XXIV

—Creí que ya lo sabías —repitió varias veces Iaia—, que Olimpia te lo habría dicho.

Iaia olvidaba que la noche anterior, antes de que Eco llegara agitado a la puerta, Olimpia se había marchado a dormir con Alexandros en la cueva marina y por consiguiente no tenía forma de saber, como tampoco yo, que mientras discutíamos y hacíamos deducciones en la terraza, Eco estaba profundamente dormido dentro de la casa, abrazado a la mugrienta capa manchada de sangre que había logrado salvar de nuestros agresores.

—¡Qué estúpida me siento, Gordiano, tratando de impresionarte con mis deducciones cuando debería haberte dicho lo que más deseabas saber: que tu hijo estaba sano y salvo bajo este mismo techo!

—Lo importante es que está aquí —dije mientras tragaba saliva para disimular mi súbita ronquera y me secaba las lágrimas que hacían que la cara radiante y sucia de Eco temblara ante mis ojos.

Lo estreché con fuerza entre mis brazos y retrocedí dilatando la boca para recuperar el aliento.

—Cuando vino anoche, vi que estaba agotado y asustado, pero no herido —dijo Iaia—. Intentaba decirme algo con urgencia, pero no podía comprenderlo. Le di una infusión para tranquilizarlo y entonces me indicó por gestos que le trajera una tablilla de cera y un punzón. Fui a buscarlos, pero cuando volví lo encontré profundamente dormido. Desperté a dos esclavos para que lo llevaran a la cama y volví varias veces para ver cómo estaba, pero durmió como un tronco toda la noche.

Eco alzó la vista hacia mí y tocó con aire preocupado el vendaje que llevaba en la cabeza.

—¿Esto? No es nada. Sólo un pequeño chichón que me recordará que tenga más cuidado en el bosque.

La sonrisa se esfumó de repente de sus labios. Desvió la mirada, con una mueca de vergüenza. Yo adiviné la causa de su angustia: no había podido advertirme sobre la presencia de los asesinos, ni rescatarme, y en lugar de enviarme ayuda, se había quedado dormido en contra de su voluntad.

—Yo también me dormí —murmuré.

Cabeceó con expresión sombría, enfadado consigo mismo, no conmigo. Hizo una mueca y se señaló la boca mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. Lo comprendí con tanta claridad como si hubiera hablado: Si fuera capaz de hablar como los demás, te habría advertido junto al precipicio. Habría podido explicarle a Iaia que estabas solo en el bosque y ahora podría expresar todo lo que quiero decir en este momento.

Lo rodeé con mis brazos para que no le vieran los otros y se puso a sollozar. Por encima de su hombro vi que Olimpia y Alexandros sonreían afectuosamente, conscientes sólo de la alegría del reencuentro. Iaia también sonreía, pero sus ojos seguían tristes. Por fin solté a Eco y mientras se giraba hacia el mar desierto para recuperar la compostura, cogí la capa manchada de sangre de sus manos temblorosas.

—¡Lo importante es que tenemos la capa!

—Eso no cambia nada —protestó Olimpia—. Díselo tú, Iaia. Iaia me miró de reojo y frunció los labios. —No estoy segura…

—Si existe alguna forma de salvar a los esclavos… —dijo Alexandros dando un paso al frente.

—Quizás —dije, tratando de pensar—. Quizás…

—Yo no me habría quedado en la cueva de haber sabido lo que ocurría —dijo Alexandros—. No deberías haberme engañado, Olimpia, ni siquiera para salvarme.

Olimpia lo miró a él y luego a mí, al principio con desesperación y luego con astucia.

—No me dejaréis aquí —dijo en voz baja—. Voy con vosotros. Pase lo que pase, quiero estar presente.

Alexandros fue a abrazarla, pero esta vez fue ella quien retrocedió.

—Si hay que hacerlo, tiene que ser ahora —dijo—. El sol está alto y los juegos ya deben de haber comenzado.

El esclavo que preparó los caballos me miró con curiosidad, intrigado por el vendaje de mi cabeza. Cuando vio a Alexandros dejó escapar una pequeña exclamación de asombro y palideció. Era evidente que Iaia y Olimpia habían logrado engañar incluso a los esclavos de la casa, pero ya no tenía sentido guardar el secreto. Muy pronto, toda la Crátera sabría que el tracio fugitivo seguía en la región.

—¿Vienes, Iaia? —preguntó Olimpia.

—Soy demasiado vieja y demasiado lenta —respondió la aludida—. Iré hasta la villa a mi propio ritmo y aguardaré las noticias allí. —Se acercó a mí, me indicó que me inclinara y me susurró al oído—: ¿Estás seguro de lo que haces, Gordiano? Mira que desafiar de este modo a Craso… es como meterse en la jaula de un león para tirarle de las orejas.

—No tengo otra opción, Iaia. Los dioses me hicieron así.

—Sí —dijo—, los dioses nos conceden dones, aunque no los pidamos, y luego no nos dejan más opción que emplearlos. —Bajó la voz—. Pero debes saber que los dioses no hicieron mudo a tu hijo. —Arrugué el ceño, intrigado—. Anoche me acerqué a él varias veces para comprobar si dormía, y no dejaba de llamarte.

—¿Qué dices? ¿Llamarme con palabras?

—Tan claras como las mías —susurró—. Decía: «papá, papá».

Me incorporé en el caballo y la miré, atónito. No tenía ninguna razón para engañarme ni para engañarse a sí misma, pero ¿cómo era posible? Me giré para mirar a Eco, que me devolvió la mirada con aire sombrío.

—¿Qué esperamos? —dijo Olimpia.

Ahora que se había hecho a la idea, estaba decidida a comenzar de inmediato. Alexandros, sin embargo, tenía una actitud vacilante. Una sombra de duda cruzó su cara, pero sus rasgos no tardaron en adoptar una expresión de conformidad con la voluntad de los dioses que cualquier estoico habría envidiado.

Tras saludar a Iaia por última vez, partimos los cuatro.

Después de atravesar el bosque del Averno, salimos al cerro azotado por el viento que daba al lago Lucrino y al campamento de Craso. La llanura estaba jalonada por grandes columnas de humo que se elevaban desde las hogueras y las cocinas; la muchedumbre tenía que comer. A través de la bruma, distinguí el gran circo de madera lleno de espectadores que habían acudido a disfrutar y emocionarse con los juegos fúnebres. La gran distancia nos impedía reconocer las caras y sólo alcanzábamos a ver los coloridos atuendos de los espectadores, vestidos con sus mejores galas para gozar de la fiesta y del estupendo clima de un fresco día de otoño. 01 el chasquido metálico de las espadas contra los escudos y el vago murmullo de la multitud se convirtió en griterío atronador, que seguramente se oiría en Puzol, al otro lado del golfo.

—Aún deben de estar combatiendo los gladiadores —dije entornando los ojos para distinguir lo que ocurría en el circo.

—Alexandros tiene muy buena vista —dijo Olimpia—. ¿Qué ves?

—Sí, son gladiadores —dijo protegiéndose los ojos con una mano—. Tiene que haber habido ya varios combates porque veo charcos de sangre en la arena. Ahora hay tres combates a la vez: tres tracios contra tres galos.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Olimpia.

—Por sus armas. Los galos llevan largos escudos combados, espadas cortas, torques en el cuello y cascos con plumas. Los tracios pelean con escudos redondos, dagas largas y curvas, y cascos sin visera.

—Espartaco es tracio —dije— y sin duda Craso los eligió para que la multitud se desahogara con ellos. Si caen, no podrán esperar compasión de los espectadores.

—¡Ha caído un galo! —dijo Alexandros.

—Sí, ya lo veo —respondí aguzando la vista a través de la bruma.

—Ha arrojado la espada y levanta el índice, suplicando clemencia. Debe de haber luchado bien, porque los espectadores se la conceden… ¿Veis cómo sacan los pañuelos?

Cuando la multitud agitó los pañuelos blancos, el circo pareció un gran cuenco lleno de palomas revoloteantes. El tracio ayudó al galo a levantarse y se dirigieron juntos hacia la salida.

—¡Ahora ha caído uno de los tracios! ¿Veis la herida de la pierna, manando sangre sobre la arena? Ahora clava la daga en el suelo y levanta el índice.

Desde el circo se elevó un resonante coro de insultos y abucheos, un clamor tan cargado de odio y sed de sangre que me puso los pelos de punta. En lugar de agitar los pañuelos, la multitud señaló hacia arriba con el puño cerrado. El tracio vencido se apoyó sobre los codos y dejó al descubierto el pecho desnudo.

Entonces el galo flexionó la rodilla, cogió la espada corta con las dos manos y la hundió en el corazón del tracio.

Olimpia desvió la mirada, pero Eco continuó mirando con morbosa fascinación. Alexandros aún conservaba la expresión decidida con que había partido de Cumas.

El galo triunfante caminó alrededor del circo, alzando la espada y recibiendo los aplausos de la multitud mientras el cuerpo de su oponente era arrastrado hacia la salida, dejando una larga estela de sangre sobre la arena.

De repente, el único tracio que quedaba se giró y huyó de su contrincante, ante las carcajadas y burlas del público. El galo fue tras él, pero el tracio retrocedió, negándose a pelear. Hubo una conmoción en las gradas y unos doce ayudantes entraron en el ruedo, armados de látigos y largas barras de hierro al rojo, tanto que distinguí el resplandor de la punta y las nubecillas de humo que dejaban a su paso. Azuzaron al tracio, quemándole los brazos y las piernas, obligándole a saltar y a encogerse de dolor. Luego lo azotaron con los látigos y lo empujaron hacia su contrincante.

Olimpia cogió con tanta fuerza el brazo desnudo de Alexandros que le hundió las uñas en la carne.

—¡Hemos cometido un error! —murmuró—. Esa gente está loca y no podemos hacer nada para remediarlo.

Alexandros titubeó y contempló el nauseabundo espectáculo con las mandíbulas apretadas. Se aferró a las riendas del caballo con tanta fuerza que sus brazos comenzaron a temblar.

En el circo, el tracio comenzó a luchar otra vez, corriendo hacia el galo con un grito poderoso y demencial que acalló el murmullo de la multitud. Cogido por sorpresa, el galo retrocedió, tropezó en sus propios pies y cayó de espaldas. Se recuperó lo suficiente para protegerse con el escudo, pero el implacable tracio golpeó su escudo contra el del galo y lo apuñaló una y otra vez con la daga curva. El galo herido arrojó la espada a un lado y alzó con desesperación el índice, suplicando clemencia.

Se alzaron pañuelos y puños cerrados, acompañados de un pavoroso clamor. Por fin los puños superaron a los pañuelos y la multitud comenzó a patear y a exclamar: ¡Mátalo! ¡Mátalo! ¡Mátalo!

Sin embargo, el tracio arrojó la espada y el escudo. Los ayudantes corrieron otra vez con los látigos y las barras de hierro, azotándole desde todas las direcciones, obligándole a interpretar una pavorosa danza convulsiva. Lo empujaron otra vez hacia el galo, que estaba cubierto de sangre a causa de las heridas de los brazos. Rodó éste sobre el abdomen y apretó las manos contra la visera, preparándose para el golpe final. El tracio se arrodilló y hundió la daga en la espalda de su contrincante una y otra vez, al ritmo de los gritos de la multitud: «¡Mátalo! ¡Mátalo! ¡Mátalo!».

El tracio se incorporó y alzó el puñal ensangrentado. Comenzó a interpretar una extraña parodia de triunfo, alzando las rodillas con ademanes cómicos y girando la cabeza, burlándose del público. Del circo brotó una tormenta de abucheos, insultos y estrepitosas carcajadas. El ruido debía de resultar ensordecedor dentro del circo. Los ayudantes volvieron a perseguir al tracio con los látigos y hierros candentes, pero él no parecía sentir el dolor y sólo a regañadientes consiguió que lo condujeran a la salida, fuera de la vista del público.

—¿Necesitas ver algo más, Alexandros? —preguntó Olimpia en un murmullo ronco—. Esa gente te destrozará antes de que puedas decir una palabra. Craso les está dando exactamente lo que quieren y ni tú ni Gordiano ni nadie puede hacer nada para evitarlo. ¡Vuelve conmigo a Cumas!

Vi el miedo en los ojos de Alexandros y maldije mi vanidad. ¿Por qué llevarlo ante Craso, cuando lo único que iba a conseguir era otra muerte sin sentido? ¿Cómo había podido ser tan estúpido para pensar que la prueba de su propia culpabilidad desmoronaría a Marco Craso o que la simple verdad le impediría ofrecer a la multitud el sangriento entretenimiento que ésta deseaba? Cuando iba ya a enviar a Alexandros y a Olimpia de regreso a la cueva marina, las trompetas comenzaron a resonar en el circo.

Se abrió una puerta debajo de las gradas y los esclavos entraron en el ruedo con objetos de madera en las manos.

—¿Qué es eso? —pregunté intentando aguzar la vista—. ¿Qué llevan en las manos?

—Espadas pequeñas —murmuró Alexandros—. Espadas cortas de madera, como las que usan los gladiadores para practicar. Espadas de entrenamiento, simples juguetes.

Cesaron los abucheos y los gritos y los espectadores guardaron silencio. Contemplaban a los esclavos con mudo interés, como si se preguntaran la razón de aquel patético desfile y tuvieran curiosidad por descubrir qué clase de espectáculo les había preparado Craso.

Mientras tanto, un contingente de soldados se había reunido en el extremo este del circo, donde la multitud no podía verlos. Sus armaduras resplandecían bajo la luz del sol y mientras formaban filas para entrar en el ruedo, distinguí trompetas y portaestandartes. De repente lo comprendí todo y me dio un vuelco el corazón.

—El pequeño Metón —murmuré—, el pequeño Metón con sólo una espada para defenderse…

Mis ojos se encontraron con los de Alexandros.

—Hemos llegado demasiado tarde —dije—, si tomamos el sendero hasta el camino y luego el camino hasta el valle… —Sacudí la cabeza—. Tardaríamos demasiado.

Se mordió los labios.

—¿Y si bajamos por la falda del cerro?

—Es demasiado empinada —protestó Olimpia—, los caballos se caerían y se romperían el cuello.

Pero Alexandros y yo habíamos salvado ya el borde y cabalgábamos ladera abajo, con Eco pegado a nuestros talones.

Me sujeté con todas mis fuerzas al caballo, que estiró las patas delanteras y se deslizó colina abajo, con el lomo rígido como una piedra mientras golpeaba el terreno escarpado con las patas posteriores. Sacudió la cabeza y relinchó, como un soldado que suplica a los dioses que le den fuerzas para la batalla.

En el desesperado descenso, el animal desenterró arbustos y provocó un alud de guijarros y arena. De repente, una roca oculta apareció directamente en mi camino y por un instante creí reconocer los rasgos del propio Plutón en su faz erosionada por el tiempo, sonriéndome con expresión horrible; íbamos a chocar contra la roca y a hacernos trizas, pero cuando llegamos ante ella el caballo la esquivó de un salto.

Aterrizó con impacto tan brusco que a punto estuve de romperme el cuello. Se había acabado el deslizamiento con las patas delanteras estiradas; la montura no tenía ya más alternativa que correr a todo galope colina abajo. Me incliné hacia delante, me aferré a su cuello y hundí los talones en sus flancos. El cielo se convirtió en viento y la tierra en una nube de polvo. El mundo entero era una bola que surcaba el vacío dando tumbos. Habíamos perdido por completo el equilibrio, así que me abracé al animal con todas mis fuerzas y aspiré el olor de la tierra removida, sudor de caballo y terror ciego.

De repente, la caída en vertical se convirtió en línea oblicua y poco a poco la tierra se volvió plana otra vez. Corríamos con el impulso acumulado por la velocidad de la bajada, pero ya no estábamos fuera de control. El mundo se recompuso, el cielo volvió a ser cielo y la tierra, tierra. Entorné los ojos para protegerlos del viento y recuperé despacio el gobierno del animal, tirando de las riendas. Medio esperaba que el caballo, lleno de furia y desconfianza, me lanzara por encima de las orejas, pero pareció tranquilizarse al sentir el tirón de las riendas. Sacudió la cabeza y relinchó, como si riera. Por fin se rindió y redujo la marcha al trote, chorreando sudor de la crin.

Alexandros me llevaba una ventaja considerable. Me giré para comprobar que Eco me seguía y volví a espolear a la montura.

Cabalgamos a toda prisa entre las tiendas, donde los soldados hacían apuestas sentados en círculos o jugaban al trigón con el torso desnudo, disfrutando del día de fiesta. Al vernos llegar, se dispersaron y agitaron los puños en señal de alarma. Dejamos atrás hogueras y fogones humeantes, sofocando las llamas con el polvo que levantaban los caballos. Los cocineros corrieron detrás de nosotros, vomitando maldiciones a voz en cuello.

Alexandros me esperaba junto al circo, con expresión confusa e indecisa. Señalé hacia el norte, donde había visto el toldo rojo y los estandartes que decoraban el palco privado de Craso, y nos dirigimos allí a todo galope. Eco había quedado atrás y le hice señas para que nos siguiera.

Los alrededores del circo estaban desiertos salvo por unos pocos espectadores que habían dejado las gradas para hacer sus necesidades contra el muro de madera. Varias entradas escalonadas conducían al graderío, pero hice señas a Alexandros para que continuáramos cabalgando hasta encontrar los peldaños que nos condujeran directamente al palco de Craso.

Al norte del redondel encontramos una entrada más pequeña que las demás y flanqueada por estandartes rojos con el emblema dorado de Craso. Alexandros tiró de las riendas de su caballo y me miró con aire inquisitivo. Yo seguí unos pasos más adelante y escruté el interior. En el este, los soldados seguían formando filas; aún no habían entrado.

Volví junto a Alexandros y en ese momento me llamó la atención un movimiento fugaz en la parte superior del muro exterior del circo. Miré hacia arriba pero sólo alcancé a ver una cara que desaparecía rápidamente.

Cuando desmonté, estuve a punto de caerme al suelo. Durante el loco descenso por la colina y la vertiginosa carrera a través del campamento no había sentido dolor ni mareos, pero en cuanto mis pies tocaron el suelo, se me aflojaron las rodillas y los pinchazos palpitantes volvieron a traspasarme las sienes. Me tambaleé y me apoyé contra el caballo. Alexandros, que ya corría escaleras arriba, se giró y volvió junto a mí. Me llevé la mano a la frente, toqué el vendaje y sentí un calor húmedo. Noté una substancia roja y viscosa en los dedos: sangraba otra vez.

Desde algún lugar a mi espalda, entre el resonar de tambores que me retumbaba en la cabeza, creí oír a un joven que gritaba: «¡Papá, papá!».

—¿Te encuentras bien? —preguntó Alexandros sosteniéndome por un brazo.

—Sólo un poco mareado y con náuseas…

Otra vez oí una voz desconocida gritando «papá, papá», más cerca y más alto que antes. Giré la cabeza, pensando que se trataba de un sueño, y vi a Eco cabalgando hacia nosotros y señalando hacia arriba:

—¡Allí! —gritó por encima del retumbar de los cascos de su caballo—. ¡Un hombre! ¡Una lanza! ¡Cuidado!

Miré hacia arriba, por encima de mi hombro y Alexandros me imitó. Se lanzó sobre mí y ambos caímos al suelo. Sorprendido por su fuerza y alarmado por la punzada de dolor que me atravesó la cabeza, apenas era consciente de lo que había visto: un hombre con una lanza apoyado en el muro exterior del circo. La lanza descendió con un silbido y se clavó en tierra, errando el tiro por menos de un palmo. Si Alexandros no me hubiera arrojado al suelo, la lanza me habría penetrado por la nuca y salido por debajo del ombligo.

Sólo necesité un momento para vomitar. La bilis amarilla me dejó un sabor amargo en la boca y una gran mancha en la parte delantera de la túnica, pero me sentí un poco mejor. Alexandros me cogió con impaciencia de un hombro, mientras Eco tiraba del otro. Entre los dos me pusieron en pie.

—¡Eco! —exclamé—, ¿cómo es posible?

Me miró sin responder. Tenía los ojos brillantes. ¿Acaso me lo había imaginado?

Ya tiraban de mí escaleras arriba. Llegamos a un rellano y giramos hacia atrás, alcanzamos otro rellano y volvimos a girar. Por fin pisamos una gruesa alfombra roja y salimos a la luz resplandeciente que se colaba a través del toldo rojo. Allí estaban Craso y Gelina, sentados lado a lado, flanqueados por Sergio Orata y Metrobio. Oí el chirrido metálico de una espada al desenvainarse; Mumio salió de detrás de Craso y exclamó:

—¿Qué es esto, por Júpiter?

Gelina dejó escapar una exclamación de asombro y Metrobio le cogió un brazo. Orata se sobresaltó y Fausto Fabio, sentado detrás de Gelina, apretó los dientes y nos miró con expresión colérica. Alzó la mano derecha y los soldados alineados al fondo del palco alzaron la lanza. Craso, que parecía desagradablemente sorprendido y al mismo tiempo resignado a las sorpresas desagradables, me miró ceñudo y alzó una mano para que nadie se moviera.

Miré a mi alrededor, confuso, intentando orientarme. Las cortinas rojas colgadas a ambos lados del toldo nos ocultaban de los espectadores más cercanos, pero más allá de las cortinas podía ver el graderío lleno de gente hasta los topes. Los nobles estaban sentados en los palcos, mientras la plebe se apiñaba en los asientos más altos. Estaban separados por un largo cordón blanco que partía de un lado del palco de Craso, daba la vuelta al circo y terminaba en el otro lado del palco.

Directamente debajo del palco entoldado, estaban los esclavos, apelotonados en el ruedo, entre los charcos de sangre. Algunos estaban vestidos con sucios harapos, pero otros, los últimos en salir de la casa, aún llevaban sus limpias túnicas blancas de lino. Había hombres y mujeres, ancianos y niños. Unos permanecían quietos como estatuas y otros se movían incansablemente, mirando a su alrededor con miedo y confusión. Todos llevaban una espada de madera de punta embotada. ¿Qué aspecto tendría el mundo desde su posición? Arena empapada de sangre bajo sus pies, un muro alto que los rodeaba y una ancha corona circular de caras burlonas, risueñas y despectivas que les miraban con fijeza. Dicen que ningún hombre puede ver a los dioses desde la arena del circo; si mira hacia arriba, sólo ve el cielo azul vacío.

Entre ellos reconocí a Apolonio, que rodeaba con el brazo derecho al mismo anciano a quien consolaba en el anexo. Busqué a Metón entre la multitud y al no verlo, mi corazón se estremeció de alegría al pensar que podría haber escapado, pero entonces apareció en un claro cerca de Apolonio, corrió hacia él y se cogió a su pierna.

—¿Qué significa esto? —preguntó Craso con frialdad.

—No, Marco Craso —grité, señalando hacia la arena—. ¿Qué significa eso?

Craso me miró furioso, con los párpados entornados como si fuera un lagarto, pero su voz sonaba serena:

—Tienes un aspecto lamentable, Gordiano. ¿No te parece, Gelina? Como un objeto a medio masticar y escupido por la Boca del Hades. Veo que te has herido en la cabeza; de darte de cabezazos contra las paredes, sin duda. ¿Es vómito eso que tienes en la túnica? —Me habría gustado contestarle, pero el corazón me latía con demasiada fuerza en el pecho y las punzadas de la cabeza parecían truenos—. ¿Preguntas qué significa esto? —dijo uniendo las manos—. Supongo que quieres decir qué ocurre. Pues bien, ya que has llegado tarde te lo explicaré: los gladiadores ya han combatido. Unos han sobrevivido y otros no, de modo que el espíritu de Lucio está satisfecho y el público también. Ahora hemos reunido a los esclavos en el ruedo, como podrás observar, armados según corresponde al miserable ejército que representan. Dentro de un momento me asomaré a esa pequeña plataforma que hay a tu espalda para que la multitud pueda verme y oírme, y anunciaré la diversión más sublime y estupenda, una manifestación pública de la justicia romana y una parábola clara de la voluntad divina.

»Los esclavos de mi casa de Bayas han sido corrompidos por las sediciosas blasfemias de Espartaco y sus secuaces. Son cómplices del asesinato de su amo, como indican las pruebas que tú has sido incapaz de refutar. Ahora sólo sirven como ejemplo para los demás. En el espectáculo que he preparado, representarán a aquéllos a quienes más teme y desprecia el público: a Espartaco y sus rebeldes. Por eso los he armado, como ves.

—¿Por qué no les das armas de verdad? —dije—. ¿Armas como las espadas y las lanzas que encontré en el fondo del mar, bajo el embarcadero?

Craso frunció los labios y pasó por alto la pregunta.

—Algunos de mis soldados representarán el poder y la gloria de Roma, siempre alerta y triunfante bajo el mando de Marco Licinio Craso. Mis soldados se están preparando y en cuanto los anuncie, entrarán por la puerta opuesta, al estridente son de trompetas y tambores.

—¡Es una farsa! —exclamé con tono acusador—. ¡Una farsa inútil y monstruosamente cruel! ¡Una matanza sin nombre!

—¡Por supuesto que será una matanza! —dijo Craso con un deje cortante y duro en la voz—. ¿Qué otra cosa podría ocurrir cuando los soldados de Craso se encuentran con una banda de esclavos rebeldes? Esto es sólo un anuncio de las gloriosas batallas que seguirán cuando Roma me conceda el mando supremo de las legiones y marche contra los esclavos rebeldes.

—¡Es una vergüenza! —murmuró Mumio asqueado—. ¡Un oprobio! Soldados romanos contra ancianos, mujeres y niños con juguetes de madera… No hay honor ni gloria en un acto semejante. Mis hombres no están orgullosos, créeme, ni yo tampoco…

—Sí, Mumio, ya conozco tu opinión —respondió Craso con una voz tan corrosiva como un ácido—. Tú te dejas cegar por los apetitos de la carne, por un decadente sentimentalismo griego. No sabes nada de la verdadera belleza o la verdadera poesía, la poesía dura, austera e implacable de Roma. ¿Crees que no hay honor en el acto de vengar la muerte de Lucio Licinio, un romano asesinado por esclavos? Sí, hay honor en él, y una despiadada belleza, así como habrá un beneficio político para mí, tanto aquí como en el Foro de Roma.

»En cuanto a ti, Gordiano, has llegado justo a tiempo. Como es natural, no tenía intenciones de acomodarte en mi palco privado, pero estoy seguro de que podremos hacerte un sitio. ¿El joven Eco también se encuentra mal? Está temblando y tiene un brillo febril en la mirada. Y este otro individuo, ¿es un amigo tuyo, Gordiano?

—Es el esclavo Alexandros —dije—, como sin duda ya sabes. Alexandros pegó la boca a mi oído:

—¡Es él! —susurró entre los martillazos que me retumbaban dentro de la cabeza—. ¡Estoy seguro! Sin duda le vi la cara con más claridad de lo que creía, porque ahora que lo veo le reconozco. Es el hombre que mató al amo.

—¿Alexandros? —dijo Craso, arqueando una ceja—. Más alto de lo que esperaba, pero los tracios son altos. Sin duda parece lo bastante fuerte para romperle el cráneo a un hombre con una estatuilla pesada. ¡Muy bien, Gordiano! Has sido muy listo al traérmelo directamente, aunque haya sido en el último momento. Ahora anunciare su captura y lo enviare abajo con los demás. O quizás lo reserve para una crucifixión especial, en el momento culminante de los juegos.

—¡Mátalo y yo gritaré con todas mis fuerzas el nombre del asesino de Lucio Licinio!

Saque la capa manchada de sangre y la arroje a sus pies.

Gelina se echó hacia atrás, aferrándose a los brazos de su sillón. Mumio palideció y Fabio me miró alarmado. Orata miró fijamente el montón de tela y Metrobio se mordió los labios mientras cubría con un brazo protector los hombros de Gelina.

Sólo Craso permaneció impasible. Agitó la cabeza como si fuera un pedagogo y yo un alumno que no conseguía dominar las reglas de la gramática, por más que me corrigiera.

—La noche del asesinato, antes de huir para salvar la vida, Alexandros lo vio todo —dije—. ¡Todo! El cuerpo de Lucio Licinio, el asesino arrodillado junto al cuerpo escribiendo el nombre de Espartaco sobre la piedra para quedar libre de sospechas y la cara del asesino. Ese hombre no era un esclavo. Oh, no, Marco Craso. El hombre que mató a Lucio Licinio no tenía más motivos que una enorme codicia. Cambiaba armas por oro a Espartaco y envenenó a Dionisio cuando este estuvo a punto de descubrir la verdad. Durante mi primera noche en Bayas, me arrojó al agua desde el embarcadero e intentó ahogarme y anoche envió a sus esbirros para que me mataran en el bosque. Ese hombre no es un esclavo, sino un ciudadano romano y un asesino, y no existe ley en el cielo o en la tierra que pueda justificar la matanza de un montón de esclavos inocentes para purgar sus crímenes.

—¿Y quién es ese hombre? —preguntó Craso con serenidad.

Tocó la túnica arrugada y manchada de sangre con un pie. Arrugó la nariz y frunció el ceño al empezar a reconocerla.

Abrí la boca para hablar, pero Alexandros fue más rápido que yo:

—¡Fue él! —gritó mientras señalaba con el brazo extendido; pero no a Craso.

Mumio enseñó los dientes y gruñó, Gelina dejó escapar una exclamación y Metrobio la estrechó con fuerza entre sus brazos. Orata parecía ligeramente incómodo y Marco Craso apretó las mandíbulas con expresión furiosa.

Todos los ojos se posaron sobre Fausto Fabio, que palideció y dio un paso atrás. Por un instante, su imperturbable máscara patricia cayó, dejando al descubierto una expresión de desesperación absoluta. Luego, con la misma rapidez, recuperó la compostura y miró con cautela el dedo que lo señalaba.

Junto a mí, Eco se tambaleó y cayó desmayado sobre la alfombra roja.