CAPÍTULO SÉPTIMO

A las siete de la mañana sonó el teléfono. «Poco dura la alegría en la casa del pobre», pensé. Era el subinspector Garzón.

—Petra, disculpe que la llame tan temprano, pero he imaginado que ya estaría levantada.

—Por supuesto que sí —dije sacando una pierna de entre los muslos de Ricard.

—Tenía que decirle una cosa personal, ¿recuerda?, pero luego nos liamos con el trabajo y no se presentó la ocasión.

—Es verdad, dígame.

—Hoy mismo llega mi hijo desde Nueva York, acompañado tal y como le comenté y… en fin, como usted me indicó que… aunque le aseguro que lo he pensado y será mejor que me vaya a una pensión.

—No, Fermín, no se preocupe. Me acuerdo muy bien de lo que le ofrecí y sigue en pie. Le dejaré una nota a mi asistenta para que prepare la habitación de invitados.

—No sé cómo agradecérselo, sinceramente.

—Déjese de cumplidos. Nos vemos dentro de un rato.

Ricard se desperezaba a mi lado. Miró el reloj con sobresalto.

—¡Coño, si es tarde, me tengo que levantar ya mismo! ¿Te duchas tú primero o me ducho yo?

—Dúchate. Yo iré preparando el desayuno. Tú no sabes dónde están colocadas las cosas en mi cocina.

Mientras hacía el café se me representó claramente lo ridículo de la situación. Por fin tenía un amante al que permitía quedarse a dormir justo en el momento en que el subinspector se alojaría en mi casa. «¡Cojonudo! —pensé—. Puede que la Providencia vele por nosotros, pero lo hace sin el menor sentido de la oportunidad.»

El informe de balística no ofrecía lugar a dudas. Nos encontrábamos de nuevo frente a una bala llena de muescas y disparada con una sobrepresión. Todas las muescas coincidían. Anselmo había sido asesinado con la misma pistola que Tomás el Sabio. Ya nadie podía argumentar que ambos casos no estaban claramente interconectados.

Volvimos al lugar donde encontraron a Anselmo muerto. El interrogatorio de eventuales testigos y la posibilidad cada vez más remota de que surgieran familiares de Tomás el Sabio eran las únicas opciones que teníamos. Yolanda no vino con nosotros. Se quedó buscando datos sobre instituciones de caridad, pero nos informó de que la Guardia Urbana había recibido orden del alcalde de desalojar el caserón de okupas y mendigos después de lo sucedido, de modo que no teníamos demasiado tiempo para actuar.

Nuestros compañeros de la científica habían acabado ya de recoger presuntas pruebas. Pero su trabajo, con ser exhaustivo, no podía compararse con el cansancio infinito que provocaban aquellos interrogatorios inciertos, sobre todo cuando se acometían por segunda vez.

La vida del lugar no se había alterado demasiado, quizá se veía menos gente deambulando que en la ocasión anterior. Volvimos a empezar. De nuevo se desarrolló ante nosotros la infame rueda de ojos ciegos, oídos sordos y lenguas que no querían soltarse. Dos horas más tarde, quién y cómo había asesinado a Anselmo era un misterio tan oscuro como antes.

—Busquemos un bar y tomemos un café, inspectora. Ya no puedo más.

Nos metimos en un bar miserable muy cerca de allí. El café era áspero y fuerte como la piel de un elefante, pero se podía beber. Había muy pocos parroquianos a aquellas horas, así que en cuanto entró un joven negro y se sentó en la barra a nuestro lado nos dimos cuenta en seguida de que había algo extraño en su actitud. Miró a Garzón, luego me miró a mí y se removió a disgusto en su taburete mientras pedía una agua mineral. El subinspector y yo intercambiamos un gesto de entendimiento. Me volví y ofrecí sonriendo:

—Pida también un café, le invitamos nosotros.

El dueño del bar no entendía muy bien qué estaba pasando, pero con cierta desconfianza, puso la taza delante del negro.

—Gracias, el café es bueno aquí —dijo en un pasable español—. ¿Nos sentamos en ese lado? —añadió, señalando una mesa retirada de la posible curiosidad. Bien, estábamos en el buen camino. Intenté allanarlo un poco más.

—Ha venido siguiéndonos, ¿verdad?

—¿Sois policías?

—Sí.

—Ya sé. He visto cosas y quiero hablar, pero aquí, no en la calle con tantos policías.

—Perfecto, muy bien. Adelante.

—Quiero hacer un cambio, una cosa por otra. Yo digo cosas y vosotros me dais papeles para estar en España, ¿sí, de acuerdo, sí?

Tenía la piel profundamente negra, los ojos alucinados y huidizos. Garzón reaccionó al instante.

—Pero bueno, tío, ¿tú estás tonto o qué? ¡Qué coño de cambio ni qué narices! ¿No te das cuenta de que podemos detenerte por lo que acabas de decir?

El joven no pareció impresionarse demasiado. Negó con la fuerza de su potente cabeza.

—Si me echan del país, yo vuelvo a entrar, pero vosotros ya no sabéis lo que he visto.

—¡Serás cabrón, haz el favor de soltar en seguida lo que sabes si no quieres que…!

Ni el menor temor, ni la más mínima reacción ante la salida de mi compañero. Pensé en cambiar de táctica:

—Mire, el caso es que… ¿Cómo se llama?

—Da igual mi nombre.

—El caso es que no tenemos la posibilidad de darle papeles. Eso depende de los jueces, de las autoridades de inmigración, de mil cosas en las que nosotros no influimos en absoluto. Lo que sí podríamos hacer es firmarle un documento conforme usted ha demostrado su buena fe para con este país colaborando con la policía en el esclarecimiento de un crimen. Si alguna vez se estudia su caso para concederle la residencia, eso siempre contará a su favor.

Estuvo pensándolo un buen rato. Le parecía mejor que nada. De repente introdujo un complemento imprevisto.

—Sí, pero quiero algo más.

—¿Qué?

—No sé, algo más.

De repente comprendí.

—Podemos darle veinte euros, como pequeña gratificación.

—No, cien.

—Cien es demasiado.

Intervino Garzón bastante fuera de sí:

—Pero bueno, inspectora, ¿no se da cuenta de que este tipo tiene la obligación legal de hablar? Déjelo de mi cuenta, que voy a apretarle las clavijas a ver si le parecen bien.

—Treinta euros, ni uno más —solté.

—Cincuenta.

—De acuerdo.

Hizo una señal de asentimiento y esperó a que le diera el dinero. Se lo entregué. Garzón bullía junto a mí como una olla al fuego.

—Vi a dos hombres que daban un disparo al viejo. Luego buscaron en sus cosas y cogieron sólo una. Se la llevaron.

—Dinos más cosas de esos hombres. ¿Los reconocerías?

—No, era de noche y llevaban cascos de moto.

—¿Eran jóvenes, altos, fuertes?

—Eran normales, altos.

—¿Hablaron con él?

—No, sólo el disparo, sin hablar.

—¿Llegaron en moto?

—No lo sé. Se fueron a pie, sin correr.

—¿Alguien más los vio?

—No. Yo estaba detrás de una carcasa de camión. Tenía miedo.

—¿Puede ser una caja lo que se llevaron?

—Puede ser, era pequeño.

—¿Los oíste hablar?

—Poco. Sólo oí: «Aquí está.»

—¿Hablaban en español?

—Sólo: «Aquí está»; después, en una lengua rara.

—Está bien. Voy a darte nuestra dirección para que vengas a recoger el informe positivo por tu cooperación.

—No, es igual, me voy ya.

Salió a toda prisa del bar. Me hizo gracia su falta de interés por el documento prometido. Se lo comenté a Garzón, pero a mi compañero nada de lo que acababa de ocurrir parecía divertirle lo más mínimo.

—Ésas son las ganas que tiene de integrarse en este país.

—¡Joder, Garzón!, ¿qué quiere, que cante el himno nacional? El tío está jodido, puteado desde que nació. Además, no es tonto, y sabe que le estoy ofreciendo papel mojado.

—Sí, vale, pero el papel moneda está seco, ¿no?

—Me sorprende su candidez, de verdad.

—Candidez la suya, que va largando dinero por ahí a todos los desheredados de la fortuna, y luego estoy seguro de que ni siquiera se lo pasa como gastos a Coronas.

—Es mi actividad caritativa, como no pertenezco a ninguna ONG… Bueno, ¿hablamos de algo interesante o seguimos divagando?

—De acuerdo, ¿cree que la información que ha comprado vale la pena?

—Como prueba objetiva, puede que no, pero como subjetiva no tiene precio.

—¿Puede explicarse?

—Con sumo placer. Le comunico solemnemente que ahora estoy segura de que Tomás el Sabio andaba metido en algo sucio que tiene relación con este llavero que tengo aquí. ¿Una falsa institución de caridad, una banda de timadores? No lo sabemos aún, pero por primera vez desde que empezó este jodido caso, creo que vamos hacia alguna parte.

—Puede que sí, pero si un tío tan arrastrado como Tomás se metió en algo sucio, ¿por qué no salió de la miseria?

—No quería salir, pero estar en algo sucio le daba un mínimo remanente para ir tirando y, encima, podía hacer donaciones a los monjes capuchinos.

—Como usted, que también hace donaciones a todos los colgados.

—También podría darse el caso de que se viera forzado a cooperar por algún tipo de chantaje.

—¿Y quién querría chantajear a un tío así?

—Le recuerdo que era sabio. Un economista puede rendir buenos servicios en un negocio irregular.

—Todo esto empieza a parecerme una alucinación, inspectora: mendigos que dan limosnas y presuntas instituciones de caridad que roban… El mundo al revés.

—El mundo siempre está al revés, Fermín; sólo está al derecho en la mente del hombre.

—Ya es algo.

Los periodistas empezaron a inventar historias entretenidas y alarmantes para el lector. Un grupo de skin heads se dedicaba en plan justiciero a limpiar de mendigos la ciudad. A falta de información oficial, llenaban páginas con las características ideológicas de las formaciones neonazis europeas. De vez en cuando, el propio Coronas ofrecía un comunicado de prensa vacío de contenido y repleto de tópicos: «Estamos tras algunas nuevas pistas, se estudian varias vías de investigación, no daremos más datos para no entorpecer la labor de los investigadores.» Sin embargo, no se concedió al caso ninguna prioridad especial ni se pusieron a nuestra disposición ayudas extra. Era obvio que el hecho de que mataran mendigos generaba en la opinión pública un deseo vago de justicia social, pero no un sentimiento de amenaza. La gente podía seguir paseando tranquilamente e ir a trabajar. No estaban en peligro sus hijos ni su seguridad, de modo que todo permanecía bajo control. En semejantes circunstancias, no parecía necesario echar la casa por la ventana. Aun así, y ya que las secciones de sucesos continuaban dando información sin datos, Coronas siguió ejerciendo sobre nosotros una soportable presión. Me visitó en mi despacho al final de la tarde.

—Oiga, Petra, ¿qué le parece si les digo a los medios que tenemos a un skin en chirona?

—No tiene nada que ver con el caso, comisario.

—Ya lo sé, pero si les vamos dando algún hueso a los chicos de la prensa, tendrán algo que roer.

—Es un poco exagerado, la verdad. Cargarle la sospecha de dos muertos a un desgraciado…

—¿Le importa el buen nombre de un cabrón que la ha agredido?

—Tiene familia.

—Carne de cañón, igual que los mendigos, todos por el estilo…

—Haga lo que quiera, pero quizá sea peor. Lo mismo nos acusan de crear falsos culpables.

—No sé, ya iré pensando qué es lo más conveniente. De momento, dejaré las cosas tal como están. ¿Cree que cerrarán pronto el caso?

Me miraba fijamente a los ojos, pero sin aparente intención intimidatoria, sólo con curiosidad. Le eché coraje y contesté con temeridad disimulada:

—No lo dude. Es cuestión de días.

—Cuantos menos sean, mejor. Aparte de la puta opinión pública, me jode tenerlos a usted y a Garzón metidos sólo en este caso de los mendigos. Y, encima, Llorente está de baja y… ¡en fin, el demonio debe de pasearse por esta comisaría!

Se alejó hablando entre dientes y mirando al suelo. Estaba cansado, harto probablemente de luchar. Se le veía en un momento bajo; seguro que por eso había estado menos autoritario que de costumbre.

Ya era hora de marcharse. Cerré el ordenador y recogí mis cosas. De pronto, me acordé de Garzón. Si los planes seguían según lo acordado, aquella noche debía ir a dormir a mi casa. Fui a buscarlo y lo encontré trabajando aún.

—¿Aquí todavía?

—Estoy haciendo tiempo. He quedado a cenar con mi hijo y su…

—Pareja.

—Eso es, su pareja.

—No hace falta que le diga, Fermín, que puede disponer de mi casa no sólo para dormir. Aquí tiene un duplicado de la llave. Vaya, descanse, ponga la televisión, entre en la cocina y asalte la nevera cuando quiera… durante una semana use esa casa como suya, sin preocuparse por mí. ¿De acuerdo?

—Es usted una jefa fuera de lo normal.

—Es la única alternativa con un subordinado como usted.

—Prefiero no averiguar qué ha querido decir.

Salí con una carcajada. El pobre Garzón, tan tradicional, tardaría bastante en comprender que la inclinación sexual de su hijo no era algo de lo que debiera avergonzarse. Una vez en la calle, llamé a Ricard.

—¿Qué te parecería si saliéramos a cenar esta noche?

—Justo y necesario.

—Paso a recogerte e invito yo. ¿Qué más puedes pedir?

—Ir a tu casa después.

—Era una pregunta retórica.

—A la que yo he dado contestación.

Me reí tontamente, aquel hombre era especial, me caía bien, un poco caótico, pero el caos siempre lleva aparejados elementos de diversión.

Cenamos maravillosamente en un restaurante libanés y, a la salida, me dispuse a cumplir lo prometido. Mientras hacíamos el trayecto hasta mi casa en coche me vi en la obligación de advertirle sobre la situación.

—Hoy no puedes quedarte a dormir.

De reojo observé que su cara se tensaba con un rictus de mal humor.

—¡Vaya, he perdido muy pronto mis privilegios!

—Tengo un invitado y no me apetece que te vea por la mañana.

—Pensé que habías superado ciertos prejuicios.

—Se trata del subinspector Garzón, mi más cercano compañero de trabajo. Pasará una semana en mi casa y no me apetece darle explicaciones.

—Está bien.

—¿Lo comprendes o sólo te conformas?

—¿Esa diferencia significa algo para ti?

—Ricard, no creemos un problema donde no lo hay.

—Me sorprende que una mujer liberada como tú…

—No voy a defender mis decisiones ante ti.

—Es verdad, no tienes ninguna obligación.

Se instaló entre nosotros un silencio incómodo y culpable. Empecé a pensar en lo difícil que era llevar una relación carente de tensiones entre hombre y mujer. Ricard debió de leer mi pensamiento.

—No me gustaría que vieras mi presencia como un incordio, perdóname.

—Olvidemos el asunto, ¿quieres?

—Todas estas cosas no pasarían si decidiéramos vivir juntos.

—Pasarían otras mucho peores.

—¡Qué va! ¡Yo te limpiaría las pistolas todas las mañanas como si fuera un cabo de artillería!

La risa borró cualquier mal ambiente que pudiera haberse creado y apartó muy oportunamente la cuestión que Ricard acababa de plantear. Era demasiado pronto para ponerse a pensar en ningún tipo de convivencia de largo recorrido.

A la una de la madrugada, tras un intenso round amoroso, oímos abrirse y cerrarse la puerta de la calle desde mi cama.

—¿Es tu colega? —susurró Ricard.

—Sí.

—Espero que no venga a saludarte militarmente ni nada por el estilo.

—No es su costumbre.

Nos abrazamos riendo y procurando no hacer ruido. Después caí en un sueño denso, agradable, despreocupado. A una hora indefinida noté que Ricard se levantaba, pero no fui lo suficientemente consciente como para lamentarlo. Sin embargo, poco más tarde lo fui de golpe. Unos infames bramidos me causaron la impresión de haber sido arrancada de mi propio cuerpo. Salté de la cama sin saber qué ocurría y corrí hacia el exterior. Miré al piso de abajo, pero sólo había silencio y oscuridad. Empecé a reaccionar aún sin mucha coherencia.

—¿Quién anda ahí?

Encendí la luz y ante mis ojos apareció una escena que por mucho que viva nunca podré olvidar. Ricard estaba con las manos en alto en medio de la habitación y Garzón le apuntaba con una pistola. En seguida advertí el malentendido, lo cual no aplacó la furia que empecé a sentir contra aquellos dos intrusos.

—Señores, por favor, ¿qué demonio hacen?

Balbuceaban ambos como colegiales cogidos en falta.

—Yo bajaba la escalera y, como se colaba un poco de claridad desde la calle, no encendí la luz, y entonces, al llegar al piso de abajo…

—Lo siento, lo siento mucho. Cuando llegué me senté un momento a descansar en el salón y me había quedado traspuesto. Vi a un hombre cruzando la habitación en la oscuridad y… bueno, el primer instinto fue coger el arma.

—De acuerdo, de acuerdo, señores, todo ha sido un lamentable error como suele decirse. Comprenderán que no sea la ocasión para presentaciones. Todos somos gente de paz, eso es lo importante. Ven, Ricard, te acompañaré a la puerta.

—Yo me retiro a mi dormitorio, inspectora. Siento lo ocurrido, de verdad, no era mi intención asustar al caballero ni…

Tomé a Ricard por el brazo y lo conduje hacia la salida. Por primera vez me di cuenta de que estaba en pijama, descalza, despeinada y, probablemente, ojerosa. No pensaba dar pie a ninguna cortesía más. Ricard me señaló con un dedo en cuanto nos quedamos solos. Cuchicheó:

—Sería maravilloso poder venir a tu casa sin que nadie me apuntara con una pistola.

—Ya se sabe que la vida del amante es arrastrada.

—La mía empieza a convertirse en una historia de terror…

—Yo diría que más parece un vodevil barato. Anda, lárgate, ya te llamaré mañana.

Lo besé levemente en los labios nerviosos y finos antes de empujarlo hacia la calle. Dejé pasar un minuto para estar bien segura de que Garzón había desaparecido. Miré en el salón… nadie. Subí la escalera, apagué la luz y me metí en la cama. Un ataque de risa inconmensurable me sobrevino sin que intentara evitarlo. Tuve que sofocar las carcajadas bajo la almohada.

La mañana siguiente me quitó cualquier deseo de reír. Garzón esperaba en la cocina perfectamente duchado y vestido como si hubiera pasado una larga noche de sueño exenta de cualquier contratiempo. Tener que hablar con alguien de buena mañana y en mi propia cocina me supuso un trauma difícil de expresar. El subinspector se privó de hacer comentarios sobre las movidas escenas nocturnas, pero aun así, después de saludarnos cortésmente y mientras me ayudaba con solicitud a preparar el café, yo tenía la incómoda sensación de deberle alguna explicación. Pensé que no asumir ese tipo de implícitas obligaciones, que nadie parece reconocer abiertamente pero que pesan como losas, era otra de las razones por las que me gustaba vivir sola. Los tranquilos desayunos solitarios, el olor del café mezclándose con ideas desordenadas, los sonidos habituales: tazas y platos, el cuchillo cortando el pan… y todo sin necesidad de preguntar: «¿Qué tal has dormido hoy?» ¡Ah, un placer cuyo disfrute añoraba hoy frente a mi compañero de trabajo! Desayunar con un extraño es, además, un modo de comprobar hasta qué punto los adultos vivimos de pequeñas manías deleznables: yo, el café muy cargado, yo mojo las galletas, yo no puedo soportar empezar a comer sin un vaso de agua… manías reivindicadas con total autocomplacencia. Un asco. Garzón no era excesivo en ese aspecto. Se sentó alegremente frente a mí y empezó a devorar con el mismo ímpetu que tenía por costumbre.

—¿Qué tal la cena anoche, Fermín?

—¡Bah, no sé qué pensar!

—¿Y eso?

—Llevaba un pendiente.

—¿Su hijo?

—No, el otro.

—Oiga, si quiere dejamos de hablar sobre el tema.

—¿Por qué?

—Porque esto parece el interrogatorio de un sospechoso: muchas preguntas para poca información.

—Es que no hay gran cosa que contar. El otro se llama Alfred y trabaja como publicitario en una empresa. Habla bastante bien español.

—¿Es simpático?

—Se ríe demasiado.

—Los americanos son alegres, tienen muy buena fe.

—Eso dicen. Pero éste se reía demasiado y llevaba pendiente. Afortunadamente estuvo discreto, no montó ningún numerito.

Me había propuesto no saltar, pero salté:

—¡Venga, Garzón, no fastidie! Supongo que no es de los que creen que todos los gays van de locazas y de drag queens.

—A mí me da exactamente igual de lo que vayan o dejen de ir. Yo me he limitado a expresar que el tal Alfred llevaba pendiente. Y a mí que mi hijo, un hombre hecho y derecho y cirujano, además, viva con un señor que lleve pendiente y se ría sin parar me choca, ¡qué le voy a decir!

—Es un prejuicio.

—¿Usted no tiene prejuicios, inspectora?

—¿Yo? Ya ve que no. ¡Mi casa estaba anoche llena de hombres paseando como si fuera la Puerta del Sol!

Puso cara neutra de estar esperando el autobús y se relimpió la boca con la servilleta como un educado huésped de pensión.

—Fue un incidente lamentable —dijo lacónicamente.

Me di cuenta de que era yo quien estaba deseando darle alguna explicación, de modo que me autocensuré a toda velocidad poniéndome de pie.

—Marchando, es tarde.

—Voy a limpiar estas tazas.

—Déjese de coñas, mi asistenta lo hará.

El pobre quería resultar útil, quizá para paliar su entrada con mal pie. Al recoger el abrigo pasé frente a su habitación y vi que había hecho primorosamente la cama. Debía esforzarme por ser amable y acogedora con él, al fin y al cabo, le había invitado yo.

En comisaría nos aguardaba una agradable sorpresa: se había presentado una hermana de Tomás el Sabio: Teresa Calatrava Villalba. Vivía en Sarriá y era la esposa de un respetable ingeniero de caminos. Una amiga la había informado con retraso de que el primer mendigo hallado muerto era su hermano. Había dejado sus datos para que yo la interrogara. La llamé por teléfono y la cité en comisaría. Llegó con toda puntualidad y le pedí a Garzón que estuviera presente en la entrevista.

Era una dama discreta y elegante, de unos cincuenta y tantos, que entró en mi despacho con cara de susto. Le ofrecí un café para que se relajara y en seguida aceptó. Estaba visiblemente nerviosa. Comencé ateniéndome a un pautado guión oficial:

—Lamentamos mucho lo de su hermano.

—Gracias —musitó.

—¿Hacía tiempo que no se veían?

—Dos o tres años.

—¿Qué le pasaba a su hermano, señora Calatrava?

—Llámeme Teresa, por favor. —En ese momento, de modo imprevisto, se echó a llorar con lágrimas silenciosas—. ¡Dios mío, yo… perdónenme, yo…!

—Tómese su tiempo.

Tal y como solíamos hacer en caso de emoción familiar, Garzón y yo empezamos a mirar al techo mientras ella se recomponía y se sonaba la nariz sin hacer ruido.

—Lo siento, pero sólo hace un par de horas que lo sé, ni siquiera he podido avisar a mi marido. Mi amiga pensaba que me había enterado por los periódicos y empezó a comentarlo en la conversación, entonces…

—¿Quiere que continuemos después, se encuentra mal?

—No, no, ya estoy mejor. Pero compréndanlo, mi hermano, asesinado como un perro en la calle. ¡Era tan inteligente, tan brillante!

—¿Qué le ocurrió para un cambio semejante en su vida?

—Estaba mal. El médico le diagnosticó un brote de esquizofrenia, y a partir de ahí… hacía cosas raras, empezó a descuidar su trabajo. Después, Magda, su esposa, lo dejó. No podía soportar el deterioro de su relación. Entonces se hundió del todo, hasta llegar a los extremos que ya conocen. Al principio, mi marido y yo procuramos ayudarle, pero era inútil, nos rechazaba por completo. Llegó un momento en que yo me limitaba a quedar con él y darle un poco de dinero. Iba viendo cómo estaba cada vez peor, cómo se iba convirtiendo en un vagabundo. Un día me dijo que no necesitaba mi dinero, que tenía trabajo como contable en una empresa pequeña. ¡Imagínense la fantasía! Les aseguro que intenté ingresarlo en alguna institución psiquiátrica, lo cual hubiera sido lo mejor para él, pero se negaba, y no sólo eso, sino que un día reaccionó violentamente. Me dijo que quería encerrarlo como a un loco, que no volvería a verlo nunca más. Y así fue, desapareció.

—¿Hizo usted algo por encontrarlo?

Negó con la cabeza, compungida, y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—No, ¡Dios mío!, me desentendí de él, era más cómodo, y ahora lo han matado, solo y tirado en la calle.

—No se culpe, señora, no se podía hacer mucho por él —dijo Garzón con buen estilo consolatorio.

—Hábleme de su esposa.

—¿De Magda? Es una buena chica. No seré yo quien cargue ninguna responsabilidad sobre ella. Hay quien tiene carácter para aguantar el sufrimiento y quien no. Ella no podía soportar a un marido que había perdido la cabeza. Se vio delante de una montaña y no pudo superarlo.

—¿Dónde está ahora?

—Conoció a un médico francés y vive con él, ni siquiera ha hecho la separación legal de mi hermano. Está en Lyon.

—Teresa, ¿su hermano tenía bienes, dinero?

—Vendieron el piso que pertenecía a los dos y supongo que de eso iba viviendo mi hermano. Pero nada más, todo el dinero que tenían en sus cuentas se lo dio a Magda, como no tuvieron hijos…

—No cabe, pues, la posibilidad de que por interés…

—¿Quiere decir si alguien sale beneficiado con su muerte? No, en ningún caso, no.

—También me refiero a… es difícil decirlo, pero ¿cree que su hermano pudiera estar pidiendo dinero a su ex mujer, molestándola de alguna manera?

—¡No, no, pensar eso es absurdo! No volvieron a verse más, que yo sepa, claro.

—¿Tiene su dirección en Francia?

—Por supuesto, ¿la harán venir?

—No lo sé, aún no hemos decidido nada.

—¿Tienen pistas sobre quién fue?

—Hay abiertas varias líneas de investigación.

—Nunca hubiera pensado que el hombre al que aludían los periódicos en un primer momento fuera mi hermano. O quizá no quise pensarlo. Al parecer, su nombre apareció después.

Por tercera vez afloraron sus lágrimas.

—Tendrá que ir a identificarlo a la morgue. Con la fotografía no es suficiente desde el punto de vista legal.

—Lo sé. Luego podremos enterrarlo, ¿verdad?

Asentí y la acompañé hasta la puerta. Estaba realmente afectada, aunque pensé que probablemente la muerte de su hermano constituiría un alivio para ella. Alguna noche fría debía de pensar en él, o en alguna ocasión temería encontrárselo mientras iba de compras o a la salida de un cine. Garzón cabeceó con gravedad.

—Nunca hubiera pensado que una señora tan distinguida como ésa pudiera tener un hermano homeless.

—Ya ve usted, querido compañero, en todas las familias hay cosas inconfesables.

—Dígamelo usted a mí.

Capté a la primera aquel pretendido hermetismo y deduje que su mancha familiar estaba relacionada con la homosexualidad de su hijo. Con toda probabilidad era conveniente que hablara con él sobre el tema, que le ofreciera aliento racional, pero el aire de desgracia que le confería a aquel asunto me resultaba intolerable. Era su hijo quien debería estar quejoso por tener un padre tan carcamal como él. Nunca he sido muy indulgente con los defectos, pero con los prejuicios soy mucho peor. De modo que, dados los problemas con los que tenía que enfrentarme, era preferible que la terapia psicológica se la hiciera a sí mismo el propio Garzón.

—Acompañe a esa señora al depósito, Fermín. Creo que usted la tranquiliza.

Pensó un momento, intentando encontrar dardos ocultos en mis palabras, y como no lo logró, salió a cumplir la orden con cierta frustración disimulada. La visita de aquella dama llorosa nos había servido para corroborar que Tomás el Sabio era un esquizofrénico diagnosticado, de modo que no podíamos calcular que todos sus actos fueran lógicos. Brindó un dato que sin duda apunté: «Trabajaba como contable en una pequeña empresa», ¿una fantasía, como ella afirmó, o había algo más tras aquello?

Me esperaba Yolanda, fresca y hermosa como siempre, con una lista de instituciones de caridad en el bolsillo de su uniforme impecable.

—Ya está —dijo como una niña aplicada en cuanto me vio—. Hay varias instituciones en la ciudad, inspectora, pero quien tiene más información general y corta más bacalao es Cáritas. He llamado al director y me ha dicho que estará toda la mañana en su despacho, que en cualquier momento puede recibirnos.

La observé con atención y le sonreí:

—Le gusta lo que está haciendo, ¿verdad?

—Nunca me había divertido tanto en la Guardia Urbana.

—¿Por qué no se pasa a la Policía Nacional?

—Creo que lo voy a pensar. ¿Podré trabajar con usted?

Aquel halago me cogió desprevenida. No negaré que me gustó, pero al mismo tiempo hizo que me sintiera mayor, maternal, y ninguna de las dos opciones me tentaba. Reaccioné con cínica brusquedad:

—Sí, trabajará conmigo y nos condecorarán por buenos servicios, por hacer que resplandezca la verdad. Todo será maravilloso.

Se encogió de hombros sin darle importancia a mi salida intempestiva. ¿Qué debía de pensar de Garzón y de mí, que éramos dos oxidados mecanismos que chirriaban sin remisión? Le daba igual, ella estaba llena de vigor y de ganas de entrar muy en serio en el juego de la vida. Me pregunté si alguna vez yo había sido así, tan directa, tan carente de dudas, tan llena de ilusión. Concluí que no.

El director de Cáritas en Barcelona era un hombre de sesenta años, moreno y racial como el rey de un emirato. Me dio la impresión de que se encontraba de vuelta de todo y afrontaba esta circunstancia dotando a sus palabras con la obviedad de lo inevitable. No se inmutaba, que hubieran asesinado a dos mendigos le pareció casi natural, porque entre lo que habría visto durante su vida se contarían algunos casos más duros con toda seguridad. Aun así, se pasó diez minutos manifestando su escándalo ante los modos de vida actuales en un discurso que me pareció mil veces pronunciado. Era lo normal, pero pensé que en algunos negociados, como la caridad, siempre esperamos que las cosas sean inusualmente humanas y sinceras. Un error, todo tiene sus lugares comunes. La verdad es que casi conseguí sacarlo de la especie de sopor de cotidianidad en el que vivía al preguntarle si había visto un llavero como el mío alguna vez. No esperaba una pregunta tan tonta.

—Pues no.

—¿Puede tratarse de una campaña para recaudar fondos de alguna institución de caridad?

—Puede tratarse de cualquier cosa. Las ONG llevan a cabo ese tipo de ventas de objetos alguna vez, y las parroquias, y grupos de jóvenes cristianos… Un llavero así puede provenir de mil sitios distintos: estudiantes para su viaje de fin de curso, asociaciones de amas de casa… ¡Vaya usted a saber! Hasta podría ser un simple timo.

—¿Hay picaresca en el mundo de la caridad?

—Sí, la hay, siempre la ha habido: mendigos con falsas disminuciones físicas, ciegos de pega…, es un clásico. Ahora el alza de valores como la solidaridad ha reverdecido estas prácticas. Son más modernas, claro: tipos que recogen ropa en nombre de instituciones inexistentes y luego la venden, espabilados que se montan falsas tómbolas benéficas…

—¿Alguna vez se ha perseguido ese tipo de timos?, usted lo sabrá mejor que nosotros.

—Supongo que no, son cosas pequeñas que acaban desmontándose por sí mismas. Nosotros sólo dimos parte a la policía en una ocasión, unos individuos pedían dinero por las casas en nombre de Cáritas. Se trataba de una usurpación y creo que ahí ustedes investigaron.

—¿Qué pasó?

—No lo recuerdo bien, nada muy sonado. Eran un par de desgraciados y la cosa no llegó siquiera a juicio.

—¿Puede indicarme las fechas en que eso sucedió?

—Buscaré en nuestros expedientes.

Se levantó cansinamente y llamó a una secretaria tan poco despierta como él. Hablaron en un conciliábulo del que nada pude oír y la secretaria, con pinta de flor seca, desapareció sin lanzarnos ni una simple mirada de curiosidad. Pensé que ver diariamente la cara miserable del mundo debe de vacunar contra las reacciones de pasión. Luego volví a pensar y me pregunté de qué manera se puede ejercer algo como la caridad si no es con cierto deseo vehemente de justicia o de amor al prójimo o de…

—La caridad es una mierda —le dije a Yolanda cuando salimos de allí con sólo una fecha en el bolsillo. Me miró con cara asombrada.

—¿Por qué?

—No es una buena solución.

—Pues no veo por qué no. Si todos hiciéramos un poco de caridad, no habría tantos pobres.

Hablaba sinceramente y no quise contradecirla. ¿Para qué? Ella partía de la base de que el mundo es como es, y yo había llegado a la misma conclusión después de mucho tiempo pensando que podía cambiarse. Sólo nos separaba en realidad el descreimiento resultante de toda frustración, nada sobre lo que se pudiera elaborar una teoría convincente.

—Puede que lleve razón —dije para finalizar, y acto seguido eché de menos a Garzón, de quien quizá me separara un océano de creencias y razones, pero al que me acercaba la experiencia, el más claro de los argumentos que pueden ponerse en común.

—¿Qué hacemos, inspectora?

—Yo voy a comisaría, quiero localizar a estos pequeños timadores, quizá ellos sean capaces de darnos más información.

—Pero ¿y si el director de Cáritas lleva razón y el llavero lo hicieron unos escolares para el viaje de fin de curso?

—Los hombres que asesinaron a Anselmo no querían llevarse los llaveros de unos escolares, Yolanda. Además, sólo a un gilipollas se le puede ocurrir que a unos adolescentes de hoy en día les vaya a dar por hacer llaveritos de caridad.

—Es verdad, no lo había pensado. Ya veo que esto de investigar es tener bien fijadas en la cabeza sólo las ideas importantes y borrar las demás posibilidades.

—Esto de investigar es un follón, Yolanda, créame. Ande, siga usted sola visitando las instituciones de caridad. Le doy el llavero, pero ya sabe, no se despegue de él. Hoy por hoy, es una de las pocas cosas sólidas con las que contamos.

Le referí el menguado resultado de nuestras pesquisas al subinspector.

—¿Pequeños timos, inspectora? Yo creo que los pequeños timadores de un mundo tan cutre como éste no se cargan a dos tíos por las buenas.

—Cuanto más cutre es el asunto, más inculto es el medio en el que se da, y cuanto más inculto es el medio, más violencia gratuita.

—Entonces es que los periodistas están en lo cierto y andamos tras un tío que mata sin motivos, un serial killer de mendigos.

—Ni serial killer ni pollas en vinagre. En todo affaire económico, por pequeño que sea, siempre hay motivos para matar, y me juego cualquier cosa a que estamos frente a un móvil económico.

—Inspectora, ¿y no sería más honesto reconocer que no tenemos ni puta idea?

—Tomás el Sabio andaba metido en un asunto feo, y al pobre Anselmo lo mataron por si sabía algo y se llevaron la caja de llaveros que Tomás le regaló. Estamos siguiendo un hilo.

—Un reguero de muertos.

—Los muertos hablan, Fermín, y es la obligación de un policía saber escucharlos.

—Muy bonito, pero a estos muertos no hay quien les saque palabra.

—Ya se soltarán.

—Voy a ver qué puedo hacer con estos datos tan vagos que le han dado en Cáritas. Espero que la estafa sea de los tiempos de la informatización, porque si no me jubilaré buscando.

Podía detectar a un kilómetro los problemas personales de Garzón en su desánimo laboral, siempre le ocurría así. Deseé que su hijo regresara pronto a Estados Unidos y lo dejara tranquilo con su rutina diaria.

Al cabo de un rato regresó a mi despacho, mohíno y refunfuñón.

—Ya han empezado a buscar, pero no sé yo si…

—Oiga, Garzón, si ha venido expresamente a desmoralizarme, prívese; sabe que no suelen hacerme falta estímulos para eso.

—No, sólo venía a invitarla a un café.

Cruzamos a La Jarra de Oro. Yo estaba convencida de que Garzón quería hablar, y no podía hacer nada por evitarlo. Sin duda caerían sobre mí nuevas quejas sobre el desparpajo gay del americano, o quizá algo peor. No me equivoqué.

—¡Joder, inspectora, estoy desesperado! Esta noche mi hijo y… el americano quieren que los acompañe a un espectáculo de flamenco.

—Puede estar bien.

—¡Sí, cojonudo! No sólo tengo que hacer de suegro de un… bueno, de un tío, sino encima oficiar de turista en mi propia ciudad. ¿Por qué no nos acompaña?

—¡Ah, no, ni hablar!

—¿Lo ve?

—¿Qué es lo que tengo que ver?

—Bueno, ya sé que no tiene ninguna obligación de venir; pero seguro que si le hubiera propuesto cenar sólo con mi hijo hubiera aceptado.

—Ve usted más fantasmas que un médium de pega. Lo que ocurre es que yo, esta noche, ya tengo un compromiso para cenar.

—¿Con aquel caballero que…?

Le interrumpí con una fiera mirada.

—Sí, con él.

—Me dio la impresión de ser muy simpático.

—Eso le pareció mientras le apuntaba con su pistola, ¿verdad?

—Fue un accidente. De manera que usted está bien, ¿verdad, Petra?

Puse cara de palo, aunque sabía muy bien adónde quería ir a parar.

—¿Es que de pronto me ha visto rutilante?

—No, quiero decir que… bueno, inspectora, no sabía que tenía novio.

Podría haberme puesto como un basilisco y saltar salvajemente sobre él, pero me contuve y sonreí, aunque con la sonrisa de un psicópata asesino.

—Querido subinspector, yo estoy bien, usted está bien, todos estamos perfectamente. Pero quisiera recordarle que el hecho de pernoctar en mi casa no le da derecho a meter ni una sola fosa nasal en mi vida. ¿De acuerdo?

—¡Cómo se pone!, total, por un simple comentario sin importancia.

—Creo recordar que a este café invitaba usted.

Podía ver una media sonrisilla en sus labios mientras pagaba. Sí, conocía mi secreto sentimental y eso le producía un placer difícil de explicar. Era como una demostración de que yo tenía en efecto un lado humano, que sería como decir «un flanco vulnerable» en boca de un estratega.

Para que lo que le había dicho a Garzón no fuera mentira pensé en improvisar una cena con Ricard, pero antes de que yo le llamara ya me había llamado él. Le informé de que, si quería que esa noche hiciéramos el amor, debía ser en su casa. No tenía ganas de más intromisiones de mi compañero.

—Bueno, no veo ningún inconveniente. ¿Qué día de la semana es hoy?

—Martes.

—¡Mierda!, hoy no viene mi asistenta. Oye, Petra, quizá lo veas todo un poco desordenado. Además, no vivo en una bonita casa restaurada como la tuya, sino… bueno, en un piso antiguo del Ensanche.

—No voy a comprar tu casa, sólo pienso visitarte.

—Está bien, será un placer recibirte. Compraré flores. Es más, creo que hasta podemos cenar allí. Haré de cocinero.

Me gustó su reacción. A lo mejor, bajo la capa algo cínica y ausente de Ricard, se escondía lo que las mujeres hemos dado en llamar «un hombre tierno». Quizá que lo fuera me decepcionaría un poco, porque debo decir que su actitud de profesor despistado pero cínico no estaba nada mal.

Cuando me arreglaba para asistir a la cita me alarmé. Había salido de comisaría a toda velocidad sin preguntar por los hipotéticos avances del caso. Ni siquiera había telefoneado a Yolanda para preguntarle por sus pesquisas. Además, mi mente estaba llena de preguntas como «¿qué vestido me pondré?», desconectada por completo del contexto policial. ¿No estaría enamorándome de Ricard? Porque el enamoramiento sólo es el comienzo de un montón de situaciones imprevisibles, y no estaba entre mis planes ningún tipo de complicación que alterara el ritmo bien pautado de mi vida. Aunque, ¡calma!, según mi experiencia, uno se enamora cuando existe previa disposición y, en mi estado actual, en medio de un complicado caso que avanzaba a trancas y barrancas, los riesgos eran mínimos.

Ricard vivía en la calle Mallorca, en un piso antiguo de escalera elegante e historiada. Me abrió la puerta ataviado con un delantal que llevaba una leyenda en el peto: «Las mujeres, a la oficina. Los hombres, a la cocina.» Un mal detalle para comenzar. Ningún soltero que no sea una especie de ligón profesional tiene un delantal así en su casa. Miré a derecha e izquierda con curiosidad.

—Vaya, ¿tu asistenta practica montañismo?

No fue un simple comentario mordaz, sino más bien una observación a vuelo de pájaro. La casa de Ricard, grande, oscura y demodé, era una réplica barroca de su despacho. Papeles apilados, periódicos viejos y revistas médicas atrasadas poblaban cada rincón. Todos los ceniceros rebosaban de colillas, expuestos como ofrendas budistas. De vez en cuando, un detalle de vida animaba el bodegón: corazones de manzana roída que habían sido olvidados en cualquier lugar, el envase vacío de un yogur… Alguna prenda de vestir diseminada aquí y allá completaba el cuadro que un atrezzista de teatro hubiera compuesto para recrear la explosión de una bomba.

Ricard se dio cuenta de que mi mirada se posaba con insistencia en el caos de su hogar.

—Soy muy desordenado, ya lo ves, pero es mi modo de vivir. De hecho, sé que soy desordenado porque me lo dicen los demás, yo no me doy cuenta. Pero si decidiéramos vivir juntos me reformaría, es cuestión de voluntad.

—A tenor de lo que veo, necesitarías algo más que voluntad. Un lavado de cerebro quizá fuera suficiente, aunque no estoy muy segura.

—No puedo creer que la inspectora Petra Delicado sea tan convencional. ¿Cómo podré vivir con una mujer que valora tanto el aspecto exterior de las cosas? Tú también tendrás que cambiar un poco.

—Creo que tengo la solución para eso, haré un período de prácticas conviviendo con mis amigos homeless, ahora los tengo a mano.

Me miró sonriendo. Cogió mi mano y me condujo entre la devastación de su piso.

—Esa respuesta quiere decir que estás considerando seriamente que vivamos juntos.

—Era una réplica divertida, nada más. Es uno de mis defectos, si se me ocurre una réplica ingeniosa, tengo que soltarla, aunque no piense lo que digo.

Nos sentamos en el sofá después de apartar varias fichas médicas. Me trajo una cerveza. La abrió y se sentó frente a mí con cara circunspecta. Su voz se puso grave de repente.

—Petra, tú piensas que no hablo en serio, pero te equivocas. Nos gustamos, nos entendemos, estamos solos los dos. No tenemos edad de hacer un planteamiento demasiado romántico, pero eso no le quita interés al asunto. Yo creo que lo pasaríamos bien conviviendo, nos acoplaríamos con facilidad el uno al otro. Tú trabajarías en tus cosas, yo en las mías y luego haríamos una plácida vida común, sin tensiones, sin cambios bruscos: paz y amor.

—Parece la felicitación de Navidad de unos grandes almacenes.

—¿Eso es también una réplica ingeniosa que no has podido evitar?

—Perdóname, pero es que no comprendo por qué de repente surge la necesidad de pensar en otro estatus para nuestra relación. ¿No estamos bien así?

—No. Yo quiero verte más. Pienso en ti, quiero estar contigo al regresar a casa, hacer planes juntos…

—Pero si hace cuatro días que nos conocemos.

—La praxis psiquiátrica y el consiguiente acercamiento al carácter humano me lleva a saber que no son necesarias grandes intimidades para empezar a vivir en pareja.

—Por desgracia, mi praxis profesional me lleva a concluir que no hace falta mucho para llegar a detestarse e incluso a matar.

Se levantó violentamente y casi tiró su vaso de cerveza al hacerlo.

—¡Ya es suficiente de frases ingeniosas! Te comportas como una niña mimada que fuera incapaz de tomarse las cosas en serio. ¡Estoy harto de gente inmadura! Cuando salgo de mi consulta he pasado el día entero hablando con gente incapaz de enfrentarse a su vida con realismo, sólo aspiro a encontrar personas con más fuste después.

Me puse en pie y busqué mi abrigo con la mirada.

—Petra, ¿adónde vas?

—Me voy a mi casa. Hoy hemos empezado con mal pie, otro día saldrá mejor.

—No te vayas, siento haberte gritado.

—No tiene importancia. Adiós.

Enfilé el pasillo mientras oía un objeto estamparse contra el suelo y la exclamación «¡mierda!» tras de mí. Tomé un taxi. No estaba inquieta ni nerviosa, sólo triste y cansada. Él llevaba razón, me había comportado como una gilipollas: frasecitas graciosas y contestaciones teatrales. Pero ¿por qué meterle prisas a una relación que acababa de empezar? Bueno, daba igual, a lo mejor yo era una de esas personas inmaduras de las que hablaba Ricard, incapaz de darse cuenta de dónde tenía una salida para ser feliz.

Dentro de mi casa había luz. Entré en la cocina y descubrí al subinspector batiendo unos huevos. Se quedó sorprendido de verme, igual que yo a él.

—Buenas noches, inspectora. Con su permiso, estaba haciéndome una tortillita.

—Proceda, Fermín. ¿Pero no se iba hoy de cena?

—Tomé el aperitivo con ellos, pero cuando el espectáculo empezó les dije que me dolía la cabeza y me marché. Es que lo mío nunca ha sido el flamenco, yo soy más bien de jota aragonesa.

—Ya.

—¿Y usted?

—Yo detesto el folclore.

—No, quiero decir que tampoco cenó fuera.

—Tenía un compromiso pero se suspendió.

—¡Ah, pues le hago una tortilla también! Me salen muy buenas.

—No se moleste.

—Al contrario, así no estoy solo.

Me senté a la mesa y vi cómo Garzón se las apañaba para darme de comer. Había adquirido trazas de buen amo de casa y ya conocía la colocación de todos los artefactos de mi cocina. Bien por él, porque estaba tan cansada que necesitaba cuidados especiales. Aliñó unos tomates, partió un poco de queso y puso frente a mí una bien cuajada tortilla y una cerveza helada.

—Dios es bueno —dije.

—Dios no ha tenido nada que ver en esto. Todo es pura sabiduría humana.

Me eché a reír. La verdad es que llegar a casa triste y encontrarse con alguien que te cocina una amistosa tortilla no estaba nada mal. Claro que no hubiera llegado en ese estado de no haber tenido una complicación sentimental. Bebí un buen trago de cerveza y probé la obra de Garzón.

—¡Carajo, subinspector! De todas las tortillas que he probado en mi vida, ésta es la mejor con diferencia.

Su mirada, sardónica y bondadosa, me traspasó.

—¿Sabe lo que me pasa con usted, Petra? Que siempre tengo miedo de que haya una ironía detrás de lo que dice.

—¿Tan mala soy?

—Digamos que no es sencilla.

—Pues le aseguro que me gustaría serlo. La complejidad me fastidia cada vez más. ¿Sabe cuál sería mi ideal para ser feliz? Pues vivir en el campo, en una pequeña cabaña, rodeada de perros, gatos y libros, y alguna botellita de vino de vez en cuando.

—Ése es su barco cargado de arroz.

—Que nunca conseguiré.

—Porque no existe. Nunca existe la realidad que imaginamos. Porque si de verdad usted se retirara a una cabaña algo pasaría que rompería esa situación ideal: los perros y los gatos se pelearían, o habría mosquitos o le entraría un aburrimiento del copón.

—Puede ser.

—¿Qué hubiera hecho el pobre Anselmo con su barco cargado de arroz?

—No lo sé. Lo han matado, ahora ya da igual. Todo es una mierda, Fermín.

—¡Joder!, creo que hubiera estado más alegre en el tablao flamenco.

Llamaron a la puerta. Nos miramos con sobresalto.

—¿Espera usted a alguien, inspectora?

Recapacité durante un momento.

—Creo que sé quién es. No saque su pistola, por favor.

En efecto, Ricard me miró desde el quicio de la puerta como un perro que implorara adopción.

—Lo siento, Petra, mi sentido de la hospitalidad no ha sido modélico hoy.

—Pasa, el mío, por el contrario, es tan espléndido que ya tengo un invitado, pero creo que llegas a tiempo para la cena.

Los presenté por segunda vez. Garzón en seguida se ofreció a preparar otra tortilla, pero Ricard, quizá intentando paliar la impresión de desastre doméstico que podría haberme producido, se empeñó en cocinársela él mismo. Decidí no intentar llevar airosamente las riendas de la situación, de modo que tomé asiento y asistí a un espectáculo bastante estrafalario. Ricard inició la ceremonia gastronómica siempre ayudado por el subinspector, que, de modo amable pero metódico, empezó a hacerle puntualizaciones sobre lo que debía o no debía hacer: «¿Está seguro de que hay aceite suficiente en la sartén?», «¿Ha batido bien los huevos?», «Espere, si pone el plato ahí se manchará…». Ricard se defendía de aquella agobiante asesoría sin dar su brazo a torcer: «Sí, no me gusta grasienta», «No hace falta batirlos más», «Deje, si mancho algo, después lo limpiaré». Comprendí que asistía a una clara batalla territorial. El cansancio que sentía se quintuplicó.

Cenamos emitiendo tópicos educados, y cuando ambos caballeros iban ya a enzarzarse en una discusión sobre quién arreglaba la cocina me cuadré.

—Ni pensarlo, señores, esto se queda así. Mi asistenta viene mañana y no soporta que nadie se meta en su trabajo.

El subinspector se despidió no sin cierta resistencia pasiva.

—Bueno, habrá que irse a dormir, que mañana hay que madrugar. ¿Usted también madruga, Ricard?

—Sí, yo también me iré pronto.

Cuando nos quedamos a solas, mi amante soltó a media voz:

—¿Hasta cuándo se queda aquí esa especie de Daniel Boom con su carabina?

—Es mi amigo.

—Pues parece tu padre, o tu hermano mayor.

—Me cuida, piensa que si tuviera otra jefa quizá le iría peor. Además, está agradecido porque le he prestado mi casa.

—Desde luego, tratándose de alguien tan celoso de su intimidad como tú, es un detalle muy de agradecer. Lo siento, no quería decir eso. Lo que quería decir es si puedo quedarme a dormir.

—Sí, ¡qué más da!, puedes quedarte a dormir. Mañana haré yo el desayuno para que no os peleéis sobre quién calienta la leche.

Resultó agradable que se quedara a dormir y también sus disculpas, sus caricias y sus besos. Fue muy conmovedor oírle decir que había hablado con un trapero para que vaciara su casa de trastos inútiles.