Sabater me sacó de mis meditaciones:

—Inspectora, ¿no quiere interrogar al testigo? Así le dejamos que se marche a su casa. El pobre se ha quedado dormido en la silla.

—Déjela, Sabater, la inspectora está reflexionando. El testigo que espere —terció Bernal.

—No, ¡qué más quisiera yo que tener algo claro sobre lo que reflexionar! Vamos a verlo.

El guardia del parking era feo y enormemente gordo, una especie de freak. Al verlo me pregunté cómo había sido capaz de correr tras los dos hombres, cómo lo había intentado siquiera. Debía de tener una gran confianza en sí mismo, una autoestima muy elevada. Era joven, unos treinta años, pero su modo de hablar y su inteligencia apuntaban a un niño de diez. No tenía malditas ganas de interrogarlo, sabía que añadiría muy poco a lo que había dicho ya, pero no hacerlo hubiera sido una descortesía hacia Bernal y Sabater, de modo que me encaré a él procurando no demostrar el más mínimo cansancio:

—Así que los pescaste, ¿eh?

—Sí —dijo muy orgulloso.

—¿Te diste cuenta en seguida de que pasaba algo raro?

—Sí, lo llevaban a rastras, pero hay que estar más que borracho para que te cuelguen los pies así. Los borrachos cuando los llevan de esa manera andan un poco.

—Ya. ¿Sabías que estaba muerto?

—No, creí que le habían dado una paliza. Los tíos no iban tranquilos, miraban a un lado y a otro por si alguien los veía a ellos. En cuanto se dieron cuenta de que los seguía, empezaron a correr, yo corrí detrás, que aunque a ustedes no se lo parezca, yo corro que me las pelo. Cuando lo soltaron y el pobre hombre se cayó al suelo como un saco de patatas, ya me di cuenta de que debía de estar muerto.

—¿Los viste, les viste las caras?

—Estaban lejos.

—¿Eran altos, fuertes, atléticos, bastante jóvenes?

—Creo que sí, más altos que yo, un poco más viejos, un poco más delgados también.

Que se utilizara a sí mismo como medida complicaba las cosas, pero más o menos su testimonio resultaba fiable.

—¿Alguno de ellos llevaba un casco de moto, si no puesto, colgado del brazo?

Se pasó un minuto pensando y luego dijo con toda determinación:

—No.

—Está bien, puedes marcharte a casa. Gracias por todo, tu colaboración ha sido muy valiosa.

Salió tan contento de sí mismo como un héroe puede estarlo. Fernández Bernal me miró con ironía:

—A lo mejor Coronas quiere ficharlo para el cuerpo, ¿no?

—Pobre tipo, daba casi pena.

—Pero nos ha venido bien. ¿Por qué no te vas a descansar? No creo que los invitados estén aún en tu casa.

—Espero que no. Si están, los echaré.

—Tómatelo con calma, Petra.

—Gracias, Bernal, os agradezco que me hayáis llamado.

—¡Pero si estamos encantados, un muerto que nos quitas de encima!

Y un muerto más que caía sobre mí. Coronas también estaría encantado cuando se enterara.

Regresé a casa y vi con alarma que aún había luz en el salón. Eran las cinco de la mañana. No podía creer que ninguno de mis invitados fuera tan inconveniente como para seguir en la fiesta. Abrí la puerta y vi a Garzón, solo y medio tumbado en el sofá. Desde la considerable distancia a la que estábamos, pude oler su tufo de alcohol, y todavía llevaba un vaso de whisky en la mano. Sólo su consabida resistencia a la bebida hacía posible que su voz y su modo de hablar fueran completamente normales.

—¡Vaya, veo que se ha disuelto la reunión!

—Hola, inspectora.

—¿Qué, cómo ha acabado la fiesta?

—¿Sabe cómo acabó el rosario de la aurora?

—Mal.

—Pues esto, mucho peor.

Me senté frente a él y me serví dos dedos de whisky. Estaba derrumbado y con cara de entierro.

—¿Qué ha pasado?

—Vino la Guardia Urbana.

—¡No joda!

—De verdad. Los llamaron unos vecinos estirados que tiene usted en la casa de al lado. ¡Total, para una fiesta que da, tampoco era para ponerse así! Porque no creo que usted dé fiestas todos los sábados, ¿no?

—¿Y qué dijeron?

—Que dejáramos de armar tanto follón. Pero Yolanda se identificó como guardia urbana y cambiaron de actitud. Los invitamos a un trozo de pastel y se quedaron un rato. Nos pidieron disculpas. Pero cuando se fueron ya no fue igual, nos sabía mal seguir con el baile y bajamos el volumen.

—Bueno, pues entonces no ha pasado nada terrible.

—No. Lo del rosario de la aurora lo digo por mí.

—¿Por usted?

—Mi hijo hizo un aparte para hablar conmigo y… en fin, ¿qué quiere que le cuente? No se guardó nada en el tintero. Me puso a parir.

—¿Puede explicarse mejor?

—Dijo que no había sabido comprenderlo, que no lo aceptaba como era, con su homosexualidad y sus sentimientos. Dijo que me avergonzaba de él, que no me veía capaz de superar mis prejuicios.

—¿Y usted qué le contestó?

—No podía contestarle nada porque llevaba razón. Dijo también que nuestra relación sería siempre superficial.

—¡Joder, Fermín, me deja de una pieza!

—Ya. Pero ¿qué vamos a hacerle?, las cosas son como son. Me pidió que hoy no los acompañara al aeropuerto. Ya ve.

—¿No intentó usted quitarle hierro al asunto?

Se tragó todo el whisky y me miró con la cara más lúcida que le he visto jamás. No estaba borracho en absoluto, debía de tener uno de esos días en los que el alcohol te proporciona clarividencia absoluta.

—Petra, ¿sabe qué le digo? Ser voluntarioso está muy bien, pero ¿a qué jugamos? Porque yo, cuando me quedo solo en la intimidad, no puedo dejar de pensar lo que pienso. Es posible disimular, pero alguien que me conozca bien se dará cuenta de que estoy mintiendo. Puedo intentar cambiar de opinión, y lo he intentado, se lo aseguro, pero no lo he conseguido. Lo máximo a lo que puedo comprometerme es a seguir intentándolo.

—¿Por qué no le ha dicho eso mismo a su hijo?

—No era el momento. Además, estaba cabreado, lo que ha hecho mi hijo es una provocación. Vale que sea homosexual, vale que en Nueva York lleve la vida que le dé la gana, pero ¿era necesario que se presentara aquí con «el sonrisas»? Podría haber tenido un poco más de sensibilidad.

—No haré comentarios sobre eso. Oiga, ¿a qué hora sale su avión?

—A las diez de la mañana, creo.

—Lo que vamos a hacer es darnos una ducha, cambiarnos de ropa y desayunar. Luego nos vamos al aeropuerto y los despedimos allí.

—¿Sin ninguna explicación?

—Exacto.

—¿Y sin dormir?

—Tenemos todo el día para dormir, es domingo.

—Vale, pero usted me contará por qué se ha largado a comisaría.

—Ésa era mi intención.

—De acuerdo, pero primero nos acabamos el whisky que ha quedado en la botella.

El whisky ya no me apetecía, pero me lo tomé a grandes sorbos mientras Garzón agotaba el suyo muy poco a poco. Estuve todo el rato deseando preguntarle si Ricard y Yolanda se habían ido juntos de la fiesta, pero logré contenerme, de modo que quedara más o menos intacta mi dignidad.

Pusimos en práctica el plan y, tras la ducha reparadora y un café casi tóxico, incluso parecíamos dos seres humanos dispuestos a comenzar la jornada dominical. De camino al aeropuerto le conté a Garzón las importantes novedades en el caso, que tuvieron la virtud de trastornarlo y no hacerle pensar en nada más. Perfecto, así la despedida de su hijo no estaría tan cargada de tensiones.

Alfonso Garzón se quedó de una pieza al vernos, pero ¡loados fueran los cielos!, sonrió. Tuvimos tiempo de tomar un café los cuatro juntos y charlar, en especial sobre la fiesta de la noche anterior, sobre los divertidísimos invitados, sobre el buen ambiente que había reinado. Pasó el tiempo a toda velocidad y llegó la despedida propiamente dicha. Padre e hijo se dieron uno de esos abrazos masculinos que implican una cierta distancia y mucha virilidad. Después, el subinspector tuvo que pasar por el trauma de que «el sonrisas» le diera dos besos sonoros como si fuera un suegro amistoso. Consiguió superar la prueba con bastante naturalidad. Por último nos dijimos adiós.

De vuelta a casa iba yo conduciendo y el subinspector se mantenía en silencio. Por fin le oí decir en voz bastante baja:

—Gracias, Petra. Esta despedida ha resultado menos dura que la anterior.

—Ha sido un placer.

—Ahora recogeré mis cosas y por fin la dejaré en paz.

—Eso también será un placer —contesté riendo.

Y así lo hizo. Entre ambos limpiamos los restos de la fiesta y, al acabar, él metió sus cosas en la maleta. Apareció en el salón preparado para la marcha, y puso cara de máxima trascendencia:

—Inspectora… no sé cómo agradecerle…

—Oiga, Garzón, el lunes lo quiero como un clavo en comisaría a las ocho en punto. Nos esperan duras jornadas. Estamos metidos en un Cristo de mucho cuidado, y Coronas no debe de andar contento.

—Descuide. Sólo quería decirle que he estado muy a gusto en su casa, y que echaré de menos sus jaboncillos y lociones de maricón.

—Ya le regalaré unos cuantos el día de su cumpleaños.

Al quedarme sola di una vuelta por toda la casa. Me parecía mentira tanta tranquilidad. Tenía varios mensajes de Ricard en el contestador automático, y lo llamé.

—¿Ya se ha ido definitivamente tu colega?

—Hace un rato.

—¡Menos mal! ¿Nos vemos esta tarde?

—No me he acostado aún, necesito dormir.

—Entonces te llamo después. Ya que estás sola otra vez, podríamos empezar a hacer planes concretos.

—¿Sobre qué?

—Planes para que pierdas para siempre tu soledad.

—¡Ah!, sí, bien, hablaremos.

—Noto muy poco entusiasmo.

—¡Estoy tan cansada!

—Es verdad, cariño, perdóname. Luego te llamo.

Era extraño que me fastidiara tanto el hecho de que alguien me llamara «cariño». No sabía por qué. Me remitía a una domesticidad llena de agradables tazas de té compartidas, pero también de rutinas absurdas, de pequeñas trifulcas, de nimias obligaciones diarias.

Debería haberme metido en la cama inmediatamente, pero quería gozar un poco de la paz que por fin se respiraba en mi casa. Era una mañana fresca y soleada. Preparé más café y, mientras lo tomaba, puse un Nocturno de Chopin. No pensaría en el caso, no pensaría en Garzón, no pensaría en Ricard, no pensaría en mí misma ni en mis deseos o reacciones. Me dejé llevar por aquella música rara, inspirada, de una hermosura salvaje, como siempre la belleza lo es.