CAPÍTULO SEXTO

Recobré la conciencia tumbada en una camilla. Estaba desnuda bajo una bata de hospital. Miré alrededor, no había nadie. De pronto entró una enfermera y se dio cuenta de que me encontraba despierta.

—¡Vaya, por fin!, ¿cómo se encuentra?

—Bien.

La voz me salió apagada, tenía la boca seca.

—Claro, se encuentra bien porque le hemos inyectado Nolotil, pero ya le dolerá, ya. La pusieron como un mapa. ¿Se acuerda?

—Oiga, ¿dónde estoy, qué me han hecho? Tengo que levantarme y marcharme en seguida.

—No, tiene que esperarse. Está en un cubículo de urgencias, en el hospital del Mar. Ahora mismo aviso a la doctora. Ella le dirá. Pero de todos modos no se preocupe, sus compañeros ya están aquí y la esperan fuera. Cuando lo diga la doctora, podrán entrar a verla.

—¿Qué compañeros son, cómo se llaman?

—¡Huy, hija, usted pregunta mucho! Pues dos policías como usted. Porque me han dicho que usted es policía. ¡Vaya oficio, ¿no?!, siempre viendo desastres.

—Bueno, usted tampoco ve aquí películas de amor.

Se echó a reír. Cabeceó y vino hasta mí, me pasó la mano por la cara con una actitud maternal que agradecí enormemente.

—Ya tiene usted mejor color. ¡Si viera la cara que traía cuando la ingresaron! Voy a buscar a la doctora.

Me relajé y miré hacia la ventana. Hacía sol. Recordaba a la perfección lo que había pasado: los golpes, los dos hombres corriendo… tenía que hablar en seguida con alguien del servicio, había herido a un hombre y probablemente nadie lo sabía. Ya deberían haber empezado a buscarlo. Me removí, inquieta, en aquella camilla tan incómoda. Busqué mi ropa con la vista, pero no estaba. Entonces entró una médica joven, que me miró sin sonreír.

—Hola, ¿cómo se encuentra?

—Estoy bien. Oiga, me han dicho que mis compañeros están aquí. Tengo que verlos urgentemente.

—Sí, ahora entrarán. ¿No quiere saber cuál es su diagnóstico?

—Después, ahora déjelos entrar, por favor. Soy policía.

Se encogió de hombros, y con cara de escepticismo salió. Al cabo de un momento entraron Garzón y Coronas. Este último abrió los brazos con aire patriarcal.

—¡Joder, Petra, no nos da usted una digestión a gusto! ¿Cómo está hoy?

—Comisario, le disparé a uno de los hombres que me agredieron y le di, creo que en una pierna. Eran dos.

—Lo sabemos, lo sabemos, no se preocupe. Tenía usted su pistola en la mano cuando la encontraron y lo dijo entre sueños. Un vecino llamó a la policía. Ya están todos los hospitales alertados.

—¿Y qué?

—De momento, nada. Encontramos la bala junto al bordillo de la acera frente a su casa. Probablemente sólo lo rozó, y puede que no haya solicitado atención médica por miedo. Habrá que esperar un poco más.

—Eran dos. Parecían mendigos.

—¿Mendigos?

—Estoy casi segura de que vestían con harapos y ropa vieja.

Garzón, que no había despegado los labios, intervino por fin, muy angustiado:

—Bueno, Petra, pero ¿usted cómo se encuentra? Lo primero ahora es la salud.

—Déjese de chorradas. ¿Se sabe con qué me pegaron?

—Tendrá que visitarla el forense para determinar eso.

—Pues no sé a qué estamos esperando.

—A que le den el alta, por ejemplo —dijo Coronas.

—Comisario, estoy bien. No tengo fracturas ni heridas, la verdad es que no sé qué estamos haciendo aquí.

—No se puede salir del hospital si no es con el alta médica firmada.

—Dígales usted que tengo que marcharme, que me necesita urgentemente.

Se echó a reír, halagado.

—¿Cree que mi autoridad es universal?

—Eso suele parecerme.

—¡Vaya, ya lo ha estropeado! Hablaré con la médica, si realmente se encuentra bien…

Salió de la habitación mientras el subinspector me echaba una mirada furibunda.

—La médica ha dicho que tiene que estar al menos veinticuatro horas en observación. No me parece prudente que se largue por las buenas. Al comisario tres carajos le importa, es más, está deseando que vuelva, pero insisto, debería quedarse y pasar otra noche aquí.

—¿Va a quedarse junto a mí y arroparme como un padre? Porque le aseguro que ser huérfana no me parece tan malo.

—Es usted como una mula resabiada, inspectora, en cuanto uno se descuida, le suelta una coz.

—Soy una yegua con muchos años de trote. No se ofenda.

—¿Quién cree que le pegó?

—No lo sé, Fermín, pero desde luego me cuesta pensar que hayan sido dos mendigos auténticos. Corrían con un estilo olímpico que no suele encontrarse en el mundo marginal.

Entró Coronas con una sonrisita pintada en los labios.

—Bueno, arreglado. La médica dice que tendrá que firmar un papel conforme se va usted bajo su responsabilidad. Le dará una receta para que vaya tomando antiinflamatorios.

—Perfecto. Cuando quieran.

Se quedaron mirándome con cara de bobos.

—Cuando queramos, ¿qué?

—Cuando quieran salen de la habitación. La camaradería policial no incluye que me vean en pelotas.

—¡Qué barbaridad, qué bruta es usted, Petra! —exclamó Coronas enfilando la puerta, y Garzón, que le seguía de cerca, añadió cargado de razones y en tono muy audible:

—No lo sabe usted bien, señor.

La forense me miró con simpatía. Empezó a desenrollar la venda que envolvía mi muslo izquierdo.

—Esto debe de dolerte, ¿no, Petra?

—Empiezo a notarlo, sí.

—De todas maneras, me alegro, de todos los servicios que yo puedo prestarte, éste es el menos grave.

—No descartes hacer mi autopsia un día de éstos, cuando acabe de tomar todas las pastillas que me han recetado en el hospital.

Rió un poco, dejó al aire la zona tumefacta y le aplicó una fuerte luz. Observó en silencio absoluto. Por fin, silabeando y sin dejar de mirar informó o pensó en voz alta:

—Bien, o mucho me equivoco o… no, no creo equivocarme demasiado, de hecho estoy casi segura… segura por completo. —Levantó los ojos y los fijó en mí—: Todo está un poco hinchado aún, pero puede afirmarse que es un golpe propinado con una superficie bruñida. Si te fijas, a pesar de la rojez, se ve con claridad un entramado, un dibujo.

—El dibujo correspondiente a una suela de bota muy dura, ¿verdad?

—Sí, eso mismo diría yo.

—Es suficiente con eso, Silvia. No necesito más.

Garzón esperaba en el pasillo, adormecido por la calefacción y el cansancio.

—¿Quién tiene fácil acceso a su ordenador, Fermín?

—Pues… el mismo Castillo puede entrar si le doy la contraseña.

—Vamos a pedirle que lo haga y nos dé por teléfono una dirección. Así no perdemos tiempo.

Una gestión fácil, directa, que no se hizo esperar más de unos minutos. El subinspector recibió la información de Castillo cuando ya íbamos en coche, saliendo a toda prisa del Anatómico Forense. Estaba segura de lo que hacía.

Fui yo la que llamó a la puerta, y también quien contestó: «¡Policía!» a la pregunta de una mujer. Al abrir comprendí que debía de ser la madre: cincuenta años, aspecto corriente… una ama de casa más de un barrio obrero. Negó con la cabeza cuando le preguntamos por Matías Sanpedro.

—No está. Bueno, sí que está, pero en la cama, enfermo. Hoy no ha podido ni ir a trabajar.

—Ya. Se ha hecho daño en una pierna, ¿verdad?

Sus ojos empezaron a evidenciar miedo, rechazo, duda. En seguida optó por el ataque.

—Oigan, mi chico es un trabajador y, como comprenderán, si está de baja…

La interrumpí del modo más seco que pude, pero sin perder la serenidad:

—Señora, esto es serio. Si no nos deja pasar y hablar con su hijo, será mucho peor para él. Se la juega, así que usted verá. Si traemos coches, guardias y toda la historia, se enterará hasta el último vecino.

—Mi hijo no ha hecho nada malo, se torció un tobillo al salir del taller.

Metí un pie dentro del recibidor y comencé a avanzar con tiento. Al comprobar que la mujer no se oponía abiertamente continué con más seguridad. Garzón venía detrás, y la madre de mi querido skin cerraba la comitiva sin parar de hablar un momento. Abrí una puerta de la que salía música electrónica y allí estaba, con la pierna vendada y tumbado en la cama. Me miró con más miedo que odio.

—Volvemos a vernos —le dije.

—¿Qué quieren?

La madre se precipitó en la habitación, poniéndose cada vez más nerviosa.

—Mati, son policías. Les he dicho que has tenido un accidente, les he dicho que…

—Vete, mamá, que no pasa nada.

—Pero es que dicen que…

—¡Sal!

Comprobé que Garzón vigilaba muy alerta todos sus movimientos por si escondía una arma, pero el tipo seguía tumbado en la cama. Las sábanas tenían perritos estampados.

—Así que estás accidentado.

—Sí.

—¿En qué hospital te han curado?

—En ninguno, es una herida pequeña.

—Y estoy convencida de que tampoco te ha visitado un médico.

No respondió. Le temblaba la boca.

—Vístete, que nos vamos. Y no te olvides de ponerte las botas.

—¿Adónde vamos?

—A comisaría. Estás detenido.

—¿Por qué, yo qué he hecho?

—Levántate, mamón, quisiste devolverme las hostias que yo te había dado, pero veremos quién recibe el último.

—¡Yo no te pegué, fue el otro, yo no te pegué!

Garzón lo cogió del brazo con fuerza y lo obligó a levantarse.

—¡Andando, que aún puedes! En el coche nos dirás quién es el otro.

La salida del piso fue espectacular. Me había molestado inútilmente amenazando a la madre con romper la discreción, los alaridos que dio su hijo podrían haber alertado al barrio entero.

Lo metimos esposado en el coche y tomamos rumbo a comisaría. Bien, se había vengado de mí, pero con tanta torpeza que ahora iba a pagarlo. El muy imbécil lloriqueó desde su asiento.

—Sólo lo hice para que se dieran cuenta de que no todo el que se viste de skin es un skin, y para que dejen de cargarnos todos los muertos.

—Sí, eres un mártir de la causa. Quédate calladito, me duele la cabeza.

—No fue por venganza, le juro que…

Garzón se volvió violentamente y pegó un grito que consiguió darme un susto morrocotudo:

—¡Cállate!, ¿no has oído que a la inspectora le duele la cabeza, capullo?

Comprobé una vez más que, por mucho que yo me esmerara en procedimientos agresivos, el estilo de mi compañero siempre me superaba.

Nada más torcer la calle donde estaba situada la comisaría, quedamos sorprendidos al ver un grupo de personas arremolinadas en la acera de enfrente. Eran periodistas, que se abalanzaron sobre nosotros en cuanto paré el coche. Los policías de guardia vinieron a escoltarnos para que pudiéramos entrar sin ser arrollados por la caterva de fotógrafos que disparaban flashes a discreción. Nuestro detenido se había colocado la cazadora sobre la cara y avanzaba con dificultad mientras Garzón pedía paso con el típico tonillo policial. No lograba entender qué estaba pasando, y lo entendí menos aún cuando en el interior de la comisaría nos topamos de bruces con Coronas, que estaba situado junto a Yolanda. Los guardias se llevaron a Matías y el comisario hizo un gesto que nos dirigía hacia su despacho.

Lo primero que hizo al cerrar la puerta tras de sí fue pegar un respingo de rabia:

—¿Sabe que estaba usted ilocalizable en su móvil?

—Lo llevo apagado desde hace mucho rato, es verdad. Como estábamos en una acción… ¿qué querían todos esos periodistas, señor?

—Conteste antes de preguntar. ¿Quién es ese tipo al que han detenido?

—Es el que me agredió.

—¿Tiene algo que ver con el caso?

—Me temo que no.

—¿Cómo lo han cazado?

—La doctora Caminal me visitó. Vio el dibujo de una suela de bota en uno de los golpes.

—¿Y eso la guió hasta el culpable?

Miré a Garzón, que ponía cara de póquer, y a Yolanda, que estaba muy compungida en un rincón. Titubeé antes de hablar.

—Lo cierto es que… también lo olí.

—¡¿Cómo?!

—Ya había interrogado a ese tipo, y cuando me asaltaron reconocí el olor de su colonia. La huella de una bota típica de skin acabó de darme la certeza.

Coronas me miraba con incredulidad y una mezcla de cabreo e interés.

—Bueno, Petra, felicidades. Veamos ahora cómo aplica su olfato canino a lo que acaba de pasar.

Dio paso con la cabeza al turno de Yolanda. Noté que estaba aterrorizada, y que la voz le temblaba al hablar.

—La Guardia Urbana encontró a Anselmo muerto, inspectora. Lo han asesinado.

Garzón y yo dimos un sincronizado paso al frente.

—¿Asesinado?

—En el propio sitio donde vivía. Le metieron la cabeza en una bolsa de plástico y se la reventaron de un tiro. La policía científica está inspeccionando ahora el lugar. Nadie ha visto nada, por supuesto, ya saben el tipo de gente que anda por allí. Habían revuelto todas sus cosas.

Coronas retomó la palabra en plan «digno líder policial»:

—Tengo entendido que ese hombre estuvo aquí ayer mismo.

—Así es.

—Pues ya tienen ustedes el lío formado, inspectora.

—A veces los mendigos se roban entre ellos y pueden llegar a matarse —dijo el subinspector sin mucha convicción.

—¡No me joda, Garzón, si esto no está relacionado con el caso que llevan entre manos, que venga Dios y lo vea! De modo que ya se hacen una composición de cómo están las circunstancias. Jodidas, ¿no? Con todos esos cabrones de periodistas encantados de la vida, dando caña. Imagínense lo que seguirá: que si un asesino en serie de mendigos, que si la policía descuida a los marginados porque no son contribuyentes… incluso podría escribir yo mismo los artículos. Pónganse a trabajar inmediatamente y no aparezcan delante de mi vista hasta que no tengan un culpable. ¿Entendido?

En otras circunstancias hubiera soltado una ironía, me hubiera defendido de algún modo ante aquella salida de tono clásica de un jefe tradicional, pero estaba demasiado traumatizada por lo que acababa de saber. El pobre Anselmo había muerto, ¿por qué?, ¿qué habíamos removido sin darnos cuenta siquiera?, ¿dónde andaba metido?, ¿qué sabía?, ¿tan valiosa era la simple información que nos había dado como para que lo quitaran de en medio? ¿Qué hacía de Tomás el Sabio un hombre con importancia estratégica? ¿Sabía Anselmo quién lo había matado? La cabeza me daba vueltas y no lograba pararla en ningún lugar. Yolanda se puso a mi lado:

—Ya me he enterado de su agresión, inspectora, ¿cómo se encuentra?

—¿La agresión?, ¡ah, sí, la agresión! Estoy bien, gracias.

En ese momento empecé a notar el dolor en todo el cuerpo. Anduve como un autómata hacia mi despacho, seguida de Yolanda y Garzón. Domínguez, el policía, me salió al paso.

—Inspectora, lo siento. Ha sido culpa mía que mataran a ese hombre, ¿verdad? Debería haberlo vigilado mejor.

—No, yo lo hubiera dejado marchar un rato después. Hágame un favor, Domínguez, tráigame un vaso de agua.

Me senté en el sillón, intentaba pensar. Garzón empezó a sonreír.

—¿Es cierto eso que ha dicho, inspectora?, ¿de verdad reconoció la colonia del tipo?

Lo miré como si nunca lo hubiera visto, no sabía con claridad qué me estaba diciendo. Entró Domínguez con el agua. Saqué una pastilla de las que me habían prescrito y me la tragué. Después de beber, fui plenamente consciente de la situación.

—¿Pueden decirme qué hacemos aquí sentados? Vamos al lugar del crimen inmediatamente.

Domínguez se volvió:

—Inspectora Delicado, un hombre llamado Crespo ha llamado un montón de veces preguntando por usted.

—Sí, me lo imagino.

Salimos a la carrera. Encendí el móvil. Había varias llamadas perdidas de Coronas, también de Ricard. Estaba tan absorta que Yolanda se preocupó por mí:

—No esté angustiada, inspectora. Han dicho que el inspector Fernández Bernal y el subinspector Iniesta han ido a hacerse cargo de la situación mientras ustedes aparecían.

¡Fernández Bernal!, maldije mentalmente. Yolanda me miraba a la cara con la expresión de una madre solícita. Exploté:

—¡¿Que no esté angustiada?! ¡Y a usted quién coño le ha dicho que estoy angustiada! En el trabajo no tolero ninguna apreciación personal, ¿entendido? ¡Ninguna!

Se quedó estupefacta. A Garzón la sonrisa satisfecha le bailaba en los labios. Observé de reojo cómo al subir al coche miraba a Yolanda, enarcaba las cejas y se encogía de hombros como diciendo: «No todo es orégano en el monte Delicado, muchacha.» Lo odié, odié también a aquella chica inexperta y demasiado emotiva, pero, sobre todo, me odié a mí misma por haber permitido que mataran a un hombre loco e inofensivo.

La zona de edificios abandonados estaba acordonada por la policía. Fernández Bernal me recibió disimulando con poca habilidad su regodeo.

—¡Vaya, Petra, creíamos que se te había tragado la tierra!

—Al grano, Fernández, no estoy de humor. Cuéntame qué ha pasado aquí.

—A la inspectora la han agredido. Estaba en el hospital —terció Garzón para que el otro se sintiera culpable. Lo consiguió, a Fernández se le mudó la cara.

—¡Joder, Petra, lo siento, no tenía ni idea! Perdóname la broma.

—Olvídalo.

Garzón era un genio de la psicología, porque aquella culpabilidad de mi compañero le hizo relatarnos todo lo que sabía en vez de seguir lanzándonos estúpidas invectivas.

—Ya se han llevado el cadáver. Veremos qué dice la autopsia, pero a primera vista al pobre diablo lo han dejado hecho un Cristo. Tenía la cabeza destrozada por un disparo. Le encajaron una bolsa de basura, seguramente para no salpicarse de sangre.

—¿Alguien ha visto algo?

—¿Estás de broma? Aquí ni Dios suelta prenda. El que no tiene antecedentes está ilegal en el país, y los otros son una panda de borrachos y locos; así que tú dirás.

—¿Ya ha acabado la científica?

—No, aún andan buscando pelos por ahí; pero en un sitio abierto como éste, y además lleno de gente, no creo que sirva para mucho.

—¿Y las cosas del muerto?

—Ahora nos las llevaremos. Estaban esparcidas todas las mierdas que tenía, el que se lo cargó estuvo registrándolas, supongo que no sería para robarle ningún tesoro.

—Enséñamelas.

—Los de la científica ya han estado buscando pruebas, así que hasta podemos tocarlas.

Había un policía junto al hueco de la escalera que ocupaba Anselmo. Custodiaba un amasijo de ropas, bolsas y cajas diseminadas por el suelo. Entonces descubrí al perro del mendigo, atado en un rincón. Estaba tumbado, en completo silencio. Me acerqué a él y le toqué la cabeza.

—Ya se ha cansado de aullar, el pobre. Daba pena de oírlo —comentó el policía.

—De poco le ha servido a su amo —dijo Garzón.

—Le ha llorado, que ya es mucho —repliqué—. ¿Qué harán con él?

—Llevarlo a la perrera del ayuntamiento.

—¿Lo quieres para ti, Petra? —me preguntó Fernández.

—No, gracias, no me merezco amigos tan fieles.

Empecé a registrar las menguadas y caóticas pertenencias de Anselmo, que constituían un auténtico bazar de objetos absurdos: ropa vieja, calendarios de años remotos, bolígrafos sin carga, gafas sin cristales, cinturones sin hebilla… cosas que alguna vez habían tenido su uso, pero que resultaban inservibles después, como a su mismo dueño debió de sucederle. De repente me di cuenta de que una de las pocas propiedades que yo le conocía ya no estaba allí: la caja con los llaveros de latón que Tomás el Sabio le había regalado.

—¿Alguien se ha llevado algún objeto?, ¿la policía científica, quizá?

—No, lo han revisado, pero nadie se ha llevado nada.

Les pedí a Yolanda y a Garzón que me ayudaran a buscar por si yo no era capaz de orientarme entre tal variedad de cosas. Describí la caja para ellos y sometimos aquellos restos a una nueva batida.

—¿Qué buscáis? —se interesó Fernández Bernal.

—Nada, nada en especial, una cajita que nos pareció ver cuando estuvimos aquí.

Él sabía que debía abstenerse de hacer más preguntas si quería que aquel encuentro acabara bien. Para evitar nuevas tentaciones de curiosidad, le dije:

—Gracias por todo, Fernández. Si queréis podéis marcharos ya. Nosotros nos quedaremos hasta que acabe la científica.

Cuando estuvimos solos me volví inmediatamente hacia el subinspector:

—Falta la caja con los llaveros.

—Pudo tirarla él mismo.

—Ni hablar; era uno de sus tesoros más valorados.

—No sé, inspectora, tratándose de un tipo tan zumbado, cualquier cosa puede ser.

—Le recuerdo que falta el único objeto que perteneció a Tomás el Sabio.

—¿Qué ponía la inscripción?, no lo recuerdo.

Busqué en mi bolso el llavero que Anselmo me regaló. Apareció entre briznas de tabaco y pañuelos de papel.

—«La caridad es el placer del alma» —leí.

—¿Cuántas instituciones de caridad hay en Barcelona, Fermín?

—Ni idea.

—Yo creo que tengo una lista en la oficina de la Guardia Urbana, mañana la puedo traer… bueno, si usted quiere que siga en el caso, inspectora.

—Sí, quiero que siga.

Yolanda sonrió. No comprendí qué era lo que la motivaba a desear integrarse en un pequeño equipo como el nuestro, donde la tratábamos tan mal. Observé el llavero en mi mano.

—Sí, eso es, volveremos a hacer otro interrogatorio aquí e indagaremos en las instituciones de caridad.

Pero no estaba pensando en lo que decía; en realidad, la mente se me había ido hacia Anselmo. «El pobre loco ya nunca tendrá su barco cargado de arroz», pensé, y me apiadé de sus tristes huesos, y del perro, único heredero de su memoria.

Estaba destrozada cuando llegué a casa, no sabía si a causa de la paliza o de la tensión. Los brazos me dolían tanto que maniobrar para aparcar el coche me hizo ver las estrellas. Cuando me acerqué al portal vi que había un hombre sentado en el escalón de la entrada. Sacó un pañuelo blanco y lo agitó en el aire.

—¡No dispares, Petra, soy yo!

Ricard me miraba con preocupación. Le sonreí desmayadamente.

—¿Qué te ha pasado? He estado todo el día intentando contactar contigo y no ha habido manera. Además, en tu comisaría nadie quería darme noticias tuyas. Estaba muy inquieto.

Comprendí que una de las razones por las que me gustaba vivir sola era no tener que dar explicaciones al llegar. Ni siquiera intenté ser amable.

—Ha sido un día muy malo, Ricard. Ayer me agredieron unos skins y tengo el cuerpo magullado, de modo que esta noche no estoy para excesos de ningún tipo. Quizá mañana me encuentre mejor.

Su cara se convirtió en una máscara de extrema dureza. Apartó la mano que tenía colocada sobre mi hombro. Me habló en un tono de voz que no conocía en él:

—¿Tú crees que yo vengo aquí sólo a follar, es eso lo que crees? Tienes un concepto muy pobre de mí, Petra, tanto que no comprendo cómo has aceptado mi compañía ni una sola vez. Buenas noches.

Dio media vuelta y empezó a caminar. Lo seguí:

—Ricard, vuelve. No me obligues a pedirte disculpas. Sólo diré que te ruego que te quedes conmigo, por favor.

Lo tomé de la mano y él se dejó conducir hasta el interior de mi casa. Me quité el abrigo y fijé la vista en el suelo, abatida. Me abrazó.

—Estoy jodida porque han matado a un viejo loco que sólo quería tener un barco lleno de arroz. ¿Tú lo entiendes?

—Sí.

—Y estoy jodida por su perro, ¿también entiendes eso?

—Sí.

Aquella noche dormimos los dos juntos, en absoluta paz. Cuando llegó la madrugada él no se marchó, y yo no le pedí que lo hiciera.