A las ocho de la mañana ya había recibido un mensaje amoroso en mi móvil. Ricard atacaba sin tregua. Sería ridículo decir que no me hizo ilusión, empezaba a tener una edad en la que ese tipo de urgencias provocan un halago inmediato; pero quizá justamente a causa de mi edad, también me había vuelto enormemente desconfiada. ¿Por qué aquel psiquiatra experimentado y ligón insistía tanto en que viviéramos juntos? Ninguno de los dos parecíamos embarcados en una pasión amorosa irrefrenable, ¿no sería entonces un simple apaño lo que tentaba a mi pretendiente? Algo así como verse de repente viviendo de modo solitario y vulgar y ser consciente de que un cambio de planes a tiempo es a veces una victoria. Justo, y yo crucé en ese momento por allí, Ricard me miró, pensó que no estaba mal y decidió reclutarme para la nueva etapa de su existencia. Y bien, ¿qué había de malo en ese planteamiento? Pues, en principio, resultaba poco reconfortante para mí. A pesar de que madurar significa contener el narcisismo que hay en nosotros, a mí seguía importándome la impresión que causaba en el otro. ¿Por qué no intentaba centrarme en lo que quería y sentía yo? Peor, si pensaba en eso, el lío se me antojaba mayúsculo. Ya no era una jovencita de las que pintan corazones en el margen de las libretas. Bien podía haber descartado el amor romántico de la lista de mis prioridades, pero me resistía a hacerlo. Hasta los que han decidido vivir sin amor rechazan reconocerlo de modo abierto, porque es terrible, es como renunciar al mayor protagonismo que la vida puede brindarnos. Pero el tan cacareado realismo, que no es sino la aceptación de la fealdad de la vida, me obligaba a considerar si sería agradable volver a convivir con un hombre. ¿Daría mi brazo a torcer a aquellas alturas?, ¿vendería mi soledad por un plato de lentejas compartidas?, ¿qué primaría: el descanso de poder contarle a un compañero que algo ha ido mal a lo largo del día, o la sensación autosuficiente de capear en solitario los pequeños temporales cotidianos? ¡Dios!, ¿cuándo queda uno libre por completo de las sombras y dudas que proyecta el otro sexo sobre nosotros, a los ochenta años, tras una mala experiencia, después de haber pasado por un desastre natural? Nunca, supongo. Ni la vejez, ni el fracaso, ni un terremoto devastador son capaces de hacer caer de la mano del diablo la manzana más lustrosa del mundo.
Todo esto lo cavilaba a primera hora frente a mi ordenador, justo en los momentos en los que debería haber estado entregada a una planificación perfecta de los siguientes pasos de mi trabajo. Por eso cuando el comisario Coronas metió la cabeza en mi despacho me invadió la misma oleada de culpabilidad que si hubiera estado consultando una página erótica en internet. Intenté recuperarme a toda velocidad, probablemente a una velocidad excesiva, porque en cuanto Coronas me espetó:
—No sé si está indicado darle los buenos días.
Yo le solté de corrido:
—Sí, ya sé, comisario, los periodistas atacan y nosotros seguimos igual, todo va lento y ahora, encima, han agredido a Yolanda, y sus padres han presentado una reclamación en mi contra. Pues bien, ¿qué quiere que le diga? Todo eso ya lo sé.
Frunció los ojos hasta que parecieron maliciosos y profundos y sonrió con suficiencia.
—¡Diga que sí, inspectora, la mejor defensa en un buen ataque! Como Agustina de Aragón, un francés le dice «bonjour» y usted le arrea un cañonazo por si acaso. Bueno, pues se equivoca, ya ve, o se equivoca en parte. Es verdad que los periodistas siguen agobiando y el caso está en pelotas aún, pero de reclamaciones paternas, nada de nada. No sólo eso, sino que, además, acaba de llamarme el jefe de Yolanda en la Guardia Urbana. Esa chica ha pedido el cambio al cuerpo de la Policía Nacional con vistas a ser destinada al grupo de Homicidios. ¿Qué le parece, eh?
Estaba tan ufano como si se encontrara en la fiesta de graduación de un hijo muy querido. Yo no entendía bien cuál era el objetivo de aquella conversación.
—¡Ah!, pues eso es bueno, ¿no?
—Me fastidia reconocerlo, pero me siento orgulloso de usted. Creo que esa chica la ha tomado como modelo, y que la gente joven se pase a nuestro cuerpo es algo que nos prestigia y demuestra las posibilidades de futuro que tiene la policía. Está muy bien.
—¡Pobre chica!, y eso considerando que participa en un caso del que no logramos salir.
—Pero saldrán, inspectora, saldrán, tengo muchas esperanzas depositadas en ustedes. ¡En fin, no dirá que hoy he venido a pegarle la bronca! ¡En esta comisaría somos un buen equipo, vaya que sí! ¡Sigan trabajando sin desfallecer!
Dio media vuelta con aire atlético, incluso insinuando unos leves saltitos al andar. No podía salir de mi asombro. ¿De verdad creía en todo aquello de nuestra proyección de futuro y nuestro prestigio entre la juventud? ¡Qué barbaridad, debía de estar envejeciendo! ¡Y aquel tonillo de político en campaña, de padre satisfecho en la sobremesa dominical! Pensé en lo inelegante que era mostrar públicamente un sentimiento de orgullo, en realidad, cualquier sentimiento, fuera del tipo que fuera. De pronto volvió a asomarse por la puerta.
—Como usted no suele enterarse de nada, le recuerdo que esta noche es la cena de comisaría en honor a nuestro santo patrón.
—¿Y quién es nuestro patrón?
Soltó una carcajada divertida.
—Me gusta su estilo, Petra, aunque es verdad que nunca se entera de nada. Hasta luego.
Me di cuenta de que prefería a mi jefe cuando se dedicaba a ladrar agresivamente. ¡Vaya por Dios!, aquella cena institucional era justo lo que me faltaba. Todos los años me olvidaba de ella y todos los años alguien me daba la desagradable sorpresa de que el homenaje a nuestro santo era inminente. No me cupo la menor duda de que aquél era uno de los motivos a los que debía achacar la euforia paternalista de Coronas. Se entrenaba para los discursitos nocturnos, para representar con propiedad el papel de cabeza visible de nuestra comunidad de guripas. ¡Otra distracción más del trabajo, como si no tuviera suficiente con mis dudas sentimentales acerca de Ricard! En ese momento comprendí que debía avisarle, quedaba descartada cualquier cita esa noche. Tomé el teléfono para hacerlo pero entró Garzón, como siempre, sin llamar.
—¿Qué coño hace, inspectora? La estoy esperando. ¿No había prisa por ir a ese restaurante?
Me puse la gabardina y eché a andar. Lo mío consistía siempre en enfrentarme a rompecabezas: personales, profesionales… y eso que cuando era pequeña no me gustaba jugar con ellos, reconstruir algo ya hecho con anterioridad me parecía perder el tiempo. Claro que yo tenía fama de niña práctica y segura de sí misma, cualidades que he ido perdiendo con la edad.
La Gàbia era un bar colosal, uno de esos restaurantes baratos inaugurados hace un montón de años, que llenaba todos los días su inmensa nave central con obreros que iban a comer. Una barra de tamaño en consonancia se extendía en un lateral. Me inquietó ver que había al menos tres mujeres trabajando allí. ¿Cuál de las tres sabía algo que nos interesaba? Me precipité en mi inquietud, la que debía hablar con nosotros era la de más edad, deduje que la esposa del patrón, una chicarrona fuerte y de gestos enérgicos que nos invitó a sentarnos. Llevaba el pelo recogido en un moño y aún no se habían borrado de su rostro todos los trazos de la belleza que alguna vez debió de tener. Se secó las manos en el delantal, nos miró abiertamente a la cara. Su boca no dibujaba ni un atisbo de sonrisa.
—De modo que son policías ¿Quieren un café? ¡Clara, tráenos tres cafés!
No fue necesario preguntar, ella empezó a hablar con estilo franco, seco y decidido:
—Miren, antes de cualquier cosa quiero que sepan que éste es un bar muy normal. Lo heredé de mis padres, y mi marido y yo llevamos veinte años sirviendo comidas aquí. Como ustedes comprenderán, un negocio que no sea legal o donde pasan cosas raras no lleva tanto tiempo funcionando, ¿me explico?
—Se explica muy bien.
—Eso no quiere decir que aquí no entre mucha gente, y que entre toda esa gente siempre pueda haber algún mangante.
—Está perfectamente claro. Hemos venido porque Juan de Dios Llorens…
No me dejó terminar. Calló mientras nos ponían los cafés y continuó con la energía y las dotes de mando que me hubiera gustado tener a mí.
—Para empezar, les diré que conozco a ese subnormal de Juan de Dios porque fue novio de mi hermana hace muchos años. Afortunadamente, ella lo largó porque era un don nadie y un desgraciado. Pero no es mal tío. Se pasó un tiempo haciendo el burro, pero no servía ni para timador profesional. Lo engancharon a la primera. Ahora hace un trabajo honrado, una mierda de trabajo, pero no está metido en nada malo.
—¿Es eso lo que le ha pedido que nos diga?
Se recompuso una mecha de cabello que se le había salido del moño y negó en el aire con una mano desgastada por la lejía y el trabajo duro.
—No se equivoque, inspectora. A mí, Juan de Dios me importa tres pitos, como todo lo que no sea este restaurante y mi familia. Viene por aquí, come, paga, se va y en paz. A veces se toma un café en la barra y hablamos cinco minutos, no más. Como yo sabía que él había estado metido en aquel asunto de Cáritas, pues por eso le comenté lo de aquel tío, pero…
—La verdad es que Llorens no tiene la menor importancia para nosotros. Cuéntenos lo de ese tipo.
—Bueno, lo de ese tipo a lo mejor no resulta como para contárselo a la policía, pero el caso es que, en fin, venía por aquí un hombre, de unos cuarenta y tantos, bien vestido, bien puesto de brillantina. Alguna vez lo acompañaba alguien, algún otro tipo como él. Yo, mientras les servía, pues me iba quedando con algo de lo que decían. Una vez lo oí comentar: «Os digo que esto de la caridad da más que las gasolineras, ni tarjetas de crédito, ni nada.» Me olió mal. Para colmo, un día que iba al mercado de la esquina lo vi en el callejón con un pobre. Le estaba dando dinero. Pensé que sería una limosna, pero no, porque el pobre lo estaba contando, y uno no cuenta las limosnas delante de quien te las da. Estoy segura de que este tío andaba metido en algo feo. Por eso, para meterle miedo, se lo conté a Juan de Dios y le dije que eran tíos de la mafia, que se dejara de timos de caridades porque el terreno estaba minado. Creo que funcionó.
—¿Se acuerda de cómo era ese pobre de la calle? —preguntó el subinspector.
—Sí, grandote, con barba, como un vagabundo.
—¿Era éste? —puso la foto de Tomás el Sabio frente a nuestra testigo.
—¡Dios, sí, era éste! ¿Qué le pasa en la foto?
—Lo asesinaron.
—Oigan, supongo que no corro ningún peligro por hablar con ustedes; porque también tendría gracia, al fin y al cabo, para lo que sé…
—¿Ha vuelto a venir ese tipo por aquí?
—Hace meses que no lo veo.
—¿Alguna vez alguien mencionó su nombre?
—No.
—¿Pagó en alguna ocasión con tarjeta de crédito?
—No admitimos, es norma de la casa.
—¿Lo reconocería si lo viera?
—A lo mejor me convendría más decir que no, pero ¡al cuerno!, todos nos pasamos la vida protestando de que haya tantos chorizos por el mundo y luego, a la hora de la verdad, nos encogemos de hombros cuando podemos colaborar a que los cacen. Sí, lo reconocería, ¡vaya que sí! También me di cuenta en seguida de que era un pelanas, por mucho traje y mucha corbata que llevara, se hurgaba los dientes con palillos… Además, si hubiera sido un hombre con clase, no hubiera venido a comer aquí, a no ser que fuera para despistar, claro.
—Tendrá que venir a nuestro archivo para intentar identificarlo viendo fotografías, señora.
—¡Jo, pues lo que me faltaba a mí! Que no sea jueves, eso sí, los jueves damos paella y hay que hacerla al momento.
Se alejó airosamente y antes de haber llegado a la barra comenzó a dar las primeras instrucciones de trabajo. Garzón soltó un silbido:
—¡Caray, lo tiene todo claro, la señora!
—Debe de ser ella quien regenta por completo el bar. Hay muchos casos así, la más activa es la mujer, y el marido resulta imprescindible como colchón social.
—¡No sé por qué se me habrá ocurrido hablar!
—Relájese, Fermín, en nuestro caso el colchón debo de ser yo, porque estoy hecha un lío, en serio se lo digo.
—Un poco colchón sí que parece. Vamos a ver, inspectora, yo creo que las cosas empiezan a pintar mucho mejor.
—¿Ah, sí? Explíquese, soy toda colchón.
—El individuo en cuestión se tenía montado un chiringuito para sacar pasta con la caridad. No me pregunte la forma de ese chiringuito porque aún no la sabemos, pero más o menos debían de timar a la gente de buena fe con falsas ONG o tés de caridad o vaya usted a saber qué invento. Tomás el Sabio formaba parte de esa organización y, por alguna razón, les falló. Hubo un ajuste de cuentas. Es una concatenación perfecta de acontecimientos.
—Demasiado simple. ¿Cómo un tipo presuntamente cutre, tal y como lo describe esa señora, se atreve a matar, y no una, sino dos veces? Usted sabe que los timadores de tres al cuarto no suelen correr los riesgos que un asesinato comporta.
—Las situaciones se escapan de las manos, inspectora, y no hay nada que hacer una vez que eso ocurre, sólo se puede seguir cometiendo barbaridades en un intento desesperado de enmendar los errores.
—Vamos, vamos, tiene dos matones jóvenes y musculosos perfectamente entrenados, todo debía de estar muy calculado ahí.
—Todo cálculo se estrella contra el devenir de la vida normal, mi querida inspectora.
—¡Carajo, eso es filosofía!
—Sólo quería demostrarle que no soy un colchón.
El archivo fotográfico de timadores fichados por la policía de Barcelona es ingente, como cualquiera puede suponer. Debíamos llevar a cabo un cuidadoso trabajo previo de selección antes de proponer la lista de sospechosos a la señora del restaurante. De lo contrario, su paella se malograría con toda seguridad. Empezamos a hacer descartes por edad, tipo de delito, defunción, estancia en la cárcel… en seguida comprendí que aquello nos llevaría un tiempo precioso, y eché de menos a Yolanda. Se lo comenté al subinspector. Me dejó sumamente sorprendida su respuesta:
—Sí, yo también la extraño, no crea. Y además me da pena pensar que va a casarse con aquella especie de animal. La vida está mal organizada. ¿Sabe qué pienso hacer hoy? Pasarme por su casa antes de ir a la cena del patrón. Le llevaré unas flores.
—¡Garzón, eso sí es una novedad!
—Debo reconocer que siempre estuve desagradable con ella, y total, sin motivo. Además, la chica se ha marcado un tanto con lo de pasarse a la Policía Nacional.
Los misterios del alma humana son insondables, pero los del alma del subinspector entraban dentro de los enigmas más cerrados del universo. Podía pasar el resto de mis días junto a él, pero jamás llegaría a saber qué pasaba por su cabeza rapada al dos. En cualquier caso, aquélla era una iniciativa que yo aprovecharía en propio beneficio.
—Pensándolo bien, mientras usted hace esa visita yo iré a solucionar unos cuantos recados. Ya continuaremos mañana con este coñazo de las fotos.
—De acuerdo, nos vemos a la hora de cenar.
Salí disparada y busqué un rincón tranquilo para llamar a Ricard.
—Ricard, ¿qué me dices de dejarlo todo y venir a mi casa? Sólo tengo un par de horas y esta noche no podremos vernos.
—Estoy con un paciente pero… creo que lo arreglaré. Ahora mismo voy para allá.
Bueno, que un hombre lo deje todo por ti como si fuera un acérrimo seguidor de Jesucristo representa una especie de alegría íntima que extiende un suave calor por tus mejillas. Fue algo que comprobé con placer.
Llegué a casa y, como presa de un ataque de locura, me cambié de jersey, tiré los pantalones al armario y me puse una falda ligera. Después, tomé un cepillo y me lo pasé por el cabello con tanta furia como si quisiera arrancármelo. Un chorrito de perfume en el occipucio completó lo que pretendía ser una seductora preparación. Demasiado rápida, porque cuando Ricard entró olisqueó el aire como un perro en busca de un rastro.
—¡Ah, te has puesto perfume!
Me pareció una entrada tan poco adecuada y desmitificadora que procuré que no volviera a hablar estampándole un beso en la boca. Creo que mi rectificación le gustó, porque se abalanzó sobre mí como un león hambriento. Paso a paso hacia la habitación, nos buscábamos, nos trabábamos, nos quitábamos el uno al otro las prendas de vestir tirando de ellas con rabia. Supongo que llegamos a la cama, pero no estoy segura, porque cuando noté su piel caliente tocando la mía ya no tuve noción del espacio ni el tiempo, y sólo el propio centro de mi cuerpo me sirvió como guía.
Volvimos a ser conscientes del mundo exterior entre risas. Soltamos auténticas carcajadas, aquellas con las que se festeja la plenitud del gozo, la satisfacción de estar vivo por medio del sexo, una especie de alegría por la travesura fantástica que significa follar, un corte de mangas a la tristeza y a la muerte. Miré a Ricard y lo encontré atractivo, con el pelo revuelto y los ojos llenos de luz.
—¿Qué pasa contigo, eh, inspectora? ¿Qué modo es ése de recibir a un caballero?
—¿Te ha parecido mal?
Se echó a reír de nuevo, negando con la cabeza. Me puso una mano en el hombro.
—Vivamos juntos, Petra, es una buena idea.
Le sonreí, me senté con las rodillas pegadas al pecho.
—¿Crees que eso es tan importante?
—Sí, lo es.
—¿Y no sería necesario que hubiera surgido entre nosotros más locura… no sé cómo expresarlo, más pasión momentánea?
—A nuestra edad, las cosas no pueden ser formalmente como cuando tienes veinte años. Pero da igual.
—Me da miedo pensar que haríamos lo conveniente para nosotros y no lo que deseamos hacer.
—Eso suena a cuestión teórica.
—Todo se vuelve una cuestión teórica cuando la meditas en soledad.
—Especialmente si piensas demasiado en ti mismo.
—Nunca he conseguido dejar de pensar en mi propia vida. Hubiera dado cualquier cosa por ser como una de esas científicas que dedican todo su tiempo a la investigación. Creo que por eso dejé mi carrera como abogada y me hice policía. Creí que el trabajo absorbería mi mente por completo, pero ya ves que no ha sido así.
—Yo te impediría estar tan pendiente de ti misma.
—Eso también me da miedo. Si pienso tanto en mí es porque me gustaría entender mi vida, ¿comprendes?, las razones de las cosas que he hecho hasta hoy.
—Entonces nada mejor que un psiquiatra.
Le tiré a la cara una prenda que encontré a mano, creo que era mi sostén, y me puse en pie corriendo.
—Nunca he visto a nadie menos serio que tú, Ricard.
—La vida no puede tomarse demasiado en serio, eso es lo único que se debe entender. Yo veo mucho sufrimiento diariamente y te aseguro que nuestra vida nada tiene de dramática.
—Todo lo que me cuentas es muy interesante, pero tengo que largarme.
—¿Una peligrosa misión?
—La cena cutre anual del patrón de los polis.
—Tened cuidado de que no salga un mafioso con metralleta del pastel y mate a la plana mayor.
—No es mala idea. Quédate aquí, si quieres. Hay comida en el frigorífico.
—¿Para encontrarme después con tu escudero el de los trajes de enterrador? ¡No, ni hablar, es capaz de arrearme una hostia!
—Ten paciencia, ya queda poco, el lunes se va. Por cierto, daremos una fiesta de despedida en honor de su hijo. Espero que vengas.
—Si se larga el paleto, será la mejor fiesta a la que haya asistido.
—Bien.
Ya vestida, le envié un beso volado y entonces dejó de sonreír, enarcó las cejas y bajó la voz.
—Petra, esta vez piénsalo en serio, ¿de acuerdo?
Recogí su rictus severo y contesté:
—Sí, te lo prometo.
Y no estaba mintiendo.
La cena del dichoso santo tutelar de la bofia se venía celebrando en la gran sala del sótano de la propia comisaría. Antes se hacía en un restaurante, pero Coronas decidió cortar con esa historia por seguridad. Debía de imaginarse una noche de San Valentín, como muy bien había conjeturado Ricard. Realmente la oportunidad de cargarse a una buena batería de polizontes de un solo golpe parecía evidente, pero todos pensábamos que motivos de orden económico contaban también. La comisaría se ahorraba una pasta de esta manera. Largas mesas con manteles de papel, vasitos de plástico y platos de cartón daban albergue a un catering discreto que encargaba Coronas en un restaurante popular. El menú era el típico: tortillas de patata, calamares, chorizo y jamón, croquetas frías como témpanos y pan untado con aceite y tomate a discreción. Una horterada, en fin, aunque lo que me parecía más indigesto eran los comentarios de mis compañeros sobre la mala calidad de los alimentos, sobre su excesiva humildad. Ilustraban a la perfección el nuevo síndrome de las clases medias españolas: todo el mundo es conocedor de vinos y sabe distinguir a la perfección un foie entier de un micuit. En fin, algo realmente lamentable en un país en el que hace cuatro días todo el mundo le pegaba a la lenteja como único remedio contra el hambre. Mis compañeros no eran excepciones en esa tendencia general. En el aperitivo que precedió a la cena, menudeaban los comentarios jocosos sobre la comida. Yo me paseaba de un lado a otro con mi copa de cava tibio, realmente espantoso, intentando encontrar inútilmente a Garzón. ¿Dónde coño se había metido? En estas ocasiones lo necesitaba de verdad. Mis contactos con los otros inspectores se limitaban a lo profesional, y siempre me costaba encontrar temas de conversación que resultaran corteses y educados. Pero el puñetero subinspector no aparecía. Por si todo no pintaba lo suficientemente negro, de pronto se me acercó Fernández Bernal.
—¿Qué tal, Petra, cómo vas?
—Ya ves, homenajeando al santo.
—No creas, a mí este tipo de cosas tampoco me van demasiado.
—No sé a qué te refieres, yo lo estoy pasando muy bien.
—¡Venga, Petra, no fastidies, tú estás por encima de todo esto! Seguro que cenas todas las noches caviar.
—Oye, Fernández, ya es suficiente. No te voy a tolerar ni un cachondeo más sobre si soy sofisticada, una niña bien o si tengo mayordomo con librea. Yo vengo aquí a currar y tú también, ¿no?, pues dejemos las cosas como están y no mareemos más la perdiz.
Di media vuelta y lo dejé literalmente con la boca abierta. Posiblemente me había excedido, pero estaba hasta las narices de las insinuaciones de aquel gilipollas. Entonces me autodisculpé en silencio como siempre suelo hacer cuando he sido salvajemente desagradable: ¿por qué sonreír siempre?, ¿por qué estar eternamente implicado en la farsa social? ¿Es tan esencialmente malo decir alguna vez lo que se piensa? ¿Resulta de verdad tan necesario que los demás tengan buen concepto de nosotros cuando ese buen concepto está basado en el disimulo? Tras aquella batería de preguntas retoricoexculpatorias, me sentí bastante mejor. Para demostrarme a mí misma que no era un monstruo, me acerqué a Eva y a Begoña, dos compañeras inspectoras más jóvenes que yo. Con las mujeres resulta más fácil. Siempre se puede hablar de un cambio de color en el pelo, de lo bien que te sienta una blusa que acabas de estrenar. Ya lanzada a la placentera frivolidad de la charla estética, de pronto vi a Garzón. Tuve que abrir muy bien los ojos porque no lo podía creer. Llegaba en ese momento vestido como para una boda rural y del brazo llevaba a una joven novia modosa y con la cara tumefacta: ¡Yolanda!
Pasaron cerca de mí sin darse cuenta de mi presencia y se dirigieron directamente hacia Coronas. Éste le hizo grandes fiestas a la chica. Se formó un pequeño grupo en torno a ellos al que me acerqué solapadamente. Tomé del brazo al subinspector y nos echamos a un lado.
—¿Le ha ordenado Coronas que fuera a buscar a Yolanda?
—No, se me ocurrió a mí solo. ¿Qué le parece?
—Raro.
—Pues eso no es todo, le he pedido que no deje de venir a su fiesta, aunque se encuentra aún un poco baldada.
—¡Vaya!, ¡no salgo de mi asombro!
—Esa muchacha se lo merece, inspectora.
—Sin duda, sin duda se lo merece.
No acababa de comprender aquel cambio tan repentino de mi compañero, pero no quería sospechar, puesto que el cambio era para bien.
La cena, lenta, espasmódica, convencional, insufrible, se desarrolló según el rito anual milimétricamente idéntico a sí mismo. Surgieron las consabidas bromas sobre los aumentos de sueldo, los chistes de gusto dudoso, las anécdotas jocosas del servicio, los momentos emotivos en recuerdo de los que ya no estaban con nosotros. En fin, podría decir que a mi sensibilidad quisquillosa no le fue ahorrada ninguna humillación.
A los postres, mientras se posaban sobre la mesa unas tartas semejantes a sombreros de inspiración kitsch, el comisario golpeó su copa con la punta del tenedor para reclamar silencio. El speech parecía inevitable.
—Señores, ya sé lo que estarán pensando: nos sirven una cena cochambrosa y encima ahora el jefe nos suelta la paliza de siempre.
Hubo una armónica carcajada general con la que el orador ya contaba.
—Pero debo decirles que esta vez se equivocan… y no en lo de la cena cochambrosa, de la que doy fe…
Esta vez hasta yo me reí, debía reconocer que el comisario tenía cierta clase para la improvisación.
—Sino en lo de que pienso soltarles un rollo prefabricado igual que el del año anterior. ¡Nada de eso, señores! Hoy casi no hablaré, pero lo que diga va a ser muy original, y no por mis dotes para los discursos, sino por el tema que tocaré.
Hubo un murmullo de expectación general.
—Hoy quiero presentarles, para quienes no la conozcan, a Yolanda Santos, la joven agente que ven ustedes aquí. Pues bien, esta guardia urbana que la inspectora Petra Delicado requirió para una colaboración en un caso complicado ha estado trabajando con nosotros un corto tiempo, es verdad. Sin embargo, ha dado muestras de un valor del que, por desgracia, ven ustedes aún marcas en su rostro. Tal cosa no sería sorprendente en sí misma, porque todos conocemos la valentía y experiencia de los compañeros de la Policía Municipal. Lo que sí debemos destacar y festejar esta noche es que Yolanda, aun a pesar de los riesgos corridos, ha decidido pedir su ingreso en la Policía Nacional y hacer que su trabajo quede siempre entre nuestras filas. Señores, eso no es cosa baladí, que la juventud piense de esa manera, que escoja un terreno tan duro como el que nosotros pisamos habiendo visto con anterioridad que no es un camino de rosas ni una idealización, demuestra que la labor que llevamos a cabo puede ser a veces incomprendida por la sociedad, pero tiene un sentido profundo, y eso es algo que debe llenarnos de orgullo. Ése es nuestro auténtico espíritu. Nada más, buenas noches a todos.
El auditorio en pleno se puso en pie. Aplaudían, gritaban, se emocionaban, estaban entregados de verdad. Me levanté con prudencia y aplaudí yo también. Inconcebible, nadie estaba fingiendo, aquella reacción era auténtica. No podía entenderlo. ¡Cuánto me hubiera gustado creer así en algo, lanzarme yo también a tumba abierta por la senda del sentimentalismo, la profesión y el sagrado deber! Sin embargo, sólo sentía una gran estupefacción al comprobar con qué facilidad era posible enardecer a un grupo de gente que ni siquiera había bebido alcohol de calidad.
Alguien pidió que Yolanda tomara la palabra y al cabo de pocos segundos la petición se convirtió en clamor. La muchacha se puso tímidamente en pie, transfigurada en heroína imprevista. Carraspeó:
—La verdad es que lo que hizo la inspectora Delicado cuando habló conmigo por primera vez fue enviarme al infierno… —Risas, manotazos en la mesa y miradas de pitorreo me hicieron casi enrojecer—. Pero luego fue muy paciente conmigo y me dio la oportunidad de conocer mi verdadera vocación. Gracias, inspectora, de verdad.
Ser de pronto el centro de aquella orgía de autocomplacencia y pestilente euforia me pareció como vivir el peor sueño que podría haber tenido jamás. Algún malintencionado gritó: «¡Que hable Petra!», y la chusma policial coreó: «¡Que hable, que hable!» Era mejor no negarse. Me puse en pie.
—En fin, queridos colegas, ¿qué voy a decir? Empezar a tratar con alguien mandándolo al infierno no es lo normal, suele ser más común terminar así. Y eso es algo que no descarto aún si la agente Santos sigue en el caso que llevamos Garzón y yo. Tendrá que trabajar duramente, como todos hacemos, y al final puede que no la envíe al infierno, al menos sola, ya que lo más probable es que el comisario nos mande allí a los tres.
Bueno, no estuvo mal, tuve mi éxito también. Entonces alguien se levantó y empezaron a correr botellas de whisky, y se levantaron todos y empezó a sonar una música, y aproveché la confusión para, escabulléndome entre la gente, salir de allí. En la calle aspiré tres bocanadas profundas de aire y empecé a caminar. ¿Qué tal debía ser vivir en una isla, en un cenobio, en un refugio nuclear, en un faro? Seguro que se estaba muy bien.
Tomé un baño largo y perfumado con aquellos olores que tanto perturbaban a Garzón. Es el viejo sistema de intentar borrar de nuestra piel al menos una primera capa de lo que en realidad somos. Una añagaza inocente pero que me sentó bien. Luego me puse un pijama de inspiración marroquí para rematar la benefactora alienación y me dormí tras haber leído tres líneas. Pero daba igual, ni aun disfrazada de buzo me iban a permitir olvidar mi vida y circunstancias. A una hora indeterminada me despertó un estruendo espantoso en el salón. Me levanté de golpe y asomé la nariz por la escalera. Era mi invitado, naturalmente, que batallaba en la semioscuridad para poner derecha una lámpara de pie que había derribado. Pulsé el interruptor y allí estaba, enredado en el cable.
—¡Por Dios, inspectora, disculpe, por no querer encender la luz… ya ve, ha sido peor! Es que fuimos unos cuantos a tomar una copa después de la cena y… en fin, se ha hecho un poco tarde.
Como mis buenas maneras van más allá incluso de un susto en mitad de la noche, hice una inclinación de cabeza y respondí:
—No se preocupe, Fermín, no tiene la menor importancia.
Para mis adentros pensé que detestaba estar tan bien educada. Por fortuna, aquella convivencia contra natura tocaba a su fin. La fiesta de despedida del hijo de Garzón iba a ser la más celebrada que hubiera dado jamás.
El trabajo que habían llevado a cabo en el archivo fotográfico de sospechosos para ayudarnos a avanzar era minucioso y exhaustivo. En una lista que abarcaba desde el año 1998 hasta la actualidad, tiempo razonable para una identificación, aparecían unos treinta individuos que habían tenido problemas con la justicia como timadores. Todos ellos cumplían los requisitos de edad coincidentes con la descripción de la dueña del restaurante La Gàbia.
—Por cierto, Fermín, ¿tuvo usted la precaución de preguntarle su nombre a la señora?, a mí se me olvidó.
Garzón, que presentaba aspecto resacoso pero se había despertado a las siete sin dilación alguna, echó mano de su libretita de apuntes.
—Genoveva Pardo.
—¡Buen nombre! Hágala venir. ¿Es jueves hoy?
—No, ¿por qué?
—Recuerde que el jueves toca paella.
Mientras llegaba nuestra testigo empecé a ojear las fotos en el ordenador. Los cargos que se imputaban a todos aquellos individuos no tenían nada que ver con la caridad. La mayor parte de aquellos hombres de pinta vulgar habían sido detenidos por casos relacionados con venta fraudulenta de inmuebles, usurpaciones de personalidad, falsificación de documentos, emisión de cheques sin fondos, compras con tarjetas de crédito robadas… Todos aquellos delitos tenían una relación directa con temas de dinero puro y duro. Sin embargo, ¿quién iba a tejer una mafia a gran escala basada en algo como la caridad?, ¿tan grande era la caridad de los españoles?, ¿existía ahí realmente un campo sobre el que extenderse? Bueno, una de las características de los malhechores de todas las épocas es que tienden a innovar para coger a la sociedad desprevenida. Quizá íbamos a enfrentarnos a grandes timadores «caritativos» ahora que soplaban tiempos solidarios.
Un rato más tarde llegó Genoveva. No venía contenta. Aquel día no había paella en el menú, pero habíamos entorpecido la confección de un sustancioso caldo gallego. Yo tenía confianza absoluta en aquella mujer. De hecho, estaba prácticamente convencida de que, si el asesino estaba entre los tipos de la lista, por muchas metamorfosis que hubiera sufrido, ella lo detectaría. Genoveva era como una personificación del sentido común femenino. A su alrededor se extendía ese realismo compasivo que sólo las matronas suelen detentar. Si el filósofo más profundo e intrincado tuviera una conversación con alguna de ellas, se entenderían sin necesidad de muchas palabras. Por eso había dado crédito a su testimonio que, en puridad, no hubiera tenido que considerar más que como una simple sospecha intuitiva.
Despierta, escueta en la expresión y con la piel tersa y lavada propia de alguien más joven, se sentó frente al ordenador y dijo: «Vamos allá.» Los primeros rostros patibularios empezaron a pasar frente a sus ojos. Garzón le propuso:
—Cuando haya acabado de inspeccionar cada imagen, me lo dice y yo le daré a la tecla para saltar a la siguiente.
Lo miró como si fuera un insecto caído de un árbol.
—Oiga, que no soy tonta. Dígame qué tecla es y ya me las apañaré.
Garzón se lo indicó y me miró suspirando. Debía de estar haciendo alguna consideración general sobre las mujeres tratadas en su conjunto. Genoveva empezó a emitir negativas con toda seguridad.
—No, éste, no. Este otro, ni hablar, parece un muerto de hambre y el hombre que yo digo tenía buena pinta, no era de los que van pidiendo favores.
Comprendí que, de sus comentarios, saldría una identificación mucho más perfilada de la que nos hizo en su bar. Se lo indiqué a Garzón en voz baja para que fuera tomando notas. Entonces me llamaron por teléfono. Era Domínguez.
—Inspectora Delicado, hay una señora en comisaría que insiste en hablar con usted urgentemente.
—¿Cómo se llama?
—A ver, déjeme ver… Magdalena Prieto de Latour o algo así, suena a francés.
—¿Sobre qué…?
De repente recapacité sobre el nombre que acababa de oír y me acerqué instintivamente al auricular.
—Dígale que voy inmediatamente, Domínguez. Y sobre todo que no se marche, ¿entendido?
—Siempre le estoy cuidando a sus sospechosos, ¿verdad, inspectora?
A veces tenía la impresión de que cualquier discapacitado mental representaría mejor el papel de policía que los que de verdad lo eran.
Entré en mi despacho casi corriendo, a punto de perder la compostura mínima que me he propuesto siempre mantener frente al mundo. Las perspectivas que creaba para mí aquella visita eran enormes. Habíamos desestimado llamar a la ex esposa de Tomás el Sabio para que declarara, pero ahora estaba allí, y había viajado muchos kilómetros para verme. Nadie hace algo semejante con la intención de aportar un dato banal. Además, mezclada al ansia de saber, notaba en mí misma la innegable curiosidad de conocer a quien había estado casada con un hombre tan singular.
Se encontraba sentada en una de las butaquitas frente a mi mesa y no volvió inmediatamente la cabeza para mirarme. Vi antes su cabello matizado en suaves colores grises y olí su perfume de esencias florales.
—Hola, señora De Latour, soy Petra Delicado.
Levantó, para estrechar la mía, una mano frágil y hermosa, en la que se veían discretas joyas auténticas.
—¿Cómo está, inspectora? Quizá no sepa quién soy.
—Creo que sí, la ex esposa de Tomás Calatrava, ¿me equivoco?
—¿Ex esposa?, ¡en fin!, es un término ya casi pasado entre nosotros dos. Estuvimos casados, sí. De hecho no nos hemos separado legalmente; pero…
A pesar de la edad, tenía el rostro sereno y armonioso de quien ha sido muy bella. Resaltaban unos ojos azules llenos de luz pero profundamente melancólicos. Iba vestida con el buen gusto y la originalidad de los que sólo son capaces las mujeres francesas. Tomó aire para hablar.
—Lo que tengo que mostrarle podría habérselo enviado desde mi hogar en Francia, pero he querido explicarme personalmente. Quería que la policía española comprendiera bien por qué en un principio pensé en no decir nada y ahora he cambiado de opinión. Como usted sabe bien, el corazón humano antepone sus razones a las de la razón.
—Sí, lo sé.
—Cuando mi cuñada me informó de su muerte, pensé en no venir a España porque Tomás era ya una sombra para mí después de tantos años. La noticia no me sorprendió, tampoco el hecho de que le hubieran asesinado. ¿Qué se puede esperar de un hombre que vive en la calle, tirado, sin casa, sin familia, sin juicio? Me extrañó incluso que no le hubieran matado antes: una borrachera, una riña entre mendigos… Pero mi cuñada me dijo que se estaba llevando a cabo una investigación porque no se tenía ninguna pista sobre quién era el asesino. Entonces llamé a su comisario y le pregunté si debía venir a declarar. No lo hice de buen talante, lo reconozco. Me parecía un abuso verme envuelta en un asunto así al cabo del tiempo, pero… recapacité, reflexioné, le enseñé la carta a mi marido actual y ambos decidimos que, en efecto, era más fácil no hablar. Incluso nos preguntamos si esa carta tenía algún significado viniendo de quien venía, pero…
—¿De qué carta me habla, señora Latour?
—De ésta, de esta carta. La recibí más o menos un mes antes de que mataran a Tomás.
Sacó del bolso un sobre y me lo dio. Lo abrí con la respiración contenida. Dentro llevaba una carta escrita a mano con la caligrafía incierta de un hombre deteriorado. Leí en silencio:
Querida:
Salgo de la basura un momento para acercarme a ti. Quiero que sepas que nunca te he olvidado, que sé cómo has sufrido por mi culpa. Lo siento, de verdad. Nunca fui digno de estar a tu lado. Soy un loco y mi sitio es la mugre en la que estoy. Pero quiero que sepas que voy a hacer algo importante. Me metí en un asunto grave y ahora voy a salir. Hablaré y caerá gente muy influyente. Será algo de lo que oigas comentarios incluso en Francia. Quiero que sepas que todo esto lo hago para que estés orgullosa de mí, para que veas que no soy un desecho total. No te volveré a molestar más. Que seas feliz. ¡Viva Argentona!
TOMÁS
—¿Viva Argentona?
—Sí, su abuelo era originario de allí. Ya ve, ¡cosas de Tomás!, no estaba en sus cabales, el pobre.
—¿Él tenía su dirección?
—Yo creía que no, pero debió de pedírsela a su hermana, o le quitó la agenda del bolso, no sé.
—¿Le había escrito otras veces?
—No, nunca, jamás. Por eso me impresionó esta carta, por eso la guardé. Nunca hubiera pensado que, para él, era una despedida de la vida.
—¿Qué pensó usted al leerla?
—Pues nada, ¡qué iba a pensar, que el pobre Tomás estaba como un cencerro! Sólo ahora he sospechado que podía tener alguna relación con su asesinato. ¿No lo cree usted, inspectora?
—Probablemente, sí. Le agradezco que finalmente haya venido.
—Me dije: «¡Dios mío, ¿tan poco te importa ya ese hombre que no vas a contribuir a que castiguen a quien le mató?» Peor que un perro ha muerto. Y créame, inspectora, antes de enloquecer era un hombre brillante, inteligente.
—No me sorprende. ¿Sabe cómo le llamaban sus compañeros homeless? Tomás el Sabio, así era conocido.
Debería haberme guardado el dato, porque en ese momento la emoción hizo mella en aquella dama tan contenida y se echó a llorar. Me maldije mil veces. ¡Para una vez que tenía un testigo sin tendencia a dramatizar y lo estropeaba yo misma! En fin, le alargué uno de los pañuelos de papel que guardaba para estos casos y le propiné los minúsculos golpecitos en el hombro que eran de rigor.
—Tranquilícese, señora Latour, tranquilícese.
—¡Ah, mi querida inspectora, la vie en rose! Cuando venimos al mundo nadie nos cuenta cómo es de verdad la vida, y luego… ¡qué decepción!
—Y, sin embargo, todos queremos seguir vivos, ¿no le parece?
Me miró con sus ojos azules cristalizados en lágrimas y dijo quedamente:
—Oui.
Logré que se marchara sin mucho más que informarla sobre su obligación de declarar ante el juez y su disponibilidad de volver a España para otro eventual interrogatorio.
Y bien, la carta era importante. No abría caminos nuevos en principio, pero ratificaba aquellos por los que nos movíamos ya. Y dibujaba un claro móvil: a Tomás se lo habían cargado porque iba a cantar. Mencionaba a gente importante. ¿Era fiable todo aquello en un hombre loco y adicto al alcohol? Excepto el extemporáneo «¡Viva Argentona!», todo lo demás parecía obra de un momento de lucidez. ¿Quién dice que los locos están locos todo el tiempo? ¿Quién dice que los cuerdos no tenemos momentos de enajenación total?
Corrí de nuevo en busca de Garzón. Estaba derrumbado junto a Genoveva, que seguía hipnotizada por la pantalla de ordenador y ni siquiera me oyó llegar. Evidentemente, ya fuera su tarea realizar una identificación o cocinar una paella, el caso es que se entregaba a la misma en cuerpo y alma. Me senté al lado del subinspector y le cuchicheé las novedades. Sólo así conseguí hacerlo despertar.