Dos días después del asesinato de nuestro homeless particular, nos encontrábamos como al principio. Garzón seguía sin poder completar una lista fiable de pandilleros y nadie había identificado la fotografía del muerto. Sólo contábamos con un análisis de huellas completamente negativo y con otro del rastreo del lugar, infructuoso también. No había aún resultados de autopsia. Sin embargo, era demasiado pronto todavía para que el comisario Coronas nos llamara a capítulo. Por eso nos sorprendió su deseo de «vernos inmediatamente» en su despacho. Garzón, avezado politólogo comisarial, en seguida dio una explicación plausible: los periódicos. Una vez más, los periodistas se habían lanzado a cultivar la llamada «alarma social» sobre las incontroladas bandas de skins que operaban en la ciudad. Yo también había leído las reseñas, pero no les di demasiada importancia. Sin embargo, Garzón, al parecer también avezado comunicólogo, esbozó una compleja explicación. La importancia de los temas concretos dependía mucho de la actualidad global. Si había noticias más enjundiosas que tratar, y por enjundiosas debíamos entender polémicas y alarmistas, entonces la crónica de sucesos pasaba a un segundo lugar.
Garzón era un sabio, un teórico emanado de la práctica diaria, porque como pude comprobar, todo lo que dijo estaba en la línea de lo cierto. Coronas había recibido un toque de atención del mismísimo jefe superior de Cataluña. Los skins eran asunto peliagudo que podía convertirse en una píldora política de envergadura. Si pasábamos mucho tiempo más sin encontrar culpables, llovería sobre nosotros la sospecha de ser tibios con aquellas pandas paramilitares que sembraban el terror entre los más desfavorecidos. Y de ahí a la acusación de connivencia policial sólo distaba un paso.
El comisario estaba cabreado, ¡cómo no!, pero el origen de su cabreo lo compartíamos varios sujetos. El jefe superior, por ceder ante la presión de los medios; los propios medios en sí, siempre metiendo las narices y magnificando los delitos, y, por supuesto, Garzón y yo, que llevábamos tres días con las manos en la masa sin conseguir siquiera la identidad de la víctima.
Algo subido de tono, pero sin llegar a la actuación operística de sus enfados oficiales, nos interrogó con su potente voz:
—¿Qué han estado haciendo en este tiempo?
—Lista de sospechosos y averiguaciones en el entorno de los «sin techo». Pero ninguna de las dos cosas está cerrada aún.
—¿Y la autopsia?
—Aún no se ha realizado.
—Mire, Petra, hasta ahora podían pensar que la cosa era un caso rutinario, pero ya ven que no es así, de modo que dejen cualquier otro asunto que lleven entre manos, los relevo. Eso significa que quiero resultados, los que sean, no más tarde de cuarenta y ocho horas.
—No sé si es tan fácil, comisario, estos vagabundos son gente de difícil seguimiento. Además, sin la autopsia…
—Hablaré con el juez para que le meta prisas al forense, y si no, vayan ustedes directamente al Anatómico y rajen al muerto. Me da igual.
—Comprendo que se haya creado alarma por la muerte de ese pobre hombre, jefe, pero lo cierto es que…
—¿Lo comprende?, ¿qué coño es lo que comprende? ¿Cree de verdad que a alguien le importa esa puta escoria?, ¿le importa a usted?
—A mí, sí, es un hombre.
—¡Vamos, no se me marque faroles humanitarios que no es lo que procede! A nadie le importa que revienten a ese tipo, ni al jefe superior, ni a los periodistas, ni por supuesto a la sociedad, a la sociedad menos que a nadie. Ni a ustedes tampoco, supongo, pero hemos de actuar como si fuéramos una ONG de las más reputadas. Trabajo y tacto, eso es lo que necesitamos.
Quedamos callados, y él se pasó la mano por la cara como hacía cuando algo le resultaba agobiante, cuando cumplía un deber en el que no creía demasiado.
—Y usted, Garzón, que no dice ni bestia. ¿Qué espera para entregar esa lista? Se trata de localizar a unos cuantos gilipollas, no de hacer una clasificación de los delincuentes más buscados por la Interpol. Quiero que me trinquen a cuatro pelados que podamos entregar a la prensa ¡ya! ¿Estamos? Para algo han de servirle los años que lleva en el tajo, ¿no?
—Estamos, señor. Sólo quería centrar bien el tiro, porque de lo contrario las sesiones de interrogatorios se hacen interminables e inútiles.
Se acarició de nuevo la cara. Estaba cansado, un auténtico cansancio existencial. Nuestro jefe comprendía perfectamente que el caso no era fácil, sabía que seguirle los pasos a un muerto sin nombre, familia ni relaciones sociales no podía resolverse en dos días, pero era su obligación apremiarnos en términos hoscos, y eso estaba haciendo. Supuse que ejercer la autoridad sin convencimiento era el gran mal de nuestro tiempo, que incluso los políticos sufren. Tiempos de desengaño asumido e institucionalizado.
Mientras deambulábamos por los pasillos de comisaría observé que Garzón estaba taciturno.
—¿Qué le pasa? —inquirí—. No me dirá que a estas alturas le preocupa una bronca del jefe.
—¿Se ha fijado en lo que ha dicho sobre mis años?
—Era una alusión positiva a su experiencia.
—¡Y una leche!, era una indirecta a mi edad. ¿No se ha fijado?, en comisaría la gente es cada vez más joven. Cualquier día querrán prejubilarme; en otras palabras, me echarán a la puta calle.
—Está usted fóbico con eso de la edad. Nadie ha insinuado que sea usted viejo, Fermín, al contrario, sus años…
—¡Déjelo ya, inspectora, queda muy bien pero no es verdad! Me hago viejo, ¡qué coño!, como todo el mundo, pero me jode, ¿qué le vamos a hacer? Y lo que más me jode es pensar que cualquier día uno de esos pipiolos descerebrados que navegan por internet ocupará mi lugar.
—Ese día no está cerca, relájese.
—¿De verdad cree en lo que dice? Es usted tan… ¡correcta!, como cuando le ha dicho al comisario que a usted sí le importa la muerte de ese tipo.
—¡Pero es que me importa, Garzón! Ya le comenté que…
—Sí, que los mendigos son como reyes, que es algo místico. ¡Menos mal que no le ha dicho eso al comisario, hubiera hecho alpinismo por las paredes!
Lo miré de través y enarqué las cejas en un gesto cínicofilosófico que sabía lo mal que le sentaba.
—¿Hay algo más de lo que quiera renegar o podemos ponernos al trabajo?
Cabeceó como una víctima de la injusticia del mundo y se largó pasillo abajo como un viejo perro enojado. Yo entré en mi despacho y me senté. Encendí el ordenador y leí las pocas líneas que había escrito sobre el caso. Cualquier reconvención que hubiéramos sufrido estaba justificada. En realidad, todas nuestras actuaciones habían sido erráticas y lentas. Parte de la culpa del fracaso la tenía el hecho de que desconociéramos aún la identidad del muerto, eso crea siempre confusión. Igual que constatar hasta qué punto se encontraba solo. No hay familia que exija responsabilidades, nadie reclama el cadáver… los rastros de existencia de aquel hombre eran mínimos, y si no hay existencia no hay muerte, ni por tanto asesinato. Comprendí que la única valedora real con la que aquel cadáver podía contar era yo. ¿Por qué no? En realidad, sí me importaba que lo hubieran matado, desde luego que sí. Mi fe en el ser humano era cada vez menor, pero justamente aquel tipo había sido expulsado o se había autoexcluido del mediocre círculo en el que todos nos protegemos, por tanto, merecía un respeto, un pequeño homenaje tutelar. Además, todos los quijotes son siempre varones, mientras que del lado práctico y realista se ocupa normalmente la mujer. Bien, esta vez iba a ser diferente. Por muy piltrafa humana que fuera aquel pobre sujeto, yo iba a dedicarle todo mi ímpetu guerrero, la mejor actuación policial de mi carrera.
Observé bien los datos con los que contábamos. Los lugares que nos había proporcionado la guardia urbana no me decían nada, ni siquiera podría haberlos identificado en un plano de Barcelona. Y lo dicho por el psiquiatra tampoco iba a ninguna parte, puede que más adelante nos sirviera de orientación, pero de momento eran cuatro estadísticas sin alma. Pensé en el psiquiatra, ¡vaya tipo estrafalario! Supongo que todos nos contagiamos del aire profesional en el que nos toca respirar. Sin duda, yo misma debía de tener, a aquellas alturas, un halo de bofia a mi alrededor. Nada que pudiera advertirse con facilidad, pero sin duda existente. Sí, un gesto duro, un rictus de suficiencia e impenetrabilidad.
Me puse en pie. Cuando se deja fluir el pensamiento sin ningún objetivo concreto suelen surgir pocas ideas interesantes. Es mejor actuar.
El Anatómico Forense no es un lugar al que me guste acudir, pero tenía la sensación de que aceleraría el proceso si conseguía dar con el médico al que hubieran encargado nuestra autopsia. Si no lo conseguía, mis órdenes eran rajar al muerto personalmente. Bien, ¿por qué no?, rajar muertos no era más ridículo que otras actividades, como, por ejemplo, tomar el té.
El forense de mis sueños era una mujer, la doctora Caminal. No puso ningún inconveniente en recibirme, y cuando me presenté me miró con curiosidad. No sé qué le llamó la atención en mí, ella sí era un ejemplar peculiar de forense. No debía de tener más de treinta años, era rubia, atractiva, peinada con estilo y naturalidad. Me pregunté qué demonio se le había perdido a aquella mujer en aquella siniestra profesión.
—Ya sé que no me ha llamado usted, desde luego doctora, pero mi comisario se ha puesto tan insistente que he pensado en la posibilidad de venir a pedirle que agilice usted el trámite.
Tenía los ojos clavados en mí con clara sorpresa. Sonrió, movió la cabeza como si no acabara de creerse lo que veía.
—¡Caray, inspectora!, me habían dicho que ese tipo de cosas las hacen los policías de la antigua escuela, y lo cierto es que usted no me parece para nada de la antigua escuela.
Solté un par de carcajadas falsas para demostrar que en efecto no era de la antigua escuela.
—Bueno, lleva razón, venir aquí para pedirle que me pase delante en la lista es ni más ni menos que una cutrez; pero la alternativa era rajar yo misma al muerto. Eso fue exactamente lo que me dijo mi comisario.
—¡Vaya!, su comisario sí que es de la antigua escuela.
—Más que Hércules Poirot. Así es como funcionan las cosas en la policía, ya puedes tener una alma progresista y novedosa, que si tu jefe es un individuo tradicional, no hay modo de saltarse su influencia.
Sonrió de nuevo. Se quedó en silencio, sopesando la posibilidad de aceptar mi petición.
—No hace mucho que estoy destinada aquí, de manera que si empiezo faltando a las normas… por otra parte, me apetece hacer algo un poco irregular. ¿Puede esperar una hora? Si se espera, me quedaré trabajando un rato más, y al menos podría salir con un primer informe.
La esperé. Por fortuna, no todo el mundo exhibía un mal humor como el mío. Aquella doctora no había sufrido aún el desgaste profesional suficiente como para ser incapaz de hacerle un favor a alguien sin motivo. Debía seguir su ejemplo, intentar sacudirme las malas pulgas que siempre me acompañaban en los últimos tiempos.
Cuando me tocó el turno, me ofreció si quería estar con ella en la sala mientras trabajaba. No podía negarme, aunque era lo que menos me apetecía en el mundo.
Vi entrar el cadáver del mendigo y casi no lo reconocí. Lo habían bañado y peinado. Tenía un aspecto digno e imponente.
—Parece un hombre guapetón —dijo la médica—. ¿Quién es?
—No lo sabemos todavía. Vagabundeaba por las calles y, aparentemente, lo mataron a golpes unos skin heads.
—¿Con qué?
—Un bate de béisbol que hemos llevado a analizar.
—¡Qué hijos de perra! Cójanlos, inspectora, no los dejen escapar. Esa gentuza se merece un escarmiento que sirva de aviso para todo el mundo.
—Ya, justamente es eso lo que dice la opinión pública, de ahí las prisas del comisario.
—Me alegro de haberle dado prioridad.
Se calzó los guantes de exploración y miró al hombre desnudo que yacía frente a ella. Inmediatamente, su expresión cambió. Aquel joven rostro femenino que parecía tener siempre una sonrisa en los labios se convirtió en una cara reconcentrada y tensa. Utilizó una mascarilla.
—Debemos tomar precauciones con el Sida —dijo.
Sólo verla actuar, comprobar cómo manejaba sus manos, dónde las dirigía sin el menor titubeo, me di cuenta de que sabía muy bien lo que estaba haciendo. En ningún caso su juventud significaba desconocimiento o inexperiencia.
Me aparté unos pasos para no ver sus maniobras, nunca me las he dado de valiente frente a un cuerpo humano sin vida. Sin embargo, se volvió hacia mí y me hizo acercarme.
—Venga, inspectora, quiero que vea esto.
Como se dio cuenta de que dudaba, intentó tranquilizarme sin asomo de burla o suficiencia.
—No se preocupe, no he cortado nada todavía, no hay nada demasiado desagradable.
Ladeó la cabeza del hombre y me mostró una zona erosionada y tumefacta.
—Fíjese, aquí ha recibido un golpe fuerte con un objeto romo, probablemente el bate del que me habla. Sin embargo, si le damos un poco la vuelta… —Dobló el brazo derecho del cadáver y lo hizo girar de lado—. Observe, aquí, en la base del cráneo, tiene otra herida aún mayor. Yo diría que es una herida de bala. La sangre que hay alrededor y los bordes del orificio presentan una retracción y una coagulación más larga que en el golpe lateral.
—¿Y eso qué significa?
—Tendré que cortar y analizar tejidos para estar segura al ciento por ciento, pero yo diría que la herida más grave se la hicieron antes, incluso podría aventurar que dos o tres horas antes que la otra. Es casi seguro que fuera esa herida de bala la que lo dejó sin vida. Verá, para la contundencia del otro golpe hay poca sangre avecinada en la zona. Puede que recibiera ese segundo golpe estando ya muerto.
Asentí varias veces, mirando con horror aquella cabeza blanca y tumefacta que para la joven doctora parecía no tener secretos.
—¿Se da cuenta de lo que le digo?
—No, lo siento, soy incapaz de percibir lo que usted ve.
—Pero sí que se dará cuenta muy claramente de las marcas que tiene este hombre bajo los brazos. ¿Ve?, las dos axilas están rozadas. Tengo la impresión de que lo arrastraron con todo su peso agarrándolo por ambos brazos.
Vi con toda nitidez las señales a las que se refería.
—Un testigo vio a unos skins arrastrando al hombre desde un coche hasta un banco del parque tal y como usted dice.
Mis palabras la hicieron reflexionar. Inspeccionó de nuevo las marcas.
—¿Ha estado usted en ese lugar?
—Sí.
—¿A cuántos metros estamos refiriéndonos, cien, doscientos?
—Apenas veinte pasos.
—No, entonces es imposible, estas señales no pudieron producirse en un trayecto tan corto. Lo arrastraron así más tiempo; es difícil determinar cuánto.
—Lo que está diciéndome es que a ese hombre no lo mataron en el parque con un golpe de bate, sino que llegó al parque ya cadáver.
—Creo que así es. Quizá le dieron ese último golpe para cerciorarse de que estaba muerto.
—Es posible, doctora, pero también puede ser que intentaran montar una falsa paliza identificable por algún testigo casual que pudiera observar la escena, dejar bien claro que eran skins, una especie de macabra marca de fábrica.
Sus ojos discretamente enrimelados me miraron por encima de la mascarilla.
—¿Cree tener alguna pista?
—Aún no, pero lo que me ha dicho es esencial.
—Supongo que aparecerá la bala, y más cosas, al final de la autopsia, también cuando mandemos los órganos a análisis. Voy a seguir.
Hubiera querido salir zumbando inmediatamente, pero me parecía poco educado dejarla después de que hubiera atendido mi petición, así que volví a una distancia prudencial. Sin embargo, aunque no viera nada, los sonidos me llegaban con demasiada nitidez. Oía las tijeras de podar cercenando costillas, los órganos blandos cayendo con un «flop» melifluo en las bandejas de acero inoxidable, algunos borboteos inclasificables… Para cuando la bella doctora acabó, yo necesitaba urgentemente un poco de aire y un poco de alcohol.
—Se lo agradezco mucho, doctora Caminal.
—Llámeme Silvia y hábleme de tú. Aquí tiene la bala, estaba alojada en el encéfalo.
—Parece una nueve milímetros del corto.
—Eso usted lo sabrá.
—¿Por qué no viene hasta el bar de la esquina para tomar una copa conmigo? Ese tipo de cosas también forman parte de la antigua escuela.
—De acuerdo, sigamos con las viejas tradiciones.
No bebía. Aquella mujer que acababa de enfrentarse con la parte más dura de la vida sólo tomaba zumo de frutas. No necesitaba de ánimos extra, ejercía simplemente su profesión. La pregunta que había estado evitando hacerle no pudo permanecer más tiempo en la recámara. Pasé a tutearla.
—Seguro que ya te habrán preguntado esto mil veces, pero es que viéndote actuar hoy…
—Sí, ya sé, lo que quieres saber es por qué una chica joven como yo se ha metido en algo tan espantoso como abrir en canal a la gente muerta. Soy buena en lo que hago, ¿sabes? Y creo que algún día seré la mejor. Saqué sobresaliente en todas las asignaturas de la especialidad. Tengo planes. Algún día estaré en la cúspide profesional.
—Tienes el futuro muy claro.
—Sí. También sé que no tendré hijos y no me casaré si se trata de un matrimonio que pueda hacer peligrar mi carrera. Ahora hay muchas mujeres que pensamos así, lo que pasa es que no suele decirse, queda mal.
Me miró con la misma inocencia que una niña de pecho.
—Tú también tienes que haberlo visto claro para ser policía.
—¿Yo? No sólo no lo vi claro al principio, sino que sigo viéndolo oscuro aún hoy. Y no se trata de algo sólo profesional, con el resto de mi vida me pasa lo mismo. Si hago A, tengo inmediatamente la sensación de que debería haber hecho B. Pero si rectifico, pienso que estoy dejándome influenciar por la opinión general. Cuando trato a alguien con rigurosidad, me arrepiento en seguida, pero si me muestro demasiado amable, creo haber permitido que se me suban a la grupa. En fin… que lo mejor sería no haber nacido nunca.
Me miraba con estupefacción, sin duda no esperaba una declaración de inseguridad semejante.
—¿Lo entiendes? —pregunté.
—No —contestó sinceramente—. Yo pensaba que las mujeres de tu generación erais duras como rocas. Al fin y al cabo, habéis abierto camino.
Apuré la cerveza con un gesto fatalista.
—No te engañes, sí, somos duras, pero para abrir camino, primero hay que escogerlo, y ahí está la verdadera complicación.
—Tengo la sensación de que ahora es más fácil.
—No lo sé, yo me las apañaría también ahora para hacerme un lío, las complicaciones son mi especialidad.
Nos miramos con simpatía. Nunca hubiera pensado que llegaría a caerme bien alguien que rehusara el alcohol y el tabaco, pero así era, el paso del tiempo también hacía mella en mí.
Observar las expresiones de Garzón mientras le contaba los primeros hallazgos de la autopsia me produjo un enorme placer. Pensaba intensamente, conjeturaba a toda prisa sin decir ni una sola palabra. Al terminar mi información, abrí los brazos pasándole el turno de palabra.
—¿Qué impresión le causa todo esto?
—Vamos a ver. Ordenemos los hechos. Si unos skins matan a un tipo y se toman la molestia de conducirlo a otro lugar, es porque no se trató de una acción sin premeditar. Lo conocían, aunque fuera de vista, y decidieron matarlo. Si después de pegarle un tiro le dan con un bate, es porque querían dejar bien sentado que eran skins.
—¿Cree que existía una relación previa entre ellos?
—Eso es mucho decir. Skins y vagabundos son como enemigos naturales. Los gatos no tienen más que un tipo de relación con los ratones, y los lobos sólo quieren a las ovejas para una cosa.
—Pero si no hay relación, ¿por qué tomarse tantas molestias?
—¿Cree que esos hijos de puta sólo matan en arrebatos pasionales? No, ni hablar, los creo muy capaces de escoger una víctima al azar y seguirla, incluso varios días, hasta que se presentara la ocasión de darle muerte. Piense que sus teorías se basan en eslóganes como «limpiar la sociedad de parásitos» y otras bazofias por el estilo.
—¿Eran una banda organizada que buscaba mendigos para hacerlos desaparecer?
—No necesariamente, inspectora. Pudieron verlo varios días en el mismo lugar, ¡quién sabe!, quizá donde uno de ellos vive o donde van a tomar copas, hasta que en una ocasión decidieron quitarlo definitivamente de ahí. Dentro de los skins hay críos que sólo juegan con la estética paramilitar, pero también hay cabrones con bastantes delitos a las espaldas. Espere a ver la lista que he elaborado, cualquiera de esos tipos podría llegar al asesinato.
—¿Y si no eran skins, Garzón, y si se disfrazaron y se dejaron ver junto al parque de la Ciudadela para que alguien los identificara como lo que no son? Eso justificaría los golpes innecesarios, el abandono de ese bate de béisbol tan de manual.
—¿Quiénes eran, entonces? Me cuesta creer que un mendigo movilice tanta preparación. Si no hay drogas ni dinero… Además, era de madrugada, que existiera un testigo no parecía previsible.
—Siempre hay testigos en un lugar abierto en medio de la ciudad. No podemos dejar de identificar a la víctima.
—No, por supuesto que no. ¿Preparo los interrogatorios de los skins?
—Sí, mañana por la mañana les daremos un buen repaso.
—Inspectora, ¿cómo consiguió que le hicieran la autopsia al cadáver si no le tocaba aún?
—Recurrí a los procedimientos policiales más casposos.
—Creí que no estaba de acuerdo con esos métodos.
—Y no lo estoy, pero me he dado cuenta de que hacer siempre lo acorde con tus propias ideas entorpece la acción.
—Ya —repuso escuetamente. No las tenía todas consigo, esperaba que de un momento a otro le saliera por peteneras proponiéndole algún jeroglífico existencial en el que no había pensado. Incluso se quedó quieto, aguardando la continuación. Adopté la suficiente seriedad como para dejar claro que no había en mi ánimo ninguna ironía.
—Dije que el asesinato de ese hombre me importaba. Y, ¿sabe una cosa, Fermín? Es verdad. De modo que voy a resolverlo aunque sea lo último que haga en mi estéril vida. Si para cumplir tal propósito tengo que adoptar procedimientos trasnochados, los adoptaré. Es más, si en algún momento no hay más remedio que saltarse la estricta legalidad, me la saltaré. De ahora en adelante, es como si no me conociera, Garzón, porque le aseguro que no me reconocerá.
Lejos de mostrarse sorprendido, su cara parecía traslucir conformidad. Sí, ahora le parecía más normal mi reacción. Según su criterio, ningún proyecto simple podía emanar de mí.
—El doctor Ricard Crespo quiere verla, inspectora, dice que ya lo conoce usted.
El guardia esperaba mi respuesta, pero estaba tan sorprendida que lo miré sin contestar.
—¿Le digo que pase o no? Ya le hemos pedido el carnet.
Me acordaba perfectamente de él, su aspecto desaliñado, el color plateado de las sienes… sólo le faltaba la bata blanca para completar la pinta de sabio tradicional. Me miró y se lanzó a darme la mano con la misma cordialidad de quien acude a una cita amistosa.
—¿Qué tal, inspectora, cómo está?
Tenía la mano fría, enérgica y nerviosa.
—Puedo sentarme, ¿verdad?
Se sentó antes de darle permiso, y sin pedirlo para fumar, sacó un cigarrillo y lo encendió. Me di cuenta de que, en vez de preguntarle qué hacía en mi despacho, estaba observándolo como si fuera una especie de espectáculo.
—Estoy contento de haber venido, inspectora Delicado, ya ve. Cuando me dio usted su tarjeta, pensé que no iba a utilizarla, pero luego me dije: «¿Por qué no?, ¡hay que colaborar con la autoridad!», ¿comprende?
Su estilo era atropellado y coloquial, en ningún momento daba a entender que se dispusiera a hacer una declaración.
—Si quiere que le sea franco, es usted la primera policía que veo en mi vida, y si quiere que siga con la franqueza, le diré que la figura del policía en sí nunca me ha caído demasiado bien. Me pregunto cómo es usted, qué carácter tiene, qué manías, cómo afronta su labor profesional. Ya sabe que la psiquiatría siempre se basa en una curiosidad sin límite.
Estaba convencida de tener bien abierta la boca a aquellas alturas. No lo podía creer, aquel tipo medio pirado se plantaba en mi despacho y empezaba una atolondrada conversación sobre mi modo de ser. No sabía por dónde tirar. Él no me dio muchas oportunidades, porque siguió hablando del modo más natural.
—¿Qué la llevó a ingresar en la policía?, dígame, ¿la necesidad de acción, un complejo de culpa no asumido?
Tuve que hacer un gran esfuerzo para no saltar del asiento y ponerme a gritar. Me contuve, no quería que aquel individuo hiciera sobre mí un diagnóstico precoz de histeria.
—Un momento, doctor, un momento. Supongo que no ha venido hasta comisaría para hacerme un test de personalidad, sino que tiene datos sobre la investigación que quiere contarme.
Se removió en la silla como un gusano acosado por un palo, pegó tres chupadas espasmódicas al cigarrillo y lo apagó formando unos pequeños fuegos artificiales en el cenicero.
—Sí y no. Quiero que sepa que me he tomado muy en serio lo que me dijo. He mostrado la foto de ese mendigo a todo mi personal sanitario, a todos sin excepción. Lo malo es que nadie parece haberlo reconocido. Creemos que ese hombre nunca ha pasado por nuestros servicios. No, nos tememos que no.
—En ese caso…
—Claro que faltan por investigar las consultas ambulatorias de la Seguridad Social. Antes de enviármelos a mí, los médicos generales lo piensan dos veces, si no lo ven muy mal…
—Resulta poco probable que alguien se acuerde de este hombre de una consulta puntual. Los médicos de la Seguridad Social ven a mucha gente; es una gestión que no podemos abordar, hay pocas garantías de éxito.
—Sí, eso he pensado yo también. Pero lo que usted no sabe es que hay un pequeño dispensario en el barrio del Raval con el que solemos tener una colaboración muy estrecha. Si ven a algún «sin techo» que puede necesitar una medicación ligera sin internamiento, nos consultan a nosotros, le abren ficha y se la proporcionan. De ese modo, si empeora o recae, ya tenemos sus antecedentes.
—Bien, ¿le han dado ellos alguna información?
—Aún no he tenido tiempo de ir a verlos, la verdad.
De nuevo noté que la boca se me aflojaba por el lado inferior. Cabeceé, ya sin ganas de ocultar mi estupefacción. Él me observó con sus ojos penetrantes y continuó como si tal cosa:
—Quería informarla, que supiera cómo van las cosas, que vea que no me he olvidado en absoluto de sus preguntas.
Solté una risa falsa, y busqué mi mejor tono cortante para decir:
—¡Qué barbaridad, doctor Crespo!, si todos a los que preguntamos sobre un caso reaccionaran como usted, la plantilla de policías descendería… Claro que habría que contratar a mucha gente para atender a quien viniera a informar. Imagínese, llevamos diez minutos hablando para nada en concreto.
Le resbalaban mis invectivas. Se rascó la barba de tres días y, sin ningún embarazo, prosiguió:
—Claro, lo comprendo, sé a qué se refiere. En ese caso será mejor que le diga lo más concreto que he venido a exponerle: ¿quiere cenar conmigo esta noche?
Me ganó. Me había ganado, ¿para qué negarlo? Nunca, nadie, jamás, había tenido los santos bemoles de plantarse en comisaría y pretextar el cumplimiento de su deber ciudadano para invitarme a salir. Recordé las palabras de la enfermera: «El doctor Crespo es un poco especial.» ¿A qué santo una ciudad europea y moderna como Barcelona dejaba en manos de un tipo como aquél la salud de sus ciudadanos aunque fueran homeless? ¿Y qué era aquel tipo, un gilipollas, un genio, un jeta con pátina intelectual? Sin embargo, me había ganado, porque mientras pensaba todo aquello ya había transcurrido un tiempo de reacción excesivo para una mujer mundana como yo. Reaccioné tarde y mal.
—Doctor Crespo, se lo agradezco, pero el trabajo de un policía no deja tiempo para la frivolidad ni para cenar con personas a las que no se conoce.
Me equivoqué, ¡vaya si lo hice!, calibré mal, porque el psiquiatra no era ningún descerebrado y sacó una ironía imprevista para decir:
—¡Ah, qué encantador! Es curioso cómo en momentos de tensión y desconcierto todos volvemos a los consejos infantiles para protegernos: «No hables con desconocidos.» Sí, encantador, no creí que fuera usted tan clásica, Petra, otro punto a su favor. Los otros puntos positivos que tenía de usted eran demasiado superficiales. En realidad, era sólo uno: la encontré salvajemente atractiva, de verdad, uno de esos atractivos que no se esperan en un policía. Pero lo comprendo, si es usted del tipo clásico, tendré que perseverar.
Se levantó tan campante, hizo un amago de sarcástica reverencia y se marchó sin darme tiempo para una réplica salvadora. Tanto mejor, porque no la tenía. Me quedé sentada y estática como una imbécil. Intenté recapacitar. Me puse en pie, tenía ganas de pegar un berrido, que hubiera sido lo realmente saludable, aunque naturalmente no lo hice. ¿Estaba enfadada? No. ¿Humillada? En cierto modo, sí. Nunca ha sido mi costumbre permitir que el otro diga la última palabra. Claro que no había tenido elección, aquel hombre se movía y hablaba a una velocidad excesiva para mí. Otro gallo le hubiera cantado de haber estado en un contexto diferente, pero en plena comisaría, en mi despacho, con el ordenador encendido y un guardia en la puerta… ¡Dios! Un atractivo salvaje. Un atractivo salvaje… ¡qué gilipollez! Descubrí que se me había dibujado una sonrisa en los labios y entonces sí me enfadé, pero conmigo misma. ¿Qué había dicho?, ¿qué lugar común nauseabundo y hortera había utilizado? ¡Ah, sí!, la frivolidad. ¡Por todos los demonios, Petra, la frivolidad! Eso era mucho más lacerante que el no hablar con desconocidos. Finalmente había tenido suerte de que el psiquiatra no se hubiera fijado en mi mención de la frivolidad, ése sí era un trauma infantil.