Llevar a Anselmo al consultorio de Ricard fue tarea más fácil de lo que pensaba. Prometerle cerveza obraba milagros en su voluntad. Tentar a alguien con una comida y un poco de alcohol me parecía de una enorme bajeza moral, pero no era momento para escrúpulos, cosas peores había hecho, y en las que aún me quedaban por hacer no quería ni pensar.
Se pasó todo el trayecto hasta el hospital Clínico errabundo por su mente confusa. Tanto, que pensé en la posible inutilidad de la visita que había concertado. Sin embargo, seguía pareciéndome necesario que hablara con Ricard. Si alguien podía saber cuáles de las cosas que aquel hombre contaba debían ser dadas por ciertas, era un profesional del extravío. De cualquier modo, sólo Anselmo había demostrado conocer a Tomás el Sabio, no podía dejarlo marchar así como así.
Ricard nos recibió en su caótico despacho. Lo encontré atractivo metido en su bata blanca en plan oficial. Los ceniceros seguían rebosando colillas y las pilas de libros y papeles habían crecido un poco más desde la vez anterior. Pensé que Anselmo se encontraría en su salsa metido en semejante berenjenal. No me equivoqué, en cuanto se sentó frente a la mesa, exigió su cerveza sin más dilación. Tuve que explicarle que comeríamos a la salida y, afortunadamente, se conformó. Ricard nos expuso el plan.
—Primero, charlaremos un rato Anselmo y yo, y luego entrará la inspectora y te hará unas preguntas. ¿De acuerdo?
No dio señales de acuerdo ni desacuerdo, sonrió tontamente y se rascó los ojos varias veces. Salí de la estancia y me senté a esperar en el pasillo. La recepcionista, solícita, me trajo una revista del corazón para que me entretuviera.
—No ponemos revistas para el público porque la gente las deja sobadas en seguida. ¡Pasa tanta gente por aquí! Ésta es mía personal.
—Muchas gracias.
—No las merece, tratándose de la novia del doctor…
—Perdone, creo que hay una confusión. Yo soy policía.
—Sí, ya lo sé.
—¿Le dijo el doctor que yo era su novia?
—Me dijo que la tratara muy bien y después me guiñó un ojo.
—Bueno, pues considérelo una broma del doctor.
Asintió sonriendo, sin estar muy convencida, y regresó a su puesto, mientras a mí me cegaba un súbito furor contra Ricard. Aquel tipo era un exhibicionista lamentable, un indiscreto o… quizá algo peor. Tenía una ocasión de oro para comprobar hasta dónde llegaba su ignominia. Me acerqué a la recepcionista.
—¿Puedo hacerle una pregunta?
—Sí, claro, ¿por qué no?
—¿Ha tenido el doctor muchas novias?
—Bueno, no sé si yo…
—Las dos somos mujeres, puede hablar.
Bajó la voz, procurando parecer lo más confidencial posible. Me miró divertida.
—Mire, cuántas novias ha tenido no le sé decir, pero les gusta mucho a las mujeres. Ya ve, es curioso, ¿verdad? Yo creo que con esa pinta de despistado y como de desastrado que tiene a todas nos hace pensar que podríamos cuidarlo.
—Nos despierta el instinto maternal.
—¡Exacto! Parece usted psiquiatra también. Pues bien, le aseguro que más de una doctora ha perdido el oremus por él, y enfermeras… ¡para qué le voy a contar! Luego alguien dirá que es mujeriego, pero yo le aseguro que son ellas quienes le buscan.
—Me hago cargo.
—Pero nunca le había visto tan entusiasmado con ninguna como lo he visto hoy con usted. Así, querida, que ya sabe, no lo deje escapar.
Ahora era ella quien me guiñaba un ojo conspirativo. Ni me molesté en volver a negar relaciones sentimentales. Me senté y escondí la cara tras la revista, procurando hacer ejercicios mentales para que bajara mi indignación.
Una hora después se abrió la puerta y aquel donjuán de vía estrecha con pátina científica me hizo pasar. Cerré los ojos y me recordé a mí misma que estaba trabajando, nada personal debía interferir en eso. Observé con matiz profesional la cara de Ricard. No parecía demasiado contento, me hizo un gesto de duda que interpreté como falta de resultados claros.
—Vamos a ver, Petra, Anselmo está dispuesto a contestar tus preguntas.
—En realidad ya se las hice una vez, ¿verdad, Anselmo? Pero quizá hoy tiene la memoria mejor. Repasemos, usted me dijo un día que Tomás hablaba con hombres. ¿Quiénes eran, de dónde venían? ¿Se acuerda de su aspecto o de si él los mencionó alguna vez?
—Los hombres están en todas partes, pero las mujeres también. Yo soy muy liberal, espero que lo comprendan, y eso quiere decir que igual soy amigo de un hombre que de una mujer.
Intervino Ricard, poniéndose frente a él, hablándole en voz baja:
—Eso está bien, es justo. Tomás era tu amigo, era un hombre, y había otros amigos que a lo mejor no eran buenos para él. ¿Has pensado que a lo mejor fueron ellos los que lo mataron?
—Yo, para ser feliz, sólo necesitaría un barco cargado de arroz. Con eso tendría suficiente, pero hay poco arroz este mes.
—Anselmo, intente recordar sólo cuál era el nombre completo de Tomás el Sabio. Con eso sería suficiente, de verdad, nos ayudaría mucho.
—A mí me pusieron Anselmo, y a mi hermano, Antón el Rey de Roma. Yo tenía un hermano que murió, a éste no lo mató nadie. A otros, sí, se tiran al tren, cosas malas. Inspectora, ¿no nos vamos ya a comer? Tengo una hambre que me comería una vaca entera.
Miré a Ricard con desánimo, él negó con la cabeza. Se levantó y abrió la puerta.
—Espera fuera a la inspectora, Anselmo, tenemos que charlar un rato ella y yo.
Obedeció y nos quedamos solos.
—Ya lo ves, eso es todo lo que puede decir.
—¿Está loco?
—No sé en qué medida, pero, obviamente, no es normal. Debe de arrastrar una de tantas patologías subsecuentes a años de alcohol y marginación.
—No es fiable nada de lo que dice.
—No creas, tú llevabas razón, de repente parece recobrar la cordura absoluta. Tiene miedo, eso es evidente, cuando has entrado tú se ha puesto más tenso y su discurso era más delirante.
—¿Oculta algo?
—¡Quién puede saberlo!, podríamos pasar meses hablando con él sin sacar nada en claro.
—Me pregunto si al menos conocía de verdad a la víctima.
—No es fácil saberlo.
—Bueno, pues habrá que renunciar; no tenemos tiempo para perderlo con un pobre loco. Me voy.
—Nos vemos esta noche.
—No creo que sea una buena idea.
—¿Cómo, por qué?
—Acabo de enterarme de tu éxito total con las mujeres. ¿Qué soy yo, una profesión exótica en tu lista de amantes? ¡Ah, y no vayas en seguida a echarle la bronca a la chica de fuera! He sido yo quien la ha hecho hablar. Tengo experiencia en ese tipo de cosas, pura deformación profesional. Hasta luego, ha sido un placer.
Salí a toda velocidad sin darle tiempo para ninguna reacción. Cogí a Anselmo del brazo y lo arrastré hacia la calle a paso ligero.
—¡Eh!, ¿qué pasa, inspectora?
—Tenemos prisa, se ha hecho muy tarde.
Caminamos lo suficiente como para estar un tanto alejados del hospital.
—¿Dónde vamos a comer? Tengo hambre.
Eché mano a mi bolso y le di treinta euros.
—Yo no puedo acompañarle. Aquí tiene dinero, pague usted mismo lo que quiera tomar.
Se quedó mirando el dinero detenidamente.
—Bueno, pero es que con esto no sé si me llega, porque iba a tomar dos cervezas y después…
Saqué diez euros más y los puse en su mano.
—Eso es lo único que le importa, ¿verdad? ¡El jodido dinero!, para eso no está usted loco. Tenga, que le aproveche.
Di media vuelta y me alejé deprisa. Estaba enfadada, frustrada, llena de rencor hacia el género humano en conjunto, hacia el género masculino en particular. Así que le había parecido maravillosa y por eso se lanzó tras de mí. Claro, igual que otras doscientas mujeres más. Detestaba el tipo característico del seductor, pero si se presentaba en público con todos los arreos de seducir: galantería, tono melifluo, cuidado arreglo personal, etc., aún le concedía cierta entidad. Lo que no podía sufrir era al individuo de aspecto despistado, indefenso e infantil, que juega a ser el preferido de las nenas. Pero ¡ya era suficiente!, ni un pensamiento más para aquel loquero vanidoso. Lo había pasado bien con él, eso era todo. Lo único que lamentaba era que me hubiera puesto de tan mal humor como para mandar al infierno al pobre vagabundo, que no estaba en sus cabales ni tenía culpa de nada.
Ya en casa, abrí la nevera y descubrí un bistec que había comprado el día anterior. ¡Perfecto!, me lo comería a las finas hierbas y abriría un buen vino para la ocasión. Después, un poco de lectura, música ambiental y sueño profundo para acabar el día. Si ése había sido mi plan ideal durante los últimos tiempos, no veía el motivo para variarlo. Limpié una lechuga y la corté a trocitos, entonces el teléfono sonó. Naturalmente, era él.
—Petra, tienes el móvil apagado.
—Ya lo sé. Lo he apagado personalmente.
—¿Y si llegan a llamarte por algo del servicio?
—Oye, deja de preocuparte por mis responsabilidades profesionales. Para eso y para todo lo demás me basto yo sola.
—Sólo me preocupaba por los ciudadanos. ¿Se puede saber a qué viene este cabreo?
—No estoy cabreada, simplemente quiero que comprendas que esto se acabó. No quiero formar parte de tu harén.
—¿De mi harén, pero de qué coño de harén hablas? ¿Por cuatro comentarios frívolos de una secretaria sacas semejante conclusión?
—Ricard, déjalo, no tiene importancia. Lo hemos pasado bien unos días y en paz.
—Pero ¿qué tipo de mujer liberada eres tú? En ningún caso pensé que fueras a exigirme un currículum perfecto para salir contigo. Por otra parte, no me has dado la más mínima opción a pensar un poco en serio. Tú te has encargado de demostrarme bien a las claras que esto era un pasatiempo. Un revolcón en la cama y adiós, vete pronto que molestas.
—¡Estábamos en una primera fase de conocimiento!
—¡Joder!, ¿y cuántas pruebas más había que sufrir para llegar al tesoro?
—Al menos yo pongo a mis ligues a competir consigo mismos, no contra un pelotón.
—Petra, ¿sabes cómo se llama tu actitud en psiquiatría?, pues se llama narcisismo herido… y también tontos celos inmaduros.
—¿Celos, celos yo? ¿Pero cómo puedes…? ¡Vete al carajo!
—Eso es una grosería.
—Los policías somos groseros, violentos y corruptos, ¿es que no ves la televisión? Adiós, Ricard, voy a cortar esta conversación absurda.
Colgué. ¿Estaba en mi sano juicio, de verdad aquella típica bronca a gritos la había protagonizado yo? Nunca dejaba de sorprenderme a mí misma, y en este caso no era para bien. Narcisismo herido… podía ser, pero ¿celos?, ¡hasta ahí podíamos llegar! Sonó el teléfono de nuevo, intenté recomponerme, carraspeé antes de hablar.
—¿Sí?
—Petra, si no eres capaz ni de escucharme, ni de darte cuenta de que tienes celos… ¿cómo puedo entenderme contigo?
—¡No necesitas entenderte conmigo, no vas a verme más!
—¡Petra!
Volví a colgar, en esta ocasión con una fuerza que no controlé. Respiré hondo tres veces, me puse en pie, ¿qué era lo que estaba haciendo antes de semejante follón? Recordé el bistec a las finas hierbas. Regresé a la cocina, aparentando tranquilidad ante mí misma y entonces el maldito teléfono sonó por tercera vez. Me lancé sobre el aparato que había cercano al fogón y empuñé, más que cogí, el auricular. Grité:
—¡Quiero un poco de paz!, ¿está claro?, sólo un poco de paz en mi tiempo de descanso. Creo que no es mucho pedir.
Hubo un largo silencio e, instantes después, oí una voz que conocía perfectamente.
—¡Coño, inspectora!, ¿qué pasa?
—Perdone, Garzón, la cosa no iba con usted.
—¡Pues menos mal! Me lo creeré, aunque ¿no tendrá uno de esos teléfonos en los que queda marcado quién llama, verdad?
—No, no lo tengo, lo que ocurre es que estoy de muy mal humor. ¿Me llama por un asunto de trabajo?
—No, es algo de tipo personal.
—En ese caso, si no le importa, hablaremos mañana; como le digo, hoy no es el mejor día.
—Sí, eso me estaba pareciendo, pues… buenas noches.
—Adiós.
Y bien, ya estaban todos los disparates perpetrados: ofensa innecesaria a un pobre viejo loco por causa del simple mal humor, discusión sentimental a gritos con un tipo que apenas conocía y omisión de ayuda a un compañero en un asunto personal. ¡Perfecto! ¿Qué me quedaba por hacer: dar una patada a un perro, arrearle un mamporro a una anciana, escupirle a un bebé? Miré el trozo de carne que esperaba paciente una resolución culinaria sobre la superficie de madera. Me pareció un lamentable guiñapo sanguinolento que no me apetecía ni tocar. ¡Al infierno con las delicias gastronómicas!, pasaría a la segunda parte del plan: whisky, música y lectura sentada en el sofá.
Me serví un whisky y puse la Séptima de Beethoven. Una gran sinfonía me haría olvidar las pequeñas miserias diarias. Empecé a divagar mentalmente mientras me serenaba poco a poco. ¿Tendría Beethoven semejantes complicaciones nauseabundas en su vida? Un hombre capaz de componer algo tan elevado como lo que estaba oyendo, ¿se preocuparía por las minucias cotidianas: el dinero, la relación social, el cansancio?, ¿se arrepentiría de los errores intrascendentes que cometiera?, ¿alguna vez se daría al alcohol en lugar de hacerse la cena? Daba igual, en cualquier caso, ya estaba muerto, y yo nunca compondría nada, ni siquiera una canción chusca para un carnaval. Fui sumiéndome en la lectura. Al principio, debía leer cada línea tres veces para llegar a comprenderla. Después, acompasé el entendimiento al acto mecánico de leer. Avancé y avancé en el libro hasta que, pasado un buen rato, me dormí.
El sonido del timbre de la puerta me sobresaltó de pronto. Puse mi cerebro a funcionar sin resultados brillantes. Recogí la pistola del bolso y salí a abrir. Antes de hacerlo, atisbé por la mirilla. Era Ricard. Cuando lo tuve frente a frente levantó las manos por encima de la cabeza.
—No dispare, inspectora Delicado, por favor.
—Yo no me comportaré como una policía si usted no me diagnostica, doctor Crespo.
—Trato hecho.
Nos echamos a reír. Me abrazó y le devolví el abrazo. Entró, y mentiría si dijera que alguno de los dos pensó en hablar. Sabíamos muy bien cuál era el itinerario y pusimos rumbo a mi habitación. Sin embargo, a las tres de la mañana, y de modo respetuoso, Ricard se vistió para marcharse. Esta vez evitó protestar, y se lo agradecí.
A la mañana siguiente salí con sueño de casa y llegué a comisaría a uña de caballo, pero estaba contenta. La enmienda de mis yerros parecía posible. Había puesto paz en mi relación con Ricard, olvidando los gritos descorteses que habíamos intercambiado. Un rato más tarde iría en busca de Garzón y le pediría disculpas, preguntándole qué tenía que decirme la noche anterior. En cuanto al desventurado Anselmo… ahí veía más difícil la rectificación, sólo esperaba que hubiera acabado lo suficientemente borracho como para no recordar mi destemplanza. Sin embargo, Dios, que en caso de existir es sin duda afable y generoso, me dio la oportunidad de corregir también aquel estrago. A las diez de la mañana estaba yo enfrascada en la redacción de uno de los informes que aborrezco, cuando entró el policía de la puerta en mi despacho.
—Inspectora, un hombre quiere verla.
Confieso que me asusté, porque era el mismo guardia que había recogido el ramo de rosas. Por un momento pensé en una visita sorpresa de mi amante, de modo que en plan muy casual, pregunté:
—¿Ah, sí?, ¿de quién se trata?
—Dice que se llama Anselmo no sé qué y que usted lo conoce. Pero le advierto que parece un pobre de los que pide limosna. Vamos, un indigente, quiero decir.
—Hágalo pasar inmediatamente.
¿Era posible tanta felicidad filantrópica? Sin duda venía para sacarme más cerveza, pero hoy lo acompañaría hasta el bar y, aunque no me apetecía después de mi noche loca, bebería con él procurando no humillarlo, y le aguantaría sus ensoñaciones sobre el barco cargado de arroz. Ver aparecer por la puerta su cara de labriego medieval me causó una gran alegría.
—¡Pase, Anselmo, por favor! ¿Cómo está?
—Pues le voy a decir con toda sinceridad lo que pensé después de que usted se marchó. Pensé: «Anselmo, eres un cabrito, porque esta mujer es una mujer más buena que las olas del mar, y has hecho que se enfade.» Porque usted se creyó que sólo quería dinero y a mí el dinero, le juro por el Dios que está subido a las nubes, a mí el dinero me da igual. Yo, por dinero, no voy ni de aquí a la esquina, ¿comprende? Porque mi padre, que era notario testaferro, ya me dejó todo el dinero que me podía gastar, y por eso me lo gasté.
No pude por menos que reírme. Pensé que quizá tuviera éxito haciendo monólogos en un show.
—Está bien, Anselmo, no estoy enfadada, de verdad. Si quiere nos vamos a desayunar al bar de aquí al lado y tomamos una cerveza.
Hizo un gesto negativo de hidalgo afrentado.
—No, de eso ni hablar. Nada de beber por las mañanas. Claro que si hace como ayer… quiero decir que unos pocos dineros para comer sí que me vendrían bien. Ya que he venido a pedirle perdón… ¿no le parece?
Asentí con indulgencia y fui a buscar mi bolso, que estaba colgado en el perchero. Saqué treinta euros y se los tendí:
—¿Tendrá suficiente con eso?
—¿Con esto? Con esto se comprarían todas las sábanas de un hospicio. Con esto Dios volvería a crear el mundo otra vez.
—Deje tranquilo a Dios, pero dígame una cosa, tengo curiosidad. ¿Por qué dice siempre que con un barco cargado de arroz sería feliz? ¿Qué haría con él?
Su cara se transfiguró, sonrió beatíficamente, como si una extraña luz lo iluminara.
—¡Ah, señora policía, si supiera lo que haría yo! ¿Sabe qué haría? Me iría a los mares del Sur y buscaría una isla llena de nativos y salvajes que no tuvieran ganas de pelear. Entonces les haría paellas, y arroces con tocino y arroz negro. Y ellos se lo comerían y serían felices y yo, de verlos a ellos, también, y nos quedaríamos tranquilos y satisfechos toda la noche mirando el mar.
A veces, la emoción nos atrapa y juega con nosotros como un gato furtivo. Los ojos se me llenaron de lágrimas y un nudo apretado se me instaló en la garganta sin dejarme hablar. Anselmo se dio cuenta y entonces, como tocado por una corriente eléctrica, empezó a gesticular con gran susto y escándalo:
—No, no llore, por favor, llorar no. Se lo diré, le diré lo que quiere saber, pero no llore. Se llamaba Tomás Calatrava Villalba y le daban de merendar en los jesuitas de Sarriá, allí deben de tener noticia de él. Y le juro que no sé nada más, se lo juro, inspectora, nada más. Pero no llore, por favor, no llore.
Pasé de la emoción al pasmo. Lo miré intensamente y supe en seguida que estaba cuerdo en aquellos momentos, que decía la verdad. Cogí mis cosas y salí sin decirle ni adiós. Me dirigí al policía que estaba en el pasillo.
—En mi despacho hay un hombre, Domínguez. No le deje marchar.
Fui en busca de Garzón y lo encontré en un pasillo, hablando con Yolanda, que acababa de llegar en ese momento.
—Andando, los espero en el coche, vámonos. Ahora les cuento.
Yolanda nos informó de que los jesuitas, como otras órdenes eclesiásticas, daban un bocadillo y una manzana a los pobres que esperaban en la puerta del convento a una hora determinada.
—Pero dudo que guarden un registro con los nombres —añadió.
—De acuerdo, pero pueden conocerlo, saber algo de este tipo en concreto, su dirección… ¿Conoce exactamente la dirección de ese convento, Yolanda?
—Por supuesto que sí.
Empezó a darle indicaciones a Garzón, que llevaba el volante. Fueron unas instrucciones tan detalladas y rigurosas que, tal y como me temí, Garzón discrepó de ellas y ambos se enzarzaron en una discusión absurda sobre diferentes itinerarios por los que llegar al punto de destino. Hasta que me harté:
—¡Señores, pónganse de acuerdo de una puta vez! No se trata de ganar un rally, sino de llegar cuanto antes mejor.
Garzón dio uno de sus cabezazos de callada protesta y Yolanda se quedó mirándome con desconsuelo. A aquellas alturas, la pobre ya había descubierto que tampoco era ninguna bicoca colaborar con la Policía Nacional.
Las organizaciones jerarquizadas ofrecen ventajas y desventajas en una investigación. La principal desventaja es que, antes de hablar con quien quieres, siempre debes pedir permiso a la figura superior. En el caso de los frailes, era el prior del convento. La ventaja viene después, porque el jefe sabe en seguida con quién debes entrevistarte a poco organizada que esté su comunidad. En el caso de los frailes, era el hermano Antón, que se ocupaba de sacar la merienda a los mendigos, exactamente a las seis. Era un vejete simpático y simplón cuyas tareas no ocupaban obviamente un primer rango. Miró la foto con cara de espanto y se santiguó:
—Dios nos libre de todo mal. ¿Se da cuenta, inspectora, de lo preservados que estamos aquí? Dios nos da una vida sencilla a los frailes, pero a la vez nos impide contemplar cosas tan malas.
Pensé que su estilo era tan retórico y con tantas menciones a Dios como el del pobre Anselmo.
—Pero ¿lo recuerda, padre?
—Hermano, llámeme hermano, por favor.
Reinstaurado el parentesco correcto, se puso a asentir. Noté que tenía acento aragonés.
—¡Vaya que si lo conozco, inspectora, vaya que sí! Casi todas las tardes venía a buscar la merienda. Y lo más curioso era que no le importaba merendar o no. A veces, hasta se dejaba la bolsa. Yo creo que venía más que nada para charlar con el hermano Salvador.
—¿Quién es el hermano Salvador?
—Se ocupa de la biblioteca.
—¿Puede llamarlo? Nos gustaría hablar con él.
—Necesito permiso del prior.
—Bueno, pues ya sabe cómo se soluciona eso.
—Esperen, ahora vuelvo.
Se alejó con los pasitos presurosos y furtivos de un ratón. Yolanda miró las paredes de la austera sala donde estábamos. Hacía frío.
—¡Vaya palo, vivir aquí!, ¿no?
—Al menos no pagan alquiler —repuso Garzón.
Intervine antes de que se liaran en otra polémica estéril:
—Es mucho más que no pagar el alquiler. No tienen que tomar decisiones, saben siempre cómo deben comportarse, no se meten en complicaciones amorosas, no pueden engrosar las listas del paro y, encima, cuando son viejos saben que alguien los cuidará. A mí me parece un destino más que deseable.
Yolanda hizo un gesto de obviedad despreciativa, y con todo desparpajo soltó:
—Sí, pero no pueden follar. Imagínense, con lo bueno que es follar.
Vi que la cabeza de Garzón giraba violentamente en dirección a la chica, y que sus ojos se abrían de par en par. Por fortuna, en ese momento entró un fraile alto y delgado que nos miró con preocupación, y la cosa quedó ahí.
—Señores, creo que quieren hablar conmigo. Soy el hermano Salvador.
—Hermano, yo soy Petra Delicado, inspectora de policía, ya sabe que…
—Ya me han dicho, ya… y estoy consternado, de verdad. ¿Saben por qué mataron a ese buen hombre?
—No sabemos por qué ni quién lo hizo, por eso cualquier cosa que recuerde nos puede ayudar mucho.
—Yo solía hablar con él. No con mucha frecuencia, pero de vez en cuando preguntaba por mí. Nos conocimos un día que el hermano Antón estaba enfermo y yo lo sustituí, y he de decir que siempre me llamó profundamente la atención.
—¿Por algún motivo especial?
—No se trataba de un mendigo como los que vienen por aquí. Era un hombre culto, inteligente. Me contó que había estudiado la carrera de economista y que había trabajado muchos años en una empresa.
—¿Qué empresa?
—No lo sé, nunca precisaba detalles ni daba nombres.
—¿Le dijo cómo había llegado a su lamentable situación?
—Una vez mencionó que lo había abandonado su esposa. Al parecer, eso lo trastornó hasta el punto de alejarlo de la vida normal que llevaba hasta entonces.
—¿Qué más le contó?
—¡Dios mío, no recuerdo mucho!, comentábamos generalidades de la vida, hablábamos de las desdichas del ser humano… Siempre pensé que le gustaba entrevistarse conmigo para poder hablar con una cierta elevación. Le aseguro que los ambientes que frecuentaba no eran de su nivel. Yo procuraba convencerlo para que buscara el consuelo en Dios, recuperara las riendas de su vida… pero era inútil, bebía demasiado y siempre me dijo que no pensaba ni por asomo en dejar el alcohol. Lo curioso era que no le faltaba dinero.
—¿Cómo?
—Siempre tuve la impresión de que si llevaba aquel tipo de vida era por una especie de voto privado, o por una cierta enajenación mental, aunque solía expresarse como un hombre cuerdo. De vez en cuando venía aquí y me daba dinero para que lo distribuyéramos entre los pobres.
—¿Cuánto dinero? —preguntó el subinspector sin poder contenerse.
—Bueno, no grandes cantidades, cuarenta, cincuenta mil pesetas.
—Eso es mucho para alguien que vive en la calle. ¿Le dijo de dónde lo sacaba?
—No, ni yo se lo pregunté. Pensé que aún contaba con algún ahorro de su vida anterior.
—¿Cuánto dinero sería en total?
—No sé, no quisiera equivocarme… cien, ciento cincuenta mil pesetas, no mucho más.
—¿Cree que el nombre Tomás Calatrava Villalba corresponde a su nombre real?
—Nunca se presentó con otro.
—¿Le dijo dónde vivía, o dónde se alojaba temporalmente?
—Creo recordar que una vez… una vez le ofrecí gestionarle un albergue temporal con Cáritas. Me contestó que no; prefería estar en la calle. Citó un edificio abandonado, pero no dónde estaba.
—¿Un edificio en la Sagrera o quizá el cuartel de Sant Andreu?
—Es inútil, no puedo acordarme, ninguno de los dos sitios me dice nada.
—¿Comentó alguna de sus actividades, o a qué tipo de gente trataba?
—No, en ningún caso. Era un hombre muy reservado.
—¿Diría usted que estaba loco?
—¿Loco?… Quién sabe, ni siquiera estoy muy seguro de en qué consiste estar loco.
—Yo tampoco, ésa es la verdad. Voy a dejarle nuestro teléfono. Piense, y cualquier cosa que recuerde, aunque parezca en principio intrascendente…
—Los llamaré, no lo duden, los llamaré. ¿Darán con el culpable?
Ninguno de los tres contestaba. El silencio duró demasiado. Por fin dije:
—Lo encontraremos, con absoluta seguridad.
Me pareció comprobar que Yolanda sonreía con cierto orgullo. Sí, tenía todavía la edad de creer en el jefe, de sentirse estimulada por la fuerza del grupo. Miré a Garzón, que, por el contrario, observaba el techo con cara de pasar por allí. Al salir del convento le dije a Yolanda que podía marcharse y me quedé a solas con mi compañero. No esperó siquiera un instante, en seguida soltó el trapo:
—¿Ha visto estas chicas de ahora?, ¡hablan de follar como si tal cosa! ¡Y en menudo sitio, además!
—¡Venga, Fermín, como si a usted le importaran demasiado el hablar académico ni los santos lugares!
—Hombre, no, inspectora, pero me choca que una chica tan joven se exprese así.
—Es desinhibida. Lo que ocurre es que a usted le ha dado por meterse con ella, y no comprendo por qué. Primero decía que hablaba demasiado, ahora no habla tanto pero se expresa mal. ¡En fin, tampoco la queremos para que nos haga de portavoz!
—¡Es entrometida! A veces parece que nos dirija ella.
—¡Ya salió la territorialidad del macho!
—¿Cómo, qué ha dicho? ¡Vaya por Dios!, no puedo creer que vaya a darle una explicación feminista al asunto.
—Doy una explicación, lo de feminista lo añade usted.
—¡No me joda, inspectora, por favor!
—Dejémoslo, con que se pelee con Yolanda hay más que suficiente. ¿Qué le parece si demostramos una cierta profesionalidad y hablamos del caso?
—Como usted mande.
—¿Qué me dice de la personalidad que acabamos de descubrir en nuestro amigo Tomás?
—Pues sorprendente. Un mendigo economista y que ejerce la caridad no es cosa que se vea todos los días. Me choca que tuviera pasta como para regalarla. A lo mejor estaba metido en algo feo.
—Eso he pensado yo también, aunque, por otra parte, de un hombre tan poco corriente puede esperarse cualquier cosa. Lo que dijo el fraile no va desencaminado, podía tener dinero guardado, y si era pobre por decisión propia…
Habíamos llegado a comisaría. Antes de dirigirme a mi despacho le dije a Garzón:
—Compruebe si tenemos algún dato policial con el nombre de la víctima. Yo voy a ver si le saco algo más al bueno de Anselmo.
—A sus órdenes, inspectora.
Como siempre que habíamos tenido algún escarceo a cuenta de la lucha de sexos, Garzón hacía notar que si me aguantaba era sólo por imperativo del cargo. Había sido una torpeza por mi parte provocarlo. Entré en el lavabo. Debía pensar un poco qué era lo que pretendía hacer con Anselmo. Ya que se mostraba sensible a la lágrima podía llorarle un poco más para ver si se guardaba algo en el tintero. Claro que, si era sensible de verdad, en su arrebato de sinceridad hubiera dicho todo lo que sabía. En fin, vería.
Para mi sorpresa, Anselmo no estaba donde lo dejé. Fui a buscar al policía que había recibido la orden de custodiarlo. Lo encontré frente al despacho de Coronas. Se adelantó, muy acelerado, antes de que me acercara a él.
—¡Inspectora, por fin ha llegado! El hombre aquel se marchó.
—¡Pero bueno!, ¿no le dije que lo vigilara?
—Sí, pero después de hablar con usted el comisario me hizo pasar a verlo un momento y luego, cuando entré en su despacho para decirle a ese hombre que esperara en el pasillo, ya no estaba. Lo busqué, pero se había escabullido.
—Es igual, no tiene demasiada importancia. Lo tenemos localizado.
En fin, a aquel tipo de cosas era a lo que la gente debe de referirse cuando habla de ineficacia policial. Nada grave, en el fondo, no tenía ganas de llorar ni pensaba que sirviera para mucho.
Llamé al inspector Sangüesa por el teléfono interno.
—¡Petra!, estoy encantado con el papelito que me diste para que lo desentrañara.
—¿Por qué?
—Estoy harto de complejas investigaciones económicas. Esto ha sido bastante más fácil. Es una simple ecuación de segundo grado.
—¿Ah, sí, y está bien resuelta?
—Lo está. Me hace gracia que no hayas sabido reconocer una simple ecuación de segundo grado.
—Pues ya ves.
—Las mujeres sois malas en matemáticas.
—No me toques las pelotas, Sangüesa.
Se echó a reír con enorme regocijo. Colgué. Había recibido mi propia medicina, y la verdad era que no tenía buen sabor. Quizá debía disculparme con Garzón, sin que se notara demasiado. En ese momento recordé que no le había preguntado cuál era la cuestión personal que intentó tratar conmigo. Lo haría aquella misma tarde sin falta, a lo mejor eso ya servía a modo de disculpa.
Bien, una ecuación de segundo grado que Tomás el Sabio le había regalado a su compañero de fatigas. Era lo que sabía hacer; si hubiera sabido componer poemas, el regalo hubiera resultado menos insólito. Pero la información de Sangüesa llegaba demasiado tarde, ahora ya conocíamos la titulación universitaria del muerto. Todo era extraño, hombres bien adaptados que pasan a la marginación y regalan un poco de sabiduría, vagabundos que no soportan ver llorar a una mujer. Quizá no nos encontrábamos en un mundo tan degenerado moralmente. Incluso podía pensarse que los vagabundos demostraban vivir con cierta libertad, con una elegancia básica que a nosotros nos faltaba.
Escribí el informe sobre los interrogatorios del día. Había comprobado que, si era regular proporcionando datos sobre nuestro trabajo, Coronas se mantenía aplacado y no me daba la tabarra. A medida que iba desgranando lo sucedido, viendo qué teníamos sobre aquel caso, me daba cuenta de que, hasta el presente, había sido todo enormemente lento y laborioso, y lo más llamativo: casi nunca habíamos formulado hipótesis. Normalmente era al revés, cada indicio que reuníamos daba lugar a un montón de posibilidades que teníamos que esforzarnos por no anticipar a las pruebas reales. Pero no aquí, en el caso de Tomás el Sabio acabábamos de determinar algo tan básico como su identidad, y sin que eso fuera muy prometedor. El asunto no olía a nada: ni drogas, ni pasiones… ninguna motivación tradicional. Sin embargo, no era tan inodoro como para quedarnos con la explicación inicial: unos skins quitan de en medio a un «sin techo» en un espontáneo acto de barbarie. Ni siquiera, a falta de sospechas, habíamos pensado en dar por buena aquella posibilidad. Había sido ejecutada con un método tan de manual que resultaba inverosímil.
Estaba cansada y la frustración empezaba a hacer mella en mí, de modo que cerré el ordenador y me dispuse a marcharme a casa. Antes, pasé por la mesa de Garzón cumpliendo con mi propósito amistoso, pero ya se había ido. Lo vería al día siguiente. En aquel momento sólo tenía la necesidad, cada vez más acuciante, de dormir. Apreté el acelerador.
Al salir del coche tuve la extraña impresión de que alguien me observaba. Miré a derecha e izquierda, pero mi calle estaba vacía. Sin embargo, mientras me acercaba a la puerta, volví a experimentar la misma sensación. Una íntima alegría me embargó. Mi psiquiatra loco hacía poco caso de las recomendaciones y quizá se disponía a salir de las sombras. Metí la llave en la cerradura y, en efecto, una mano se posó en mi hombro. Di media vuelta sonriendo al tiempo que un tremendo puñetazo me derribó. Dos individuos empezaron a darme patadas mientras intentaba cubrirme la cara. No podía levantarme ni responder, un alud de golpes se abatía sobre mí. Noté que me abandonaban las fuerzas, estaba mareada, pero procuré con el último aliento verles la cara. Era inútil, sólo pude descubrir dos siluetas vestidas con harapos, pelos largos, gorras en la cabeza. Me tumbé por completo en el suelo, me dejé ir. En ese momento noté que los golpes habían parado. Los dos individuos se alejaban. Con gran esfuerzo desenganché el bolso que llevaba en el hombro y saqué la pistola. Apunté como pude y disparé. Oí un grito. Los dos hombres corrían, uno de ellos cojeaba. Miré alrededor. No había nadie, estaba sola. Tenía un sabor cada vez más amargo en la boca, me costaba fijar la mirada. Pensé que iba a morirme allí, y me acometió la absurda idea de que era una pena, dos pasos más y podría haber muerto dentro de mi propia casa y no sola en la noche, como un perro sin dueño.