CAPÍTULO TERCERO

Llegó el informe de balística. El proyectil que había matado a la víctima presentaba aspectos interesantes. La vaina estaba expandida y el pistón se había desplazado hacia atrás. En el metal se veían muescas y arañazos. El calibre parecía del nueve corto, pero no se descartaba que se hubiera manipulado la bala. Podía ser un nueve largo recortado, lo que hubiera producido la expansión y el desplazamiento. Según el informante, las manipulaciones en la munición eran algo corriente en armas adquiridas en el mercado negro.

Eran datos que debíamos guardar como oro en paño, pero con los que, por el momento, poco podíamos hacer. Seguí con el maravilloso plan que llevaba entre manos y que no constituía para mí la más mínima tentación: pasar siete horas de tu vida interrogando a miembros de bandas de skins es como pasarse siete horas tomando el té con ellos: un asco. Siento habitualmente una porción de respeto por todo el mundo, aunque sea muy pequeña, por todo el mundo menos por los miembros de bandas de skins. Sólo verlos me repatea. Reconozco que, siendo policía, debería haberme acostumbrado a tratar con todo tipo de escorias, pero no es así en absoluto. Los skins me soliviantan, me cargan, los desprecio. Ni siquiera me molesto tratando de ser imparcial. Es muy cierto que, en algunos casos, tengo la seguridad de hallarme ante pobres desgraciados que buscan un poco de sublimación en la miseria de sus vidas, pero ni aun siendo consciente de eso, soy capaz de sentir por ellos ni un rastro de piedad. A medida que iban pasando por la sala de interrogatorios, mis retinas se llenaban de imágenes detestables: botas de soldado alojando pies demasiado grandes, cueros cabelludos visibles bajo el pelo rapado, rostros inexpresivos y crueles.

A media mañana, Garzón y yo interrumpimos los interrogatorios para ir a tomar café. Mi compañero me hizo notar que me encontraba nerviosa e impaciente.

—Si tanto le revienta hablar con estos tíos, podría haberlo dicho y lo hubiera hecho yo solo.

—¿Desde cuándo se puede escoger el trabajo?

—Bueno, inspectora, no sería la primera vez que yo cargo con algo que a usted no le apetece.

—¡Vaya por Dios!, usted sacrificándose por mi bienestar y yo sin enterarme. ¡Menos mal que ha encontrado ocasión de soltarlo!

—Mire, Petra, si está de mal humor, será mejor que no hablemos. Pero de verdad le digo que si se dedica usted a pegarles bufidos a esos tipos y a interrumpirlos cuando hablan, no sirve para nada lo que estamos haciendo.

—Son una panda de descerebrados, ni siquiera saben hablar. He tenido que contenerme mil veces para no darles de hostias.

Garzón me miraba con curiosidad mojando su churro y su bigote en el café con leche.

—Es usted rara, jefa, igual un mendigo le parece un ser superior que uno de esos pelados se le antoja el demonio. Y ni lo uno ni lo otro, créame, todo en la vida es mucho más… tirando a normal.

—Cada uno ve la realidad como la ve y no hay más cáscaras. Por lo menos no soy una mediocre. ¿Cuántos pelados nos quedan por interrogar?

—Siete.

—No creo que pueda soportarlo.

—Hay uno que no ha querido soltar prenda si no es hablando con usted.

—¡¿Conmigo?!

—Bueno, él dijo «con su jefe». Igual sabe algo. Lo he dejado para el final.

Continuamos con aquella rueda de preguntas reiteradas y respuestas negativas. Era una tortura, casi todos contestaban con desgana, con impertinencia, con una grosería natural que ni siquiera pretendía ofender. Cuando llegamos al último, mis nervios estaban destrozados.

Se trataba de un ejemplar muy parecido a los anteriores, un tipo de veintipocos años que miraba de forma esquinada y aparentaba una gran dignidad. Se llamaba Matías Sanpedro.

—El subinspector Garzón me ha dicho que querías hablar sólo con su superior. Muy bien, adelante, yo soy la inspectora a cargo del caso, ¿sabes quién es ese hombre?, ¿lo has visto alguna vez?, ¿tienes idea de quién se lo ha cargado?

Me miró de arriba abajo con repugnancia, esbozó una sonrisa irónica.

—No me imaginaba que eras una tía, yo creí que los jefes de la policía…

No le dejé acabar, le descargué el dorso de la mano en la cara con toda mi fuerza. Se replegó como un gato, sus ojos lanzaban llamas.

—¡Háblame de usted, hijo de puta!

—No puede pegarme, no puede ni tocarme.

Me abalancé sobre él y seguí pegándole en la cara, en la boca, en las orejas. No era una reacción histérica; los golpes eran certeros, concienzudos, secos. La mano se me había dormido, pero continué, el ruido de los golpes sonaba en todo el recinto. Se escondió tras los brazos.

—¡Déjeme, yo no he hecho nada!

Retrocedí un paso con esfuerzo de voluntad. Me apetecía seguir atizándole, pero procuré retenerme.

—Dime deprisa todo lo que tengas que decir. Han matado a un hombre, ¿comprendes, basura?, muerto. Tú no puedes llegar aquí y empezar a perder el tiempo con jueguecitos.

Tenía los ojos llenos de lágrimas de rabia, la piel se le había puesto colorada.

—¡Yo no jugaba a nada!, ¡usted ha empezado a pegarme antes de que…!

Rebusqué en el bolso deprisa, saqué la pistola. Le atenacé la nuca con una mano y le metí el cañón en la boca, chocando abruptamente con sus dientes. Ahí los ojos le cambiaron de expresión, tenía pánico. Empezó a lloriquear.

—¿Vas a decir estrictamente lo que sabes?

Asintió desesperadamente, un hilillo de sangre le caía por la comisura de los labios. Le saqué la pistola de la boca. Se echó a llorar.

—¡Habla!

Por primera vez miré a Garzón, que estaba quieto en una esquina, con la respiración contenida.

—Lo único que sé es que ese hombre no es del barrio. Yo lo había visto alguna vez en un descampado que hay al final de la Diagonal. Fuimos una noche y ese tipo estaba allí, durmiendo en el suelo.

—¿Y a qué fuisteis allí, eh, a buscar alguna víctima?

—Le juro que no. Puede que alguna vez hayamos pensado en darle una hostia a un tipo de ésos, pero matar no, nunca.

—Me das asco, tío, me das asco. Voy a ir a por ti, a la mínima que hagas yo sí voy a matarte, ¿me entiendes?, te mataré y luego amañaremos las pruebas para que nadie me acuse. Hay que limpiar de basuras esta ciudad, en eso lleváis razón. ¡Subinspector!, ¿de qué tiene antecedentes este bastardo?

La voz de Garzón, absolutamente serena y casual, sonó del otro lado de la sala.

—Robo con intimidación. Él y dos más le quitaron la cartera a una señora amenazándola con una navaja.

—¡No era una señora, era una puta de las que hacen la calle! —dijo el tipo, como si no comprendiera aún la acusación.

Le di un último golpe, esta vez con la pistola, calculando con cuidado no romperle nada, un golpe de refilón en el pómulo derecho. Vi que Garzón daba un paso hacia mí para detenerme. Me volví de espaldas, despacio.

—Que marque en un plano dónde está el descampado al que se refiere, Garzón, y que firme su testimonio.

El tipo dijo en voz baja:

—No eran skins los que mataron a esa basura, me hubiera enterado; están haciendo algo injusto.

Me dirigí a mi despacho caminando lentamente. Tomé aire varias veces. Me sentía bien. Ni respiración entrecortada ni palpitaciones, ni un solo pensamiento de culpabilidad.

Al cabo de un rato entró Garzón. Lo miré fijamente a la cara, de modo intimidatorio. Esperaba que no me lanzara ninguna perorata sobre lo que acababa de suceder. Se dio cuenta en seguida, no traslucía ninguna emoción.

—¿Ha señalado el lugar en un plano?

—No lo sabía muy bien.

—Ni nosotros tampoco, ¿verdad? No se preocupe, vaya preparando el coche, ya tengo una solución.

—Inspectora… con respecto a lo de ese chico…

—No quiero oír ni una palabra, ¿lo entiende, Fermín?, ni una palabra.

—Sólo quería decirle que varios inspectores lo han visto salir magullado del interrogatorio.

—¿Y?

—Quieren felicitarla.

—Dígales que no estoy para bromas. O mejor se lo digo yo. Ya puede marcharse, espéreme en la entrada.

La intención había sido clara, pero no pude zafarme del destino. Esperándome junto a la puerta estaba el inspector Fernández Bernal, uno de los seres más deleznables de la creación. Su picadura era mucho más venenosa que la de una cobra y todo bienestar se basaba en mantenerse alejada de él como primera condición. Me miró con una sonrisita sardónica pintada en la boca:

—¡Vaya, Petra!, por lo visto se te ha ido la mano con un sospechoso.

—Ni siquiera era un sospechoso.

—Vas muy fuerte por la vida. Claro que era un skin. Con ésos sí se puede utilizar ciertos métodos, ¿no? Parece casi democrático.

—Oye, Fernández, ¿has venido a decirme algo en concreto o sólo expresas pensamientos generales?

—He venido para felicitarte. Al fin y al cabo, parece que no eres tan diferente de los demás.

—Depende de quiénes sean los demás. De ti sí soy diferente, y no me hagas decirte por qué.

—Petra, la divina, ¡siempre por encima de la media!, aunque no creas, de vez en cuando parece que te vuelves humana.

—Es una debilidad, Fernández, pero en cuanto me doy cuenta de en qué consiste lo humano, en seguida me retracto, no te preocupes.

Di media vuelta y me alejé muy altiva, oí cómo mi compañero se reía por lo bajo. Había sido un error prestarme a tener un pique con él, era justo lo que deseaba. Sin embargo, una serena felicidad me invadió por completo. No necesitaba la opinión de los demás para sentirme segura de lo que hacía, aun sabiendo que estaba mal. Si siempre hubiera obrado de la misma manera, a aquellas alturas sería una mujer feliz. De cualquier modo, mi actuación de policía violenta había servido para poco. Ninguno de aquellos abominables pelados había tenido nada que ver en el asesinato, y del testigo que teníamos apenas si me fiaba.

Llamé a la Guardia Urbana. La agente Yolanda se quedó bastante sorprendida, pero me brindó su ayuda sin dudarlo.

—Si he de cooperar con ustedes, necesito el permiso de mi jefe, inspectora.

—Claro, en seguida le llamaré.

Cuando le dije a Garzón que pusiera rumbo a la Guardia Urbana, no sospechó cuál era el motivo. Se lo expliqué:

—Nosotros no tenemos ni zorra idea sobre las costumbres de los homeless, ni siquiera sabemos dónde están sus campamentos. Le he pedido a alguien de la Policía Municipal que nos eche una mano.

Reaccionó como si una avispa le hubiera picado en la nariz:

—¿Cómo? ¡Vamos, inspectora, por favor, éramos pocos y parió la abuela! Usted sabe que ese tipo de ayudas dan un resultado fatal.

—No veo por qué.

—Lo último que necesitamos es un niñato que venga a tocarnos los cojones. Querrá saber más, preguntará, acabará creyendo que no resolveremos nada sin su ayuda.

Lo observé de reojo. Era incomprensible, ¿tan lejos llegaba su corporativismo? Hice una prueba.

—El agente es una chica, se llama Yolanda.

Lo miré de nuevo. La expresión de su rostro perdió toda agresividad. Dejó de protestar por completo. No era corporativismo, era algo mucho peor. Los hombres y sus normas de manada. Un macho joven no era bienvenido, amenazaba al macho de más edad. «No hay nada más primitivo que las reacciones de un hombre», pensé, ni siquiera el instinto maternal era peor; los hombres vivían con un pie en las cavernas. Pero no pensaba decirle nada; él hubiera aprovechado para echarme en cara mi forma violenta e irracional de conducirme con el skin. Era sano comportarse como un hombre alguna vez.

La agente Yolanda Santos sabía perfectamente lo que hacía. Se subió en la parte trasera del coche y empezó a hablar con su voz pizpireta y juvenil.

—Los dos emplazamientos que yo les señalé nos cogen de camino, pero si ya tienen un testimonio… Además, sé a qué parte de la Diagonal se refieren. Es una zona en la que pronto construirán, pero está sufriendo retrasos, y en cuanto eso sucede, empiezan a acudir los marginados y ocupan el terreno.

Aunque no fuera un macho joven, hablaba lo suficiente como para sacar de quicio a Garzón. La interrumpió con tono desabrido:

—Oiga, agente, ¿vamos bien por aquí?, lo digo porque, a lo mejor, con el fragor de la conversación, se le va el santo al cielo.

—¡No, qué va!, siempre llevo el santo al lado, ¿qué decía? ¡Ah, sí!, no esperen encontrar sólo mendigos en ese sitio. También hay inmigrantes sin papeles, y jóvenes drogadictos, gente sin trabajo… un poco de todo. Y no es por desanimarlos, pero será bastante difícil que contesten a sus preguntas sobre ese hombre. No suelen hablar: como no tienen nada que perder, prefieren no meterse en complicaciones, y cualquier cosa es una complicación para ellos.

Siguió charlando mientras Garzón levantaba los ojos al cielo. No llevaba razón, todo lo que decía resultaba interesante para el caso. O eso, o yo había decidido con magnanimidad hacer que aquella joven me perdonara mis anteriores reacciones desagradables.

Cuando llegamos al descampado de la avenida Diagonal, estaba anocheciendo. Yolanda nos hizo doblar un recodo y un espectáculo increíble se abrió a nuestros ojos. En una explanada, varias hogueras desperdigadas estaban encendidas. A su alrededor, hombres y mujeres envueltos en mantas o abrigos se movían sin destino aparente.

—En aquellas casetas de obra abandonadas hay más gente —dijo la guardia.

Nos acercamos. Despertábamos una curiosidad relativa a nuestro paso. Era como si todo el mundo estuviera adormecido, absorto en no hacer nada. Yolanda abrió la puerta de una de las casetas y pudimos ver a cuatro o cinco tumbados en el suelo. Olía a bebidas alcohólicas y a ropa húmeda.

—Si quieren, empiece usted por aquí, subinspector, y yo voy a la otra caseta. La inspectora Delicado puede interrogar a los que están al aire libre, no huelen tan mal.

Le dimos una foto y cumplimos su sugerencia. Mientras Garzón se dirigía a su labor, lo oí rezongar:

—¡Cojonudo, encima esta nena nos manda!

Aproximándome a una de las hogueras, me sentí como si el tiempo hubiera iniciado una vertiginosa vuelta atrás. Era como si no existiera la civilización, los asentamientos de hombres primitivos se calentaban a cielo abierto y no me hubiera sorprendido nada que salieran de caza. Había tres hombres y una mujer. Se apartaron un poco, me miraron como si nunca hubieran visto a nadie de mi raza. No sabía por dónde empezar, ni siquiera sabía si debía dar las buenas noches o resultaba ridículo. Saqué la foto y la exhibí en la mano:

—¿Alguien conoce a este hombre? Me han dicho que vivía aquí.

Nadie daba síntomas de comprender lo que estaba diciendo. Corría un aire helado. La mujer era joven, rubia, de aspecto nórdico. Los tres hombres parecían de origen pakistaní.

—¿Entienden el español? —pregunté, pero siguieron sin contestarme—. Por favor, les ruego que respondan. Sólo quiero saber si este hombre pasaba las noches en este sitio, si alguien lo conoce.

—¿Por qué está así? —dijo la chica con acento extranjero.

—Lo han matado. Le hicieron la foto cuando ya era cadáver, por eso está así. ¿Lo conoce?

Asintió imperceptiblemente. Tenía los rasgos finos, las pestañas rubias. Me pregunté qué estaba haciendo en un sitio como aquél una chica joven y hermosa.

—Vivía aquí hace dos meses, pero se marchó. Unos hombres vinieron en un coche a buscarlo y se fue con ellos.

—¿Quiénes?

—No lo sé.

—¿Habían venido otras veces?

—A lo mejor sí, a lo mejor no.

—¿Hablaron?, ¿cree que se conocían?

—Hablaron poco, creo que sí se conocían. Se marcharon como amigos. Él recogió sus cosas.

—¿Eran jóvenes?

Se encogió de hombros, esbozó una sonrisa perdida y volvió a encogerse de hombros.

—¿Sabe su nombre, sabe cómo se llamaba este hombre?

—No, no sé el nombre.

—¿Hablaba con él?

—No, yo pasaba y él me daba tabaco, un cigarrillo, dos. Siempre tenía tabaco. Me decía: pelo de sol. —Se señaló el cabello lacio y dorado.

La observé sin saber qué añadir. Sentía una enorme curiosidad.

—¿Qué hace usted aquí?, ¿no tiene casa?, ¿de qué país es?

—Soy de Lituania. Él es mi marido —dijo señalando a uno de los tres presuntos pakistaníes. El hombre me miró hoscamente. ¿Su marido? No lograba entender nada. No parecía haber ningún rasgo fácilmente deducible en aquellas vidas. Era obvio que no seguían las pautas ajenas. Una lituana con un pakistaní que le llevaba diez años calentándose en un descampado de la Diagonal. Supuse que, aunque me contaran todos los meandros que los habían llevado hasta donde estaban, no serían fáciles de comprender. El quid de aquella gente no estaba sólo en la pobreza de sus países de origen, ni en los hechos que podrían haber vivido, sino en su personalidad. Fijé la vista en sus bonitos ojos.

—¿Cree que era español, le pareció que hablaba español sin acento?

Amplió su sonrisa y comprobé que le faltaban varios dientes, lo cual arruinaba por completo su belleza y le daba un aire desolador.

—Sí, hablaba bien español, era español.

Le di las gracias, reculé y por fin me di la vuelta y eché a andar. Tenía la sensación de dejarla al borde de un precipicio, a punto de ser devorada por un gran monstruo, en un peligro máximo y, sin embargo, no le prestaba el más mínimo auxilio, la dejaba allí. Así era en realidad. Todos vivíamos al lado de aquellas tribus abandonadas a su suerte y, sin embargo, nadie corría en su busca para llevarlos de vuelta al lugar seguro. Era así, y difícilmente podía cambiarse.

La agente Yolanda se percató de lo que me sucedía.

—Está impresionada, ¿verdad, inspectora? ¿Nunca había visto a la gente viviendo de esta manera?

—Es algo que se sabe, pero no se ve.

—Ahí está la diferencia, lleva razón. ¿Ha tenido más suerte que nosotros con los interrogatorios?

—Una mujer lo ha reconocido. Es cierto que vivía aquí, pero hace un par de meses unos tipos vinieron a buscarlo y se lo llevaron. No han vuelto a verlo.

—Extraño —dijo Garzón.

—Muy extraño. ¿Qué se puede pensar? ¿Lo secuestraron? ¿Lo han tenido en su poder durante dos meses y al final lo han matado?

—Cuesta creerlo. ¿Qué valor puede tener un mendigo como moneda de cambio en un secuestro?

—No lo sé, quizá sabía algo o había sido testigo de algo inconveniente.

—En ese caso, se le mata rápidamente y en paz. No me parece verosímil. A lo mejor eran unos tipos cualesquiera con los que se cruzó por casualidad. ¿Qué comportamiento es normal en un hombre así? Hablaron, lo invitaron a unas cervezas y luego se marchó a vivir a otro lugar.

—También extraño, cualquier hipótesis resulta extraña. Hay que buscar los rastros de ese hombre como sea.

—¿Quieren que los lleve a los otros lugares que conozco? Si era un hombre al que le gustaba acampar en un sitio como éste, es lógico pensar que al mudarse buscara un alojamiento parecido.

—Buena deducción. Tenemos tiempo para que nos lleve a uno de ellos.

—De acuerdo, vamos al cuartel abandonado de Sant Andreu.

Un cuartel abandonado lleno de marginales no era mi idea de un plan maravilloso para pasar la tarde. Por primera vez desde que nos habíamos hecho cargo del caso, tuve dudas sobre mi capacitación para resolverlo. Desconocía por completo el ambiente en el que nos movíamos, el tipo de individuo tras el que andábamos y, encima, todo aquel mundo me deprimía. La fuerza con la que me había propuesto llevar a cabo la investigación empezaba a fallar. No iba a ser un caso corto y sencillo, sólo identificar al muerto podía durar semanas, quizá meses, y ¿por qué clase de antros me vería obligada a transitar?

El cuartel abandonado de Sant Andreu era una prueba para estómagos fuertes. Toda serie de okupas de diversos pelajes habían tomado el lugar al asalto. No había agua ni luz, pero cada uno de aquellos desheredados parecía empeñado en convertir algún rincón en su hogar. Vi habitaciones donde había incluso jarrones con flores. No parecía lógico ni normal que aquellos para quienes no existía una vida cotidiana con los mínimos necesarios desearan convertir su miseria en algo acogedor, pero así era. Los usos sociales tenían mucha más fuerza de lo que pudiera pensarse.

Pertrechados con las fotos de nuestro hombre, iniciamos una búsqueda incierta. Uno a uno, todos aquellos inmigrantes, jóvenes desarraigados, mendigos y viejos enfermos fueron interrogados. Las reacciones no eran demasiado variadas: miedo, incomprensión, indiferencia y extrañeza. Ninguno de ellos mostró violencia o indignación porque nos metiéramos hasta el centro de su precaria intimidad; habían perdido cualquier capacidad de rebeldía. Los más difíciles de abordar eran sin duda los mendigos tradicionales. Escuchaban sin oír y hablaban sin rendir tributo a la lógica. Podría haberse pensado que pertenecían a una raza diferente en la que nadie nace y es niño, crece y es joven, envejece y tiene recuerdos.

Tres horas más tarde salíamos de allí con las manos vacías. Nadie había visto jamás al hombre asesinado. Me preguntaba si aquellos testimonios eran fiables. Incluso sin mentir, la diferencia entre haberlo visto o no debía de ser mínima para ellos, una sombra más con la que se cruzaban en un deambular sin sentido.

—¿De dónde sacan el dinero para vivir? —le pregunté a Yolanda una vez en el coche.

—Mendigan, tocan instrumentos en la calle, reciben algunas pequeñas cantidades de la beneficencia. Con poco pasan, especialmente los homeless. Son los que suelen ir más asiduamente a los comedores de caridad, y una vez comidos… sus necesidades son pequeñas. No tienen esposa ni hijos… se limitan a vegetar.

—Cuéntenos cómo funciona la caridad institucional con estos hombres.

—Hay albergues para dormir, públicos y privados. Cuando se cree que existe una posibilidad de reinserción, también realizan trabajo social. Creo que no pueden dormir más de quince días en el albergue, para que no se hagan «crónicos».

—¡Cojonudo! —soltó Garzón—. ¿Y si los echan tienen la seguridad de que se reinsertarán en la sociedad?

—No les dan facilidades. Además, cuando se van, dejan de verlos, y eso es lo más importante, se los quita de en medio. Lo tengo comprobado, siempre que nos piden algún servicio a la Guardia Urbana relacionado con marginados, es para hacerlos desaparecer: cuando hace demasiado frío en invierno, cuando alguien importante visita la ciudad o hay algún acontecimiento público… A veces el ayuntamiento les paga la mitad de un billete de tren para que se vayan a otra ciudad.

—Muy propio. Oiga, Yolanda, me temo que me veré obligada a hablar con su jefe otra vez. Pensé que no sería necesario recorrer todos los centros sociales de Barcelona, pero veo que no tendremos otro remedio. La necesitamos, sabe usted un montón de cosas sobre esta gente.

Sonrió, orgullosa, y miró al subinspector, para ver si también él estaba contento con su ayuda. Pero el jamelgo de mi subordinado se mostró serio y desabrido como siempre.

—Yo estoy encantada de investigar con ustedes, inspectora. Me apetece mucho más que el trabajo que hago normalmente.

Tal y como esperaba, al quedarnos solos, Garzón protestó:

—Me apetece más, ¿qué significa «me apetece más»?, ¿desde cuándo un trabajo tiene que apetecer como si fuera un helado o un merengue?

—¡Vamos, Fermín, debería usted besar el suelo que pisa esa chica! Ella estaba tan tranquila haciendo lo suyo y se ha prestado a ayudarnos sin rechistar.

—Porque le apetece investigar. Dicho así, suena como si lo que hacemos fuera una especie de juerga.

—¿De verdad cree que le apetece estar con un par de veteranos malcarados y pasados de todo como nosotros?

—¡Carajo, inspectora, ésa sí es una definición deprimente!

—Pero cierta. Entreténgase un momento en pensar cómo debe de vernos una chica tan joven. Nos queda muy poca ilusión por lo que hacemos, Fermín, y escaso buen humor además.

—No se me había ocurrido que para investigar un crimen hiciera falta algo como la ilusión. ¡Oh, qué ilusión, vamos a ver quién le ha hundido el cráneo a este tipo! ¡Me apetece, sólo pensar que me van a dar los resultados de la autopsia, ya me pongo de buen rollo!

—Es usted imposible, querido colega. Me resulta preocupante que no se dé cuenta de hasta qué punto nos estamos volviendo dos viejos osos con mal talante.

—¡Bah!, lo que pasa es que estamos en una sociedad blanda y estúpida, en una sociedad llena de mentiras. El trabajo te tiene que apetecer, lo importante es pasarlo bien, y hay que poner ilusión y alegría en las cosas. ¡Sonreír, siempre sonreír! En mi juventud, ni al demonio se le ocurría que currelar debiera ser divertido. Trabajabas porque no tenías más cojones. Si te gustaba, bien, y si no, a joderse.

—¡Ay, por favor, Fermín, no me dé la matraca realista! ¿Por qué no me invita a tomar una maldita cerveza, o quizá eso es demasiado festivo para usted?

Entramos en un bar proletario y bebimos cerveza. Después de lo que habíamos visto, el ambiente de trabajadores que tomaban el aperitivo después de la jornada me parecía tranquilizador. Eran gente sencilla que tenían una familia, un lugar donde vivir, una labor que desarrollar. Nada comparable con aquel descampado neolítico donde los hombres se calentaban con hogueras y comían lo que encontraban.

—¿Qué impresión tiene del caso, Fermín?

—No muy buena, la verdad. Damos tumbos de un lado a otro y no se ve ningún camino por el que avanzar. Si los periodistas dejan de ejercer presión, el comisario Coronas lo mandará al archivo.

—¿Es posible que ese hombre estuviera metido en algo feo, algo ilegal?

—Si no se tratara de un vagabundo, en seguida le diría que sí. El hecho de que unos tipos lo dejen muerto en un lugar y le peguen por si hay testigos parece típico de un ajuste de cuentas. Esos hombres con los que habla dos meses antes… pensaría en drogas, un camello de baja estofa, pensaría incluso en inmigración ilegal, un contacto… pero siendo el muerto un tío tan tirado…

—Sospechamos que no eran skins quienes lo mataron. Bien, ¿no podríamos también sospechar que él no era un homeless?

—Usted vio su aspecto, vio cómo vestía, cómo olía. No lo creo, inspectora, de verdad. Pudieron disfrazarlo, ponerle ropa sucia, dejarle crecer el pelo. Pero usted ya ha visto que a la gente que vive así acaba por grabársele la miseria en los rasgos. El cadáver la tenía grabada, y eso es difícil de imitar.

Llevaba razón. Los vagabundos llevaban marcada en la cara algo más que la pobreza. Se advertía a simple vista el abandono, la locura, la dejación final y definitiva. ¿Cómo se llega ahí?, ¿qué episodios biográficos son necesarios para que alguien alcance un punto en el que pueda decir: no me importo a mí mismo?

—¿Quiere que le diga algo, Garzón? No sé qué siento más con respecto a esos hombres, si compasión o curiosidad.

—No creo que ninguno haya sido de joven un príncipe encantado, si es eso lo que piensa.

—A todos nos hacen creer eso de jóvenes, sólo que no es verdad.

Garzón cabeceó filosóficamente, llamó al camarero y pidió más cerveza sin consultarme siquiera.

—Bebamos un poco más, Petra, veo que este caso la está poniendo melancólica.

En ningún momento se me ocurrió contradecirle. Había llegado a pensar que la influencia del trabajo era mínima en mi estado interior, pero aquel caso estaba revelando la falsedad de esa idea. Incluso un ogro gruñón como mi compañero se preocupaba por mi posible depresión hasta el punto de invitarme a otra cerveza. Mi desánimo resultaba evidente.

Nos despedimos media hora después y, mientras Garzón volvía a su casa, yo pasé por comisaría. La analítica del muerto sin nombre debía de estar sin duda sobre mi mesa.

Nada más entrar, el guardia de la puerta vino hacia mí.

—Inspectora, aquel médico del otro día ha vuelto a venir hace un rato. Quería verla. Ha dejado su número personal para que lo llame.

Asentí varias veces poniendo cara de estar sumida en un embarazoso asunto de trabajo. ¿Por qué? Porque tenía la seguridad de que el doctor Crespo no quería verme para nada oficial. Aquel tipo estaba como una cabra, ¿a quién se le ocurre utilizar una comisaría como centro de operaciones para ligar? La idea me hizo sonreír. Entré en mi despacho, abrí el correo electrónico, revisé los papeles… Entonces me di cuenta de que no estaba enterándome de lo que leía. ¿Estaba allí el informe de la forense? Volví a mirar. Sí, allí estaba. Me encontraba distraída, no cabía duda, y no a causa del cansancio de un día agotador, sino por la noticia que acababa de recibir. Miré la hoja de libreta que me había dado el guardia: su número de teléfono personal, o sea, que debía de vivir solo. Un estrafalario psiquiatra que me encontraba con un atractivo especial. Sentía cierto halago. Hacía mucho tiempo que nadie me había atacado así. Claro que tampoco se trataba de alguien corriente. Quizá era un chiflado que intentaba ligar con todas las mujeres que encontraba por primera vez. Incluso podía tratarse de curiosidad científica. A alguien que se ocupa de la psique debía de interesarle indagar en las características de una profesión con la que no había tratado anteriormente. En fin, daba igual, prefería pensar que le había gustado un montón, que me encontraba fascinante, bella, interesante, un sueño de mujer. ¿Por qué no? En cualquier caso, no pensaba llamarlo, y le convenía a mi estado depresivo pensar que había hecho una conquista con una sola aparición.

Abrí las conclusiones de los análisis. Bien, al parecer, nuestro hombre no era consumidor de ninguna droga, lo que alejaba aún más la posibilidad de que se tratara de un traficante encubierto. Sus vísceras eran normales, todas excepto el hígado. Una cirrosis galopante hacía pensar a la forense que nos encontrábamos frente a un empedernido bebedor. Aquello entraba en el guión de los homeless. Justamente mi psiquiatra admirador había dicho que muchos de ellos estaban aquejados de alcoholismo severo. ¿Habría seguido tratamiento en algún dispensario? ¡Aquel anonimato recalcitrante empezaba a ser vergonzoso! ¿Cómo era posible que un hombre viviera en una ciudad sin estar censado en ninguna parte? Todas las prevenciones de los ciudadanos modernos sobre el excesivo control que las instituciones ejercen sobre ellos no contaban para aquél. Nuestro hombre no estaba en lista alguna, ni tenía domicilio fijo, ni pagaba impuestos, y seguramente nunca había utilizado un carnet de identidad. ¿Se lo permitían las autoridades? Era obvio que las autoridades sólo se interesan por censarte si pueden sacar algún partido de ti. Si no tienes dinero, no tienes nada. Hasta los perros figuran en un censo desde el momento en que les insertan un microchip en la oreja. Claro que un perro pertenece a alguien que lo quiere, lo cuida y lo lleva al veterinario cuando se encuentra mal. Nada parecido a un vagabundo. Aunque no sabía si lo que debía sentir por él era pura envidia. Un hombre libre como el aire.

Recogí mis cosas y salí del despacho. Llegar a casa antes de lo normal me sentaría bien. Estaba acostumbrándome a trabajar todo el tiempo, respetando cada vez menos los horarios de una persona civilizada. Si seguía de aquel modo, acabaría como uno de esos polizontes que carece por completo de vida privada y que sólo disfruta cuando está metiendo las narices en algún caso. Había conocido a unos cuantos así. Creo que todos huían de la triste realidad que los aguardaba al llegar a sus casas. Pero conmigo no sucedía eso, a mí me gustaba el regreso, siempre tenía cosas que hacer, cosas gratificantes, formativas, placenteras.

Por ejemplo, aquella noche pensaba prepararme una buena sopa de cebolla y abrir una botella de somontano que conservaba para alguna ocasión. ¿Qué ocasión celebraba? Sólo recordarme a mí misma que la guardia no debía ser bajada y que el disfrute personal se lo proporciona uno mismo.

Una vez plácidamente instalada en mi espacio, me serví una copa mientras empezaba a cocinar. Una sinfonía de Mozart me daba el ritmo para cortar la cebolla con rapidez. Todo estaba a mi gusto. Lo malo sería que, tras la cena, me pondría a leer y probablemente caería dormida. Llevaba demasiados días madrugando en exceso. Sí, estaba actuando con negligencia en lo que atañía a mi vida personal, y eso no podía permitírmelo. Debería haber invitado a alguno de mis amigos a cenar. Claro que, durante la semana, todo el mundo tiene su trabajo y nadie está dispuesto a dejar el descanso nocturno por una simple cena amistosa. Otra cosa sería si se tratara de una cena romántica. Yo misma podría haber organizado una cena romántica con el psiquiatra loco si hubiera querido. Una cena romántica es mucho decir, pero sí hubiera sido fácil improvisar un encuentro. Al fin y al cabo, quizá era interesante hablar con él, y resultaba halagador que alguien insistiera de aquel modo sólo para charlar conmigo. Metí la cebolla cortada en una cazuela y recapacité. Aún estaba a tiempo de llamarlo e invitarlo a cenar. Me limpié las manos bajo el grifo. Podía ser peligroso hacer algo así, un tipo no muy estable quizá imagine un ligue seguro si recibe semejante invitación. La cebolla estaba ya tomando un color agradable. ¿Desde cuándo era yo una mujer timorata de las que toman precauciones para que los hombres «no piensen mal»? Nunca me había privado de ninguna compañía masculina para evitar malos entendidos. Si esos malos entendidos se producían, lo que solía hacer era resolverlos yo misma diciéndole al encartado cómo era exactamente la situación. En caso de que el encartado se pusiera pesado, no tenía más que largarlo y en paz. Además, en un momento de emergencia, siempre podía usar mi pistola reglamentaria. Una sonrisa inconsciente me vino a los labios. Imaginé la cara del psiquiatra loco viéndose encañonado por mi Glock. Casi deseé que se produjera algo parecido. Solté una carcajada, ¡pobre doctor Crespo! En realidad, tenía aspecto de ser encantador, caótico, pero encantador. En una época de mi vida me habían gustado los hombres así: despistados, poco organizados y con un punto de locura. ¿Cómo me gustaban ahora? ¡Ni siquiera podía contestarme a eso! Hacía tiempo que no salía con nadie ni pensaba en ligar. Me encontraba demasiado absorbida por mi rutina y las responsabilidades del cargo. «De eso a la completa decadencia no hay más que un paso», pensé. Incluso cabía la posibilidad de que, dejando introducir en mi vida cotidiana algún escarceo galante, mis neuronas salieran beneficiadas. Más ánimo, más creatividad… mi trabajo mejoraría sin duda alguna. Eché agua sobre la cebolla ya bien frita. Aquello era el colmo, nunca, en todos los días de mi vida, había necesitado tanta justificación para llamar a un tipo por teléfono. Bajé la intensidad del fuego y fui con decisión hacia la sala.

—¿Doctor Crespo? Soy Petra Delicado, la inspectora de policía con la que habló.

—¡Hola, vaya sorpresa!

—¿Sorpresa? Usted dejó un aviso en comisaría para que le llamara.

—Sí, es verdad, pero no pensé que lo hiciera.

—No veo por qué no. ¿Algo nuevo sobre el caso?

—Nada importante.

—¿Pero algo?

—Pues… pensé que nuestra conversación sobre la psicología de los «sin techo» había sido incompleta y sesgada y que, en definitiva, se podía mejorar.

—Cualquier conversación se puede mejorar. ¿Por qué no viene a cenar conmigo? Acabo de preparar una sopa que no está mal.

—¡Perfecto, justamente ya había cenado!

—En ese caso…

—No, qué va; cuando digo que he cenado significa que he añadido al hambre un poco de frustración. Lo mío no es la cocina. Mi menú de hoy ha sido una lata de atún, en sustitución de algo que he desistido de guisar.

—Bien, entonces le espero. Apunte mi dirección.

Mientras lo hacía, sentí el típico arrepentimiento que se experimenta después de haber obedecido a un impulso.

—¿Petra, está aún ahí?

—Sí, dígame.

—No piense que acepto su invitación por simples motivos gastronómicos. Aunque hubiera cenado un faisán, iría igual a su casa. De hecho, nunca llegará a saber si de verdad no he cenado un faisán en vez de la lata de atún.

Desaparecieron todos mis resquemores, tenía sentido del humor, y cuando alguien tiene sentido del humor, no se toma muy a mal verse apuntado por una pistola.

Definitivamente no había cenado un faisán; a medida que lo veía tragar todo lo que le ponía delante, la versión de la lata de atún iba tomando visos de realidad. Era un digno suplente del subinspector Garzón, si bien Crespo no hacía ningún comentario sobre la excelencia de los platos, amén de ir intercalando cigarrillos entre las dentelladas. Era divertido, burlón, tocado de un escepticismo que le hacía no tomar en serio casi nada. Me gustaba, por qué iba a negarlo, me gustaba. Cuando acabó la cena, nos tuteábamos, pero seguíamos sin saber gran cosa el uno del otro. Frente a una taza de café comenzó un registro más personal.

—Sigo preguntándome por qué una mujer como tú llega a hacerse policía.

—No pienso contestar a ninguna pregunta.

—Preguntar es mi deformación profesional.

—Y la mía también.

—Sí, pero sólo te interesan los vagabundos. No me has preguntado nada sobre mí.

—¿Qué me quieres contar?

—Nada que no quieras saber.

—Ya he descubierto algunas cosas de ti. Ésa es mi segunda deformación profesional.

—Es la segunda mía también.

—O sea que también estoy parcialmente descubierta.

—Veo que hay mucho en común entre policías y psiquiatras. ¿Quién empieza a cantar conclusiones, tú o yo?

—Empieza tú, a ti suelen pagarte tus interlocutores; los míos detestan saber lo que he aclarado sobre ellos.

—Bien, empezaré. No eres soltera, eso es obvio por tu talante y tu modo de obrar. Por tanto, eres divorciada. Además, hoy en día todo el mundo es divorciado si tiene el mínimo interés. Eres aparentemente fría, pero ocultas un lado pasional. Tienes fuertes contradicciones, eres impaciente, a veces colérica, sensible y amante de la soledad. Ahora te toca a ti.

—Vamos allá: bajo tu apariencia divertida hay un hombre que conoce la amargura. Supongo que eres divorciado, porque de lo contrario no te parecerían tan interesantes los que lo son. Te gusta la gente, pero puedes llegar a detestar que te hablen demasiado. Eres nervioso, inteligente, desprecias el modo de vivir de la mayoría… no sé, tienes un lado marginal.

Nos miramos con sonrisas amplias y sensuales, dentro ya de un abierto coqueteo.

—Petra, puestos a buscar paralelismos: ¿puedo pensar que me has invitado por la misma razón por la que yo he venido?

Iba deprisa, demasiado quizá, yo no estaba preparada aún, había perdido la costumbre, necesitaba otra cita, otra conversación, desaparecer en aquel momento, descansar, pensar. La voz casi no me salía de la garganta, pero la forcé para que sonara fuerte y decidida.

—Ricard, no creo que haya que ir demasiado lejos. Hemos cenado bien, hemos charlado…

Me interrumpió muy serio, radical:

—Puedo parecer un tipo atolondrado e infantil, pero no lo soy. No he venido aquí para irme a la cama contigo, y tú tampoco me has invitado con esa idea, pero ahora es justo lo que nos apetece hacer, y sería estúpido dejarlo pasar.

Se levantó, rodeó la mesa y vino hacia mí, me cogió de la mano y me impulsó a ponerme de pie. Cuando estaba a su altura clavó sus ojos en los míos y luego me besó con más hambre y más fuerza de la que nadie lo había hecho jamás.

—Si no me llevas a tu habitación, no tendré más remedio que arrastrarte hasta aquel sofá.

Lo llevé a mi habitación, aunque nos costó llegar. Tenía el cuerpo enjuto y ágil de un hombre de veinte años, pero actuaba con la sabiduría erótica de uno de cincuenta. Yo, por mi parte, no estaba para hacer cálculos sobre mi propia edad, perdí de vista la conciencia del yo, me fundí con su piel, con su boca, no fui durante un tiempo más que una partícula que formaba parte de una gran bola ígnea de placer.

Después de la sonada batalla, de la que salimos victoriosos los dos, me tumbé a su lado y empecé a oler el humo agradable de su cigarrillo. Sí, había pasado demasiados meses sin hacer el amor, o eso, o aquel tipo me gustaba muchísimo. Lo miré de reojo. Me sentía un tanto alarmada, porque suelo tomar yo la iniciativa sexual, y en aquella ocasión no había sido así. Cuando algo parecido ocurre, siempre tengo la sensación de haber sido tomada por sorpresa, me acomete un cierto complejo de Europa raptada por el toro y me repliego sobre mí misma. Como si hubiera adivinado mis pensamientos, Crespo dijo:

—¿Un intruso en tu cama?

—¿Eso parece?

—Sí, me miras por el rabillo del ojo como si te preguntaras quién soy.

—Es verdad, no sé quién eres.

—Soy un hombre de tu generación.

—¿Te pones a follar en seguida con todas las mujeres de tu generación que conoces?

Se echó a reír por lo bajo.

—¡Ay, querida inspectora!, por un momento había pensado que eras diferente de los demás; pero no, no lo eres, ¿por qué ibas a serlo?, y mucho mejor que no lo seas, desde luego.

Todas las fibras de mi cuerpo, aún relajadas y llenas de placer, se tensaron de pronto. Me aparté un poco para poder mirarlo a la cara.

—¿Puedes explicarte?

—A todos nos interesa ser únicos y especiales. Hacemos el amor como fieras, pero luego nos preguntamos si somos parte de un rebaño o el protagonista absoluto de una esmerada elección.

Me senté en la cama, la indignación que subía por mi pecho me dio la tregua suficiente como para pensar qué iba a contestarle.

—¿Estás elaborando algún estudio psicológico o te ha parecido un pensamiento lo bastante genial como para no callártelo?

—¿Te ha molestado que diga eso, de verdad te ha molestado?

Soltó una gran carcajada y se abalanzó sobre mí, derribándome, jugando, intentando besarme y hacerme cosquillas.

—¡Venga, Petra, no seas quisquillosa! No me digas que tú eres de las que aprecian los comentarios amorosos: «¡Oh, ha sido genial, creí que estaba en el cielo!»

—Aprecio la buena educación en cualquier circunstancia.

—¡Ah, eres deliciosa, en serio, la mujer valiente y experimentada que sin embargo cuida las formas! Me gustas, en serio, me gustas.

Estaba atenazada bajo la fuerza de sus brazos. Me sentía llena de furia, pero, al tiempo, no podía dejar de notar la atracción salvaje de su risa, el juego al que invitaba su ironía, el olor dulce a tabaco y a vida que emanaba de su pecho.

—¡Suéltame!, ¿te has vuelto loco?, ¡estás en la cama con una policía, sé kárate!

Sus carcajadas debían de poder oírse incluso desde la calle. Yo también empecé a reír, y aflojé la fuerza de mi rechazo. Entonces me besó con suavidad en los labios, y habló en voz baja:

—No, Petra, no me voy a la cama con todo el mundo. Te sorprendería saber qué pocas mujeres me han interesado en la vida. Pero tú me gustaste en seguida, mucho. Tú sí eres especial.

—Tengo ganas de mandarte al infierno, pero creo que lo dejaré para después.

Nos enzarzamos en un nuevo encuentro, más moroso esta vez, más sensual, sin urgencia, sin miedo, sin más objetivo que sentir con intensidad, con la fuerza interna de algo que no rozara el exterior, que naciera sólo de sí mismo.

No tenía ni idea de qué hora debía de ser cuando recuperé la conciencia de lo externo. Ricard empezó a acurrucarse a mi lado con los movimientos de quien busca la postura ideal para el sueño. Procuré no sobresaltarlo con la voz cuando le dije:

—Ricard, hay algo que quiero decirte y que espero que no te tomes a mal.

Se quedó muy quieto, en silencio, y cuando habló noté que se le había quitado el sueño de golpe.

—Adelante, ¿qué ocurre?

—Nada, una tontería. El caso es que no soporto despertarme en casa junto a la persona con la que… en fin, ya sabes, los buenos días, el desayuno… se trata de una manía, pero…

Hubo silencio. Pensé en la posibilidad de que se lo tomara a broma, pero no fue así. En tono absolutamente neutro, respondió:

—No te preocupes, dormiré un rato y luego me iré.

Así sucedió. Cuando me desperté por la mañana había desaparecido. Debió de marcharse con mucho sigilo porque no oí nada. Mi sueño había sido muy profundo. Salté de la cama y me desperecé. Tenía el cuerpo agradablemente dolorido. La ducha me pareció una hermosa cascada de agua termal y disfruté sobremanera del aroma del café y el color intenso del zumo de naranja mientras lo preparaba. ¡Hasta me apetecía llegar a comisaría! De modo incuestionable, podía deducirse que estaba de magnífico humor.