Nuestro contacto estaba en lo cierto, casi nadie denunciaba asuntos relacionados con la caridad, donde, si era verdad que existían delincuentes, estaban poco perseguidos. Por eso, a uno de los tipos envueltos en el asunto de Cáritas lo teníamos, en efecto, fichado, y encontrarlo no suponía mucha dificultad. Era un tal Juan de Dios Llorens, un timador de menor cuantía que había sido detenido más de una vez por robo y faltas sin demasiada importancia. Garzón fue a buscarlo al domicilio que figuraba en nuestros archivos. Creí que iba a quedarme sola un rato y que podría dedicarme a pensar, a recapitular sobre el caso; aunque lo cierto es que, en cuanto intentaba darle vueltas al asunto, mi mente se desviaba sin remisión hacia un tema recurrente: Ricard. ¿Era tan descabellado que empezáramos a vivir juntos?, ¿tal convivencia tenía alguna posibilidad de éxito? ¿Me gustaba tanto aquel hombre como para dar un paso semejante? ¿Era de verdad tan trascendental compartir la vivienda con un señor? Las voces que mi conciencia había elaborado en otros tiempos saltaron inopinadamente sobre mí: «No vuelvas a intentarlo, Petra, sola estarás siempre bien.» Dos matrimonios fracasados eran una marca suficiente como para sospechar que tenía una tendencia al desastre amoroso. Encima, podía concluirse que no debía de ser fácil vivir conmigo porque a mí me parecía difícil vivir con los demás. Claro que en esta ocasión no me arrastraba la pasión, sino que, por vez primera, me hallaba considerando con frialdad los pros y los contras de una nueva organización de mi vida. El amor suele saltar por encima de los inconvenientes aunque los vea con claridad. Siempre se piensa que la propia voluntad de que todo vaya bien bastará para limar las asperezas. La teoría es buena, pero a la hora de la verdad, uno descubre que su propia voluntad flaquea, y que no sabe de dónde sacar los ánimos para que siga funcionando como un potente motor.
De Ricard no estaba enamorada con un amor apasionado. Me gustaba, me halagaba el homenaje de sus atenciones y veía que quizá vivir con él pudiera representar algunas ventajas: por ejemplo, tener a alguien con quien charlar, por ejemplo, tener a alguien con quien hacer el amor y, por ejemplo, tener a alguien sobre cuyo hombro descansar la cabeza cuando rondaba algún momento de depresión. En definitiva, tener a alguien. La gente se casa con papeles, arreos y convite nupcial por motivos mucho menos contundentes. Sin embargo, si hacíamos la prueba y le dejaba pasar una temporada en mi casa, perdería aquellos maravillosos momentos de soledad a los que estaba acostumbrada, y lo malo es que podía perderlos para siempre si la cosa funcionaba medianamente bien. Los motivos para decir no a la prueba me parecieron emocionalmente miserables, como los de una soltera egoísta de mediana edad que no quiere sacrificar a nadie sus tazas de té y sus ratos de lectura placentera. Pero los motivos para decir sí eran igualmente prosaicos, como los de una viuda que ha dejado atrás la juventud y no quiere conformarse con decirle palabras cariñosas al gato. Pensé un poco más y ambos ejemplos me parecieron clichés lamentables ante los que no podía sucumbir. Debía reflexionar con madurez. Afortunadamente, la entrada de Yolanda en mi despacho impidió que hiciera algo tan aburrido. Llevaba el pelo atado en una coleta y la cara limpia de maquillaje. La envidié, porque sólo tenía un novio que quizá fuera el primero de su vida y porque a lo mejor nunca había dudado de que quisiera casarse con él.
—Inspectora. Tengo algo. A lo mejor es una tontería, pero usted dirá.
—Siéntese, Yolanda, no habrá perdido el llavero…
—No, aquí lo tiene. ¡Qué poco se fía de mí! Bueno, en relación con el llavero le diré que un administrativo de Cristianos Unidos lo reconoció. Me dijo que dos chicos fueron hace unos meses para ver si les compraba unos cuantos cientos para distribuirlos en su organización.
—¡¿Cómo?!
—Sí, dijeron que eran de un grupo de caridad sin muchos medios ni infraestructura, pero el administrativo no podía acordarse de cuál. Dice que existen muchos, que cualquiera sabe. Le dieron un teléfono de contacto por si decidían ayudarlos.
—Pero lo ha perdido.
—No, es éste, aún lo conservaba.
—¡Coño, Yolanda, haber empezado por ahí!
Casi le arranqué el papel de la mano. La chica me miró con incomprensión:
—Igual hubiera tenido que explicarle todo lo demás.
Pedí que nos localizaran el nombre del usuario y su dirección, y llamé a Garzón para que viniera inmediatamente a comisaría. Así fuimos tres los que nos sorprendimos al comprobar quién era el titular de aquel teléfono: Tomás Calatrava Villalba. El domicilio que figuraba en la compañía de teléfonos estaba situado en la calle Princesa.
Envié a Yolanda para que averiguara si el piso era de alquiler o pertenecía a Tomás el Sabio. Me puse la gabardina y miré a Garzón, que continuaba sentado.
—Vamos, movilícese.
—Ahí fuera tengo a Juan de Dios Llorens, ¿qué hacemos con él?
—Que espere. Luego le pegamos un repaso. Y dígale al agente que no lo deje marchar, que no hay sitio menos tutelado que esta comisaría.
El piso de Tomás el Sabio estaba en un inmueble antiguo, pero bien conservado. El vecindario no presentaba signos de marginalidad. La viejecita que vivía en el rellano frente a Tomás nos recibió en su casa muy amablemente y nos hizo pasar hasta el salón. Tenía dos gatos que nos miraban de través.
—¿Quieren café? No me cuesta nada prepararles una cafetera.
Viendo la lentitud con la que se desplazaba hacia la cocina, me arrepentí de haber aceptado: podíamos pasarnos toda la mañana allí. Garzón no perdía de vista a los gatos.
—Miran tan fijamente que me ponen nervioso.
—Hábleles, los gatos responden mucho a la voz.
—No sabría qué decirles.
—¡Joder, Fermín, no hace falta darles conversación!
Se levantó y se acercó a uno de los animales tomando distancias y precauciones. Intentó acariciarlo y el gato saltó de improviso y derribó un jarroncito horrible que había en una mesa. Se rompió en tres trozos limpios.
—¡Mecagüen su sombra! Y ahora, ¿qué hacemos?
—No se preocupe, le diré a la señora que tiene usted un temperamento infantiloide, que no se le puede llevar a ninguna parte.
—Muy graciosa, pero…
—No se ahogue en un vaso de agua, espere.
Me levanté, cogí los fragmentos de cerámica y los escondí tras el sillón.
—Ya está.
—¡Inspectora, cómo es usted!
—¿Qué pasa?
—No sé, no me parece… ético. Esta pobre señora que nos recibe en su casa y nos invita a café… Luego dice usted que siente piedad por los débiles, pero…
—Y es verdad, suelo apiadarme de todo el mundo, pero hacer algo por ellos es un paso más. No me apetece pedirle disculpas, pasar media hora dándole coba al tema del jarrón. La gente es muy pesada.
Volvió la anciana portando una primorosa bandeja con el servicio de café.
—Me alegra mucho que estén ustedes aquí. Vivo sola y no recibo muchas visitas. Siempre es un placer poder hablar.
Garzón me lanzaba aviesas miradas de culpabilidad mientras yo decía:
—Lo malo es que no tenemos mucho tiempo, señora. ¿Querrá usted contestar a nuestras preguntas?
—Colaborar con la policía es un deber ciudadano.
Más miradas de Garzón.
—Pues vamos allá. ¿Qué puede usted contarnos de su vecino de enfrente?
—¿Mi vecino? Nunca supe si era uno o dos o bien un grupito de gente. Había personas diferentes que entraban y salían. A veces llevaban paquetes, y nunca dormían ahí. Llegué a pensar que era una especie de oficina, o de almacén.
—¿Habló usted con ellos alguna vez?
—Creo que sólo una. Yo volvía de misa y en el rellano me encontré con un chico. Le pregunté qué tal le iba, si vivía a gusto aquí, pero creo que no quería hablar conmigo, porque en seguida me despachó con cuatro tonterías de esas que se les dicen a los viejos. Yo ya me di cuenta de que no tenía ganas de charla, porque aunque soy vieja no soy tonta. La gente piensa que cuando eres viejo en seguida te pueden engañar, pero les aseguro que yo me doy cuenta de todo.
Las miradas de mi compañero alcanzaron un punto supremo de arrepentimiento y censura. Le mostré la foto de Tomás el Sabio a la anciana.
—¿Vio usted a este hombre entrando o saliendo alguna vez?
—¡Dios mío!, ¿está muerto?
—Me temo que sí.
—La verdad es que no podría reconocer a nadie de los que venían porque… sé que lo que voy a decir a lo mejor les parece mal, pero… yo sólo los veía a través de la mirilla de mi puerta. No piensen que soy una fisgona, pero si alguna vez iba por el pasillo y oía ruidos, pues me acercaba para comprobar.
—¿Le parecieron gente extraña, sospechosa?
—No sé qué decir, cuando salgo a la calle todo el mundo me parece raro ya: cómo visten, cómo hablan… pero sí, eran sólo hombres; eso ya es raro. Quiero decir que ahí no vivía una familia normal.
—Entiendo. ¿Hay algo especial que recuerde, algún detalle, algún movimiento que le pareciera fuera de lo común?
Sus ojos nublados por la vejez miraron el aire en busca de recuerdos. Estaba apurada, como si desconfiara de sí misma. De repente su rostro se concentró con obstinación.
—¡Ay, sí, me acuerdo, pero no me acuerdo! Calle, espere. Sí, el día que hablé con aquel chico me dio algo. Me hizo un regalo, sí, una cosa que llevaba en el bolsillo. Me la dio para que me callara, para que lo dejara en paz, de eso me acuerdo muy bien, que tonta ya les digo que no soy, pero… no recuerdo lo que me dio.
Garzón y yo nos miramos en suspenso. Abrí mi bolso y saqué el llavero de latón.
—¿Era algo como esto, señora?
Lo cogió y lo mantuvo en su palma arrugada y frágil:
—¡Jesús, sí, era una cosa como ésta! ¿Qué pasa, inspectora, he hablado con un asesino? Dígamelo, por favor, que soy una mujer que vive sola.
—No, no se asuste, por favor. Seguramente es una coincidencia sin más. ¿Conserva ese llavero?
—Nunca tiro nada a la basura, así que debo de tenerlo por ahí, lo que pasa es que… espere, con un poco de suerte, en mi dormitorio…
Volvió a levantarse y salió. Garzón se movió, nervioso, en su silla.
—Inspectora, creo que deberíamos decirle lo del jarrón, ¡es tan buena mujer!
—¡Deje el jarrón en paz! De modo que en ese piso de ahí delante se cocía algún asunto que obligaba a varios tíos a entrar y salir con paquetes. Bien, vamos bien. Creo que va a ser muy interesante entrar. Hay que pedir orden al juez para abrir el piso. Voy a llamar para que manden a un policía de custodia.
—¡Lo he encontrado!, estaba en una cajita de nácar que tengo en mi habitación. Cuando viene a verme mi hijo siempre me dice que no debería guardar tantas porquerías. Ahora le podré decir que mis porquerías han servido para las investigaciones de la policía.
Nos entregó un llavero exactamente igual que el nuestro. Lo metí dentro de un pañuelo de papel, pediríamos un análisis de huellas. Me levanté con buen ánimo, estábamos en el camino de la resolución, no me cabía ninguna duda. La señora nos acompañó hasta el recibidor, sintiéndose protagonista y ciudadana ejemplar. Una vez allí me quedé de una pieza cuando oír decir al subinspector:
—Verá, casi se me olvidaba comentarle que mientras esperábamos, su gato…
Comprendí lo que iba a suceder y le di una palmada en el hombro a Garzón.
—Le espero abajo, subinspector. Tengo que hacer una llamada urgente.
Abrí la puerta y salí sin mirar la cara de mi compañero. Allá se las compusiera con su ética caritativa. En la calle llamé por teléfono a comisaría pidiendo un hombre que se quedara de guardia, pero ante mi estupefacción me contestaron que no era posible.
—Hoy estamos muy mal de gente, inspectora. Dice el comisario que hasta la una no puede ser.
Renegué un rato antes de colgar y llamar al móvil de Yolanda.
—Venga a la calle Princesa número diez, tiene que quedarse un rato de guardia. ¿Qué ha averiguado?
—Todo, que es poco, por desgracia. El piso lo alquiló la agencia Hispania a Tomás Calatrava Villalba. Firmó contrato y pagó en persona las primeras mensualidades, pero nadie se acuerda de él. Luego el dinero del alquiler siempre se depositaba dentro de plazo, pero no desde una cuenta determinada, sino cada vez desde una diferente sucursal bancaria de La Caixa, así que imposible saber quién efectuaba las transacciones.
—Bueno, es suficiente, venga para acá en seguida.
Garzón aún tardó diez minutos en bajar. Al verlo llegar, un tanto alterado, le sonreí:
—¿Qué, ya ha hecho su buena acción de hoy? Por el rato que ha estado, creo que esta acción va a servirle para todo el mes.
—Con todos los respetos le diré, inspectora, que tiene usted más cojones que el caballo de Espartero.
—¡Ja!, no lo sabe bien; el caballo de Espartero era un eunuco a mi lado.
—No me venga con más cuentos sobre la piedad y la caridad porque ya nunca la voy a creer.
—Mi querido Garzón, la piedad sucede dentro de nuestra mente, pero para hacer caridades hay que actuar, implicarse con las personas, hablar y aguantar que te den las gracias. Demasiado para mí, sobre todo que me den las gracias, es algo que no soporto. ¿Qué le ha dicho la señora?
—Que no tiene importancia lo del jarrón, ¡qué me va a decir!
—¿Y usted qué le ha contestado?
Abrió el bolsillo de su abrigo y me mostró el interior. Allí estaban los tres fragmentos del jarroncito roto.
—Le he dicho que le compraríamos otro, pero es un ejemplar único que su marido le regaló, de modo que intentaré recomponerlo pegándolo.
Solté una carcajada:
—¡Ah, es usted un filántropo, Fermín!
—Lo malo no es pegarlo, sino tener que aguantar otro rollo de una hora cuando venga a traérselo.
Solté más sinceras carcajadas. El subinspector me miraba intentando parecer enfadado, pero la risa bailaba también bajo su bigote.
—Me alegro de que haya recuperado su buen humor, querido compañero, estaba usted bastante antipático, la verdad.
—Pues no creo que tenga muchas razones para ponerme contento. Es curioso, pero esta visita de mi hijo no deja de plantearme conflictos.
—¿Qué pasa ahora?
—Ayer estuvo hablando conmigo en privado. Dice que parece que me avergüence de él, que rehuyo su compañía, que no los he presentado a casi ningún amigo, que no la ha visto a usted, que es la única de mi ambiente a quien conoce. En fin, que toda la complicación de irme a su casa no ha servido para nada.
—Creo que su hijo lleva razón. ¿Por qué no hacemos una fiesta en mi casa? A los americanos les gustan esas cosas, una recepción en honor de Alfred.
—No sé, inspectora, me parece un poco fuerte, es como reconocer públicamente que…
—Oiga, Fermín, alguna vez tendrá que aceptar los hechos. Su hijo tiene una pareja, y a usted debe darle igual que sea un hombre, una mujer o una cabra.
—Las cabras no llevan pendientes.
—¡Nunca pensé que las apariencias fueran tan importantes para usted!
—Si son discretas, no me importan, pero no me gustan los que sobresalen de entre los demás.
—Entonces debería ponerse un pendiente también.
—No me joda, inspectora.
En ese momento vimos a Yolanda bajando de un taxi. Llegó hasta nosotros justo para oír cómo yo le decía al subinspector:
—No se preocupe, haremos una fiesta en mi casa y todo funcionará muy bien.
—¿Una fiesta? ¡Yo también quiero ir! —dijo la chica con un entusiasmo encantador. Garzón la miró como si quisiera estamparla contra alguna pared.
—¿Por qué no? Un poco de gente joven le dará esplendor a la fiesta, ¿verdad, Garzón? Estaré encantada de que venga usted también.
—Sí, seguro que será una fiesta cojonuda, pero podríamos seguir trabajando, ¿no? Yolanda, la cuestión es que debe quedarse aquí custodiando el segundo piso izquierda hasta que manden a alguien desde comisaría para que la sustituya. ¿De acuerdo?
—Aquí me quedaré con los ojos bien abiertos, descuiden.
Garzón y yo nos fuimos entre sus comentarios maliciosos:
—Con los ojos abiertos y la boca cerrada estaría mucho mejor. En mi época, a los jóvenes nos obligaban a ser bien educados. No nos autoinvitábamos a las fiestas así como así.
—Si continúa negándose a vivir en el presente, acabará usted convertido en un viejo dinosaurio, Garzón.
—Nadie les prestará a mis huesos tanta atención como a los de un dinosaurio.
—Ésa será la única diferencia, créame.
Rezongó cosas inaudibles que no sonaban nada bien. Era terrible reconocerlo, pero me encantaba oírlo renegar. Resultaba divertido que oficiara como conciencia crítica de las nuevas generaciones, aunque eso no pensaba confesárselo nunca.
—Vaya en busca de una orden del juez, Fermín. Yo pasaré por comisaría para ver si hay más datos sobre el alquiler de esa casa. Nos encontramos después en la calle Princesa, ¿OK?
—«OK» es una expresión ridícula, y extranjera, además.
Le guiñé un ojo mientras subía al coche.
—Adiós, amado brontosaurio. Espero que le den una sala del museo para usted solo.
Invocó calladamente a algún dios de la paciencia y lo vi desaparecer entre los transeúntes. Él llevaba en el fondo razón, pasada una cierta edad, los usos sociales en auge se van volviendo progresivamente ajenos a nosotros. Pero hay dos maneras de reaccionar: pensando que el mundo ha perdido el norte o sospechando que el modelo de brújula que tenemos empieza a necesitar una renovación.
Al entrar en comisaría, el policía Domínguez saltó sobre mí.
—Inspectora Delicado, hoy no se me ha escapado el sospechoso.
—Apúntese un tanto, Domínguez. Le recomendaré para un ascenso.
Señaló con la cabeza a un tipo cutre que se sentaba en un banco del pasillo. En aquel momento no tenía la más mínima idea de quién era. Recapacité. Juan de Dios Llorens, el timador de Cáritas. Haber recordado su nombre no me sirvió de mucho. ¿Qué demonio había pensado preguntarle a aquel hombre?, ¿por qué estaba allí? Creo que le hice pasar a mi despacho más por premiar la hazaña de Domínguez que por auténtico interés policial. Cuando lo tuve delante lo observé sin decir ni palabra. Tenía una pinta innoble: enjuto, teñido de rubio oxigenado y con un pendiente en la oreja; por fortuna, no estaba presente Garzón. Pensé que no era necesario hablar, él saldría por algún lado. Así pasó.
—No hay derecho, inspectora. La policía siempre igual, por un perro que maté, mataperros me llamaron. Y yo hace tiempo que estoy limpio. Trabajo honradamente y me gano el sustento con mi esfuerzo. Soy mensajero en una empresa, pero mensajero de los que llevan furgoneta, no de los de moto. Desde que me cazaron en aquello no he vuelto a meterme en nada feo, de verdad.
Levanté una ceja en ademán inquisitivo y dije algo tan vago como:
—Ah, sí, ¿eh?
—¡Pues sí!, pero si ahora empiezan a aparecer por mi empresa a meter las narices, ya me dirán qué va a pensar mi jefe. Le aseguro por Dios que no he metido la mano en nada, de verdad. Y si no me cree, le contaré que me hice honrado por necesidad. No le voy a decir que yo era un santo, que no lo he sido nunca. Pero el negocio de la caridad es algo en lo que ya no puedes andar haciendo bromas. Ya no. Ahora hay unas mafias que te cagas, con perdón. Entonces me di cuenta de que no iba bien por ahí, porque a mí ganarme un poco de pasta a mi aire, bien, pero que venga un tío y te diga lo que tienes que hacer…
—¿De qué estás hablando?
—De timos organizados, inspectora. Pedir dinero para una ONG que no existe y cosas así. Ahora ya son profesionales, mafias, ya le digo.
—Dame datos.
—Datos no tengo ni uno, pero algunos colegas me advirtieron: cuidado dónde te metes, muchacho, que es terreno minado. Ahora, no me pregunte si son las mafias rusas o las de Villapalos, que yo no lo sé. El caso es que pensé: «Coño, para cuatro chavos que saco y encima ahora hay que meterse en organizaciones que si no cumplo igual me arrean cuatro hostias sin comerlo ni beberlo…» Total, que lo dejé.
—¿Quién dice que hay mafias?
—No sé si mafias o qué, pero aquí y allá me fueron previniendo. Esas cosas se saben, inspectora.
—¿Concretamente quién te avisó?
—Nadie en concreto, se lo juro, son comentarios que se oyen. El caso es que ahora sólo me ocupo de mi camioneta, y voy bien tranquilito repartiendo paquetes aquí y allá.
—Juan de Dios, tú no tienes nada que ver en el tema, de acuerdo, lo he entendido y lo acepto. Pero justamente por eso nadie irá a pedirte explicaciones si me das alguna orientación de a quién recurrir, un pequeño contacto, una pista.
Quedó callado un momento, se miró las manos, estiró los dedos para poder fijarse con detenimiento en las uñas. Comprendí que estaba valorando pasarme algún dato importante. Contuve la respiración.
—Ya van dos hombres muertos, pobres hombres que casi no tenían qué comer. ¿Cómo se puede ser tan cabrón como para matar a tíos así?, dime.
—¿Y yo cómo voy a fiarme de la policía?
—¿Qué quieres que te garantice?
—Que nadie sabrá que he hablado con usted.
—Hecho.
—Vaya al bar La Gàbia, la dueña sabe cosas, allí a lo mejor va gente. Pero yo ya me he librado de todo eso, inspectora, si ahora me vuelven a meter en la mierda, será culpa suya.
—Te he prometido que no voy a abrir la boca y así será. Pregunta por ahí si Petra Delicado es fiable o no.
—¡Sí, ahora mismo voy a hacer una encuesta, ¿no te jode?! Estos riesgos los corro por tener sentimientos. Cuantos más sentimientos tienes, mucho peor.
En eso estábamos de acuerdo, pero compartir filosofía con un ex delincuente no me escandalizó, esas coincidencias humanas suelen darse cuando se acumula una cierta experiencia.
Entré a buen paso en comisaría, pero no pude llegar a mi despacho porque me llamó Coronas con urgencia. «Bronca habemus», pensé al mirarlo a la cara.
—Vamos a ver, Petra, vamos a ver si nos aclaramos porque esto es la hostia en verso. Acaba de llamarme desde Francia la ex mujer de Tomás Calatrava Villalba. Me preguntaba si va a tener que venir a Barcelona o no. Estaba muy alarmada, su cuñada la había avisado de que a lo mejor la llamaban a declarar a esta comisaría.
—Sí, ya.
—¿Cómo que sí, ya? Me he metido desde mi ordenador en sus informes del caso y de eso no dice ni media palabra.
—Ya lo sé, señor, pero es que es una vía de investigación abierta que no creo que vayamos a proseguir.
—Pues cuando se toma una decisión de ese tipo hay que reseñarlo en el informe, porque de lo contrario yo me quedo in albis y en pelotas, y un jefe siempre debe saber lo que pasa.
—Todo depende del estilo del informe, comisario, tenemos muchas vías de investigación abiertas que, en última instancia, podrían reabrirse sin más.
—Ya lo he visto. Más que vías abiertas, su informe parece un nudo ferroviario donde no hay dios que se aclare. ¿Y sabe qué suele suceder en esos casos?, pues que los trenes chocan. Está llevando esta investigación sin método, Petra.
—No estoy de acuerdo, comisario. Lo que llamamos falta de método suele ser únicamente un sistema que no se acopla al método convencional.
—¡Basta, no me líe!, es usted más peleona que un borracho con mal vino. Lo que yo le digo es que el informe…
Sonó mi teléfono móvil. Coronas me hizo una indicación para que contestara. Era Garzón. Asentí varias veces. Colgué, miré con gravedad al comisario.
—Me temo que tengo que irme, señor. Ha pasado algo imprevisto un tanto desagradable.
—¿Sería una aspiración excesiva que me dijera qué es?
—Han agredido a Yolanda Santos, la agente de la Guardia Urbana que nos ayuda en el caso.
—¡Lo que faltaba! Dentro de un rato tengo al jefe de la Urbana al teléfono pidiéndome explicaciones.
—Discúlpeme, comisario.
—En cuanto vuelva quiero un informe detallado, ¿me oye? ¡Y por el método tradicional!, aunque eso sea indigno de su inspiración. No me importa si esta noche se queda sin dormir.
—Desde luego, señor, desde luego, así lo haré.
Un par de policías y el subinspector me esperaban en la calle Princesa. A Yolanda se la habían llevado al dispensario más cercano para que la curaran. Al parecer, mientras esperaba en el portal, dos hombres tapados con cascos de moto la habían golpeado en la cabeza hasta hacerle perder el sentido. No había podido defenderse. La puerta del piso que custodiaba estaba abierta.
—¿Cómo se encuentra la chica?
—Magullada, pero bien. Ha podido contárnoslo todo sin dificultad.
Entramos en el piso, los dos policías se quedaron abajo. Algunos vecinos curioseaban en la escalera. Garzón los hizo marchar. Mis ojos se abrieron por completo para poder abarcar el vacío de lo que vi. El lugar había sido despejado por completo, no había nada, absolutamente nada, ni una silla, ni un objeto, ni un papel.
—Creo que no sólo lo han vaciado, sino que también lo han limpiado. Huele a lejía, ¿lo nota?
—Sí. Es evidente que siempre han estado siguiéndonos los pasos: interrogamos a un mendigo y se lo cargan, localizamos una vivienda y la deshabitan.
—Con una ligera anticipación. Pero si estaba ya vacía, ¿para qué se han arriesgado a volver ahora?
—Debieron de dejarse algo, querían comprobar que alguna cosa perdida no estaba aquí…
—Sin duda algo tan importante como para atreverse a arrearle a una policía.
—Cualquier cosa es importante cuando se está intentando borrar pistas.
—Estamos ante algo muy gordo, inspectora, ya no tengo la menor duda.
—Ni yo tampoco, Fermín. Que precinten el piso, y mande un equipo de huellas, aunque dudo que sirva para nada.
Inspeccionamos toda la vivienda. Era como si hubiera pasado un grupo de mudanzas dejándolo todo listo para el próximo inquilino.
—Pregunte a los vecinos, alguien habrá visto cómo se llevaban los muebles días atrás.
—Ya lo he hecho. Nadie ha visto nada. Imposible, pero cierto.
—Probablemente no había tales muebles. La anciana de delante lo dijo: era una especie de almacén. Resulta muy fácil irse llevando cosas en cajas por la noche, con todo sigilo y discreción.
—Puede ser. Preguntaremos a los vecinos de los inmuebles de alrededor.
Pasamos cerca de tres horas haciéndolo. Por desgracia, no había comercios ni talleres alrededor. Cuando existen tiendas abiertas al público, los dependientes pasan muchas horas mirando la calle. Fue inútil, en un lugar de viviendas nadie había visto a hombres cargando bultos. Regresamos al piso. Allí, junto a los guardias, nos esperaba un empleado de la limpieza municipal. Hacía un par de horas, había visto a dos hombres salir casi corriendo de la casa. Llevaban una bolsa de basura en la mano. Se fijó porque pensó que la echarían en un container, pero la llevaron consigo. Se fueron a pie, aunque ambos llevaban cascos de motorista que les tapaban la cara por completo. Eran altos y atléticos y, por sus movimientos, el empleado estaba casi seguro de que se trataba de hombres jóvenes.
—Elemental —dijo Garzón—. Eso es lo que vinieron a buscar: una simple bolsa de basura que habían olvidado después de la limpieza general. Podía contener papeles, objetos llenos de huellas… Una prueba de oro cuando no se quiere dejar ni rastro. En estos momentos, inspectora, siento tal frustración que me suicidaría.
—Pues prívese. Tengo cosas que contarle en el coche. He tenido una conversación interesante con Juan de Dios Llorens.
—¿Adónde vamos?
—Primero, al hospital; quiero ver a Yolanda. Luego iremos a un restaurante que se llama La Gàbia.
—Será muy tarde ya.
—Pues entonces iremos mañana, el restaurante estará en el mismo lugar, y de lo que le pase a esa chica me siento responsable.
Salimos al descansillo y la puerta de enfrente se abrió. Apareció la figura endeble de nuestra amiga la anciana vecina. Sonrió al ver a Garzón.
—¡Subinspector, no me diga que ha venido tan pronto a traer mi jarrón arreglado!
—¿Su jarrón?
Mi compañero se llevó la mano al bolsillo recordando de pronto. Sacó la orden del juez y, después, de su americana empezaron a emerger minúsculos trocitos de cerámica, bastante más pequeños que los resultantes del primer accidente.
—Me temo que no, señora, pero lo arreglaré. Aunque sea la última cosa que haga en la vida, lo arreglaré.
Yolanda ya no estaba en el hospital, le habían dado el alta y se había marchado a casa. Siguiendo el modelo tradicional, vivía con sus padres hasta que se casara. Según constaba en su ficha, su padre era taxista y su madre trabajaba en una tintorería. Una familia humilde que no tenía problemas de dinero. Me gustaría pensar que nos recibieron bien, pero creí notar cierto reproche en el ambiente. No era tan peligroso pertenecer a la Guardia Urbana como estar en el grupo de Homicidios de la Policía Nacional. Probablemente su familia se preguntaba qué estaba haciendo la chica con nosotros. Es cierto que corría más peligros y, debo reconocer mi egoísmo, porque nunca había observado el asunto bajo aquella luz. Entramos en su habitación y los padres se retiraron. Me quedé muy sorprendida al ver que los muebles estaban llenos de muñecas y osos de peluche. ¿Cuántos años tenía Yolanda, veinticinco? ¿Qué demonio pintaba en su dormitorio toda aquella decoración infantil?
Llevaba algunos parches de gasa en la cara pero, al parecer, donde había sufrido más daño era en el hueso occipital.
—¿Cómo está?
—No pude verles la cara, inspectora. Salieron del ascensor y, antes de que pudiera darme cuenta, los tenía encima. Llevaban la cabeza tapada con cascos de motorista y entonces se abalanzaron y…
—Ya lo sé, no se preocupe, sólo le pregunto cómo se encuentra.
—Estoy bien. Creo que eran dos tipos jóvenes porque…
—Oiga, Yolanda, ahora lo que tiene que hacer es coger una baja y reponerse, no pensar en el trabajo, descansar.
—Inspectora, no puede hacerme eso. No puede dejarme ahora fuera del caso, he trabajado con ustedes desde el principio y quiero seguir hasta el final. ¿Qué había en el piso, han descubierto algo? Cuénteme, por favor.
—Está bien, tranquilícese.
La puse al corriente de todo. Suspiró profundamente y se echó sobre las almohadas.
—Estamos a punto de cazar a esos asesinos, lo presiento, lo sé, ¿no tienen ustedes la misma sensación?
—Nos acercamos, nos vamos acercando —dijo Garzón más por amabilidad que por convencimiento.
Dieron varios golpecitos en la puerta y un instante después entró un joven. Era alto y fuerte, muy rapado, con pinta de bruto, labios carnosos y enormes ojos verdes, un guapo de barrio tremendamente sensual. Se precipitó sobre la cama sin siquiera saludarnos.
—¿Qué ha pasado?
—Nada, Sergio, tranquilo.
—¿Tranquilo?, ¿qué coño tranquilo? ¡Mira cómo te han puesto!
—Es mi novio —se volvió hacia nosotros Yolanda; pero el chico no parecía dispuesto a iniciar presentaciones corteses.
—¿Por qué la han metido en esto? ¡Ya me hacía poca gracia que fuera urbana como para que ahora ande haciendo de mujer policía!
—¡Sergio, cállate!
—¡No me digas que me calle porque llevo razón! Ellos ya tienen sus propios polis, ¿no?, pues que se apañen con ellos.
Yolanda estaba desolada, al borde de las lágrimas, casi histérica. Pensé que lo más prudente era una desaparición.
—Muchachos, no se peleen. Nosotros ya nos vamos. Cuídese, Yolanda, nos veremos más adelante. La llamaré para saber cómo está.
—¡Inspectora, un momento, espere!
Salimos al pasillo y vimos cómo en el comedor la madre lloraba, consolada por su marido. En el dormitorio de la chica se había reiniciado la discusión. Busqué la puerta con clara precipitación y solté un «adiós, señores» que sonó estúpidamente festivo.
El aire de la calle me confortó.
—¡Joder, se ha armado una especie de tragedia griega!
Garzón exhibía una sonrisilla de estar de vuelta de todo. Dijo con suficiencia:
—Es normal.
—Es excesivo. ¿Ha visto cómo berreaba ese energúmeno? ¡Y la madre, llorando como si su hija estuviera de cuerpo presente!
—Lo que ocurre es que usted es de clase alta, inspectora.
—¡Vaya, lo que me faltaba por oír!
—Es la verdad. Tiene estudios superiores, está acostumbrada a otros ambientes.
—¡Claro, usted y yo solemos movernos entre la jet set!
—No, en el trabajo ve usted normalmente las capas más marginales de la sociedad, y cuando acaba el día vuelve a su mundo sofisticado con libros por todas partes y discos de Chopin. Va de un extremo a otro, pero le falta por conocer al pueblo llano.
—¡No me joda, Garzón!
—Es así. El pueblo llano no tiene más tesoro que sus hijos, ni más aspiración que vivir con tranquilidad.
—Parece usted un telepredicador barato.
Lejos de ofenderse, se mostraba plácido y autosuficiente.
Sonrió con superioridad soterrada.
—Sé lo que me digo, inspectora.
—De acuerdo, conoce la materia, es usted un paria de la tierra y tiene un hueco en la famélica legión. Me largo, subinspector, estoy harta de tanto cuento.
—¿Adónde? Es muy tarde ya.
—A comisaría, a hacer una labor sin importancia. Como soy una miembro de la oligarquía ociosa, voy a redactar unos informes que Coronas me obliga a terminar hoy. Nada, un capricho de niña rica.
Me alejé viendo de reojo cómo reía. Aún tuvo tiempo para levantar su mano carnosa y gritar:
—¡No llegue muy tarde, la espero en casa!
Estuve revisando los informes del caso que había redactado hasta el momento. Resultaban tan farragosos y herméticos como una novela experimental. Intenté darles mayor coherencia, pero no era fácil. Tal y como había detectado el comisario, los cabos sueltos abundaban. Sin embargo, un informe no pertenece a la ficción, y los acontecimientos eran como eran, nada podía ser alterado por las buenas. Todas las pistas que teníamos confluían en una dirección, pero ese destino, contrariamente a lo que solía suceder, permitía pocas y endebles hipótesis. Es obvio que, sin hipótesis en las que basarse, sólo se puede avanzar a impulsos de los acontecimientos, y esos acontecimientos venían presentándose de modo raro, imprevisible. Eran hechos sobre todo desmedidos. Si estábamos hablando de simples timadores, ¿por qué nos enfrentábamos a delitos tan graves? Dos asesinatos relacionados entre sí no son cosa corriente. Matar una vez tiene muchas explicaciones: un exceso de dureza en un ajuste de cuentas, un arrebato que luego se intenta tapar o cargar sobre otros… pero dos crímenes sólo pueden cometerse cuando la causa que los motiva es poderosa. ¿Quién asesina a dos hombres para dejar enterradas las pistas de un timo tan cutre como vender llaveros de una ONG fraudulenta? ¿Qué pequeño delincuente organiza un intento de despiste policial tan elaborado como el de los skins que golpean a un Tomás el Sabio ya muerto y lo abandonan en un parque? Por no pensar en el último riesgo corrido por los dos «motoristas» que se atreven a golpear in situ a un representante policial. La sospecha de que tras aquella historia inconexa había algo importante no dejaba de ser más que eso, una sospecha. ¿Y cómo puede haber algo importante en un caso donde las víctimas son vagabundos sin un céntimo? No, no veía el modo de dotar a mi informe de más lógica, de una apariencia metodológica redonda y cabal. Añadiría otro apartado con la agresión a Yolanda y en paz. Me ponía a ello cuando sonó el teléfono.
—Inspectora, ¿va a tardar mucho rato en volver?
—Parece usted un marido, Fermín.
—No, es que tiene usted una visita. Está aquí su amigo Ricard.
—Póngale una cerveza, en seguida llegaré.
¡Joder, lo que me faltaba, Ricard y su manía de presentarse por sorpresa! Es obvio que un policía tiene dos opciones en su vida personal: o cuenta con una familia perfectamente organizada donde todo obedece a un orden o carece de familia por completo. Yo me había decantado por la segunda posibilidad, pero si seguía acumulando hombres en mi casa, aquello tenía visos de convertirse en un harén masculino. Puse precipitado punto final en el ordenador y acudí a casa preguntándome con qué iba a encontrarme.
La estampa no resultaba demasiado sugestiva ni original, tampoco demasiado inquietante. Ricard Crespo y Fermín Garzón veían aburridamente un partido de fútbol en tele. Sobre la mesita descansaban un par de cervezas a medio consumir. Los saludé con más emoción de la que sentía.
—¡¿Qué tal, caballeros, cómo están?!
Respondieron con un par de desvaídos monosílabos. Entonces Garzón, comportándose como el hombre de la casa, se ofreció a traerme una cerveza. Pero, ante mi pasmo, Ricard terció en el ofrecimiento.
—Mejor un té, ¿no? Creo que Petra suele preferirlo a estas horas.
—¿Un té antes de cenar? No me parece muy adecuado.
—Bueno, quizá no lo sea en teoría, pero cuando Petra está cansada siempre le gusta tomar un té.
—¡Hombre, amigo Ricard!, la inspectora y yo llevamos trabajando juntos muchísimo tiempo. ¡Anda que no hemos tomado tés, cafés, cervezas y todo tipo de bebidas!, y yo le puedo asegurar que…
Levanté la voz intentando sonar lo más coloquial posible:
—No, no se preocupen, en realidad, lo que me apetece es un zumo de tomate que voy a ir a prepararme yo misma.
—No es eso —dijo Ricard—. Me fastidia que por la insistencia del amigo Garzón tengas que prepararte tú misma algo cuando llegas cansada.
—Oiga, Ricard, si es ése el problema, ya se lo prepararé yo, porque ha de saber que…
Me puse en pie de golpe y en un movimiento rápido tomé el bolso y el abrigo. Fui deprisa hasta la puerta de la calle. Di la vuelta y pude observar cómo ambos contendientes me miraban con expresión de estupor.
—Amigos, he cambiado de parecer. Lo que me apetece es tomar un whisky doble en un bar de copas y, desde luego, en estado de total soledad. Buenas noches, siéntanse como en su casa.
Sonreí y cerré procurando no dar ningún portazo. Mientras caminaba hacia la Villa Olímpica me acometió un ataque de risa. Sí, las caras que habían puesto me parecieron todo un poema. Afortunadamente, la noche era joven aún. No tomé ningún whisky, pero me comí una deliciosa hamburguesa casi cruda y después entré en los cines Icaria. Vi un documental sobre las grandes migraciones de pájaros a lo largo y ancho de todo el mundo. Bajo las silenciosas bandadas se veían las inmensas estepas rusas, solitarias, los enormes montes americanos, solitarios, los paisajes gélidos de Noruega, solitarios también. Me encantó aquella sobreabundancia de soledad.
A la una de la madrugada regresé a casa reconciliada con el mundo, que no acababa en las estrecheces de mi sala de estar. Todo estaba en silencio y a oscuras. Di gracias a Dios por aquel regalo de paz. Sin embargo, el olor del tabaco de Ricard impregnaba fuertemente el ambiente. No debía de hacer mucho que se había marchado. Fui a la cocina y me serví un vaso de leche. Entonces apareció Garzón y me dio un susto morrocotudo. Llevaba un pijama estampado con pequeños motivos heráldicos y una elegante y nueva bata de seda azul que no me cupo la menor duda de que había comprado para estar en mi casa.
—¡Caray, subinspector, ¿qué hace despierto?!
—La he oído llegar y… en realidad, Ricard acaba de marcharse.
—¡Ah, perfecto!, ¿han estado practicando boxeo?
—Creo que le debo una disculpa. Él también ha dicho que le debe una disculpa.
—¡Magnífico!, pues es importante que cada uno me la pague por separado, no vaya a ser que se pongan a discutir sobre qué disculpa me conviene más.
—¡No, qué va, ahora somos amigos! Encima ha ganado la selección española. Ha estado muy bien. Lo que ocurre es que los dos nos hemos comportado como unos imbéciles. Bueno, mucho más yo.
—Él ha estado a su altura, no crea…
—Sí, nos hemos dado cuenta de que intentando ayudarla lo único que conseguimos es que se sienta incómoda.
—Ya me imaginaba que con una pequeña indicación sutil como largarme de casa llamaría su atención sobre ese punto.
—Insisto en que la culpa es mía, me acoge usted aquí y sólo se me ocurre ponerme impertinente con otro de sus invitados. Creo que lleva usted razón, Petra, estoy convirtiéndome en un viejo fósil.
—Yo dije un dinosaurio.
—Lo mismo da.
—¡No vaya a comparar!
—En fin, me voy a dormir. Por cierto, inspectora, el jabón y las lociones que tiene en el lavabo huelen como las que usaba mi mujer y me traen muchos recuerdos. No sé si buenos o malos.
—¿Quiere que los quite?
—No, no, está muy bien así. Buenas noches.
En ese momento llamó Ricard por teléfono. Quería disculparse, se sentía el hombre más ridículo de la creación, el más miserable, el más absurdo. Se sentía como Adán vestido sólo con calcetines, como Freud con un piercing en la nariz. Me eché a reír y quedamos citados para el día siguiente.
Permanecí bebiendo la leche en silencio. «Los hombres son extraños —pensé—, territoriales y olfativos como las alimañas, pero capaces de una gran ternura y afectividad. A veces se comportan como cachorros de cocker y otras como lobos enfurecidos.» Pero era inútil sacar sobre ellos un balance negativo, porque la verdad era que me resultaban más fascinantes que cualquier otro ser vivo, excepción hecha del colibrí.