—¿A que no adivinas quién ha venido a visitarnos? —dijo Eco.

Su voz era algo grave y ronca para un hombre tan joven, pero para mí era más hermosa que la de cualquier orador.

—Creo que sí —dije.

Aunque ya habían pasado dos años de los acontecimientos de Bayas, el solo hecho de oírle hablar bastaba para hacerme creer cualquier cosa. Había aprendido a no cuestionar los caprichos de los dioses ni a dar por sentados sus dones.

Dejé el rollo que examinaba y bebí un sorbo de vino frío. Era un día de verano y el sol estaba radiante, pero una brisa fresca aleteaba entre las flores de mi jardín, sacudiendo los ásteres y haciendo danzar a los girasoles.

—¿Marco Mumio? —añadí.

Eco me miró con el ceño fruncido. Al principio, la recuperación de la voz lo había convertido transitoriamente en un joven inquisitivo y curioso, pero, por otra parte, la facultad de hablar lo había transformado en un ser completo y había acelerado su maduración. Las asombrosas deducciones de su padre no le impresionaban tanto como en otra época.

—Has oído su voz en el vestíbulo —dijo en tono de reproche.

—No —dije riendo—, le he oído mucho antes de que llegara a la casa. Al principio no podía identificar ese ruido estridente, pero luego lo recordé. Hazlo pasar.

Me sorprendió ver que Mumio había venido solo, considerando el alto cargo que desempeñaba ahora en la ciudad. Me incorporé para saludarlo, de ciudadano a ciudadano, y le ofrecí una silla. Eco se unió a nosotros y envié a una de las esclavas a buscar más vino.

Mumio parecía cambiado, así que lo estudié durante unos instantes con perplejidad.

—Te has afeitado la barba, Marco Mumio.

—Sí —se llevó a la mano a la cara y se acarició con timidez la barbilla desnuda—. Dicen que la barba ya no está de moda entre los políticos o que da un aspecto demasiado radical… no lo recuerdo bien. La cuestión es que me la afeité durante la campaña electoral, el otoño pasado.

—Te favorece. De verdad; porque deja al descubierto tu enérgica mandíbula y esa interesante cicatriz en el mentón… ¿es de la batalla de la Puerta Colina?

—No, más reciente. De la batalla contra los espartaquistas.

—Has prosperado, Marco Mumio, y has comenzado una nueva carrera.

Se encogió de hombros y miró alrededor del peristilo. El lugar estaba menos desordenado que antes, como cabía esperar después de comprar dos esclavas por indicación de Bethesda.

—También tú has prosperado, Gordiano.

—A mi manera. ¡Pero debe de ser todo un honor ser elegido pretor de la ciudad! ¿Qué opinas del cargo a mitad de mandato?

—No está mal —dijo reprimiendo una sonrisa tonta—. En realidad es muy aburrido estar sentado todo el día en los tribunales. Créeme, dormir de pie no puede considerarse una proeza en comparación con permanecer despierto una tarde calurosa escuchando las disputas y los gritos de los abogados sobre casos que no interesan a nadie. ¡Agradezco a Júpiter que sólo sea por un año! Aunque debo admitir que los juegos en honor de Apolo fueron bastante divertidos. ¿Estuviste allí?

—No —respondí negando con la cabeza—, pero me han dicho que el Circo Máximo estaba atestado de gente y que el espectáculo fue inolvidable.

—Bueno, lo importante es que Apolo esté satisfecho.

La esclava trajo el vino y bebimos en silencio.

—Tu hijo ya es todo un hombre —dijo Mumio y dedicó una sonrisa a Eco.

—Sí, cada año brinda mayores alegrías a su padre. Pero dime, Marco Mumio, ¿has venido sólo a visitar a un conocido que no veías en dos años o el pretor urbano desea encargar algún caso a Gordiano el Sabueso?

—¿Algún caso? No, la verdad es que tenía intenciones de visitarte desde hace tiempo, pero el cargo me deja poco tiempo libre. Supongo que no has vuelto a hablar con Craso después de lo de Bayas.

—No. El año pasado vi las pintadas callejeras que apoyaban su candidatura y de vez en cuando lo oigo discursear en el Foro. Yo también soy un hombre ocupado, Marco Mumio, y mis obligaciones no me han permitido visitar al gran cónsul de la república romana.

—Así es —asintió—. Craso consiguió todo lo que deseaba, ¿verdad? Bueno, no todo, pues las cosas no salieron exactamente como él deseaba. ¿Estuviste en el homenaje que le tributaron en diciembre pasado, por vencer a Espartaco? —Negué con la cabeza—. ¿No? Pero habrás asistido al gran banquete que ofreció este mes, en honor de Hércules. —Volví a negar con la cabeza—. Pero ¿cómo pudiste perdértelo? ¡Sacaron diez mil mesas a la calle y la fiesta duró tres días! Si lo sabré yo, que tuve que mantener el orden… Al menos habrás ido a buscar la ración gratuita de cereales para tres meses que Craso concedió a todos los ciudadanos.

Negué otra vez con la cabeza.

—¿Puedes creer, Marco Mumio, que por entonces me marché adrede a casa de un amigo de Etruria? Supuse que a Eco le gustaría hacer excursiones por el monte y pescar en el río, y Roma se vuelve demasiado calurosa y bulliciosa en verano.

—Mis relaciones con Marco Craso tampoco son muy buenas —dijo frunciendo los labios.

—¿En serio?

—En realidad son muy tensas. Supongo que estarás al tanto de lo ocurrido en la guerra contra los esclavos. Me refiero a la diezma y toda aquella historia.

—Sí, pero no desde tu punto de vista, Marco Mumio.

Suspiró y se cruzó de brazos. Era evidente que había venido a desahogarse. Ya he dicho antes que hay algo en mí que incita a los demás a hacerme confidencias. Bebí un sorbo del fuerte vino e incliné la silla para apoyarme contra una columna.

—Sucedió al principio de la campaña —comenzó—. Craso se puso al frente de las seis legiones que había pagado con su propio dinero y a mí me asignó las dos del Senado, las que ya habían sido vencidas antes por Espartaco. Pensé que podría ponerlas a punto, pero los soldados estaban muy desmoralizados y no teníamos mucho tiempo.

»Los espartaquistas atravesaban el Piceno, desde el sur, en dirección a la Crátera. Craso me ordenó espiarles y comunicarle todos sus movimientos. Aunque no me dijo que les combatiera ni que les tendiese una emboscada, en ciertas ocasiones un comandante debe usar su sentido común. Unos cuantos espartaquistas se separaron de los demás, en un pequeño valle, y ningún militar razonable habría dejado pasar la oportunidad de atacarlos. En medio de la batalla, corrió la voz de que Espartaco nos había preparado una trampa y que nos tenía rodeados con su ejército. Aunque fue un rumor falso, el pánico se apoderó de nuestras filas. Mis hombres dieron media vuelta y huyeron. Muchos murieron, otros fueron capturados y torturados hasta morir y algunos arrojaron las armas y huyeron.

»Craso se puso furioso, me reprendió delante de los demás comandantes y decidió escarmentar a mis hombres para que sirviera de ejemplo.

—Eso he oído —suspiré, pero Mumio estaba decidido a concluir su historia.

—Se le llama «diezmar», que significa matar un hombre de cada diez. Aunque es una antigua tradición romana, no conozco a nadie que recuerde haberla presenciado en toda su vida. Como ya sabes, a Craso le gusta restaurar las viejas tradiciones. Me ordenó que identificara a los primeros quinientos hombres que habían huido, lo cual no fue tarea fácil considerando que tenía doce mil soldados. Luego dividió a los quinientos en cincuenta grupos de diez y echaron la vida a suertes. Uno de cada diez hombres sacó una alubia negra. O sea que murieron cincuenta hombres en total.

»Las distintas unidades formaron en círculos, alrededor de la víctima desnuda, amordazada y con las manos atadas a la espalda. Entregaron porras a los nueve miembros restantes de la unidad y a una señal de Craso comenzó a sonar un tambor. Fue un acto sin honor, gloria ni dignidad. Algunos dicen que Craso hizo lo que debía…

—Así es —dije recordando los comentarios y los serios gestos de aprobación de la gente, cuando la historia llegó a los mercados de Roma.

—Pero no encontrarás un solo soldado que piense lo mismo. Es evidente que hay que mantener la disciplina, ¡pero un soldado romano no puede morir apaleado por sus propios compañeros! —Se mordió los labios y sacudió la cabeza—. Sin embargo, no te he contado este incidente sólo para desahogar mi resentimiento. Creí que merecías saber lo ocurrido a Fausto Fabio.

—¿Qué quieres decir?

—¿No estás enterado?

—Sé que no regresó de la guerra, porque estuve pendiente de sus noticias en el Foro. He oído que murió en el combate contra los espartaquistas.

—No —dijo—. De algún modo, Craso se las ingenió para incluir a Fausto entre los elegidos para la diezma. Desnudo, amordazado y maniatado, no había forma de identificar su rango o condición. Cuando empezaron a apalear a los soldados, me obligué a mí mismo a mirar junto con Craso y los demás comandantes. Después de todo, eran mis hombres y no podía darles la espalda. Entre las víctimas, una logró liberarse de la mordaza y no dejó de gritar que habían cometido un error. Nadie le prestó atención, pero yo corrí a mirarlo de cerca.

»Si hubiera llegado un instante después, no lo habría reconocido, pues los golpes le destrozaron la cara. Sin embargo, llegué a tiempo para verlo con claridad y era Fausto Fabio. ¡Nunca olvidaré la expresión de su rostro! Él me reconoció y gritó mi nombre, pero en seguida lo arrojaron al suelo. Le aplastaron el cráneo y lo convirtieron en un sanguinolento montón de carne, hasta el punto que resultaba difícil identificarlo como hombre. ¡Qué forma tan horrible de morir!

—No más horrible que la muerte de Lucio Licinio o la de Dionisio, y desde luego, no más horrible que el destino que Craso había planeado para los esclavos.

—Aun así, es vergonzoso que un patricio muera de ese modo. Miré a Craso horrorizado y aunque él no me devolvió la mirada, lo vi sonreír.

—Sí, ya conozco sus sonrisas. Toma un poco más de vino, Marco Mumio. Tu voz se ha vuelto ronca.

Mumio bebió el vino como si fuera agua y se secó los labios con una mano.

—La guerra no duró mucho. En seis meses había acabado. Los acorralamos como a ratas en el extremo sur de Italia y allí los aplastamos. Craso hizo crucificar a los seis mil supervivientes a lo largo de la vía Apia.

—Eso he oído.

—La diosa Fortuna favoreció a Marco Craso, pero también se burló de él —dijo Mumio son una ligera sonrisa—. Un pequeño grupo de espartaquistas logró escapar y se dirigió hacia el norte, justo a tiempo para encontrarse son el ejército de Pompeyo, que regresaba de Hispania. Pompeyo los machacó como a hormigas y luego envió una sarta al Senado, diciendo que aunque Craso había hecho un buen trabajo, en realidad había sido él, Pompeyo, quien había acabado son la rebelión de los esclavos.

Mumio se echó a reír y sus mejillas recuperaron parte del color natural.

—Vaya, Mumio, cualquiera diría que has cambiado de toga y te has convertido en partidario de Pompeyo.

—Ya no soy partidario de nadie. Soy un héroe de guerra, ¿no lo sabías? Al menos eso es lo que me dijeron mis familiares y mis amigos cuando volví a Roma. Me obligaron a presentarme al cargo de pretor de la ciudad, aunque yo preferiría estar bajo las estrellas, comiendo en un cuenco de madera.

—Estoy seguro de que es así.

—Bueno, la cuestión es que Pompeyo y Craso han hecho las paces, al menos por el momento. Después de todo, hay dos cónsules por año, de modo que ambos tienen oportunidad de serlo. Por supuesto, a Pompeyo se le organizó una entrada triunfal en Roma por vencer a Sertorio en Hispania, mientras que Craso tuvo que contentarse con una aclamación por derrotar a Espartaco. Al fin y al cabo, no pueden concederse mayores honores por vencer a un esclavo. De modo que mientras que Pompeyo entró en Roma en una cuadriga, al son de las trompetas, Craso lo siguió a caballo, acompañado por la música de las flautas. Al menos consiguió que el Senado le permitiera llevar una corona de laurel y no de mirto.

—¿Y el gran banquete que organizó este mes?

—Fue en honor de Hércules. ¿Y por qué no, si Pompeyo le ha dedicado un templo y organizado juegos para honrarlo al mismo tiempo? Andan como locos, robándose las iniciativas. Sin embargo, Pompeyo no puede presumir de haber sacrificado la décima parte de sus riquezas a Hércules y al pueblo de Roma, como hizo Craso. En los tiempos que corren, hay que ser muy rico para ser un buen político.

—No sé por qué, Marco Mumio, pero intuyo que no has venido a visitarme después de tanto tiempo sólo para chismorrear de política o para contarme el final de Fausto Fabio —le dije son una mirada escéptica.

Me devolvió la mirada son expresión astuta.

—Tienes razón, Gordiano, no se te escapa nada. Sin embargo, debo decir que eres uno de los pocos hombres de Roma con quien vale la pena compartir chismes; creo que puedo hablarte son franqueza. La verdad es que he venido a traerte otras noticias y un regalo.

—¿Un regalo?

En ese momento una de las esclavas interceptó mi mirada.

—Más visitas —anunció.

Mumio sonrió de oreja a oreja.

—¿Sí? —dije.

—Dos esclavos, amo. Dicen que pertenecen al visitante.

—Entonces hazlos pasar.

En primer lugar vi a Apolonio, tan atractivo como siempre. Detrás de él, una figura más pequeña corrió directamente hacia el jardín y se abalanzó sobre mí antes de que yo pudiera enderezar la silla. Metón me rodeó el cuello son los brazos y me arrojó al suelo de espaldas. Eco soltó una carcajada.

Mumio se incorporó y me tendió una mano. Apolonio se adelantó, caminando son una ligera cojera. Entre los dos me levantaron.

Metón me miraba sonriente mientras pasaba el peso de su cuerpo de una pierna a otra, son súbita timidez. Había crecido mucho desde nuestro último encuentro, pero seguía siendo un niño.

—No lo entiendo, Marco Mumio. Craso me dijo que…

—Sí, que dispersaría a los esclavos y los enviaría a los confines más remotos del mundo. Sin embargo, Marco Craso no es el hombre más listo de Roma, ¿sabes?, sólo el más rico. Uno de mis hombres localizó a Apolonio en Alejandría. Su nuevo amo era un hombre cruel y no estaba dispuesto a desprenderse de él. Sin embargo, viajé allí el verano pasado, después de la guerra y antes de la campaña electoral de otoño. Para convencerlo, tuve que recurrir a la persuasión romana: un poso de plata, un poso de acero (por ejemplo, una espada a medio desenvainar) y el tono de voz justo para hacer temblar a un gordinflón egipcio.

»Apolonio estaba muy débil por los malos tratos que había sufrido y se puso enfermo en el camino de vuelta a Roma. Estuvo indispuesto todo el otoño y el invierno, pero ya se ha recuperado. —Mumio se rascó la barbilla desnuda y sus ojos se iluminaron de repente—. Dice que tengo mejor aspecto sin la barba.

—Y así es —dijo Apolonio con sonrisa afectuosa.

—Supongo que con el tiempo me acostumbraré.

—¿Craso lo sabe? —pregunté.

—¿Que me he afeitado la barba? —dijo riendo—. Calla, ya sé que te refieres a Apolonio. Quizá sí, quizá no. Ya no veo a Craso con frecuencia, sólo cuando me lo exigen mis obligaciones. No creo que tenga muchas oportunidades de encontrarse con los esclavos de mi casa, pero si lo hiciera, le diría: «¿Por qué razón lucharon y murieron los romanos, sino para proteger el derecho de un ciudadano a elegir los esclavos que desee?». No temo a Craso. Creo que está demasiado ocupado intentando imitar a Pompeyo para preparar una venganza contra mí. —Extendió la mano y acarició la cabeza de Metón—. Me llevó más tiempo localizar a este otro, aunque estaba en Sicilia. Varios esclavos acabaron allí, vendidos en grupo. El estúpido terrateniente que lo compró descuidó su entrenamiento y lo puso a trabajar en el campo. ¿No es verdad, Metón?

—Me hacía trabajar de espantapájaros en los huertos. Tenía que permanecer todo el día bajo el sol para asustar a los pájaros y me envolvía las manos con harapos para que no pudiera coger frutos de los árboles.

—¡Vaya! —dije y tragué saliva porque se me había hecho un nudo en la garganta—. ¿Qué ocurrió con el tracio Alexandros? La cara de Mumio se ensombreció.

—Craso lo envió a sus minas de plata en Hispania. Los esclavos no suelen sobrevivir mucho tiempo en ese trabajo, aunque sean jóvenes y fuertes. Envié a un hombre a comprarlo, anónimamente, pero el capataz no aceptó mi oferta. Craso se debe de haber enterado del incidente, porque lo condenó a galeras, de hecho lo envió a La Furia. A pesar de todo, pensaba salvarlo; pero hace poco, el mismo día que Metón llegó a Roma, me enteré de que La Furia había sido atacada y quemada por los piratas ante las costas de Cerdeña. Unos marineros escaparon y pudieron contar la historia.

—¿Y Alexandros?

La Furia se hundió con los esclavos encadenados en sus puestos.

Suspiré y apreté los dientes. Luego eché la cabeza hacia atrás, para vaciar mi copa, y miré fijamente los girasoles que se inclinaban con el viento.

—Yo diría que fue una muerte más terrible que la de Fausto Fabio. Si se hubiera quedado escondido en la cueva y no hubiera acudido para identificar a Fabio, podría haberse salvado. Pero entonces Apolonio y Metón estarían muertos. ¡Estos tracios son increíbles! ¿Lo sabe Olimpia?

Mumio negó con la cabeza.

—Esperaba sorprenderla con buenas noticias, pero creo que no se lo diré nunca.

—Quizá deberíamos hacerlo. De lo contrario mantendrá eternamente la esperanza. Iaia es lo suficientemente sabia para encontrar la forma adecuada de decírselo.

—Quizá.

Se hizo un largo silencio, roto sólo por el rumor que producía un gato al caminar entre los ásteres. Mumio sonrió.

—Ya ves, no quería visitarte hasta que tuviese una sorpresa que darte. Pues bien, te regalo a Metón. Dijiste a Craso que querías comprar al chico, ¿no? Es lo menos que puedo hacer para agradecerte que salvaras a Apolonio y a los demás.

—Pero yo sólo quería comprarlo para salvarlo de Craso…

—Acéptalo, por favor, aunque sólo sea para vengarte de Craso. Ya sabes que es un muchacho listo y honrado. Será un orgullo para tu casa.

Miré a Metón, que me sonrió esperanzado. Lo imaginé con las manos envueltas en harapos, sudoroso y hambriento, espantando cuervos en un huerto lleno de polvo.

—Muy bien —dije—, acepto el regalo, Marco Mumio. Muchas gracias.

Mumio me dedicó una amplia sonrisa, pero de pronto su cara adquirió una expresión extraña y se levantó apresuradamente. Me giré y noté que Bethesda había entrado en el peristilo, desde la cocina.

Cogí su mano. Mumio hizo una mueca extraña, vergonzosa, y se movió con nerviosismo, como suelen hacer los hombres ante una mujer embarazada de varios meses.

—Mi esposa —anuncié—, Gordiana Bethesda.

Mumio inclinó la cabeza con expresión confusa y Apolonio, situado a su espalda, sonrió. El pequeño Metón alzó la vista y contempló el abultado vientre de Bethesda, claramente fascinado por su nueva ama.

—No puedo quedarme mucho tiempo en el jardín —dijo Bethesda—. Hace demasiado calor. Iba a echarme un rato, pero me pareció oír voces en el peristilo. De modo que tú eres Marco Mumio. Gordiano me ha hablado mucho de ti. Bienvenido a nuestra casa.

Mumio se limitó a tragar saliva y hacer otra inclinación de cabeza.

Bethesda sonrió y se retiró.

—Ah, Eco —dijo—, ven conmigo un momento.

Eco saludó con la cabeza a nuestros invitados y la siguió. Mumio arqueó las cejas.

—Pero yo creía que…

—Sí, Bethesda era mi esclava y durante años tuve cuidado de no traer al mundo un esclavo más. No quería hijos de mi propia sangre y mucho menos hijos esclavos.

—Pero tu hijo…

—Eco entró en mi vida de forma inesperada, y todos los días le agradezco a los dioses que me concedieran el buen juicio de adoptarlo. Sin embargo, no veía ninguna razón para traer una nueva vida a un mundo como éste. —Me encogí de hombros—. Después de lo de Bayas, algo ha cambiado en mi interior. Ahora Bethesda es una mujer libre; y mi esposa.

—Y ahora comprendo lo que hacías hace nueve meses, en diciembre, en lugar de asistir a la aclamación de Craso —dijo Mumio sonriendo.

Me eché a reír y me incliné hacia él.

—¿Sabes una cosa, Mumio? Creo que ocurrió aquella misma noche.

De repente apareció Eco al fondo del peristilo, flanqueado por las dos jóvenes esclavas. Los tres tenían cara de sorpresa, miedo, confusión y dicha.

Eco abrió la boca y durante un largo instante pareció que había enmudecido otra vez.

—Bethesda dice que está lista —balbuceó por fin—, dice que ha llegado el momento.

Mumio palideció y Apolonio sonrió con serenidad. Metón comenzó a bailotear y a batir palmas y alcé los ojos al cielo.

—Otra crisis —murmuré, sintiendo primero un súbito terror y acto seguido una dicha inenarrable— y una nueva historia.