El subinspector Garzón, sentado a su mesa e inclinado sobre los papeles, me pareció la estatua votiva de alguna extraña religión.
—¡Buenos días, Fermín!, ¿cómo empieza la mañana?
—La mañana ha empezado hace rato, por desgracia.
—¡Vaya!, ¿tan tarde llego?, ¡no puede ser!, tendré que concienciarme un poco más.
—Celebro verla contenta, por lo menos me proporciona algo que celebrar.
—¿Ha pasado algo malo?
—Inspectora, queda muy mal que una policía pregunte algo así.
Mis niveles de euforia matutina no suelen admitir demasiados escollos, y el mal humor de mi subordinado estaba constituyendo un montículo excesivo. Torcí la boca para decir:
—¿Sabe una de las razones por las que he decidido mantenerme célibe de una vez por todas?
Garzón me miró con curiosidad y cierto aire de triunfo, creo que lo único que quería era hacerme saltar.
—Pues justamente para no aguantar la mala uva de nadie por las mañanas.
—Eso es fácil de decir, pero si usted llevara dos horas como las que yo llevo, comprendería que tengo motivos para tener malo el racimo entero.
—Adelante, enumere y acabemos de una vez.
—Si va a escucharme como un mero trámite…
—¡Qué va!, voy a ponerme en estado alfa sólo para escucharle, a insonorizar el despacho, a clausurar la puerta para que nadie pueda interrumpir, ¿quiere contarme qué le pasa o no?
—No, así no contaré nada.
Se reintegró a sus papeles con un mohín de enfado pueril. No merecía la pena mi voto de soltería; con Garzón al lado, era como si tuviera un marido, un padre y un abuelo, también un hijo de corta edad. Empleé toda la paciencia que requiere tratar con semejante elenco de parientes.
—Subinspector, ¿empezamos otra vez?
—Como quiera, por mí…
—¡Buenos días, Fermín!, ¿cómo está?, ¿cómo le han ido las dos últimas horas de servicio?
—Fatal, me han ido fatal. Me ha llamado el comisario para meternos prisas. Hay una periodista que sigue publicando un artículo diario sobre el ataque de los skins al pobre vagabundo y la incapacidad de la policía para cazarlos. Es la típica tía que, a falta de algo mejor, ha hincado el diente en la noticia y no piensa soltarla, pero al jefe no le gusta su insistencia. Dice que, o le enviamos un paquete bomba o le damos algún resultado que mascar. No me he atrevido a decirle lo que haría yo. Después me ha llamado esa ayudante de la Guardia Urbana que a usted le parece tan imprescindible y se ha pasado dos horas al teléfono para contarme lo que iba a enviarme por correo electrónico. Dos horas, de verdad, ¿es posible tanta verborrea? Habla más que un sacamuelas, un defecto muy femenino, por cierto. ¿Se ha fijado en esos grupos de mujeres que se reúnen para tomar café? Nunca he logrado entenderlo, pero el caso es que hablan todas a la vez, todas a un tiempo. Asombroso pero cierto, ¿verdad? Bueno, pues Yolanda, la políglota, me pasa una lista por correo electrónico, lo único que tenía que hacer sin tanta preparación, y esa dichosa lista consta al menos de cincuenta lugares donde se da asistencia social a marginados. ¡Cincuenta! ¿No iba a encargarse ella de hacer una selección?
—Vamos a ver, Garzón, las cosas que le incomodan son tantas y tan variadas que mejor las pone en el Muro de las Lamentaciones y Dios ya se apañará. De todo lo que me dice, en lo único que veo solución es en la lista de centros sociales.
—¿Ah, sí, y qué solución ve?
—Visitarlos uno por uno.
—¡Pues vaya solución, ésa la veía yo también!
—¡Por fin una coincidencia! Partamos de ella y pongámonos a trabajar.
—Hacemos una investigación a bulto, inspectora, y a estas alturas deberíamos estar ya siguiendo pruebas.
—Cierto, pero ¿qué coño quiere que hagamos si esas pruebas no han abierto ninguna vía lógica? Habrá que seguir, ¿no?, perseverar. Bueno, prepárese, dentro de un rato salimos. Voy a pasar por mi despacho.
La visita matinal a mi compañero había conseguido cansarme como si llevara diez horas trabajando. Si todos dejáramos el elemento emocional fuera de nuestra oficina, se ganaría mucho tiempo. Claro que era justamente el elemento emocional lo que me había llevado aquel día a comisaría de un excelente humor. Recordé la noche anterior y se me erizó la piel. No, el elemento emocional no era tan malo: podía servir como acicate y dinamizador de una larga jornada.
Me senté ante el ordenador y abrí mi correo, pero en ese momento entró un guardia.
—Inspectora. Resulta que hace un rato han traído algo para usted.
—Bueno, muy bien, ¿y dónde está?
—Es que… verá, yo, por discreción, lo he metido en el lavabo en espera de órdenes suyas.
Aquella mañana todo el mundo parecía estar especialmente espeso. El guardia remoloneaba sin atreverse a continuar.
—¡Por Dios, Domínguez!, ¿qué demonio de cosa me han traído que requiere tanta discreción, un cadáver o algo por el estilo?
—Preferiría que lo viera usted.
Resoplando como una búfala, lo seguí hasta el lavabo. Abrió la puerta y me mostró el envío indecoroso. ¡Dios, aquel muchacho llevaba toda la razón al usar el disimulo! Lo que yacía sobre la pileta era un inmenso ramo de rosas rojas adornadas con una cinta de colores. Noté que me ruborizaba.
—¡Carajo! —exclamé de corazón.
—Verá, inspectora, me pareció que era un envío personal, y como en comisaría se organiza tanto cachondeo y tanto comentario…
—Ha hecho usted muy bien ocultándolo aquí, Domínguez, muy bien. ¿Sabe qué vamos a hacer? ¿Tiene usted esposa?
—Novia.
—Pues se las lleva a su novia y en paz.
—¡Ah, no, ni hablar, si me ven salir con eso, el cachondeo me lo chupo yo!
—Entiendo. ¿Hay alguna iglesia por aquí?
—Bueno, está la catedral.
—Pues que se las lleven a la Virgen. Que vaya el policía que esté de servicio en la puerta. Si alguien pregunta, es una dádiva de la comisaría, que tenemos mucha devoción.
Asentía un poco sorprendido de ver mi desparpajo para mentir. Cogí la tarjeta que acompañaba las flores y lo vi salir con bastantes resquemores, convertido en un florero de uniforme. Volví a mi despacho a toda prisa. Ya imaginaba de quién era el envío, pero abrí el sobre con curiosidad.
«Querida Petra: Rosas apasionadas para una maravillosa mujer. Alguna noche dormiré en tu casa, ya lo verás. Tuyo: Ricard.»
¡Aquello era el colmo! ¿Qué pensaba aquel pirado que era una comisaría, algo parecido a un meublé? ¡Ni al demonio se le hubiera ocurrido hacer algo así, mandarme rosas a mi despacho! El guardia había reaccionado con prontitud y más sentido común del que nunca le hubiera atribuido, pero aun así, no podía saber cuánta gente había visto aquel infamante ramo. Lo que menos me importaba eran los comentarios que pudieran hacer mis compañeros inspectores, pero se me ponía la carne de gallina sólo de pensar en la posibilidad de que hubiera visto las flores Garzón, ¡el propio Coronas! ¡Imaginaba las ironías que un hecho semejante me hubiera reportado, las pullas sangrantes del subinspector! Tenía dos maneras de tomarme aquel presente inoportuno: o bien Ricard lo había mandado como una auténtica provocación para ver hasta dónde podía llegar conmigo, o ni siquiera se había planteado la inconveniencia de su idea. Si se trataba del primer caso, el tipo era un auténtico cabrón; si me inclinaba por el segundo, tampoco salía muy bien parado. Un inconsciente que obra sin meditar resulta un peligro difícil de ser controlado. Di varias vueltecitas por la habitación intentando aclarar los conceptos. Debía andarme con ojo, lo que menos me interesaba en el mundo era que algún amago de complicación amenazara mi vida, y Ricard Crespo lo era. Un hombre a quien una colaboradora del trabajo calificaba como «muy especial» no era fiable en absoluto, demasiado impulsivo, demasiado seguro de sí mismo. Además, se hallaba relacionado con un caso, aunque lejanamente, y eso sí era como sentarse sobre un polvorín. «Algún día dormiré en tu casa, ya lo verás», ¡vaya rostro!, y sobre todo, ¡menuda arrogancia! Sí, podía estar seguro de que iba a dormir en mi casa, tumbado sobre el felpudo de la entrada, quizá. No me quedaba más remedio que abortar aquella relación incipiente. ¡Bah, para una vez que encontraba un hombre interesante…! Porque interesante lo era, y hacer el amor con él había estado mejor que bien, pero ya lo decían todas mis amigas, era un clamor general: los hombres son un desastre en los últimos tiempos. El que no liga para quitarse las frustraciones necesita hacer públicas sus conquistas o quiere que le hagas de madre, o hacer él de padre… no, el hombre buen compañero sentimental ha quedado como un recuerdo de épocas pasadas.
Cogí el teléfono para llamarle. Una pena, porque, al fin y al cabo, que te califiquen de «mujer maravillosa» no es algo que suceda todos los días. Sólo con que hubiera enviado aquellas rosas a mi casa en vez de a comisaría… Pero ¿qué estaba diciendo?, ¿desde cuándo homenajes tan decadentes como las rosas rojas conseguían emocionarme? Considero los envíos galantes una práctica anticuada, y si son rosas rojas, ya es el colmo. Prefiero que me manden doscientos gramos de jamón.
—Hospital Clínico, dígame.
—¿Puede ponerme con el doctor Ricard Crespo, por favor? Soy la inspectora Petra Delicado.
Esperé mirando la puerta con nerviosismo. Ya sólo me faltaba que Garzón me pillara in fraganti en medio de una ruptura amorosa. La voz de Ricard sonó vibrante al otro lado del hilo.
—¡Petra, qué alegría!, ¿cómo estás?
—Un poco sorprendida por tu envío.
—¡Bah, no tiene importancia!
—Tiene más de la que piensas, Ricard.
—En ese caso te mandaré un ramo todos los días.
—¿Puedes dejar que termine?
—Adelante, querida, te escucho.
—Pero ¿no te das cuenta? ¡No puedes enviarme flores a comisaría como si se tratara de un lugar normal y corriente.
—¿Por qué?
—Porque no lo es. Soy policía, por si no lo recuerdas, y éste es un trabajo muy serio, y muy especial.
—Una consulta de psiquiatría lo es también. No veo la relación.
—¡Justamente!, ¿qué te parecería si yo te enviara… no sé, unos calzoncillos a tu trabajo?
—Bien, me parecería bien; incluso podría parecerme un detalle muy íntimo y muy delicado. ¿Lo has hecho?
—¿Cómo? Oye, Ricard, aprecio tu sentido del humor, pero te aseguro que no estoy de broma. Que alguien intente banalizar mi faceta profesional mezclándola con la personal me suena a falta de respeto.
—Eso es una interpretación tuya.
—Lo es.
—Se supone que quien debe interpretar lo que hay detrás de las acciones normales soy yo, y ¿sabes qué interpreto?, pues que te dejas guiar por lugares comunes y etiquetas absurdas sin dar opción a pensar en lo más sencillo, que es: no lo había pensado, no se me ocurrió que una comisaría fuera un sitio tan… oficial.
—No hay nada más oficial que una comisaría.
—Está bien, está bien, ha sido un fallo, eso es todo. ¿Sabes qué haré para que me perdones? Invitarte a cenar esta noche.
—¡Ah, no, imposible!
—¿Por qué es imposible?
—Estaré de servicio hasta muy tarde, con mi compañero, el subinspector Garzón.
—Bueno, pues mañana.
El propio Garzón asomó la cabeza por la puerta. Me puse en guardia inmediata.
—Oye, tengo que colgar.
—Te llamaré después.
—No, no me llames, ya te llamaré yo.
No tuvo tiempo de decir nada más. La cara de mi subordinado estaba avinagrada como una ensalada de verano.
—Inspectora, si no nos vamos inmediatamente, no me hago responsable de mis actos.
—¿Qué pasa?
—La tal Yolanda está en mi despacho, y en vez de guardia urbana parece guardia forestal.
—¿Por qué?
—Por lo mucho que se va por las ramas.
—Si tiene usted humor para hacer chistecitos, nada es tan grave.
—Vámonos ya, Petra, por Dios, que esta chica me va a volver loco. Yo tengo más años que ella, ¿no?, y por tanto más experiencia acumulada. Pues bueno, es ella quien lleva dos horas contándome los casos que han resuelto en su departamento. ¡Hasta una vez que rescataron un perro en una riada me ha contado!
—Bueno, eso está bien, puede usted tomar ejemplo si se halla en la misma situación.
—Muy graciosa. ¿Nos vamos?
—Vámonos.
Me puse la gabardina y salí sin mirar atrás. Deseaba trabajar con el suficiente ahínco como para no recordar nada de lo que acababa de suceder.
Era cierto que a Yolanda le gustaba hablar, pero a mí no me importaba, incluso debo decir que era tranquilizador oír su voz joven y alegre. Probablemente los silencios que se originaron mientras visitábamos los centros sociales hubieran sido difíciles de soportar para mí. La visión de aquellos comedores llenos de gente sin futuro, de los destartalados dormitorios donde se alojaban mendigos e inmigrantes, tenía para nosotros una dimensión más trágica que para la voluntariosa guardia. Creo que, desde nuestra edad, veíamos algo de nosotros mismos en aquellas sobrecogedoras salas. Nadie cumple los cuarenta años indemne, en todo hombre o mujer que lleva media vida a la espalda surge la duda angustiosa: «Podría haberme sucedido a mí»; había algo propio en el fracaso de aquellos marginados, algo que compartíamos: los sueños que se han volatilizado, las frustraciones acumuladas, la indiferencia que va segregando nuestra mente para poder seguir viviendo sin un excesivo dolor.
Las casas de acogida del ayuntamiento contaban con un personal entusiasta y amable que nos recibió bien, pero la labor era muy complicada. Enseñar la fotografía del hombre muerto al personal empleado no resultaba suficiente, había que mostrarla también a todos los que paraban en el albergue, e interrogar a aquellos tipos era de verdad desalentador. Los que yo entrevisté me miraban con gesto ausente, como si no comprendieran mis preguntas, como si contestar o no hacerlo fuera lo mismo en realidad. Nadie solía preguntarles nada, su opinión o sus vivencias no tenían habitualmente ningún interés. No estaban acostumbrados a que sus conversaciones contaran para alguien. Vivían en otro planeta, hablaban otro lenguaje, no estábamos en el mismo plano de la realidad.
Yo sentía vergüenza al acercarme a ellos, la misma culpabilidad que puede experimentar un turista sensible de visita en el Tercer Mundo. No había sábanas en las camas, sólo mantas que parecían pertenecer al ejército. Junto a cada persona acogida, yacían sus pertenencias. Una de las encargadas nos contó que ninguno de aquellos hombres quería separarse de lo suyo.
—En esos bultos llevan todo lo que tienen en el mundo. Es inútil pretender que lo dejen en armarios o en un rincón. Quieren controlarlo todo el tiempo. Y no les faltan razones. Se roban entre ellos, naturalmente, porque ya me dirán ustedes quién más se va a interesar por esos pingos.
Me vino a la mente la imagen de todos los indigentes callejeros que había visto y, en efecto, a su lado siempre había una profusión de carritos, cajas o bolsas. «Por muy pobre que uno sea —pensé—, siempre hay algo que atesorar.»
En aquellas visitas comprobamos que, de entre los más desfavorecidos, los homeless eran el último estadio de la clasificación. En los jóvenes inmigrantes sin papeles palpitaba una esperanza de trabajo, de aceptación social, pero los viejos mendigos alcoholizados no parecían aspirar a nada, eran el final de la saga ciudadana e incluso daba la impresión, por lo que contaban las trabajadoras sociales, de que despreciaban la caridad.
—Si los echas a la calle, les da igual, encontrarán otro sitio. Y si les ofreces hacerles algún papeleo para que sean acogidos en un centro permanente te dicen que no. No quieren saber nada de compromisos.
—Son como príncipes orgullosos —solté.
La chica me miró con indiferencia.
—Algo así.
Ese comentario me valió, por supuesto, las ironías de mi compañero.
—¿Ya empezamos con sus historias místicas, inspectora?
—Las historias de hombres sin piedad las dejo para usted.
La pobre Yolanda no entendía muy bien aquel cruce de sables entre Garzón y yo, pero como era prudente, se quedó callada. Mejor, hubiera sido difícil explicarle que aquélla era una manera como otra de entenderse.
Tras seis horas de trabajo, el fantasma continuaba siéndolo, y cada vez con más niebla alrededor. En nuestra lista había nombres tachados, pero quedaban muchos más.
—Y eso que sólo hemos ido a los lugares oficiales, luego vienen los privados, ya verán.
—Oiga, Yolanda, ¿usted está aquí para animarnos?
—No se preocupe, subinspector, acabaremos con todos, y además, tengo la intuición de que esta vez daremos en el blanco, ya verán. ¿Ustedes nunca trabajan siguiendo una intuición?
—Sí, yo he intuido que…
Mi conocimiento intuitivo de Garzón me hizo interrumpirlo inmediatamente.
—Bien, en cualquier caso, es muy tarde ya, será mejor que continuemos mañana.
—Perfecto, he quedado con mi novio cerca de aquí. Me imaginé que éste sería el último sitio que visitaríamos. ¿Ve, inspectora, cómo ya me estoy acostumbrando a trabajar con usted?
—Sí, Yolanda, lo hace muy bien.
—¿Le he contado a qué se dedica mi novio, subinspector? Mañana se lo cuento, le gustará.
—Sí, seguro que me encanta —rezongó Garzón por lo bajo.
La vimos alejarse ligera como un soplo de aire. Me volví hacia mi compañero sabiendo lo que venía a continuación. No me equivoqué.
—¿Ha visto?, ¡me pone la cabeza como un bombo!, y se guarda las palizas para soltármelas a mí solo, a usted la respeta. ¿Por qué demonio quiere contarme a qué se dedica su novio?, dígame.
—Debe de recordarle usted a su padre.
—¡A su abuela debo de recordarle, lo que me faltaba por oír! Sáquela de la investigación, inspectora, no hace ninguna falta.
—Nos lleva a los centros sin dudar, domina la información municipal y también la ciudad como no lo hacemos ni usted ni yo.
—¡Sí, es como una niña exploradora!
—Piense que es una sherpa del Himalaya, si le gusta más, pero mientras tengamos que patearnos Barcelona, se quedará con nosotros.
Saqué mi teléfono móvil, que había mantenido desconectado todo el tiempo, y comprobé si había algún mensaje. En efecto, la desconexión no había sido una precaución excesiva. Tenía siete mensajes y todos provenían del número de Ricard. El tema de todos ellos no era variado: insistía en que saliéramos a cenar aquella misma noche. Volví a desactivarlo y, siguiendo un plan de rigurosa prudencia, le dije a Garzón:
—Para que deje de protestar todo el tiempo, le invito a cenar.
Se quedó descolocado, miró su reloj, me miró a mí, titubeó levemente al hablar:
—¿Ahora?
—Pues claro, no dejes para mañana lo que puedas cenar hoy. ¿Tiene algún compromiso?
—¿Compromiso?, no, no, pensaba que pasan por televisión un partido de fútbol que…
—¡No me lo puedo creer! Antes, si alguna vez le proponía cenar, aceptaba usted encantado sin dejarme siquiera terminar, y ahora prefiere el maldito fútbol a…
—¡Es usted quien no me deja terminar nunca lo que voy a decir! Iba a decir que hacen un partido interesante, pero que me apetece mucho más cenar con usted.
—No, si por mí no se preocupe, me voy a cenar sola y en paz.
—Petra, no insista, que parecemos amantes.
—Parecemos un matrimonio, lo cual es mucho peor.
—Por eso, vamos a cenar de una vez por todas. Además, soy yo quien la invita.
Debería haberme sentido culpable, porque en realidad estaba utilizando a Garzón. No quería volver a casa y tener que enfrentarme a un alud de llamadas de Ricard, y no me apetecía cenar sola en un restaurante. Pero para eso está la amistad, para que el otro se sacrifique por ti sin que sepa siquiera cuál es la razón.
Fuimos a un sitio muy exclusivo de cocina francesa. El discreto complejo de culpa que flotaba sobre mí me obligó a elevar la categoría del lugar. Como era previsible, el subinspector olvidó su frustración futbolística en cuanto se encontró frente a una mesa pertrechada de buenas viandas. Su adaptabilidad gastronómica era envidiable, se convertía en un discreto rumiante frente a un plato de ensalada y pasaba a ser un fiero depredador cuando se encaraba a un buen asado de carne. En realidad, debería haberlo invitado constantemente a cenar, porque verlo comer resultaba un espectáculo gratificante. Cuando salió del primer paroxismo de placer que siempre le producían los alimentos, me miró con curiosidad, como si me descubriera en su mesa de pronto:
—¿Celebramos algo, inspectora?
—No necesariamente, pero si usted tiene alguna idea…
—En este momento le aseguro que no tengo el cuerpo para celebraciones.
—¿Puedo preguntar por qué?
Me echó miradas dignas de un agente secreto, rebañó el plato a conciencia y pegó varios suspiros antes de empezar a hablar.
—No se lo hubiera contado de no ser por esta comida, pero el caso es que viene mi hijo a pasar unos días desde Nueva York.
—¡Ah, estupendo, qué bien!
—Viene con su pareja, a quien yo no conozco.
—Tanto mejor, una buena ocasión para conocerla.
Fijó la vista en la servilleta y empezó a hacerle dobleces cuidadosos, luego la dejó bruscamente a un lado y exclamó:
—Petra, la pareja es un hombre. Mi hijo es gay.
Ahora me miraba a mí esperando una reacción que se equiparara a la magnitud de su confidencia.
—Supongo que eso es algo que usted ya sabía.
—¿Yo?, ¡qué voy a saber! Estudió Medicina aquí con toda normalidad, luego se doctoró en Estados Unidos y allí se quedó. Ninguna de las veces que nos hemos visto se planteó jamás el tema familiar. Cierto que no se casaba, pero yo tomé eso como lo más natural. Supuse que en nueva York la gente ya no hace esas cosas anticuadas. Bueno, pues me equivoqué. La gente en Nueva York sí se casa, todos menos los que son gays.
La conversación tomaba un giro imprevisto que me intranquilizó. ¿Qué esperaba el subinspector de mí, una de esas charlas reconfortantes sobre la normalidad de cualquier opción sexual? Aquel hombre tenía la virtud de implicarme en su vida, y siempre representando papeles absurdos que nada tenían que ver con mi personalidad. Pero estaba atrapada, así que me lancé, dispuesta a convertirme en la reina del terapéutico lugar común.
—¿Eso supone un problema para usted?, porque ha de saber que hoy en día ya no lo es para nadie.
—He llegado a la conclusión de que no se pueden escalar todas las cumbres, Petra.
—¿Qué quiere decir?
—Asumí en su día que la profesión de policía ya no es sagrada, que en esta época moderna debo cargar con un puto teléfono móvil y hacer mis informes en ordenador. He aceptado incluso, y usted me perdonará que ponga tanto énfasis, la igualdad absoluta de la mujer. Pero que mi hijo viva con un tío ya es demasiado para mí. Renuncio a comprender.
—Muy bien, acepte sin comprender, no es estrictamente necesario.
—De eso, nada. Mi hijo quiere que los aloje en mi casa mientras estén aquí.
Mis propósitos de ser correcta y morigerada me abandonaron de pronto.
—¡Coño, Garzón!, no va usted a ser tan bestia de ponerlos de patas en la calle…
—No, de eso no soy capaz. Al fin y al cabo, se trata de mi hijo. Lo que voy a hacer es largarme yo.
—¿Largarse, adónde?
—No sé, a una pensión. Les diré que les cedo mi apartamento porque es demasiado pequeño para los tres, y en paz.
—Se lo tomarán a mal, Fermín.
—No, cenaré con ellos algunas noches, los llevaré a visitar la ciudad, pero compartir el mismo techo, ni pensarlo.
—¡Pero es un prejuicio ridículo!
—No lo crea, inspectora. Ya ve que estoy dispuesto a recibirlos, a no organizar ninguna escena ni a mostrarme enfadado. Mi hijo es gay, de acuerdo, no haré comentarios. Pero una cosa es saberlo y otra verlo salir en pijama de la habitación con un tipo, saludarlos por la mañana mientras comparten desayuno charlando de sus cosas, captar que se miran como se miran las parejas y que incluso… me cuesta hasta decirlo, que incluso se dan un besito creyendo que yo estoy distraído.
Me acometieron unas terribles ganas de reír que mantuve bien controladas bajo un gesto neutro. En realidad, lo comprendía, comprendía lo que estaba diciendo, e incluso su discurso, exceptuado lo del besito, me movía a una cierta piedad. Garzón intentaba capear la situación sin comprometer en exceso la idea que de la dignidad propia tenía.
—No haga una tragedia de esto, Fermín.
—Es lo que estoy intentando. Cuando mi hijo me lo anunció por teléfono como si fuera la cosa más natural, así me lo tomé. Y le aseguro que me costó. Él decía todo el rato «mi pareja» y cuando, curioso, le pregunté cómo se llamaba su pareja y me contestó «Alfred», me quedé de una pieza, inspectora. Ya me dirá usted si son maneras de dar una noticia semejante. No se va por el mundo diciendo a los padres que vivimos con «Alfred» como si nada ocurriera.
—A veces el respeto genera miedos y después cada vez es más difícil decirlo. Pero ha encontrado la manera de hacerlo, aunque tarde. Ya verá, cuando esté aquí se lo explicará mejor. Tampoco el teléfono es un buen método para ese tipo de conversaciones.
—En fin, el caso es que viene con ese… americano, y yo me voy.
—¿Dónde se alojará?
—Volveré a mi antigua pensión. Me fastidia muchísimo porque ya estoy hecho a mi intimidad, y una pensión es deprimente. Además está lo económico, la visita me va a salir por una pasta. Tendré que pedirle un adelanto a Coronas: entre el alquiler, la pensión y las veces que los invite por ahí…
—¿Cuántos días se quedarán?
—Una semana.
Tomé mi copa en la mano, contemplé el vino rojo, irisado, consolador. Lo sentí fluir por mis venas con alegre suavidad. El vino es la única bebida que potencia la sensación de amistad, de cobijo, de pertenencia a la misma banda, la misma raza, el mismo corazón. Los alcoholes más fuertes degeneran en sensaciones abruptas. El vino, no, el vino acompasa las almas, las une.
—¿Por qué no se queda en mi casa, Garzón?
Levantó sus ojos de pan recién hecho hacia mí. En sólo un instante pude ver su sorpresa, su alegría, su gratitud.
—No puedo, inspectora, pero se lo agradezco, de verdad.
—¿No puede?, ¿por qué?
—Porque no es correcto, ni tampoco indicado. Usted es mi superior y, encima, una mujer.
—¿Piensa saltar sobre mí con propósitos lúbricos en cuanto me ponga el camisón?
—¡Qué cosas dice, inspectora, por Dios!
—Entonces no veo el motivo para que no acepte. Ahorrará dinero, estará tranquilo y quedará bien delante de su hijo. Dígale que se viene conmigo para trabajar en un caso con más intensidad y concentración.
—Pero usted es muy independiente, la incomodaré.
—Se trata sólo de una semana. Mi casa es un dúplex, como sabe muy bien. Abajo tiene una habitación y un baño para invitados, y yo duermo arriba. Ni siquiera notaré que está usted por allí.
—Pero es que yo…
—¡Basta, no se lo voy a rogar de rodillas!
—Está bien, inspectora, de acuerdo, iré. Pero si cambia de parecer sepa que…
Me esforcé por minimizar su complicado sentido de la cortesía. En fin, ya estaba hecho, algunos acuden a los países pobres como voluntarios de una ONG durante las campañas de vacunación, y yo alojaría una semana a mi subordinado. Algo hay que hacer por el mundo, ahora que las ballenas están en peligro de extinción. Cuando nos despedimos me plantó dos besos que resonaron en toda Barcelona. Esperé que no fuera una de sus costumbres cotidianas antes de irse a dormir.
Aparqué el coche frente a mi casa. Hacía una noche húmeda y negra. Poblenou estaba desierto. Caminé hacia la puerta sintiendo frío y ganas de llegar. Metí el llavín en la cerradura y noté que una mano se me posaba en el hombro. Hice sin dudar la maniobra que aprendí para estos casos: saqué la pistola del bolso, me volví, empujé al hombre que había en la sombra contra la pared y le planté el cañón en el pecho, atenazándolo con mi peso. Los ojos de asombro de Ricard Crespo brillaron en la oscuridad.
—¡Petra!, ¿qué haces?
El corazón me saltaba en el pecho, respiraba con dificultad.
—Pero, Petra, te he estado esperando. Sólo quería darte una sorpresa.
Me volví de espaldas sin decir una palabra. Abrí la puerta, lo invité a entrar con la cabeza. Encendí la luz, me quité el abrigo y lancé el bolso sobre un sofá.
—Vamos a ver, Ricard, de una vez por todas, entérate. No se le dan este tipo de sorpresas a un policía, ni tampoco se le mandan flores a un policía. Un policía no es una persona normal, ¿comprendes? Lo parece pero no lo es. ¿Me has entendido?
—Sí —dijo muy serio.
Giró sobre sus talones y se dispuso a salir. Me acerqué hacia él, le tomé por el brazo:
—No te vayas, perdona. Lo siento. Me he asustado, eso es todo. Una reacción normal por otra parte, ¿o es que yo no puedo asustarme?
—Acabas de decir que un policía no es una persona normal.
—Bueno, cuando se trata de miedo sí es normal. No te marches, me alegro de verte, en serio.
—Tienes una manera rara de demostrarlo.
—Tengo otra mejor.
Me acerqué a él y lo besé en la boca. Me pareció que olía bien, a medicinas y tabaco, a hombre, a piel, a pasión. Nos derrumbamos sobre el sofá y empezó a susurrarme desesperadamente:
—Petra, no podía dejar de verte, te necesitaba, te quería a mi lado, verte, tocarte, olerte, no podía más…
El aliento de sus palabras me enloqueció y, por segunda vez en la noche, lo atenacé con el peso de mi cuerpo. Luego nos levantamos y tiré de él hacia la escalera, que fuimos subiendo peldaño a peldaño mientras nos sorbíamos el alma mutuamente. La cama se convirtió en el lugar más urgente del mundo. Nos arrancamos la ropa como si quemara. Ni un momento más, ni un momento más sin él, era mi único pensamiento. El momento fue corto, y lo recibí por fin dentro de mí como se recibe la esperada lluvia.
A las cinco de la madrugada, después de haber luchado y dormido y luchado otra vez, me preguntó en voz baja:
—¿Me quedo o me voy?
Sólo la maldita voluntad de permanecer fiel a mis principios me hizo pedirle que se fuera. No se enfadó. Lo vi vestirse en la penumbra. Hizo un ademán de despedida con la mano y dijo sonriendo:
—Adiós, policía.
A la mañana siguiente, Garzón me miró con curiosidad cuando le dije que tenía sueño. No consideraba que nuestra cena del día anterior fuera motivo suficiente para que desde primera hora me hinchara a café intentando despejarme. Cuando llegó Yolanda ya había tomado cuatro tazas. La observé con añoranza. Estaba fresca y rutilante como si acabara de nacer. Pensé que quizá también ella había pasado una noche de amor con aquel novio del que hablaba, pero sin duda su edad la hacía recomponerse sin problemas. Me pregunté si era acertado por mi parte tener un amante a salto de mata, si no me correspondía más una amistad amorosa bien reglamentada o incluso la castidad absoluta. Pero no era yo quien había insuflado tanta pasión y urgencia en aquella relación. Ricard no parecía un tipo moderado y susceptible de controles. El pequeño caos que arrastraba tras de sí me impedía tener una seria conversación sobre cómo y a partir de qué organizar nuestros encuentros. Ese pensamiento me asustó, porque no me gusta jugar a juegos cuyas reglas no he pactado antes. Con un esfuerzo arrastré el santo del cielo a la tierra, porque era semiconsciente de que Yolanda hacía un rato que me estaba hablando. No tenía ni idea de lo que había dicho, y parecía importante, porque de vez en cuando leía fragmentos de un papel que llevaba en la mano. Bien dicen que los asuntos de amor impiden a los guerreros concentrarse en la guerra. Eso mismo le pasó a Marco Antonio, que, encima, no era un simple policía, sino un general romano. Intenté reconducir mi despiste con disimulo.
—Bien, perfecto, será mejor que me haga un resumen de por dónde empezamos.
—Por donde usted diga, los comedores municipales nos quedan más cerca. Luego, si quiere, empezamos por Cáritas.
—Adelante, allá vamos.
No creo que el fingido entusiasmo que mostré lograra convencer a mi menguado equipo, pero al menos lo puso en movimiento. Nuestra activa guardia urbana se encargó de ponerle voz al trayecto. Hablaba sin parar sobre los problemas policiales que presentaba cada una de las zonas por las que pasábamos. A mí su charla me venía bien, podía pensar en mis cosas, revivir los momentos más fogosos de la noche anterior, pero noté cómo Garzón resoplaba discretamente. Peor para él, ahora que le había prometido alojarlo en mi casa lo tenía en mis manos, no creí que me diera la lata con sus protestas.
De nuevo se inició aquella rueda infernal de lugares desoladores. Recorrimos dos comedores de beneficencia sin ningún resultado, pero cuando estábamos en el tercero algo ocurrió. Era ya la hora en que servían el almuerzo, de modo que las mesas estaban preparadas y los hombres y mujeres empezaban a entrar. Yo miraba con una rara sensación las mesas sin manteles, las jarras metálicas de agua, cada una de un color, los trozos de pan dentro de las paneras. Olía a sopa y a café. Era un olor antiguo que recordaba de mi juventud en el colegio. Los nuevos tiempos no habían entrado allí. Garzón y Yolanda comenzaron a mostrar las fotos a los comensales y yo hablaba por cortesía con la trabajadora social que estaba al mando. De pronto, el subinspector se acercó a mí con la cara iluminada por la novedad.
—Inspectora, venga un momento, por favor. Allí hay un hombre que dice reconocer nuestra fotografía.
La trabajadora social preguntó quién era y Garzón señaló a un hombrecillo mayor que nos miraba sonriendo. La mujer torció el gesto.
—¡Huy, Anselmo! Es un habitual. Bebe como un cosaco y está como una cabra. No sé yo si será de fiar lo que les diga. En cualquier caso, no lo interroguen aquí, por favor. Pasen a mi despacho.
Anselmo nos presentó una objeción razonable.
—Pero es que ahora voy a comer. Si hablo con ustedes, me pierdo la comida. Además, no quiero ir al despacho de la directora. Ahí sólo se entra para que te echen broncas.
—¿Y si lo invitamos a comer en un bar?
—¿Con cerveza y carajillo de postre?
—Desde luego.
—Eso ya es otro cantar.
Al levantarse lo miré detenidamente. Era enjuto, menudo, vestido con un cascado anorak, pantalones de pana y zapatillas deportivas. Tenía unos ojillos pícaros y sonrientes, orejas largas y tiesas. Parecía un pequeño y listo ratón de experimento científico de los que siempre encuentran la salida del laberinto. Lo llevamos a un bar cercano donde servían comidas. Creí que era importante que se sintiera relajado y en plena confianza antes de empezar a preguntarle. Pidió el menú. Pensé que, como en las viejas historias de pobres, se lanzaría sobre la comida hasta devorarla por completo, pero sólo picoteaba un poco sobre el plato dejándolo casi intacto con la clásica inapetencia de los alcohólicos. El comportamiento con respecto a la cerveza era, sin embargo, diferente. Vació el primer vaso de un único trago y su cara cambió, adquiriendo un brillo de vida. Paladeó con su boca sin dientes:
—¡Ah, qué buena! En esos comedores del demonio sólo te dan agua para beber. ¿Dónde se ha visto? Un hombre necesita un poco de gasolina, sobre todo en invierno. Luego, claro, sales de allí y te apetece echarte algo al cuerpo. Pero si a mí me dieran un vasito de vino o una cervecita con la comida ya no necesitaría ni una gota en todo el día. ¿Puedo tomarme otra?
Asentí, pero me di cuenta de que si su metabolismo era el de un alcohólico, se emborracharía con poco que bebiera. Debíamos interrogarle deprisa.
—Oiga, Anselmo, ¿cómo se llama el hombre de la foto, quién era, dónde vivía?, cuéntenoslo todo sobre él, todo lo que sepa, hasta los detalles pequeños.
—Es Tomás el Sabio, ¡pobre!, yo ya me imaginaba que estaba muerto porque hacía días que no lo veía, pero que lo hayan matado me parece mal, ¿comprenden?, porque yo soy un hombre de orden.
—¿Tomás el Sabio?
—Le llamaban así porque era un sabio, un hombre muy instruido que sabía hacer problemas y cuentas, y hasta latín sabía.
—¿Dónde vivía?
—Aquí y allá.
—¿Dónde lo veía usted?
—Pues parábamos juntos en un sitio, pero ya no me acuerdo dónde.
—¿Cómo que no se acuerda?, ¿no paran más o menos siempre en el mismo lugar?
—Sí, parábamos siempre por un descampado de la Sagrera. Oiga, esa cerveza no llega.
La reclamamos al camarero. Observé cómo a aquel pobre hombre le temblaban las manos. Se lanzó sobre el segundo vaso como si fuera su salvación. Tomó impulso para seguir hablando.
—Yo, lo único que le pido a la vida, quiero decir, si alguien me dijera: «Pide lo que quieras», pues pediría tener un barco cargado de arroz.
Nos miramos los tres con la incomprensión pintada en el rostro. Garzón me hizo un pequeño gesto con los ojos para que le dejara intervenir.
—Vamos a ver, Anselmo, estábamos con Tomás el Sabio, que al pobre lo han matado. Tienes que ayudarnos para que descubramos quién ha sido y para eso nos tienes que contar todo, todo sobre él.
—Pues Tomás el Sabio me hizo un regalo. Era un hombre al que le gustaban los regalos. Y también me invitaba a una cerveza de vez en cuando.
—¿Manejaba dinero?
—Tenía botas nuevas, pero me decía que a él el dinero le daba igual porque el dinero no da la felicidad. Mi madre, aunque ustedes no lo crean, sabía jugar muy bien a los bolos, y siempre jugaba en una bolera de Barcelona que era muy elegante, y llegó a ser campeona de Francia. No de España, ¡de Francia!
Nos miraba con orgullo, un dedo elevado en el aire, los ojos vivos y burlones.
—Tomás, háblanos de Tomás.
—Tomás era un sabio como un rey que se llamaba Alfonso X el Sabio, y un día le querían robar las botas y dijo: «Déjalos, que no saben lo que se hacen.» Y eso también lo dijo Jesucristo. Yo un día a Jesucristo lo vi con mis propios ojos, iba vestido de amarillo y tenía el pelo con rizos y yo…
No era posible que se hubiera emborrachado tan pronto. Aquel estilo inconexo y delirante debía de ser su manera habitual de expresarse. Garzón intentó centrarlo de nuevo.
—¿Se veía Tomás con alguien, con hombres que fueran a buscarlo?
—Un amigo mío se construyó un cuarto de baño para él solo y le puso unos grifos con forma de serpientes.
Se alejaba cada vez más de nuestro objetivo, parecía perdido por completo en un discurso progresivamente alucinatorio. Pensé que si quizá le seguía la corriente durante un rato, llegaría a empalmar con lo que nos interesaba.
—¡Ah, qué interesante!, ¿un amigo que sabe construir cosas tan difíciles?
—Les voy a enseñar el regalo que Tomás el Sabio me hizo. Lo tengo aquí.
Nos quedamos quietos, con el aliento contenido, mientras el viejo rebuscaba en una mochila. Empezó a sacar pequeños objetos absurdos que colocaba sobre la mesa: una concha marina, un acerico, botones de colores… Creí que, una vez más, perdíamos el tiempo, pero de pronto esgrimió en la mano un papelito doblado que, por su aspecto, debía de llevar mucho tiempo dando vueltas por aquel bolso. Lo abrió cuidadosamente y me lo tendió. Escrita a mano se veía una operación matemática, quizá una ecuación, que mis escasos conocimientos de la materia me impedían identificar.
—Miren qué precioso. Estas cosas sabía hacer Tomás, y un día me dijo: «Esto es un poco de sabiduría que te regalo, porque en el mundo saber es lo más importante.» ¿Eh, qué les parece?
No sabía qué pensar. Eran sin duda los números de una persona culta. Miré a Garzón. El subinspector cogió al hombre por el brazo.
—Oye, Anselmo, ahora nos vas a guiar a donde vivía Tomás. Te llevamos en coche, ¿de acuerdo?
—¿Y qué me darán, un barco lleno de arroz?
—Otra cerveza, te daremos otra cerveza, y tú nos dejas un tiempo este papelito, sólo prestado.
—Bien, yo sé hacer un trato, y cuando alguien me dice «¿cómo estás?», yo nunca miento, y si estoy ese día mal, pues lo digo también. Digo: «Estoy mal, gracias, pero mañana estaré mejor.» Soy un hombre de palabra. Y quiero que me acompañe a casa esta chica, porque esta chica es como una hija preciosa de esas que la gente tiene y pone en fotografías en su casa.
Señalaba a Yolanda, y luego la cogió de un brazo, aparentemente con bastante fuerza. La miré por si se sentía incómoda o asustada, pero vi que sabía controlar muy bien la situación, se notaba que tenía cierta experiencia en tratar con mendigos. Le dio al hombre unos golpecitos cariñosos en la mano.
—¡Pues claro que te acompaño, como si fuera tu hija de verdad, y hasta puedes ponerme en una foto si quieres!
Fui a pagar a la barra, y le pedí a Garzón que me acompañara para cambiar impresiones.
—¿Qué le parece este tío?
—¡Joder, inspectora, está como un choto! Ya me dirá de qué manera vamos a saber qué hay de verdad en todo ese galimatías de palabras.
—Sí, pero entre todo lo que dice da la impresión de que hay cosas ciertas.
—Puede que sí y puede que no.
—¿Y el papel, qué le parece el papel? Yo diría que es una operación matemática de verdad, pero no estoy segura.
—Habrá alguien en comisaría que lo sepa. De todas maneras, ¿a qué conclusión nos lleva eso?
—Podemos deducir que Tomás el Sabio sabía matemáticas.
—Una deducción de escaso interés. ¿Quién es Tomás el Sabio?
—Tomás no es un nombre demasiado corriente. Habría que volver a pasar por todos los centros de salud y todos los centros sociales, incluyendo los comedores, buscando a todos los individuos que se llamen Tomás.
El subinspector puso los ojos en blanco, hizo como si tragara saliva con mucha ostentación e imitó la cara de un mártir para decir:
—¿Se da cuenta de que lo de Tomás el Sabio puede ser un apodo?
—Sí, y también me doy cuenta de que incluso puede habérselo inventado nuestro buen amigo Anselmo, pero le recuerdo que no tenemos nada más.
Suspiró con resignación forzada, las investigaciones que pasaban por descartar datos exhaustivos lo ponían enfermo, pero yo no quería dejar el más mínimo cabo suelto, por lo que, poniéndole la mano en el hombro, le dije tontamente:
—¡Ánimo, Fermín, ya se sabe que la vida del policía es azarosa!
—¿Azarosa?, más bien un coñazo, querrá decir. Mire, ahí viene Yolanda con el viejo. El tío no para de hablar, es el único que consigue callar a la chica, ¿por qué no lo incluye también en la investigación? Así podré descansar un rato.
El pobre hombre se tambaleaba un poco al andar. Empecé a dudar de que recordara dónde solía vivir. Iba a ser una excursión memorable.
En el coche se sentó en el asiento trasero junto a Yolanda y continuó con su discurso de dudoso sentido. Sin embargo, de vez en cuando, soltaba frases en las que mencionaba a Tomás el Sabio. Yolanda fue sacándole con habilidad el lugar hacia donde nos dirigíamos. Ni siquiera eso decía con claridad, aunque ella supo descifrarlo. Se trataba de un descampado en el barrio de la Sagrera, donde Renfe tenía unas instalaciones temporalmente abandonadas.
Volvimos a encontrarnos con aquel espectáculo insólito de marginados viviendo como tribus salvajes en medio de la ciudad. Al echar pie a tierra, Anselmo dejó de comportarse con ambigüedad y se dirigió muy seguro hacia un rincón del edificio. Bajo el hueco de una escalera tenía su feudo. Un montón de bolsas viejas y bultos informes era su ajuar. De entre las telas salió un gran perro mestizo de color negro y nos gruñó con fiereza. Anselmo le acarició la cabeza y el animal empezó a mostrarse amistoso.
—Éste es Tristán, mi perro. Gracias a él nadie toca lo mío. Estos sitios están llenos de chorizos, ¿saben? No te puedes fiar, y yo tengo aquí cosas que valen mucho. A Tristán nunca le falta comida. Le hago sopas con trozos de carne. A lo mejor yo sólo me como una lata de garbanzos, pero Tristán come caliente todos los días. Vive bien, Tristán. El perro es el mejor amigo del hombre. Mi madre, que era más joven que yo, siempre me decía que el que no quiere a los animales es un mal nacido, porque los hombres también somos animales y también hijos de Dios. Los pájaros no son hijos de Dios, pero todos los demás animales, sí.
—Enséñenos dónde vivía Tomás, Anselmo.
—¡Huy, Tomás, pobre!; está muerto, he visto en una foto que está muerto. Hace mucho tiempo que no vivía aquí, pero venía a verme y me hacía regalos muy buenos.
—Sí, pero cuando estaba aquí, ¿dónde se colocaba?
—Allí, en el banco de piedra.
Señaló bajo los soportales de la fachada principal. Nadie ocupaba el banco al que se refería.
—¿No sabe dónde pueden estar sus cosas? A lo mejor le dejó algo a usted para que lo guardara.
—Cada uno tiene sus cosas, pero Tomás me hacía regalos. En Francia los regalos los trae Papá Noel, pero en España los trae el rey de bastos.
—¿Hay aquí algún otro amigo de Tomás, alguien con quien él hablara, alguien que lo conociera?
—Los amigos son la sal de la vida.
Se puso a rebuscar en sus bolsas, totalmente absorto, como si ya no estuviéramos con él. Garzón me susurró al oído:
—Es inútil, inspectora, ¿no ve la empanada mental que lleva? Vamos a preguntar a todos los que encontremos.
—Empiecen usted y Yolanda. Yo me quedo con él.
Se alejaron. Mantenía la esperanza de que Anselmo fuera tocado por la razón de pronto. Sus palabras no eran lo suficientemente incongruentes como para pensar que nada de lo que dijera tenía valor. Lo observé mientras se afanaba entre los trastos de su bolsa. El perro se aproximó a él y le lamió una oreja, pero estaba tan embebido en su tarea que ni se enteró. Pensé que era feliz, tan en su mundo, tan preservado, tan ajeno a deseos o ambiciones. ¿Qué habría hecho cuando era joven, se había casado alguna vez, había alguna vez pertenecido al mundo normal? Súbitamente sonrió con un aire de triunfo, elevó una caja metálica sobre su cabeza y exclamó:
—¡Ah, ya tengo lo que estaba buscando! Mire, mire qué cosa tan preciosa.
Abrió la caja y me mostró el contenido. Acerqué la cabeza y descubrí un montón de placas de metal barato. Parecían llaveros. Anselmo desenredó uno de entre la maraña y me lo puso en la mano con cuidado exquisito. Sí, eran llaveros, feísimos llaveros dorados que llevaban una inscripción.
—Lea, lea lo que pone.
Leí en voz alta:
—«La caridad es el placer del alma.»
—Bonito, ¿verdad?
—Muy bonito, sí.
—También me los regaló Tomás. Era un buen hombre, Tomás, siempre me hacía regalos. Ahora yo se lo voy a regalar a usted, porque usted también es una buena persona. Esa chica joven sería como mi hija, pero si yo me hubiera casado, mi mujer sería como usted.
No supe qué contestar. Era un bonito piropo, un piropo que me lanzaba aquel hombre estrafalario que no tenía dónde caerse muerto, pero lo aprecié.
—Es un regalo muy amable, Anselmo, lo llevaré siempre conmigo y a lo mejor me trae suerte.
—Le traerá la suerte de los ángeles, ya verá.
—¿Sabe de dónde sacó su amigo tantos preciosos llaveros?
—Un amigo es lo que uno necesita, y un perro también. Y si las cosas vienen mal dadas, una cobra. En el extranjero, las mujeres se ponen morenas tomando la luna por las noches en las azoteas, desnudas como su madre las trajo al mundo.
Comprendí que habíamos llegado al final de toda congruencia.
—Tengo que marcharme, Anselmo, supongo que siempre podemos encontrarlo aquí o en el comedor de beneficencia.
—Aquí, esperando algún día tener un barco cargado de arroz.
Di media vuelta y cuando me alejaba dejando a Anselmo en sus extraños delirios oí que decía con toda cordura:
—¡Inspectora, descubra quién ha matado a Tomás! Esos hombres son unos malos bichos.
Volví inmediatamente sobre mis pasos, lo tomé con firmeza de un hombro y le obligué a mirarme a los ojos.
—¿Qué hombres, Anselmo? Usted sabe algo, ¿verdad? Dígamelo, dígame lo que sabe y yo atraparé a los asesinos de Tomás.
Los pequeños ojos vivos refulgieron en sus órbitas. La cara perdió toda expresión.
—Márchese, tengo sueño, quiero dormir.
Era inútil, resultaba imposible mantenerlo en la coherencia. Busqué a Garzón y Yolanda por todo el recinto. No estaban muy contentos cuando los hallé.
—Nada, inspectora, o están todos locos o no quieren hablar.
—Yo diría que algunos lo han reconocido, pero ¿qué se les puede decir a esos desgraciados para que confiesen conocer a una víctima de asesinato? Unos no tienen papeles en regla para estar en el país, otros tiemblan de miedo sólo al ver un policía. No hay manera, inspectora, créame.
Subimos al coche en medio de una indisimulable frustración. Garzón dio un golpe violento contra el volante.
—¡Este caso es la hostia, no hay modo de avanzar un milímetro! Y es que, claro, no me extraña, no estamos entre gente normal, hablar con estos tíos es como estar en Marte. ¿Qué le ha dicho su maravilloso loco?
—Que le hubiera gustado casarse conmigo. Me ha regalado esto, fíjese. Tenía un montón dentro de una caja. Dice que se los dio Tomás el Sabio. ¿Cree que puede ser una pista?
—Una pista de patinaje, porque no hacemos más que dar patinazos. Pues claro que no, inspectora, un llavero de publicidad en manos de un chalado no es un indicio de nada.
—¿Publicidad? No hay ninguna marca comercial en la inscripción.
—Pues provendrá de una campaña de caridad, de una tómbola benéfica, ¡qué sé yo!, nada que pueda ayudarnos.
—Y, sin embargo, ese hombre… dice cosas sin sentido pero, de pronto, suelta algo que parece verdad.
—Está como una cabra, ésa es la única verdad.
Yolanda se dirigió respetuosamente a Garzón y le colocó una mano en la espalda.
—Relájese, subinspector, no hay que ser tan negativo. A nosotros siempre nos dicen que proyectar tu parte negativa sobre los asuntos de trabajo genera más problemas. ¿Quiere que le dé un pequeño masaje en las cervicales? He hecho por mi cuenta un cursillo de masaje y el profesor siempre nos dice que…
Había empezado a masajear delicadamente la espalda de mi compañero cuando éste saltó como un tigre y gritó:
—¡No quiero que nadie me dé ningún masaje en las cervicales ni en ninguna otra parte de mi cuerpo, y tampoco quiero que nadie me diga nada de mi parte negativa, estoy muy orgulloso de mi parte negativa. Pero sobre todo, agente, no quiero que me cuente lo que le dice su profesor, ¿entendido? ¡Ni una palabra más!
Miré de reojo a Yolanda, que se encogió de hombros algo asustada. Pensé que quizá lo indicado era intentar una mediación cortés, aunque lo que de verdad me apetecía era reír. Opté por no abrir la boca, que se apañaran, para una vez que las quejas de Garzón no iban dirigidas a mí…
Ya en mi despacho, me preparé para el mal rato que suponía escribir el informe de unas gestiones que a nada habían conducido. Saqué el llavero de mi bolso y lo puse sobre la mesa. Al cabo de un momento entró Fernández Bernal a traerme unos papeles. Me extrañó que lo hiciera él, pero en seguida comprendí la razón.
—No sabía que eras tan devota de la Virgen, Petra. El otro día vi salir a un guardia de tu despacho con un ramo de flores y le pregunté por si necesitaba ayuda. Me dijo que debía entregarlo en la parroquia de tu parte.
Lo miré con una sonrisa que podría haber sido la preparación para un mordisco.
—Ya ves, una devoción como otra cualquiera.
—Ya veo, ya.
Con cara de pitorreo tomó el llavero y lo observó.
—¡Vaya horterada, Petra!
—Es un regalo.
—Puedes regalárselo a la Virgen también, si es que lo acepta, claro.
—Fernández, ¿tienes algo en concreto que decirme?
—No, no, ya me voy. Hasta luego, querida colega.
Resoplé en cuanto hubo desaparecido. ¿Era aquel tipo un enemigo? Y si lo era, ¿cómo me lo había granjeado?, ¿sólo por ser como era, por existir? ¿Cómo podía controlar uno el cerco de antipatía que proyectaba sobre los demás sin siquiera saberlo? Un problema de ese calibre debería haberme dejado indiferente, pero no era así en absoluto, me molestaba, me creaba una sensación un tanto paranoica. ¿Necesitaba un psiquiatra? Lo necesitaba, aunque fuera por otra razón. Marqué el número de Ricard.
—¡Petra, qué alegría, por fin eres tú quien me llama!
—Tenía urgencia de hablar con alguien agradable.
—¿Algo marcha mal?
—Cosas del trabajo. Ya sabes que el trabajo no siempre es lo satisfactorio que podría ser. Y, sin embargo, es por trabajo por lo que te llamo.
—¡Lo has estropeado!
—¿Por qué?
—Porque pensé que querías cenar conmigo.
—Una cosa no impide la otra.
—¿Y después de cenar podré ir a tu casa?
—Sí, Ricard, de acuerdo, pero ya sabes que…
—Lo sé, lo sé. Llegado el momento, Ceniciento coge su zapato y se va por donde ha venido, ¿OK?
—¿No te interesa saber para qué necesito tu ayuda profesional?
—Claro que me interesa, pero primero quería eliminar cualquier ansiedad. Ahora estaré mucho más concentrado. Venga, dispara, no en vano eres una agente de la ley siempre al servicio de la comunidad. ¡Temblad, delincuentes!
Tal y como se había desarrollado mi día, no estaba segura de si la broma me hacía gracia o no.