CAPÍTULO PRIMERO

Garzón no comprendía por qué aquel cadáver me impresionaba especialmente; tampoco lograba hacerse una idea de cuál era la índole de mi emoción. Según él, a aquellas alturas, ya habíamos visto más muertos que Napoleón y Nelson juntos, y tampoco el parque de la Ciudadela era precisamente el campo de Waterloo. Un simple mendigo tumbado en un banco, ése era todo el hallazgo. Casi parecía que el hombre estuviera dormido y aquella mañana no hubiera podido despertar. Pero no era así, lo habían apaleado hasta matarlo, si bien nadie había logrado borrar de su cara una serena dignidad. Manos largas, barba florida… era como el rey Lear dejado a su suerte en la tormenta, abatido por un injusto rayo, solo, inmóvil, recordando con su magnificencia que, incluso después de abandonado, seguía siendo un rey.

—Bobadas, inspectora… —me devolvió a la realidad mi subalterno—, un rey de la mugre quizá. ¿Quiere que le quitemos las botas y echa usted una ojeada a sus pies? Seguro que ningún rey apesta de esa manera.

¿Por qué todos consideramos que es más real lo feo que lo hermoso, lo visto que lo escrito, lo vivido que lo pensado? Un absurdo convencionalismo. Me esforcé por expresarme frente a Garzón; le tenía demasiado respeto como para no intentarlo al menos.

—Verá, subinspector, un vagabundo tiene una cierta grandeza, es como un santón, como alguien que hubiera alcanzado la sabiduría, o un nivel superior de conocimiento. Puede no dar importancia a las miserias que nos atormentan a los demás, vive libre, es superior. Por ejemplo, no paga hipotecas, ni ve programas de televisión, ni compra billetes de autobús… está por encima, carece de servidumbres, ¿me explico?

Garzón miraba con intensidad la cara del hombre, se hacía eco de mis palabras, las analizaba. Animada por esa reacción, proseguí:

—Es algo de tipo místico, ¿comprende? Como contemplar una gran catedral.

—La comprendo, sí. Me hubiera gustado verla hablando como abogada ante un tribunal, Petra, ¡lo hace tan bien!

—En un tribunal nunca podría haber dicho esas cosas, Fermín, me hubieran tomado por loca.

—Pues anda que aquí… ¡menos mal que se acababa de marchar el juez, que si no…! Porque todo eso de la mística y los billetes de autobús es muy bonito, pero a nosotros bien poco nos va a ayudar. Mire, a este santón le han dado una manta de hostias de mucho cuidado, los hechos son los hechos, y para catedrales, la de Burgos, de modo que…

¿Era necesario que intentara ser gracioso además de realista, que exhibiera aquel gracejo castizo tan típicamente español? No se le podía hacer otro reproche, porque en el fondo llevaba mucha razón. Una manta de hostias y la muerte. Después, el bullicio acostumbrado: acordonamiento, guardias preguntando en la vecindad, el juez, el forense y nosotros dos a cargo del caso. Un triste cortejo para un rey muerto.

—Para tantos golpes lleva muy poca sangre seca sobre la piel —dijo la forense, acercándose al cadáver de nuevo. Lo observó en silencio. Era una mujer joven y elegante, había dejado su bolso de fino tafilete sobre la acera.

—¿Hace mucho que murió? —pregunté.

—No me atrevo a decir nada. Está muy rígido, pero los golpes… En cuanto haga la autopsia se lo digo, inspectora, prefiero no arriesgar.

Garzón la miró alejarse mientras se acercaban los camilleros a levantar el cadáver.

—Hay que ver cómo son estos jóvenes, ¿eh, inspectora?, todo ha de ser exacto y oficial. Nosotros somos un poquito más flexibles, ¿no?

—Eso mismo decían los dinosaurios sobre las gacelas y ya ve.

No le hizo ninguna gracia mi comparación. Para él, los jóvenes parecían ser un hatajo de competidores desleales que venían al mundo con la única misión de desplazarlo de su lugar ganado en buena lid gracias al esfuerzo personal y las virtudes únicas de su generación.

Miré alrededor. Estábamos en una de las calles que limitaban el parque. En el parterre lateral había más bancos paralelos al nuestro, sobre los que fotógrafos de la policía habían almacenado su material. Levanté la vista hacia el antiguo edificio que había enfrente. Eran apenas las siete de la mañana, pero varios vecinos atisbaban desde sus ventanas cada uno de nuestros movimientos. Los guardias terminaban ya su ronda de preguntas en busca de testigos. Uno de ellos me dijo que sería difícil encontrarlos entre los habitantes de las casas. Se trataba de construcciones bastante antiguas en las que los dormitorios eran interiores. Todo el mundo debía de estar durmiendo cuando el mendigo fue atacado. Cada uno de mis enviados que regresaba me daba una nueva decepción. Nadie había oído nada. Me volví hacia uno de nuestros policías, que estaba quieto como un centinela junto a un hombre silencioso. Le pregunté a Garzón en voz baja quién era, y él me sopló con cierto estupor:

—El basurero que encontró el cadáver.

Volví a mirarlo y comprendí la sorpresa del subinspector. El basurero iba uniformado con un aparatoso traje fluorescente que lo acreditaba en su profesión sin ningún género de dudas.

Me acerqué a él. Parecía cansado, compungido, tieso de frío.

—Usted lo encontró.

—Sí, señora. Pasábamos en el camión y lo vi tumbado ahí.

—¿No pensó que estaba durmiendo?

—Yo soy de los que va colgado detrás, poniendo los containers en su sitio, ya sabe. Ese hombre tenía el brazo caído hacia el suelo y la cabeza colgando. Me extrañó. Le dije al compañero: «¿Qué te juegas que a ese tío le ha dado un arrechucho y se ha quedado frito ahí?» Entonces el compañero me contestó: «Sí, una buena cogorza de vino es lo que le ha dado.» Total, que yo me acerqué, y en seguida me di cuenta de que no era normal porque estaba muy señalado y no respiraba. Entonces pensé…

Cada ciudadano de este país, por muy bajo que sea su nivel cultural, lleva dentro de sí a un gran narrador que, al hablar, utiliza comparaciones, recrea diálogos, incluye pensamientos… un despliegue de estilo que para los interrogatorios resulta fatal. Sin embargo, antes de que pudiera impacientarme, un guardia nos interrumpió. Venía contento, casi sonriente, como un cazador que acaba la jornada con una ristra de perdices colgada del morral. Sus perdices en esta ocasión eran un joven que caminaba junto a él, la cabeza tapada por una capucha de chándal.

—Inspectora, es un testigo, dice que ha visto lo que pasó. Estaba escondido en un portal.

No conseguía verle la cara, se replegaba sobre sí mismo como un caracol.

—Acérquese y descúbrase la cabeza —le ordené.

—Ni hablar. Si me ven hablar con ustedes, uno de esos tipos vendrá a por mí. Quiero que me declaren «testigo protegido» y que me lleven a un hotel mientras los cogen.

Garzón intervino con una risotada llena de potencia y causticidad.

—¿Dónde has visto eso, tío, en una película?

Dio un paso al frente y se disponía a arrancarle la capucha de la cara, cuando se lo impedí tomándolo del brazo.

—Vamos a ver. No te vamos a llevar a un hotel, pero si quieres nos metemos en un bar y me cuentas lo que sepas, ¿de acuerdo?

Se quedó quieto, pensando si aquél era un adecuado nivel de protección, y su silencio me dio a entender que había captado cuál era la distancia entre las películas americanas y la realidad nacional.

—Está bien —accedió.

El policía que lo había encontrado estaba dispuesto a venir con nosotros, pero Garzón lo mandó seguir con su tarea sin muchas contemplaciones. No fue nada difícil dar con un bar. Era pequeño, cutre, lleno de botellas pringosas en exposición. Debíamos de ser los primeros clientes de la mañana. Pedimos café y nos instalamos en la mesa más lejana a la barra para no ser oídos por el dueño. Al fin, el monje misterioso se deshizo de la parte superior de su hábito. Ante nuestros ojos apareció un joven enclenque, de cara demacrada, con el pelo cortado a cepillo y teñido de blanco. El pabellón de una de sus orejas estaba adornado por al menos diez aros de plata. Me pareció un ser desarraigado y triste, un pobre perro mestizo débil y abandonado.

—Empecemos por el principio, ¿qué hacías tú en el lugar de los hechos?

—Yo, pues, yo me había sentado en los porches de la calle a descansar y, más o menos, me dormí porque eran casi las tres de la mañana.

Garzón sacó a toda prisa el bigote de su taza de café para decir:

—Te habías metido algo y estabas tan colocado que no podías ni andar, de modo que por eso te quedaste en los porches. Vamos mejor así, ¿no?

No tenía ánimos ni para protestar. Su mirada huyó del subinspector y erró por encima de la mesa.

—¿Tienen un cigarrillo? Se me han acabado.

Saqué mi paquete del bolso, lentamente, quería darle tiempo para reaccionar. Si Garzón iniciaba un acoso en contra suya, quizá se cerrara como un mejillón ante una alarma. Le encendí el cigarrillo. Mi ayudante continuó, implacable:

—¿Y por qué te has quedado metido en un portal toda la noche, tan colocado estabas? Porque si llevabas un ciego de impresión no sé si nos valdrá tu testimonio.

Tomé la palabra con suavidad:

—Se quedó toda la noche porque quería contar lo que ha visto, ¿me equivoco?

El pequeño ratón de ciudad me miró con la admiración que se experimenta frente a un sabio.

—Eso es, inspectora, usted lo ha dicho. Yo, ir a buscar a la poli, pues no, la verdad, no va conmigo. Y no sólo por seguridad, no crean, sino porque, en fin, no sé…

—Una cuestión de principios.

Se animó extraordinariamente al oírme; debió de pensar que conmigo sí era posible entenderse. Continuó con un visible alivio.

—Ni siquiera llamar por teléfono, tampoco estaba en condiciones. No me había metido nada como ha dicho su colega, pero estaba cansado. Una mala noche la tiene cualquiera, ¿o no? Pero claro, lo que he visto es tan fuerte, y esos hijos de puta son tan hijos de puta…

—¿Qué ha visto?

—Yo estaba en el porche, a lo mío, preparado para descansar un rato porque además estaba lloviendo un poco. En eso veo que llega un coche a la altura del semáforo y se para. Bajan dos tíos, dos skins, para ser más exacto, con las cadenas y la facha de cuero y todo lo demás. Y van y sacan a otro tío, ese que han encontrado muerto, y lo arrastran entre los dos hasta ese banco. Lo sueltan y el tío cae tumbado y allí se queda. Entonces, con un palo le pegan cuatro hostias en la cabeza y tiran el palo por encima de la verja del parque. Se vuelven al coche y salen cagando hostias. Y ya está. El pobre tío ni se defendió ni se quejó, yo creo que lo traían drogado o borracho, porque cuando lo arrastraban le colgaban las piernas. Es muy fuerte hacer eso, inspectora, muy fuerte. Así que yo me dije: «Si la poli me encuentra, se lo cuento, y si no, pues da igual, el tío ya está jodido…»

Garzón y yo intercambiamos una mirada de inquietud.

—¿Crees que el tipo estaba inconsciente cuando lo dejaron sobre el banco?

—Yo diría que sí.

—¿Viste la cara de los skins?

—¡Qué va, estaba lejos!

—¿Y el coche, recuerdas de qué marca era?

—No, yo de coches no entiendo nada. Era un coche pequeño y de color oscuro. No sé más.

Garzón le insistió un momento, lo presionó como pudo diciéndole que si sabía algo más de los agresores debía decirlo por su propio bien, pero no dio resultado. Yo hubiera jurado que aquel pobre tipo había contado estrictamente lo que vio. Nos acompañó, de nuevo bien metido en su capucha, hasta el lugar donde el palo citado había sido lanzado hacia el interior del parque. Los jardineros del ayuntamiento ya habían abierto la puerta de acceso a la Ciudadela. Con ayuda de nuestros hombres, no fue muy difícil encontrarlo. Era un bate de béisbol, de aspecto nuevo, con varias manchas de sangre.

Más difícil fue conseguir que nuestro testigo se aviniera a ser conducido frente al juez para declarar. Lo dejamos en un coche celular contándoles a los agentes la historia de que quería ser testigo protegido y que le dieran un hotel donde esconderse.

—El pobre diablo sueña con comer caliente —le dije a Garzón. Pero mi compañero estaba ensimismado en sus pensamientos. Rascándose compulsivamente la barbilla acertó a murmurar:

—Inconsciente y trasladado hasta aquí. Lo golpean y dejan el bate tirado. Es raro, ¿verdad?

—Todo es raro en la vida, Garzón.

—Ni que lo jure.

—Lo primero es averiguar quién es el muerto.

—No, inspectora, lo primero es informar al comisario Coronas. Me ha pedido que lo hagamos inmediatamente.

—¿Ve?, eso es raro también.

Homeless, «sin techo», vagabundo, clochard. Muchas denominaciones para una sola realidad. Nuestro cadáver encajaba de lleno en ella. No portaba carnet de identidad ni cualquier otro papel identificativo. Su torpe aliño indumentario era torpe de verdad: varios jerséis ajados superpuestos, un abrigacho negro tres tallas más grande que su cuerpo, un pasamontañas doblado en un bolsillo y un detalle que contrastaba poderosamente con todo lo demás: un par de botas nuevas de calidad excelente que sí calzaban a la perfección en sus pies. Bueno, si a eso le añadíamos un bolígrafo barato descargado y varios imperdibles que habían sido hallados en su ropa, bien podría afirmarse que murió ligero de equipaje. Todas sus pertenencias apestaban. Garzón se había puesto guantes de exploración para tocarlas. Formaban un montón sobre la mesa.

—Bueno, no parece que sus descendientes vayan a pelearse por la herencia —dijo mi compañero.

—Si es cierto que lo llevaron hasta el parque, sus cosas estarán en otro lado. Ya sabe cuál es la historia, todos los vagabundos arrastran consigo sus tesoros: un carrito, una mochila…

—¿Le parece que este hombre tenía algo en el mundo?

—Bueno, tenía unas buenas botas, quizá gastó todos sus ahorros en ellas, o quizá alguien se las regaló.

—¡Pobre tío! Mire, están casi nuevas, poco pudo aprovecharlas. Lo raro es que nadie se las robara mientras estaba tumbado allí.

En mi mano tenía un papel con la primera descripción que envió la forense: «Individuo de unos sesenta años. Raza blanca, complexión fuerte, uno ochenta de estatura. Sin marcas ni cicatrices. Piezas dentarias completas y sanas.» Con su historial médico no podíamos contar. Habría que encaminar nuestros pasos a los servicios sociales de la ciudad, lo cual no era moco de pavo.

—¿Quién se ocupa de los «sin techo» en Barcelona, Fermín?

—Bueno, ya sabe, los servicios sociales de la Generalitat y algunos del ayuntamiento. Lo malo es que también debe de haber centros de iniciativa privada. Lo cual quiere decir…

—Que en teoría todo el mundo se ocupa de ellos, pero se mueren en la puta calle.

—No, yo iba por otro lado, me mosquea la enorme pateada que vamos a tener que pegarnos sólo para saber quién era el pobre tipo. Y total, ¿para qué?, ¿qué puede aportarnos saber la identidad de alguien que no es nadie?

—Quizá tenga familia, amigos… de todos modos también podemos ir a los lugares donde suelen alojarse grupos de mendigos, preguntar…

—Es jodido. A lo peor es de los que iba solo por el mundo y se metía en la boca del metro para dormir.

Miré las botas, que resaltaban absurdamente entre todos aquellos andrajos. Eran mullidas, de aspecto cómodo y piel fina.

—También podemos visitar todas las zapaterías de Barcelona. No debe de ser un cliente fácil de olvidar.

—¡Sobre todo para el dependiente que tuvo que probárselas!

Le eché una mirada reprobatoria a mi compañero, que había acompañado su broma de mal gusto con una pequeña carcajada.

—¿No le da ni un poco de pena ese hombre, Garzón?

—En fin, inspectora, me daría más pena si fuera un honrado padre de familia con tres hijos. ¿A usted no?

—No, a mí, no. A mí, los honrados padres de familia me importan un carajo. Es más, opino que si se cargaran a unos cuantos de ellos todos los años la sociedad mejoraría.

El mal humor y la vehemencia de mi tono le sirvieron de aviso. Era mejor no contestar. Y en mi caso era preferible no seguir por semejante camino. La piedad que sentía hacia aquel desconocido en ningún momento debía convertir el caso en algo especial. Un cadáver es un cadáver, y todo lo que le interesa a un policía de él es exclusivamente saber quién lo ha matado y por qué.

—¿Ha pedido ya los archivos de skins?

—Ésa es otra papeleta, inspectora. ¿Por dónde empezamos? Con un archivo en la mano poco se puede hacer.

—De la información que tengamos, seleccione las pandillas que actúan en la zona.

Asintió sin ningún entusiasmo. Era evidente que no estaba animado, el planteamiento del caso debía de parecerle demasiado vulgar como para provocarle auténtica curiosidad profesional. Todo tenía realmente una pátina de obviedad: una pandilla de skins borrachos o pasados de coca se divierten con un pobre mendigo que acaban de encontrar. Lo muelen a palos y se lo llevan en coche. Después, dos de ellos lo sueltan al lado de un parque, lo rematan y se van. La brutalidad no necesita razones. Casos como aquél no era la primera vez que ocurrían. Y, sin embargo, había una mínima organización en el hecho que me parecía sospechosa. Desplazar a un hombre al que se ha golpeado en un coche demuestra un método, una especie de plan. También el hecho de dejar el bate al alcance probable de la policía era un tanto absurdo. Bien, de cualquier modo, habíamos recibido claras instrucciones del comisario: todo lo relacionado con la violencia de tribus callejeras genera alarma social. Eso significaba que debíamos ocuparnos exclusivamente de aquel caso y esclarecerlo cuanto antes. De no ser así, pronto tendríamos a un montón de periodistas dispuestos a vengar con la pluma al hombre asesinado. Garzón no tenía motivo para inquietarse, contábamos con el plácet oficial para patearnos las calles, para estudiar uno por uno los expedientes de skin heads fichados, para enseñar la foto del cadáver a todos y cada uno de los marginados de esta ciudad. Aunque no hubiera curiosidad, había al menos claras indicaciones de que debíamos seguir.

La cooperación entre los diversos cuerpos del orden no suele ser modélica en ninguna circunscripción, y en Barcelona pasa lo mismo. Me daba mucha pereza acercarme a los mandos de la Guardia Urbana para que me pasaran informaciones. Sabía que, en principio, iba a encontrarme con una cierta tendencia a la dilación y el desconcierto. Sin embargo, en esta oportunidad me recibió una joven guardia que constituyó toda una excepción. Lo primero que me dijo al verme fue:

—¡Vaya, la famosa inspectora Petra Delicado!

Me quedé de una pieza, la observé con reticencia, intentando averiguar si había utilizado la ironía en aquella exclamación.

—¿Famosa, por qué?

—Bueno, ya sabe cómo son esas cosas, se corre la voz.

—¿Y qué dice esa voz de mí?

—No sé, dicen que es usted muy original, que a veces no se comporta como sus compañeros ni habla igual que ellos.

Aquello era lo peor que podría haberme dicho. Aspiraba a no tener ningún tipo de reputación entre mis compañeros, ni buena ni mala, pero si encima me catalogaban de original, la cosa se complicaba. Uno exclama «¡qué original!» frente a un cuadro que considera en realidad espantoso, o en presencia de algo que no entiende del todo. Bien, lo único que cabía hacer era procurar no volver a oír nada de lo que se comentara sobre mí. Observé con detenimiento a la joven. Llevaba el cabello recogido con coquetería, los ojos levemente maquillados. Probablemente tendría un novio trabajador y serio con el que proyectaba casarse.

—Necesito unos datos sobre mendigos, agente.

—Me llamo Yolanda.

—Muy bien, Yolanda, quiero saber cómo funciona el mundo de los «sin techo». Si los tienen archivados o controlados de alguna manera. Si saben dónde se reúnen, qué hacen, en qué instituciones los acogen. Lo que podríamos llamar un poco de información general.

Levantó los ojos al cielo y dio un suspiro de resignación mientras se acercaba a su ordenador.

—¡Jo, inspectora, creía que se trataba de algo más interesante!

—Estoy investigando un asesinato, ¿le parece poco interesante un asesinato?

—No, un asesinato está muy bien, pero creí que me pediría cosas más comprometidas.

—Todo llegará. De momento, he de reconocer que no tenemos ni la menor idea de cómo es el mundo en el que vive esa gente.

—Ya, nadie lo sabe muy bien. De todas maneras, no cometen delitos normalmente, o sea que lo que figura en los archivos son datos muy generales.

Tecleó en el ordenador con desilusión evidente. Miró el reloj. Me pregunté qué demonio había esperado de aquella colaboración. De repente levantó la vista y me lanzó una pregunta a bocajarro:

—Oiga, inspectora, ¿es cierto que se ha divorciado dos veces?

Una luz roja parpadeó violentamente dentro de mí.

—Yolanda, encanto, voy a ser muy sincera. Comprendo que esté aburrida; la vida de un policía de cualquier cuerpo no es tan apasionante como la gente suele creer. En mi caso, tampoco, de verdad. De todos modos, si lo que le apetece es un poco de aventura, le recomiendo que la busque en su vida privada. Por ejemplo, follar mucho da excelentes resultados, ¿comprende?

El terso cutis de su cara se tiñó de rojo intenso. Abrió los ojos como si no pudiera creer lo que estaba oyendo y después se parapetó detrás de la pantalla del ordenador sin decir una palabra. La espera se volvió tensa, y respiré con alivio cuando la oí decir:

—¿Le imprimo la página?

—Por favor.

Leí el papel que me daba procurando no traslucir la incomodidad que sentía.

Los individuos denominados «sin techo» tienen a su alcance dos tipos de servicios: ambulatorios y residenciales. Se ocupan de ellos tanto las entidades públicas como las privadas, casi siempre vinculadas a la Iglesia. Existen albergues y centros de día. La estancia en los albergues no puede exceder de quince días. No suelen tener documentos de identidad y suele resultar imposible localizar a sus familiares. Presentan escasa conflictividad. Las detenciones que se realizan están generalmente relacionadas con el estado etílico en que algunos se encuentran y que puede generar situaciones incómodas, como increpación de ciudadanos, ocupación peligrosa de la calzada o molestias en vecindarios o comercios. No suelen presentarse cargos en su contra. Se recomienda su traslado inmediato a dependencias de Servicios Sociales.

Bien, aquello me servía para empezar, pero como los policías siempre andamos buscando una localización espacial en la que colocar los hechos, necesitaba saber dónde podía encontrarse a estos ciudadanos de tercera categoría. Yolanda atendió mi requerimiento con auténtica cara de susto.

—Bueno, inspectora Delicado, usted sabe que estos sujetos tienden a la dispersión y a vivir en solitario. Nuestra experiencia dice que a veces están en grupos que, aunque no tengan grandes contactos, se reúnen para dormir en algún descampado o propiedad ocupada, pernoctaciones que suelen coincidir con las de otros marginados de todo tipo.

—¿Tienen algunos de esos puntos localizados?

—Creo que sí. Voy a buscar el dato y en seguida se lo traigo. Con su permiso.

Salió escapada del despacho, probablemente deseando perderme de vista definitivamente. Había variado por completo su actitud y su manera de hablar. Ahora se expresaba como una instancia oficial. Eso era lo único que había ganado con mi mal humor y mi intolerancia. Y todo porque la chica quería saber un poco más sobre Petra Delicado. ¿Qué tenía de malo una pequeña mitificación de mi persona? Con un poco de inteligencia incluso podría haberla utilizado y disfrutar de ella: Petra Delicado, la policía original y diferente con un tormentoso pasado sentimental. Pero ya me lo decía a menudo Garzón: «Se le está haciendo a usted un carácter de general retirado, inspectora.» Y llevaba razón. Ahí estaba yo intentando preservar la intimidad de mis antiguas batallas como si de verdad le importaran a alguien. Me fijé en las cosas que tenía Yolanda sobre su mesa, todo ordenado y pulcro, dispuesto para una jornada de trabajo que yo acababa de estropear. Y bien, ya no tenía remedio, ¿qué podía hacer ahora?, ¿disculparme, asegurarle que la había casi enviado al infierno sin ninguna mala intención?

Volvió con un folio en la mano y me lo alargó respetuosamente.

—Me dicen que en el antiguo cuartel de Sant Andreu hay una colonia casi permanente de marginados que un día u otro tendremos que desmantelar. También se reúnen en un descampado que es terreno de Renfe, a la salida de la ciudad. Hay un par de vagones de tren abandonados y tres viejas casetas de obra que les sirven de abrigo. En este papel tiene usted direcciones y planos.

—Será suficiente por el momento. Quédese con la foto de este hombre por si alguien lo ha detenido o le ha prestado ayuda alguna vez. ¿De acuerdo?

—Sí, inspectora, descuide.

Le di las gracias casi de modo vergonzante, como si me asustara exhibir el más pequeño indicio de cordialidad o educación. Debía ser coherente al menos con la fatídica imagen que proyectaba sobre los otros, profundizar en mi antipatía.

Salí a la calle presa de un profundo malestar conmigo misma. Miré maquinalmente la hora y entré en un bar. Hacía tiempo que no tomaba una copa para librarme de mis fantasmas interiores, pero aquélla no era una mala ocasión para recuperar perdidas buenas costumbres. Pedí una ginebra con hielo y me la bebí a sorbos concienzudos, como se tragan los solitarios el dolor. No podía negar que la mía había sido una reacción curiosa. Una muchacha joven había intentado hacerme una pregunta en tono de complicidad y yo le había soltado una impertinencia: dedíquese a follar si quiere aventuras. Cierto, muy apropiado, quizá estaba recomendando la misma medicina que yo necesitaba. O quizá, más simplemente, estaba envejeciendo. De un modo reactivo y poco racional, me molestaba comprobar que la juventud y aquello que comporta seguía existiendo en los demás, mientras yo quedaba en la cuneta. La curiosidad y la diversión frente a todo mi escepticismo, cada vez más contumaz, más furioso, más nihilista. Me estremecí como si una araña de aspecto amenazante hubiera trepado hasta el dorso de mi mano; pero no cabía movimiento de rechazo, la araña era yo.

Sólo el sonido del teléfono me libró de los estragos de una segunda ginebra a aquella hora. El inoportuno salvador era Garzón.

—Inspectora, que estoy en ello, pero no tendré nada hasta bastante después.

Sin saber por qué, la voz me salió furibunda y despectiva:

—¿Qué pasa, subinspector, habla usted en clave, se trata de una abstracción filosófica? ¿Qué es «ello», qué es «nada», qué es «después»?

—¡Joder! —exclamó Garzón en voz muy baja, y luego volvió al tono normal para decir sin la más mínima sorpresa—: Lo que quiero decir es que estoy sobre la pista de las pandillas de skins operativas en la zona, pero que no tendré información hasta última hora de la tarde. ¿Me ha entendido ahora?

—Bastante mejor que la primera vez.

—¿Pasa algo, Petra, se ha cabreado con Coronas, van las cosas mal?

—¿Mal, por qué? ¿Acaso he necesitado nunca alguna buena razón para ser desagradable?

—¡Jamás!, en eso lleva mucha razón. Bueno, pues nada, ya la llamaré después y que no decaiga el desagrado, ¿eh?

¿Qué era preciso a aquellas alturas para escandalizar o inquietar a mi subalterno, que lo retara a un duelo, que me despelotara en medio de la plaza Cataluña? ¡Bah, daba igual! Al final, todo el mundo soportaría mis impertinencias de maniática madura como quien oye llover. No iba a ser aquél un buen día, podía jurarlo.

En el bolsillo llevaba una nota con el nombre del responsable de Servicios Sociales que debía visitar: el doctor Ricard Crespo. Un nombre más. No tenía ninguna prisa, caminaría hasta su oficina dando un paseo, acopiando un poco de aire para cuando el ambiente claustrofóbico de todas las oficinas del mundo me impidiera respirar. Me abroché la gabardina y apreté el paso como suele hacerse en las ciudades cuando se quiere pasar desapercibido.

A la altura de la calle Pelayo, una transeúnte me llamó la atención; supongo que en otras circunstancias ni siquiera la habría advertido. Era una mendiga que arrastraba un carrito. De modo instintivo la seguí. Era bastante vieja y andaba despacio. Una manta le cubría la espalda, y una boina raída, la cabeza. En seguida me di cuenta de que no iba a ninguna parte. Se detenía, miraba los escaparates de las grandes tiendas desde lejos, reemprendía la marcha cansinamente y paraba de nuevo. Me acerqué, y en uno de los gestos más injustificables que he hecho a lo largo de toda mi vida, la abordé enseñándole la foto del cadáver. En cuanto la tuvo frente a sus ojos vacíos, supe que lo que pretendía era rematadamente absurdo.

—¿Conoce a este hombre? —pregunté, ya en plena situación surrealista.

La mujer no miró la fotografía, sino que me miró a mí, y no me vio. Empezó a farfullar algo incomprensible y señalaba a los edificios altos que había junto a nosotras. Sin que pudiera percatarme, un hombre se había puesto a mi lado.

—No se esfuerce, esta pobre mujer está mal de la cabeza. Yo soy portero de ese inmueble y siempre la veo ahí, no razona, ya sabe. ¿Quería algo de ella?

Negué con fuerza, como cogida en falta, era peligroso satisfacer la curiosidad de aquel hombre diciéndole que llevaba a cabo una investigación policial.

Me alejé ante la mirada de desconfianza del portero. La mendiga no se había enterado de gran cosa, había dado media vuelta y sus pasos sin destino la encaminaban al punto de donde venía. No había sido tan inútil abordarla, ahora sabía algo que desconocía momentos antes: me había asomado al interior de sus ojos y el vacío de un precipicio sin fondo me aterrorizaba aún. Se trataba de una nada nebulosa, fría como la muerte, una tercera dimensión que no podía advertirse en el decurso de la vida normal. La calle Pelayo, llena a aquellas horas de compradores, paseantes y gente que hacía recados moviéndose a toda velocidad, se había convertido por unos instantes en un lugar apartado, fantasmal. Allí, en medio de tanta animación y realidad, se abrió para mí un desierto de hielo, de ausencia, de espectros silenciosos y dolientes sin rostro ni vida. Tuve miedo, un miedo espantoso, porque aquella mirada me permitió asomarme a un páramo terrible que también estaba dentro de mí. ¿No era ése el territorio que nos acompañaba siempre, agazapado tras las cosas cotidianas? ¿No estábamos en realidad todos a un paso de la llanura desolada? ¿Qué hacía falta para instalarse en ella, una enfermedad mental, un desengaño amoroso, la falta de fuerza para seguir adelante? ¿Cómo había llegado aquella mujer a convertirse en lo que era, qué había en su pasado, de qué modo saltó de una vida normal a la desolación que se veía en sus ojos? Alguna vez habría sido una mujer joven, habría amado, se habría comprado un vestido nuevo para estar hermosa. ¿Qué diablo cruel la había arrastrado a vivir en la escarcha?, ¿cuándo la arrastró y por qué? El corazón me batía hondamente. Lo que me espantaba de verdad es que había reconocido aquel paisaje de trasgos, ya que, de alguna manera, estaba también en mí.

Si me hubiera dejado llevar por el pánico, un montón de imágenes me hubieran golpeado la mente: yo sola y andrajosa, perdida en una ciudad incomprensible, sin familia, sin amigos… Afortunadamente me contuve, claro que sólo hasta cierto punto, porque tomé el teléfono móvil y llamé a Garzón.

—Subinspector, usted es amigo mío, ¿verdad?

Sin duda pensó que me preparaba para lanzarle una invectiva irónica y se puso en guardia.

—Inspectora Delicado, le aseguro que no resulta tan fácil como parece realizar una lista de skins. Hay muchos que nunca han sido detenidos, otros que…

Le interrumpí procurando no parecer impaciente:

—Le estoy hablando de amistad, no de trabajo.

Siguió sin creerme ni un ápice.

—Oiga, Petra, ¿por qué no dispara de una vez y así sé por dónde van a venir los tiros?

Y bien, aquél era el resultado de mi modo vitriólico de tratar a la gente. Ni siquiera con insistencia, mi más directo colaborador podía imaginar que no iba a lloverle una andanada. Daba igual, telefonearle había sido un impulso ridículo. Hice un último intento a la desesperada.

—Dígame una cosa, Garzón, cuando sea vieja y esté en una residencia de ancianos ¿vendrá usted a verme alguna vez?

Resopló escenificando paciencia infinita.

—Sí, inspectora, de acuerdo, iré, pero no creo que cuando le lleve la lista sea usted tan vieja. Total llevo unas horas en el tajo, no es como para ponerse en ese plan.

—¿Vendrá o no vendrá?

—Iré, iré, y además de la lista de skins le llevaré un pastelito de chocolate, ¿de acuerdo?

Su tono había sido cansado. Estaba hasta las narices de mí y de mi cinismo. No iría jamás a verme a ninguna residencia cuando fuera vieja, ni siquiera me visitaría en el hospital si al día siguiente me rompía una pierna. Yo lo había querido así. Mi independencia, mi deseo de soledad, los sarcasmos que solía gastarme, la aversión que a veces me provocaba la presencia de los demás me pasarían algún día factura. Y pagaría, ya lo creo que pagaría, quizá vestida con harapos y deambulando medio loca por la ciudad.

Volví a entrar en un bar y me aticé otra copa. Esta vez como absoluta terapia de choque. Luego salí a la calle y me dispuse a continuar trabajando, sin ninguna esperanza de hacerlo con un buen nivel de concentración.

La dirección que llevaba en el bolsillo me condujo hasta el hospital Clínico. El tal doctor Crespo trabajaba en el Departamento de Psiquiatría y era el responsable de los «sin techo» en los Servicios Sociales. Sin embargo, sólo un par de días a la semana aparecía por allí, y el resto de su tiempo laboral lo dedicaba a las tareas hospitalarias como psiquiatra. Debo decir que el ambiente y el aspecto del Clínico no contribuyeron en absoluto a mejorar mi estado de ánimo. Es una construcción vetusta y cascada, lúgubre como un centro de caridad decimonónico. Estudiantes, enfermos de clase humilde y tipos con bata blanca se entrecruzaban en largos pasillos necesitados de una mano de pintura. No fue fácil encontrar el Departamento de Psiquiatría y, una vez allí, tampoco lo fue localizar a Crespo. Una enfermera me informó en términos elásticos:

—Bueno, el doctor Crespo debe de estar por ahí. Si quiere puede esperarlo. No tengo ni idea de cuánto tardará.

—¿No tiene un horario fijo?

—Verá, el doctor es un hombre un poco… especial, pero vendrá, seguro que vendrá.

Me sonrió enigmáticamente. Bueno, no tenía prisa aún, de modo que me senté en un rincón de la animada recepción y esperé.

Fue un tiempo de espera entretenido, lleno de visiones a cuál más inquietante. Viejos acompañados de enfermeras, con aspecto de enajenación casi total, mujeres que esperaban como yo, con la vista perdida en el suelo. Un joven alelado emitía de vez en cuando un sonido lastimero, como el hipido de un cachorro, mientras su madre, sentada al lado, parecía demasiado acostumbrada al lamento como para hacerle caso. «¡Joder!», pensé, cualquier ambiente rufianesco era más llevadero que aquello. Empezaba a temer que los aledaños de aquel caso pudieran sumirme en la más negra depresión.

Tras una hora sentada allí, el tal Crespo no había dado señales de vida. Me levanté y reclamé su presencia a la chica que me había atendido.

—Pues sí que tarda el doctor hoy, es verdad.

—¿No puede avisarle por el busca o algo así?

Sonrió con extraña suficiencia.

—El doctor Crespo se niega a llevar busca. Ya le dije que era un poco especial.

Volví a mi sitio. Cerré los ojos, quizá para evitarme el espectáculo grotesco de la locura que me rodeaba. Entonces, el efecto del alcohol que había tomado, junto al olor narcótico que siempre flota en todo hospital, me adormeció. La primera vez que entreabrí los ojos vi que la enfermera y un hombre con bata blanca estaban mirándome. Me levanté de un golpe y llegué hasta ellos.

—Mire, acaba de llegar el doctor.

Me fijé por primera vez en él. Era alto y extremadamente delgado. Tenía las sienes plateadas y una mirada punzante. Llevaba la bata abierta y arrugada, la ropa que se veía debajo era informal: un jersey negro y pantalones de pana, ambos arrugados también.

—¿Cómo está, doctor?, soy Petra Delicado, quería…

Me interrumpió sin hablar, abriendo la puerta de su despacho. Con un gesto de la cabeza me invitó a pasar. El despacho presentaba un aspecto caótico. Los papeles se amontonaban por todas partes, en las estanterías, sobre la mesa, en el suelo. Dos ceniceros rebosaban de colillas malolientes. Se sentó y yo también lo hice, después de desembarazar la silla de carpetas.

—La enfermera me ha dicho que es usted comisaria de policía.

—Inspectora, sólo inspectora.

—Da igual, me impresiona lo mismo. ¿Puede enseñarme su pistola?

Me quedé estupefacta. ¿A quién me enfrentaba, a un psiquiatra loco, a un espíritu burlón? Titubeé.

—Bueno, verá, no es lo usual.

—Lo usual siempre es lo más aburrido, pero no crea que le pido algo raro. Nunca he hablado con alguien que lleve pistola. Tengo curiosidad.

No llevaba ningún guión preparado para aquella situación, me cogió desprevenida, y como una imbécil hice lo que me pedía, saqué la Glock del bolso y se la mostré en la palma de la mano. Crespo alargó el cuello y la observó como si fuera un animal vivo que de un momento a otro pudiera saltarle al cuello. Arqueó las nerviosas cejas y sonrió:

—¡Vaya!, ¿qué le parece? Guarda la muerte en el bolso junto con la polvera. Una vida peligrosa, ¿verdad?

Me sentí haciendo el tonto de una manera lamentable y le lancé una primera andanada llena de mal humor.

—Verá, doctor Crespo, no llevo polvera en el bolso y, aunque no se lo crea, nunca he matado a nadie de un disparo ni por cualquier otro método. Si ha saciado ya todas sus curiosidades, me gustaría explicarle por qué estoy aquí.

Ni se inmutó. Se limitó a mirarme de modo divertido, como si aquella estúpida conversación le satisficiera plenamente. O detestaba a la policía o estaba como una cabra.

—No, aún le preguntaría otras muchas cosas sobre la vida de una mujer policía, pero, claro, supongo que no le apetece contestar.

—Prefiero que conteste usted.

—¡Adelante!, lleva más de diez minutos en mi despacho y no me ha formulado ni una sola pregunta aún. Le advierto que yo también soy un hombre ocupado, aunque no tenga pistola.

Abrí la boca con incredulidad, hice un gesto de incomprensión y resignación al mismo tiempo y saqué la foto del cadáver. La plantifiqué delante de su cara con bastante violencia.

—¿Ha visto a este hombre, doctor, alguna vez en su consulta, en el servicio de psiquiatría?

La miró seriamente, su rostro perdió cualquier rasgo de juego o ironía. Encendió un cigarrillo.

—¿Lo han matado?

—Sí, al parecer a golpes.

—¿Saben quién ha sido?

—Para averiguarlo estoy aquí. ¿Puede responder, por favor?

—No lo había visto nunca, pero no visito sólo yo a los mendigos de toda la ciudad. Hay un par de psiquiatras más que están en mi organización. Si me da la foto, podemos escanearla y pasársela ahora mismo por correo electrónico.

—Sería lo mejor.

Se levantó y salió. Volvió al instante sin la foto.

—En seguida estará.

—¿Puede contarme algo de este tipo de personas?

—No representan un serio problema para nadie, si quiere que le diga la verdad. Se creó este servicio más de modo nominal que de modo efectivo. Así podemos decir que tenemos unos políticos preocupados por los homeless, como en Nueva York. Pero nadie reivindica nada especial para ellos, no forman un colectivo, no protestan…

—Cuénteme algo más.

—Muchos de ellos, no todos, tienen patologías mentales severas o problemas serios con el alcohol. Pero como ya puede imaginarse, resulta muy difícil tratarlos. Los traen y no quieren volver, no toman la medicación… sólo servimos para ordenar alguna hospitalización urgente.

—¿No tienen familia?

—Si la tienen, ya no guardan contacto con ella. A veces no saben su nombre ni su edad. Cada vez hay más, y cada vez va descendiendo la media de edad.

—Marginados del sistema.

—Si quiere estar en paz con su conciencia, puede pensar que se automarginan.

—¿Qué piensa usted?

—Los psiquiatras no pensamos, inspectora, somos una pared en blanco sobre la que rebotan los males ajenos.

—No sé si lo entiendo bien.

—Da igual, usted debe de ser algo parecido, ¿no? Un policía no analiza la raíz del delito, se limita a trabajar con él.

—Yo tengo mis ideas.

—No sirven para gran cosa, créame. Usted puede esclarecer cien homicidios, pero volverán a producirse otros cien. Yo puedo tratar a cien marginados, pero continuarán en su marginación. Tenemos una labor estéril.

—No resulta muy esperanzador.

—No lo es. Claro que yo siempre puedo paliar el sufrimiento, mientras que usted…

—Bien, no pretendo ser una samaritana universal, pero cuando averiguamos la autoría de un asesinato a veces los familiares de las víctimas se sienten reconfortados.

—Pues en este caso lo dudo mucho. Es casi seguro que ese hombre no cuenta con nadie que le llore ni a quien la justicia pueda consolar. Incluso puede que alguien se alegre de su muerte, al menos el Estado, un parásito social menos a quien esconder cuando llega una autoridad. No tiene a nadie, convénzase.

—Me tiene a mí.

Dio unas palmadas a modo de aplauso sarcástico:

—¡Bien, inspectora, bien!, un diez por usted. La vengadora solitaria de los pobres homeless. Dios probablemente se lo premiará, puede que incluso le reserve una plaza en el cielo.

Me puse en pie. No debía contestar a sus provocaciones, por aquel día ya había tenido suficientes broncas. Sonreí con suficiencia:

—Tengo que marcharme, doctor Crespo, asegúrese de que todos los médicos de su servicio ven esa foto, las enfermeras también, cuanta más gente la vea, mucho mejor. Y si no le parece que es una gestión baldía y estúpida, llámeme con cualquier resultado, aquí tiene mi teléfono.

—¿Puedo usarlo también para invitarla a tomar una copa?

Volví la cabeza con la puerta ya abierta y dije escuetamente:

—No.

¿Cómo podía concebirse que la salud mental de nadie, por más marginado que fuera, se hallara en manos de un tipo así? Un cínico, un prepotente, descreído, impertinente, medio loco además, con el despacho en un desorden asombroso, la ropa arrugada, el pelo revuelto… frívolo… Resoplé, al borde de la total indignación. Y ésos eran los ciudadanos respetables, los que forman la sociedad. No entré a tomar otra copa en un bar porque temí no controlarme y volver al Clínico para decirle a aquel fantasma lo que opinaba de él. ¡Así es la vida!, había demostrado mi mal humor con una encantadora guardia urbana y no había abierto el pico frente a un tipo que se merecía lo peor. No me sentía mínimamente orgullosa de mí misma, quizá aún estuviera a tiempo de intentar una rectificación, pensaría en ello cuando estuviera un poco más tranquila.