Eco permanecía inconsciente, afectado por una terrible fiebre. Tan pronto como pude, lo llevé a la villa, donde Iaia esperaba impaciente noticias nuestras. La pintora se hizo cargo en seguida del problema e insistió en que lleváramos a Eco a su habitación, donde lo examinó. Luego envió a Olimpia a buscar ungüentos y hierbas a la casa de Cumas. El aire de la habitación se llenó de humo de braseros y vapor de pequeñas cazuelas hirvientes. Iaia despertó a Eco de su sueño intranquilo para darle a beber una extraña infusión y luego le untó un hediondo bálsamo detrás de las orejas y alrededor de los ojos. A mí me recomendó una potente dosis de nepente, con la excusa de que me ayudaría a evadirme de aquel lugar durante un par de horas, pero me negué a beberla.
El día se convirtió en noche sin que ninguna formalidad señalara las horas. Nadie sirvió la cena, de modo que los invitados se vieron obligados a entrar furtivamente en la cocina a coger los restos del banquete de la noche anterior o disfrutaron de los manjares traídos de los juegos. Sin esclavos que prepararan las camas o encendieran los candiles para indicar las horas con el interminable ciclo de sus tareas, el tiempo parecía haberse detenido, pero la oscuridad llegó de todos modos.
Aquella noche, Morfeo se olvidó de pasar por la villa de Bayas. Su hechizo alcanzó al resto del mundo, pero no afectó a los habitantes de la casa. No hubo descanso para nadie, sólo la oscuridad y la quietud de una larga noche. Yo permanecí en vela junto a Eco, acompañado por Iaia y Gelina, escuchando asombrado la retahíla de nombres y frases incoherentes que pronunciaba en sueños. Lo que decía no tenía sentido y los sonidos eran toscos e imprecisos, pero nadie podía negar que estaba hablando. Pregunté a Iaia si lo había hechizado, pero no quiso atribuirse el mérito del milagro.
Permanecí sentado bajo la luz mortecina de la habitación de Iaia, lleno de inquietud y aturdido, pensando en todas las cosas terribles y maravillosas que habían pasado en un solo día.
Por fin, me eché una capa sobre los hombros, encendí un candil y deambulé por la casa silenciosa. Los pasillos estaban desiertos y oscuros, alumbrados sólo por la tenue luz de la luna que se filtraba por las ventanas. Tras hacer los recados para Iaia, Olimpia se había retirado a su propia habitación, aunque no a dormir. A través de la puerta, oí murmullos, suspiros y la risa baja y franca de un joven que tras permanecer largos días y noches desterrado en una cueva, ahora disfrutaba de unas almohadas mullidas y de las caricias de una piel cálida y familiar. Sonreí y deseé tener una excusa para sorprenderlos otra vez, ahora que los latidos de mi cabeza habían cesado y estaba en condiciones de apreciar mejor la escena.
Continué andando hasta llegar a los baños masculinos, junto a la gran piscina. Las aguas minerales del manantial bullían y burbujeaban, mientras el vapor danzaba y empañaba la luz del candil. Miré hacia la terraza y vi a dos figuras desnudas apoyadas contra la balaustrada, lado a lado. Contemplaban el rielar de la luna en las aguas del golfo. Charcos de agua marcaban el curso de sus pisadas desde los baños a la balaustrada y grandes nubes de vapor brotaban de su piel caliente. La luz de la luna envolvía en un halo difuso las nalgas y los hombros peludos de Mumio, pero la misma luz parecía convertir a Apolonio en una figura de mercurio y mármol terso.
Cubrí el candil con la mano. Silencioso e invisible, encontré el camino que conducía de la terraza al embarcadero. Pero luego giré hacia el anexo y subí la colina. Llegué al edificio largo y bajo donde habían guardado a los cautivos. La puerta estaba pegada a la pared interior y se abría a una absoluta oscuridad. Me detuve un momento, di un paso hacia el interior, pero en seguida retrocedí, asqueado por el olor. El lugar seguía impregnado del hedor a miseria humana, aunque aquella noche estaba vacío y silencioso. Desde el establo, más adelante, oí risas y una conversación en voz baja. Seguí el camino hacia el otro lado del edificio y salí al patio. Había tres guardias apostados en la puerta del establo, abrigados con capas y reunidos en torno al fuego. Uno de ellos me reconoció y me saludó con una inclinación de cabeza. Las puertas del establo estaban entreabiertas a sus espaldas y pude ver a los esclavos, apiñados en grupos, alrededor de los candiles. Oí que alguien decía: «¡Sal de ahí, bribonzuelo!» y supe que Metón estaba entre ellos.
Me volví hacia la villa y tragué una larga y profunda bocanada de aire frío. No había viento, pues los altos árboles que rodeaban la villa permanecían inmóviles y silenciosos. Todo el mundo parecía extrañamente alerta, hechizado por la luz de la luna.
Crucé el patio, pendiente del suave crujido de la grava bajo mis pies. Al llegar a la puerta vacilé y en lugar de entrar me entretuve en el pórtico. Luego anduve junto a la pared exterior hasta llegar a una de las ventanas de la biblioteca. Las cortinas estaban entreabiertas y la habitación perfectamente iluminada. En el interior, vi a Marco Craso envuelto en su clámide, revisando un montón de rollos con una copa de vino en la mano izquierda. Aunque en ningún momento pareció alzar la vista, después de unos instantes dijo:
—Ya no tienes motivos para quedarte fuera, Gordiano. Tu trabajo de espía ha concluido. Entra, pero no por la ventana. Ésta es una casa romana, no una simple choza.
Regresé a la puerta principal y atravesé el vestíbulo. En la oscuridad, las máscaras de los antepasados de Lucio Licinio parecieron mirarme con expresión seria, pero satisfecha. Llegué al atrio, donde el incienso había logrado despejar por fin el olor a putrefacción. La luz de la luna se filtraba por la abertura del techo como una gran columna de ópalo liquido. Observé las letras que decían «ESPARTA» en el suelo. Bajo la luz temblorosa del candil y de la luna, los toscos arañazos brillaban con reflejos dorados y plateados, como si un dios errante, no un simple asesino mortal, las hubiera trazado con los dedos.
No había ningún guardia ante la biblioteca y la puerta estaba abierta. Marco Craso no alzó la vista para mirarme, pero me indicó que me sentara en una silla, a su izquierda. Un momento después, hizo los rollos a un lado, se restregó el puente de la nariz y sacó otra copa de plata, que llenó hasta el borde con el contenido de una botella de barro.
—Gracias, Marco Craso, pero no tengo sed.
—Bebe —dijo en un tono que no admitía réplicas y me llevé obedientemente la copa a los labios.
El vino oscuro y espeso me produjo una ola de calor en el pecho.
—Vino de Falerno —dijo—, del último año de la dictadura de Sila. Fue una cosecha excepcional y era el vino favorito de Lucio. Sólo quedaba una botella en la bodega y ahora no queda ninguna.
Se llenó la copa y vació las últimas gotas en la mía.
Bebí a pequeños sorbos, saboreando el buqué. El vino era tan cautivador como la luz de la luna.
—Parece que nadie duerme esta noche —dije en voz baja—. Es como si el tiempo se hubiera detenido.
—El tiempo nunca se detiene —dijo Craso con un deje de amargura en la voz.
—Sé que no estás satisfecho de mí, Marco Craso, aunque sólo hice lo que se me encargó. No hacerlo habría sido despreciar la generosa suma que me prometiste.
Me miró de soslayo con expresión indescifrable.
—No te preocupes —dijo por fin—, tendrás lo prometido. No me he convertido en el hombre más rico de Roma por no pagar cantidades ridículas a los mercenarios. —Asentí y seguí bebiendo el vino de Falerno—. ¿Sabes una cosa? —añadió Craso—. En el circo, cuando elevabas los ojos al cielo y pronunciabas tu vehemente discurso, por un momento creí que ibas a acusarme a mí de haber matado a Lucio.
—¿En serio? —dije.
—Sí. Si te hubieras atrevido a cometer semejante insolencia habría ordenado a uno de los guardias que te atravesara con la lanza en aquel mismo momento. Nadie habría cuestionado mi conducta, pues yo habría alegado defensa propia. Después de todo, llevabas un cuchillo escondido, parecías un loco y delirabas como Cicerón cuando no está en vena.
—No creo que lo hubieras hecho, Marco Craso. Si me hubieras matado después de una acusación pública como aquélla, habrías sembrado la semilla de la duda en todos los presentes.
—¿Eso crees, Gordiano?
—Es sólo una hipótesis —dije encogiéndome de hombros—. Yo nunca hice una acusación semejante.
—¿Y nunca te pasó por la cabeza?
—Me parece absurdo seguir discutiendo esa posibilidad, pues lo que dices no ha ocurrido y el verdadero asesino ha sido identificado… justo a tiempo para evitar que se produjera una horrible injusticia, debo añadir, aunque sé que para ti eso es sólo una trivialidad.
Craso emitió un sonido sordo y gutural, casi un gruñido. No le había resultado fácil cancelar la matanza después de despertar la curiosidad y la sed de sangre del público. Incluso tras la revelación de la culpabilidad de Fabio, habría seguido adelante con su plan de no ser por la intervención de Gelina. La sumisa y bondadosa Gelina había hecho valer por fin su voluntad. Armada con la verdad, se transformó antes nuestros ojos. Con las mandíbulas apretadas y la mirada dura y brillante como el cristal, exigió a Craso que cancelara el espectáculo. Mumio, envalentonado y furioso, la secundó, y Craso, acorralado por ambos lados, no tuvo más remedio que ceder. Ordenó a sus soldados que escoltaran a Fabio y a él mismo hasta la villa, dio órdenes concisas a Mumio para que clausurara los juegos y se marchó de inmediato y sin ceremonias.
—¿Te quedaste hasta el final de los juegos? —preguntó.
—No, me marché poco después que tú.
¿Qué sentido tenía explicarle que Alexandros y yo habíamos llevado a Eco a la villa, temiendo por su vida? Craso apenas si había notado el desmayo de Eco y no creo que lo recordara.
—Mumio me dijo que todo fue bien, pero estoy seguro de que es mentira. Esta noche seré el hazmerreír de toda la Crátera.
—Lo dudo, Marco Craso, pues no eres de aquellos de quienes la gente se atreve a reírse, ni siquiera por la espalda.
—Sin embargo, hacer salir a los esclavos del circo con la misma falta de solemnidad con que habían entrado, sin explicaciones… Las exclamaciones de desencanto y confusión se oían desde el otro lado del muro que rodeaba el circo. Dice Mumio que, para dar la nota final, reunió a todos los gladiadores supervivientes y los hizo luchar entre sí a la vez. No es una idea muy original, ¿verdad? Ya puedes imaginarte la farsa, con los gladiadores cansados y algunos heridos, golpeándose como torpes aficionados. Cuando lo presioné, Mumio confesó que los palcos se vaciaron en seguida. Los expertos saben reconocer un mal espectáculo y mis aduladores no vieron razón para permanecer allí, ya que no estaba presente para retribuir sus sonrisas.
Permanecimos un momento en silencio, bebiendo el vino.
—¿Dónde está Fausto Fabio? —pregunté.
—Aquí, en la villa, como siempre, con la diferencia de que esta noche he puesto guardias en la puerta de su habitación y he mandado que le quiten todas las armas, para que no pueda infligirse ningún daño hasta que yo decida qué hacer con él.
—¿Lo denunciarás? ¿Habrá un juicio en Roma?
Una vez más, Craso me miró como un tutor decepcionado.
—¿Qué dices? ¿Crees que voy a organizar semejante escándalo para vengar la muerte de un hombre insignificante como Lucio? Sólo conseguiría buscarme la enemistad de los Fabios, revelar el vergonzoso escándalo en que estaba implicado mi primo y humillarme a mí mismo en el proceso, pues recuerda que, después de todo, llevaron a cabo sus planes con mi barco y mis recursos. ¿Piensas que voy a arriesgarme a una crisis semejante cuando estoy a punto de enfrentarme a Espartaco y de comenzar mi campaña para convertirme en cónsul el año que viene? No, Gordiano, no habrá acusación pública ni juicio.
—¿Entonces Fausto Fabio escapará a su castigo?
—No he dicho eso. En tiempos de guerra, un hombre puede morir de muchas formas, Gordiano. Incluso un oficial de alta graduación puede sufrir un accidente y morir atravesado por una lanza arrojada por detrás, o sufrir una herida mortal que nadie pueda explicar. Aunque tampoco he dicho que vaya a ser así.
—¿Ha confesado?
—Todo. Fue tal como tú habías supuesto: él y Lucio habían urdido el plan durante mi visita a Bayas la primavera pasada. Fausto procede de una antigua y distinguida familia patricia, pero aunque su rama Fabia todavía conserva cierto prestigio, perdieron su fortuna hace mucho tiempo. Un hombre semejante puede volverse muy resentido, sobre todo cuando se ve obligado a servir a otro de inferior condición social, pero con un nivel de riqueza y poder que siempre será superior al suyo. Sin embargo, ha cometido crímenes despreciables e imperdonables, como traicionar a Roma por ambición personal, manchar el honor de los Fabios y prestar ayuda a un ejército de esclavos asesinos.
»Los crímenes de mi primo Lucio resultan aún más dolorosos para mí —suspiró Craso—. Era un hombre débil, demasiado débil para buscar su propio camino en la vida y carecía de la sabiduría o la paciencia necesarias para confiar en mi generosidad. Considero una afrenta personal el hecho de que haya usado mi propia organización y mis propios fondos para embarcarse en una empresa criminal de esa naturaleza. ¡Siempre le di más de lo que merecía y él me ha pagado de ese modo! Lo único que lamento es que haya tenido una muerte tan rápida e indolora, pues merecía un final mucho más cruel.
—¿Por qué lo mató Fabio?
—Mi visita no estaba prevista y la anuncié apenas unos días antes, de modo que Lucio se asustó. Había muchas irregularidades en los libros y un montón de espadas y lanzas en el cobertizo del embarcadero, esperando ser embarcadas. La noche anterior a mi llegada, Fabio abandonó furtivamente el campamento del lago Lucrino después del anochecer y vino a hablar con Lucio. Sin mi conocimiento, y para confundir a cualquiera que lo viera, cogió mi capa, que como era bastante oscura le ayudaría a pasar inadvertido. En ese momento ignoraba el uso que acabaría dándole y el hecho de que tendría que deshacerse de ella. Una vez manchada de sangre, no podía dejarla en el lugar del crimen ni devolvérmela, así que le arrancó el emblema y la arrojó al golfo. El emblema, como era más pesado, debe de haber llegado al agua, pero la capa se enganchó en unas ramas.
»Al día siguiente yo no encontraba la capa y me pregunté dónde podría estar. ¡Recuerdo que se lo comenté al propio Fabio y ni siquiera se inmutó! ¿Por qué crees que he estado usando esta vieja clámide de Lucio todas las noches? No lo hacía para adaptarme a la moda griega del pueblo de Bayas, sino porque perdí la capa que había traído de Roma.
Lo miré fijamente con súbita desconfianza.
—Pero la noche que sugerí que Lucio había sido asesinado en la biblioteca, me preguntaste dónde estaba la sangre, ¿recuerdas? —Perfectamente.
—Y te hablé de la capa manchada de sangre que había aparecido junto al camino. ¡Tendrías que haber sospechado que se trataba de la tuya!
—No, Gordiano —respondió sacudiendo la cabeza—. Me dijiste que habías descubierto un trozo de tela, no una capa. Recuerdo muy bien tus palabras; no hablaste de capa en ningún momento. —Aspiró sonoramente por la nariz, bebió un sorbo de vino y me miró con expresión astuta—. Muy bien, admito que en aquel momento sentí cierta aprensión, quizás una parte de mí adivinó el camino que conduciría a la verdad. Quizás un dios pasó a mi lado y me murmuró al oído que la tela podría ser la capa perdida, en cuyo caso el asesinato de Lucio significaba mucho más de lo que yo había sospechado. Pero uno escucha esos susurros confusos tantas veces, ¿verdad? Y ni siquiera el hombre más sabio puede saber con certeza si lo que los dioses le murmuran al oído es verdad o una cruel burla.
—Pero, insisto, ¿por qué mató Fabio a Lucio?
—Fabio salió de Roma dispuesto a matar a Lucio, pero el crimen en sí fue espontáneo, porque Lucio se puso nervioso. ¿Qué crees que habría pasado si yo hubiera descubierto sus negocios clandestinos, cosa que habría hecho con seguridad después de revisar los libros y localizar al capitán de La Furia? Intuyó que había llegado su hora fatal. Fabio intentó convencerlo de que mantuviera la calma, de que entre los dos podrían entretenerme con otros asuntos para que no sospechara nada de sus crímenes. ¿Quién sabe? Es probable que lo hubieran logrado. Pero Lucio perdió la razón, comenzó a llorar e insistió en que la única salida era una confesión. Pensaba contármelo todo y luego echarse a mis pies suplicándome piedad, revelando también la participación de Fabio. Entonces Fabio cogió la estatua y le cerró la boca para siempre.
»Culpar a los esclavos fue una idea genial, ¿no crees? Ése es el tipo de reacciones rápidas y frías que necesito en mis oficiales. ¡Qué derroche! Cuando Zenón y Alexandros lo descubrieron, él aprovechó el incidente. Los asustó para que huyeran en medio de la noche y se convirtieran en sus chivos expiatorios. Tuvo suerte de que Zenón muriera, porque él lo hubiera reconocido de inmediato, pero Alexandros no lo había visto nunca y no pudo decirles a Iaia y Olimpia de quién se trataba.
—¿Por eso Fabio dejó el nombre de Espartaco inconcluso? ¿Porque los esclavos lo interrumpieron?
—No. Ya había limpiado la sangre de la biblioteca y del pasillo, pero todavía no había cogido los documentos incriminatorios que Lucio estaba examinando. Algunos estaban desplegados sobre la mesa cuando mató a Lucio y se mancharon de sangre. Fabio se había limitado a enrollarlos para quitarlos de en medio y los había dejado en el suelo. Tenía planeado acabar de escribir el nombre, poner el cadáver en una posición más convincente y luego volver a coger los documentos, para quemarlos o arrojarlos al mar junto con la capa.
»Entonces oyó una voz en el pasillo. Algún miembro de la casa lo había oído o se había despertado con el galope de los caballos de los esclavos y se había levantado a investigar. La voz llamó otra vez, más cerca del atrio, y Fabio supo que a menos que huyera en seguida tendría que cometer un segundo asesinato. No sé por qué perdió la calma, aunque, como es natural, no podía saber si el recién llegado estaba armado, solo o acompañado. La cuestión es que cogió la capa y huyó.
—Pero ningún miembro de la casa dijo haber oído nada aquella noche.
—¿Ah, no? —preguntó Craso con sarcasmo—. Entonces te mintieron. ¿Quién crees que fue?
—Dionisio.
Craso hizo un gesto afirmativo.
—El viejo bribón entró al atrio y se encontró a su patrón muerto en el suelo, pero en lugar de dar la voz de alarma, se tomó su tiempo para evaluar la situación y pensar cómo podría beneficiarse de ella. Se dirigió a la biblioteca a espiar a hurtadillas y encontró los documentos incriminatorios. Aunque no sabía de qué se trataba, las manchas de sangre hablaban por sí solas. Los llevó a su habitación y los escondió, seguramente para analizarlos con más tiempo e intentar relacionarlos con el asesinato.
»Ya puedes imaginar el temor de Fabio cuando llegó a la villa conmigo al día siguiente, corrió a la biblioteca a la primera oportunidad que se le presentó y descubrió que los documentos habían desaparecido. Sin embargo, no dio ninguna muestra de agitación. ¡Qué hombre más frío y calculador! ¡Vaya oficial que ha perdido Roma!
»Hasta la noche de tu llegada no pudo hacer lo que había planeado: deslizarse hasta el cobertizo del embarcadero y arrojar las armas al agua. Había querido hacerlo las noches anteriores, pero siempre lo había interrumpido alguien o lo habían visto, y no podía arriesgarse a hacerlo. En realidad, creo que estaba actuando con excesiva cautela, pero tu llegada le obligó a decidirse… ¡Y lo cogiste con las manos en la masa! Si te hubiera apuñalado habría parecido un segundo asesinato, así que intentó ahogarte.
—Pero fracasó.
—Sí. Fabio me dijo que desde aquel momento supo que eras el brazo de la justicia. El brazo de Némesis.
—Némesis tiene muchos brazos —dije, pensando en todos los que habían contribuido a descubrir a Fausto Fabio: Mumio, Gelina, Iaia, Olimpia, Alexandros, Apolonio, Eco, Metón, el charlatán de Sergio Orata, el difunto Dionisio e incluso el propio Craso—. ¿De modo que fue Fabio el que entró en la biblioteca y limpió la sangre de la cabeza de la estatua? —Craso asintió—. Pero ¿por qué esperó tanto? ¿Se le había escapado ese detalle?
—No. Tenía intenciones de limpiar mejor la biblioteca, pero cuando yo no estaba trabajando aquí, él estaba ocupado con sus obligaciones o había alguien en el pasillo. Sin embargo, tu llegada le obligó a actuar con rapidez para cubrir cualquier rastro.
—Mi llegada y la arrogancia de Dionisio —dije.
—Exacto. Cuando el viejo charlatán se puso a fanfarronear en la mesa y te desafió a encontrar la solución al misterio, selló su sentencia de muerte. Dudo que sospechara de Fabio, pero éste no tenía forma de conocer las deducciones de Dionisio. A la mañana siguiente, durante los preparativos del funeral, entró a hurtadillas en la habitación de Dionisio y añadió veneno a sus hierbas. A propósito, tenías razón al decir que usó acónito. Mientras estaba en la habitación, intentó forzar el cofre de Dionisio, pues supuso que encontraría los documentos allí, pero la cerradura era demasiado fuerte y huyó de la habitación, por temor a toparse con Dionisio o con algún esclavo.
—¿De dónde sacó el veneno?
—De Roma. Compró el acónito a un vendedor de la Subura, la noche anterior a nuestra partida. Ya intuía que tendría que matar a Lucio, pero esperaba hacerlo de una forma más sutil y discreta que aplastándole el cráneo. Aunque había traído el veneno para Lucio, acabó usándolo para silenciar a Dionisio. Encontré más en la habitación de Fabio y se lo confisqué para evitar un posible suicidio. No pienso permitirle una muerte tan fácil.
—Y anoche, cuando iba hacia Cumas, Fabio intentó matarme.
—No fue Fabio, sino sus ayudantes. Durante el altercado en la puerta del establo vio la capa manchada de sangre que escondías bajo la tuya. Aunque creía haberla arrojado al mar la noche del crimen, entonces se enteró de que la habían encontrado.
—Sí —dije—. Recuerdo que me miró de forma extraña.
—Si te hubieras molestado en enseñarme la capa, si hubieras confiado en mí lo suficiente para presentarme todas las pruebas, Gordiano, yo la habría reconocido de inmediato y los acontecimientos habrían tomado otro sesgo. ¡Pero no! Fabio esperaba que no me la hubieras enseñado, ya fuera adrede o por negligencia, y así era, de modo que no le quedaba otra opción que matarte, recuperar la capa y destruirla lo antes posible.
»Yo había encomendado a Fabio la misión de buscar gladiadores y organizar los juegos fúnebres. En otras circunstancias se lo habría pedido a Mumio, pero dada su debilidad por el esclavo griego y su aversión por el espectáculo que planeaba, no me merecía confianza. Fabio estaba decidido a eliminarlo, de un modo u otro. Había traído consigo a dos gladiadores del campamento del lago Lucrino, por si los necesitaba, y les mandó que te siguieran en cuanto partiste hacia Cumas. ¿Recuerdas que te preguntó adónde te dirigías? Cometiste el grave error de decírselo, así que Fabio envió a los gladiadores a seguirte a ti y al chico, para mataros y recuperar la capa.
Asentí.
—Y cuando se hubieran encontrado los cadáveres habrían culpado del asesinato a Alexandros, como si estuviera escondido en el bosque.
—Exacto. Pero tampoco habrías estado seguro en la villa. Había planeado colarse en tu habitación y ponerte unas gotas de beleño en una oreja. ¿Sabes qué efecto hubiera causado?
—¿El beleño? —dije mientras un escalofrío me recorría la espalda—. He oído hablar de él.
—Era otro veneno que trajo de Roma, otra alternativa para matar a Lucio, o casi matarlo, teniendo en cuenta sus efectos. Dicen que si uno deposita la dosis adecuada en el oído de un hombre dormido, a la mañana siguiente éste despertará delirando y diciendo incoherencias, completamente trastornado. Ya ves, Gordiano, si hubieras pasado la noche aquí, hoy estarías divagando como un idiota.
—Y si Eco no me lo hubiera advertido, una lanza me habría atravesado junto al circo.
—Otro regalo de Fabio. Cuando sólo uno de los asesinos regresó ayer con la noticia de que habías escapado con la capa, ordenó al gladiador que hiciera de guardia particular. Lo apostó en la entrada de mi palco para esperar tu llegada. Sin que yo lo supiera, Fabio despidió a los guardias que debían estar allí, para que no hubiera testigos. Fu un último recurso desesperado. Si el asesino hubiera logrado matarte, se lo habría comunicado a Fabio y éste te habría llevado para que te pudrieras con los gladiadores muertos. Nadie habría notado la presencia de otro cadáver anónimo.
—Y esta noche Fausto Fabio estaría libre de toda sospecha.
—Sí —suspiró Craso—, y todos los habitantes de la Crátera contarían historias maravillosas sobre el glorioso espectáculo organizado por Marco Licinio Craso, historias que hubieran llegado hasta Roma y hasta el campamento de Espartaco en Turio.
—Y noventa y nueve esclavos inocentes estarían muertos.
Craso me miró en silencio y esbozó una ligera sonrisa.
—Gordiano, yo también creo que eres el brazo de la justicia. Tu trabajo aquí ha cumplido la voluntad de los dioses. Si no es por capricho de los dioses, ¿cómo es posible que yo esté aquí esta noche, bebiendo la última botella del excelente vino de Falerno de mi primo con el único hombre en el mundo que cree que la vida de noventa y nueve esclavos es más importante que las ambiciones del hombre más rico de Roma?
—¿Qué piensas hacer con ellos?
—¿Con quiénes?
—Con los cien esclavos.
Agitó la copa en la mano y contempló el remolino de líquido rojo.
—Ya no me sirven para nada. Como es natural, no podrán volver a trabajar en esta casa ni en ninguna de mis propiedades. Después de lo ocurrido, no podría volver a fiarme de ellos. He pensado en mandarlos a Puzol, pero temo que divulguen la historia por toda la Crátera, así que los enviaré al mercado de esclavos de Alejandría.
—El esclavo tracio, Alexandros…
—Iaia ya me ha ofrecido comprarlo para regalárselo a Olimpia. —Bebió otro sorbo de vino—. Por supuesto, eso es imposible.
—¿Por qué?
—Porque alguien podría presentar cargos de asesinato contra Fausto Fabio y obligar a organizar un juicio, y ya te he dicho que no deseo un escándalo semejante. Un procurador podría llamar a Alexandros a declarar, pero como un esclavo no puede declarar sin permiso de su amo, mientras siga siendo mío yo estaré a salvo. Es un hombre fuerte y joven, así que es probable que lo convierta en galeote, lo envíe a las minas o a un mercado de esclavos lo bastante lejano para que desaparezca para siempre.
—¿Pero por qué no permites que se lo quede Olimpia?
—Porque si alguien presenta cargos de asesinato contra Fausto Fabio, ella podría dejarle declarar.
—Los esclavos sólo pueden declarar bajo tortura y Olimpia nunca lo permitiría.
—Pero podría concederle la libertad. De hecho, sería lo más probable y un liberto puede declarar a voluntad; me sumiría en una vergüenza eterna.
—Podrías exigirle un juramento…
—¡No! No puedo permitir que ese esclavo permanezca cerca de la Crátera, ¿no lo entiendes? Mientras él esté por aquí, la gente continuará chismorreando sobre el asunto de Lucio Licinio. Dirán que Alexandros era el esclavo acusado de asesinato, pero que luego se descubrió que el culpable era un patricio… De una forma u otra, tiene que desaparecer de la Crátera. ¿No crees que ya soy bastante misericordioso no matándolo?
Apreté los dientes. El vino parecía haberse vuelto agrio de repente.
—¿Y Apolonio?
—Mumio quiere comprarlo y, como ya imaginarás, no se lo permitiré.
—¡Pero Apolonio no sabe nada!
—¡Tonterías! Tú mismo le ordenaste que buceara para recuperar las armas que Fabio arrojó al fondo del mar.
—Incluso así…
—Además, su presencia entre los noventa y nueve esclavos esta tarde impide que permanezca cerca de mí. Mumio es mi mano derecha y no puedo permitir que un esclavo que estuvo a punto de morir resida en su casa, que me sirva el vino cuando vaya a visitarlo o que meta una serpiente venenosa en mi cama cuando me quede a dormir allí. No, Apolonio debe desaparecer igual que Alexandros. No creo que resulte difícil encontrar comprador para él, considerando su belleza y su talento. En Alejandría hay agentes que compran esclavos para partos ricos. Eso será lo mejor: venderlo a un amo rico en el otro extremo del mundo.
—Marco Mumio se convertirá en tu enemigo.
—¡No seas ridículo! Marco Mumio es un soldado, no un sensualista. ¡Es un auténtico romano! Su relación conmigo y su sentido del honor superan con creces cualquier atracción pasajera que pueda sentir por un joven hermoso.
—Creo que te equivocas.
Se encogió de hombros. Detrás de la máscara de implacable lógica de su cara, noté una maliciosa satisfacción. ¿Cómo era posible que un hombre tan importante y poderoso encontrara algún placer en vengarse de aquellos que lo habían contrariado? Cerré los cansados ojos durante un instante.
—Has dicho que me pagarías la suma prometida, Marco Craso. Como parte de mis honorarios, como un favor… quisiera comprar a un pequeño esclavo llamado Metón.
Craso sacudió la cabeza con aire sombrío y los labios apretados. Sus pequeños ojos brillaban a la luz del candil.
—No me pidas más favores respecto a los esclavos, Gordiano. Están vivos y debes agradecerlo a la tenacidad y la insistencia de Gelina, pero tus honorarios se pagarán en plata, no en carne, y ningún esclavo recibirá un tratamiento especial. Los dispersaré, fuera del alcance de cualquier persona de esta casa, los venderé a nuevos amos. Así servirán de algo, aportarán su pequeña contribución a la prosperidad de Roma y a mantener su poder eterno.
Craso y su comitiva se prepararon para partir hacia Roma a la mañana siguiente. Los esclavos, incluidos Apolonio, Alexandros y Metón, fueron conducidos al lago Lucrino y luego a los muelles de Puzol. Olimpia, hecha un mar de lágrimas, se encerró en su habitación. Mumio contempló la partida de los esclavos con las mandíbulas apretadas y la cara cenicienta.
Los esclavos de Iaia llegaron desde Cumas a atender las necesidades de la villa. Aunque Eco ya no tenía fiebre, todavía no había despertado.
Aquella noche se celebró una cena en honor de Craso en una de las villas de Orata, en Puzol, donde Craso pasó la noche con su comitiva. Gelina asistió, pero no fui invitado y Iaia se quedó conmigo para vigilar a Eco. Después de la partida de Craso, a la mañana siguiente, Gelina comenzó a vaciar la villa para pasar el invierno en la casa romana de aquél.
Eco despertó al día siguiente. Se encontraba débil, pero tenía buen apetito y su temperatura seguía normal. Yo temía que su recién adquirida capacidad del habla hubiera desaparecido a causa de la enfermedad. Si, como había dicho Craso, mi trabajo en Bayas había sido una forma de cumplir la voluntad de los dioses, parecía lógico pensar que éstos le habían concedido la facultad de hablar sólo para que me salvara la vida junto al circo, pero que ahora volverían a negarle ese don. Sin embargo, cuando Eco abrió los ojos aquella mañana, dijo con voz ronca e infantil:
—Papá, ¿dónde estamos, papá?
Me eché a llorar y seguí llorando durante un buen rato. Iaia, a pesar de su profundo conocimiento de los misterios de Apolo, no podía explicar lo sucedido.
En cuanto Eco se encontró mejor, iniciamos el viaje de retorno a Roma, esta vez por tierra y no por mar. Mumio nos había dejado caballos y varios soldados como guardaespaldas. Agradecí su preocupación, sobre todo porque llevaba conmigo una cantidad sustancial de plata: mis honorarios por haber resuelto el misterio del asesinato de Lucio Licinio.
Seguimos por la vía Consular hasta Capua, donde Espartaco se había entrenado para ser gladiador y se había rebelado contra su amo. Luego cogimos la vía Apia en dirección al norte y nos recreamos con el espléndido paisaje otoñal, sin imaginar que la primavera siguiente estaría jalonada desde allí hasta Roma por seis mil crucificados: los desdichados supervivientes del ejército vencido de Espartaco, clavados en cruces y expuestos al público como edificante ejemplo para esclavos y amos por igual.