XXIII

Iaia hizo grandes aspavientos por la herida de mi cabeza. Insistió en preparar una hedionda mezcla de hierbas, la aplicó sobre la herida y me envolvió la cabeza con una venda de lino. También me hizo beber una infusión de color ámbar, que me llevé a los labios con cierta aprensión, pensando en Dionisio.

—Pareces una experta en hierbas y en sus propiedades —dije mientras olfateaba el vapor que salía de la taza.

—Lo soy —respondió—. Después de años de preparar mis propias pinturas y cultivar las plantas en la época indicada del año, he aprendido mucho sobre estas cosas. No sólo sé qué raíz produce un magnífico pigmento azul, sino también cuál puede curar una verruga.

—¿Y matar a un hombre? —sugerí.

—Quizás —respondió con una débil sonrisa—. La mezcla que estás bebiendo ahora podría matar a un hombre, pero no en esa concentración —añadió—. Es una mezcla de corteza de sauce, con una pizca de lo que Homero llamaba nepente y que se extrae de la adormidera egipcia. Te aliviará el dolor de cabeza. Tómatela.

—El poeta dice que el repente pone fin al dolor —dije con la vista fija en la taza, buscando una señal de muerte en el remolino de vapor.

—Por eso la reina de Egipto se la dio a Helena, para curarle la melancolía —asintió Iaia.

—Homero también dice que provoca el olvido y yo no quiero olvidar lo que he visto y aprendido.

—La cantidad que te he dado no te hará dormir, sólo aliviará el dolor. —Al verme vacilar, arrugó la frente y sacudió la cabeza, defraudada—. Gordiano, si hubiéramos querido hacerte daño, Alexandros se habría ocupado de ti en la cueva o en la cuesta de la colina. Incluso ahora mismo supongo que podríamos arrojarte a las rocas de abajo desde esta terraza. El mar te arrastraría y desaparecerías para siempre. —Me miró fijamente—. He llegado a confiar en ti, Gordiano. Admito que al principio no confiaba, pero ahora sí. ¿No confiarás tú en mí?

La miré a los ojos. Estaba sentada con los hombros muy erguidos en una silla sin respaldo, vestida con una amplia estola amarilla. El sol aún no se había asomado por encima del tejado y la terraza estaba en la sombra. Mucho más abajo, al otro lado del pequeño muro de la terraza, el mar se precipitaba sobre la costa rocosa. Olimpia y Alexandros, sentados a nuestro lado, nos miraban como si fuéramos un par de gladiadores enzarzados en un duelo.

Volví a llevarme la taza a los labios, pero me arrepentí en seguida y la bajé otra vez.

—Si te lo bebieras, dejarías de sentir dolor y me lo agradecerías.

—Dionisio ya no siente ningún dolor, pero no creo que se mostrara agradecido si estuviera aquí con nosotros.

—¿Qué insinúas? —preguntó con expresión sombría.

—Si es cierto que confías en mí, al menos admite lo que ya sé. El día que vine a consultar a la sibila, vi a Dionisio siguiendo a Olimpia. Creo que estaba enterado de que había una cueva marina y sabía quién se escondía allí, o al menos lo adivinaba, por eso insistió en contar la historia de la cueva de Craso en Hispania. Vi perfectamente cómo reaccionabais tú y Olimpia aquella noche. Dionisio estaba muy cerca de descubrir vuestro secreto y al día siguiente, en el banquete fúnebre, lo envenenaron con una infusión. Dime, Iaia, ¿fue acónito? Sospecho que sí.

—¿Qué síntomas tenía? —preguntó Iaia encogiéndose de hombros.

—Le quemaba la lengua. Comenzó a ahogarse, sufrió convulsiones y vomitó. Luego se defecó encima. Todo ocurrió muy de prisa.

—Creo que tu sospecha tiene fundamento —asintió—, pero no puedo asegurártelo, porque ni yo ni Olimpia envenenamos la infusión.

—Entonces ¿quién lo hizo?

—¿Cómo puedo saberlo? No soy la sibila…

—Sólo el instrumento y la voz de la sibila.

Frunció los labios, chascó la lengua y su rostro se ensombreció.

—A veces, Gordiano, sólo a veces. ¿De verdad quieres conocer los secretos de la sibila? Es peligroso para cualquier hombre. Piensa en el necio de Penteo, descuartizado por las bacantes. Hay ciertos secretos que sólo pueden comprender las mujeres, conocimientos que resultan inútiles e incluso peligrosos para los hombres.

—¿Correría menos riesgos si no lo supiera? A menos que algún dios decida intervenir, dudo que logre regresar sano y salvo a Roma.

—Eres obstinado —dijo Iaia, sacudiendo la cabeza—, muy obstinado. Veo que no estarás satisfecho hasta que lo sepas todo.

—Forma parte de mi naturaleza, Iaia. Los dioses me hicieron así.

—Ya veo. ¿Por dónde quieres comenzar?

—Por una simple pregunta: ¿eres la sibila?

—Intentaré responderte —dijo con expresión ofendida—, pero dudo mucho que me entiendas. No, no soy la sibila, nadie lo es. Sin embargo, la sibila en ocasiones se manifiesta a través de alguna de nosotras, así como el dios se manifiesta a través de ella. Formamos un círculo de iniciadas que cuidamos el templo, mantenemos la hoguera encendida, exploramos los misterios y transmitimos los secretos. Gelina es una de las nuestras. La quiero mucho más de lo que imaginas, pero es un instrumento demasiado delicado para que la sibila la emplee directamente, de modo que tiene otras funciones. Olimpia también es una iniciada. Aunque aún es demasiado joven e inexperta para que la sibila hable a través de ella, algún día lo hará. Además de mí, hay otras mujeres que actúan como instrumento de la sibila. Algunas viven en Cumas, pero otras vienen desde sitios más lejanos, como Puzol o Neápolis, e incluso desde el otro lado de la Crátera. Casi todas son descendientes de las familias griegas que se instalaron aquí antes de que llegara Eneas y sus conocimientos sobre el tema se han ido transmitiendo a través de la sangre.

—Iaia, no me cabe duda de que una entrevista con la sibila es un acontecimiento prodigioso, sea cual fuere la forma que adopte. Pero me pregunto, por ejemplo, qué quemaste en el brasero antes de hacernos entrar en la cueva de la sibila. ¿Era algo que podía alterar mis sentidos?

—Se te escapan pocas cosas, Gordiano —dijo con una ligera sonrisa—. Es verdad, ciertas hierbas y raíces, usadas de determinada forma, pueden producir temor ante la presencia de la sibila. El uso de esas substancias forma parte de los conocimientos que adquirimos y transmitimos a las demás.

—En mis propios viajes he encontrado plantas así o he oído hablar de ellas. La ophiusa, la thalassegle, la theangelis, la gelotophyllis, la mesa

Cabeceó con una sonrisa.

—La ophiusa procede de la lejana Etiopía, donde la llaman planta serpiente y dicen que tiene un aspecto tan horrible como las visiones que provoca. A la sibila no le sirven tales horrores. La thalassegle es igual de fuerte y extraña. Según tengo entendido, crece sólo en las riberas del Indo. Los hombres de Alejandro la llamaron «rielamar» y descubrieron que provocaba delirios y visiones cegadoras. La theangelis la conozco. Crece en las zonas altas de Siria y Creta y también en Persia; los sacerdotes la llaman «mensajera de los dioses» y la toman para adivinar el futuro. La gelotophyllis crece en la Bactriana, donde los lugareños la llaman «hojas de la risa»; sólo embriaga y no da ninguna sabiduría. Créeme, ninguna de estas hierbas fue la que aspiraste.

—¿Y la otra que he mencionado, la mesa? Según tengo entendido, es una especie de cáñamo, con un olor muy fuerte…

—Me estás sacando de quicio, Gordiano. ¿Vas a seguir derrochando tiempo y saliva para satisfacer tu inútil curiosidad?

—Tienes razón. Bien, tal vez quieras decirme entonces por qué pusiste en mi lecho aquella estatuilla endiablada la noche que llegué a la villa.

—Fue una prueba —respondió bajando la vista—. Sólo una iniciada podría comprenderlo.

—¿Y la pasé?

—Sí.

—¿Y luego me dejaste un mensaje, aconsejándome que consultara a la sibila?

—Sí.

—¿Por qué?

—La sibila estaba dispuesta a conducirte hasta el cadáver de Zenón.

—¿Porque creíste que supondría que Alexandros había corrido su misma suerte y que su cadáver habría sido consumido igualmente por el lago? Confieso que en algún momento se me ocurrió esa idea. Después de todo, los dos caballos habían regresado al establo. Si hubiera estado convencido, habría vuelto para decirle a Craso que dejara de buscar a Alexandros.

—¿Y por qué no lo hiciste?

—Porque vi a Dionisio siguiendo a Olimpia y a Olimpia regresar con una cesta vacía de la cueva marina. Entonces supuse que Alexandros estaba escondido aquí, en Cumas. Y ahora dime, ¿me condujiste hacia el cuerpo de Zenón sólo para engañarme?

—No siempre se comprenden los métodos de la sibila. Incluso cuando los dioses acceden a las súplicas de un mortal, pueden usar medios distintos a los esperados para conseguir su propósito. Habrías podido suponer que Alexandros había muerto y actuar en consecuencia, y sin embargo aquí estás, sentado junto a Alexandros. ¿Quién puede asegurarnos que no es eso lo que pretendía la sibila, aunque no fuera lo que yo esperaba?

Asentí con la cabeza.

—Luego conocías la suerte de Zenón y dónde encontrarlo. ¿Olimpia también lo sabía?

—Sí.

—Sin embargo, ella pareció realmente impresionada cuando encontramos sus restos.

—Olimpia sabía lo que le había ocurrido a Zenón, pero no había visto su cuerpo como yo. No quería que lo viese. No esperaba que te acompañase al lago Averno. Sin embargo lo hizo y en su desesperación arrojó los restos al foso. No me cabe duda de que eso también fue voluntad del dios.

—Y supongo que también fue voluntad del dios que Alexandros acudiera a tu puerta la noche del crimen.

—Tal vez deberíamos dejar que respondiera el propio Alexandros —dijo mirando de soslayo al joven tracio—. Cuéntale a Gordiano lo que ocurrió la noche de la muerte de tu amo.

Alexandros se ruborizó, o porque no estaba acostumbrado a hablar con extraños o por el recuerdo de aquella noche.

Olimpia se acercó a él y le puso una mano en el antebrazo. Me sorprendió la familiaridad con que trataba a un esclavo en presencia de un ciudadano romano. En la cueva marina, los había cogido desprevenidos en pleno coito y la joven no había demostrado pudor alguno, pero es probable que entonces el miedo y la sorpresa le hubieran hecho perder la lucidez. La muestra de afecto y ternura que ofreció a Alexandros delante de Iaia y de mí me impresionó más que aquella escena íntima. Me maravillé de su devoción y al mismo tiempo me preocupé por ella, porque ¿podía un amor tan aciago engendrar otra cosa que desdichas?

—Aquella noche supimos que Craso estaba en camino hacia la villa —comenzó Alexandros y su tosco acento tracio quedó eclipsado por la vehemencia de sus palabras—. Yo no lo había visto nunca, nunca había estado en la casa, aunque había oído hablar mucho de él. El viejo Zenón me había contado que se trataba de una visita inesperada, pues Craso la había anunciado con muy poca antelación. Por lo visto, el amo no estaba preparado para recibirlo y parecía muy angustiado e inquieto.

—¿Sabes por qué Lucio estaba angustiado?

—Creo que a causa de alguna irregularidad en la contabilidad. En realidad, yo no entendía lo que pasaba.

—Sin embargo, solías ayudar a Zenón con los libros de cuentas, ¿verdad?

—Sé hacer sumas y apuntar gastos —respondió encogiéndose de hombros—, pero rara vez entendía lo que sumaba. Sin embargo, Zenón lo sabía… o creía saberlo. Dijo que el amo había estado metido en un asunto secreto, algo muy malo; que había hecho algunas cosas a espaldas de Craso y que éste se enfadaría si se enteraba. Aquella tarde, los tres habíamos estado revisando las cuentas en la biblioteca. Al final, el amo me echó de allí y comprendí que quería hablar con Zenón a solas. Más tarde, también hizo marchar a Zenón. En el establo pregunté a Zenón qué ocurría, pero parecía pensativo y no quiso hablar. Cuando comenzó a oscurecer, cené y ayudé a los demás caballerizos a atender a los caballos. Luego me fui a dormir.

—¿En el establo?

—Sí.

—¿Dormías allí?

Olimpia carraspeó.

—Alexandros dormía en mi habitación —dijo—, junto a la de Iaia. Pero aquella noche Iaia y yo estábamos en Cumas.

—Entiendo. Continúa, Alexandros. Has dicho que te echaste a dormir en el establo.

—Sí, pero Zenón vino a despertarme. Llevaba un candil y me golpeó la nariz con él. Le dije que aún no podía ser de día y me respondió que era medianoche. Le pregunté qué quería y me contestó que un hombre había llegado como caído del cielo, había atado el caballo junto a la puerta principal y había entrado a ver al amo. Dijo que estaban los dos en la biblioteca, hablando en susurros con la puerta cerrada.

—¿Sí? ¿Y quién era el visitante?

Alexandros vaciló.

—La verdad es que no lo vi bien. Bueno;' ésa es la parte más extraña. Sin embargo, Zenón dijo… pobre Zenón… —juntó las pobladas cejas y se quedó mirando fijamente al vacío, absorto en los recuerdos.

—Sí —dije—, continúa. ¿Qué te dijo Zenón? ¿Por qué escapaste de la casa?

—Zenón dijo que había ido a la biblioteca, que había llamado con suavidad a la puerta y que había entrado porque creyó oír su nombre. Quizás no fuera cierto o tal vez el amo le dijo que se marchara, pero Zenón era así: tenía la costumbre de meter las narices donde nadie lo llamaba, sólo para husmear. Dijo que el amo se había girado en su silla y lo había echado, que primero le había gritado y que luego había bajado la voz y lo había maldecido en voz baja.

—¿Y el visitante?

—Estaba de pie junto a las estanterías, examinando unos rollos de espaldas a la puerta. Zenón no lo vio bien, pero dijo que estaba vestido con uniforme militar y que reconoció la capa que había dejado en una silla.

—La capa —repetí yo.

—Sí, una vulgar capa oscura, pero que tenía un emblema en una punta, un sello prendido a la tela como un broche. Zenón lo había visto muchas veces. Dijo que lo hubiera reconocido en cualquier sitio.

—¿Sí?

—Era el sello de Craso.

—No —dije yo, y al negar con la cabeza, me atravesó una punzada de dolor tan terrible que cogí la taza de corteza de sauce y nepente y me la bebí toda—. Eso no tiene ningún sentido.

—Aun así, Zenón dijo que Craso estaba en la biblioteca con el amo —insistió Alexandros— y que la cara del amo estaba tan blanca como la toga de un senador. Zenón comenzó a andar de un extremo a otro del establo, cabeceando con preocupación. Le dije que nosotros no podíamos hacer nada y que si el amo se había metido en líos era problema suyo, pero Zenón dijo que debíamos escuchar detrás de la puerta de la biblioteca. Le respondí que estaba loco y me giré para volver a dormirme, pero era evidente que no pensaba dejarme en paz, así que me levanté de mi colchón de heno, me puse la capa y salí al patio con él.

»Era una noche clara y ventosa. Los árboles agitaban las ramas, como espíritus que sacudieran la cabeza y susurraran no, no. Debí de haber sospechado que iba a ocurrir algo terrible, pero Zenón corrió hacia la puerta y la abrió, de modo que lo seguí —Alexandros arrugó la frente—. A partir de ese momento todo sucedió tan aprisa que no sé si podré recordarlo. Cuando estábamos en el pequeño pasillo que conduce al atrio, Zenón retrocedió tan bruscamente que estuvo a punto de arrojarme al suelo. Tragó una bocanada profunda de aire y se puso a balbucir no sé qué. Entonces, por encima de su hombro, alcancé a ver a un hombre vestido de soldado y con un candil, arrodillado junto al cadáver del amo, que tenía la cabeza aplastada y cubierta de sangre.

—¿Y ese hombre era Craso? —pregunté, incrédulo.

—Sólo le vi la cara un instante. Estaba oscuro y el candil proyectaba sombras extrañas. Pero aunque lo hubiera visto con claridad, no lo habría reconocido, pues como ya he dicho, nunca había visto a Craso. En realidad yo miraba al amo: su cuerpo sin vida, su cara magullada y sangrante. El hombre dejó el candil y se puso en pie; entonces vi su espada, que saltó como una llamarada a la luz del candil. Habló en voz baja, sin temor ni furia, pero con frialdad, con mucha frialdad. ¡Nos acusó a nosotros de matar al amo! «Pagaréis por esto», dijo, «haré que os claven a un árbol a los dos». Zenón me cogió y tiró de mí hacia la puerta. Cruzamos el patio y entramos en el establo. «¡Los caballos!», gritaba. «¡Tenemos que escapar!». Hice lo que me decía; montamos y salimos del establo antes de que el hombre pudiera seguirnos. Sin embargo, Zenón cabalgaba como un loco. «¿Adónde iremos?», repetía sacudiendo la cabeza y llorando como un esclavo a punto de ser azotado. «¿Adónde iremos? ¡El pobre amo está muerto y nos culparán a nosotros!». Pensé en Olimpia y recordé la casa de Iaia en Cumas. Yo había venido aquí antes, para traer o llevar provisiones. Creí que podría encontrar el camino en la oscuridad, pero no fue tan fácil como pensaba.

—Como tuve ocasión de comprobar por mí mismo anoche —dije.

—Íbamos demasiado rápido. La niebla nos envolvía y el viento soplaba cada vez más fuerte, impidiéndonos oír nuestros gritos. Zenón estaba aterrorizado. Entonces doblamos por donde no debíamos y llegamos al precipicio que da al lago Averno. Mi caballo me conocía y me avisó a tiempo, pero aun así estuve a punto de despeñarme. Pero Zenón no sabía nada de caballos y cuando su animal se detuvo debió de espolearlo hasta que el animal lo tiró. Lo vi desaparecer en la niebla, cabeza abajo. La bruma se lo tragó, hubo un momento de silencio y luego oí un chapoteo vago y distante, como el de un hombre al caer a un bajío de agua y lodo.

»Entonces dio un grito. Su voz se elevó en la oscuridad… Fue un chillido largo y aterrador. Luego volvió a reinar el silencio.

»Intenté encontrar un camino hacia la costa, pero los árboles, la niebla y la oscuridad me confundían. Grité su nombre, pero no me respondió ni siquiera con un gemido. ¿He dicho algo malo?

—¿Qué?

—Me has mirado de un modo muy extraño, Gordiano. Como si también hubieras estado allí.

—Sólo recordaba lo que me sucedió anoche… —Pensé en Eco y sentí pánico—. Continúa. ¿Qué ocurrió después?

—Por fin encontré el camino de Cumas. Entré en la casa sin despertar a los esclavos, encontré a Olimpia y le conté lo ocurrido. Iaia tuvo la idea de esconderme en la caverna. Cumas es una ciudad muy pequeña y no me habrían podido ocultar en la casa. Así y todo, tú me descubriste.

—Dionisio te descubrió primero. Debes agradecer a los dioses que no le dijera nada a Craso. O quizás tengas que agradecérselo a otra persona —añadí mirando a Iaia de reojo.

—¿Otra vez haciendo insinuaciones? —dijo Olimpia cogiéndose a los brazos de la silla.

—Tengo buena vista y buen olfato, Iaia. Esta casa está llena de raíces y hierbas extrañas y sé que aquí hay acónito. El día en que consultamos a la sibila, lo vi en un cuenco en la habitación donde preparas las pinturas. Supongo que también tendrás nuez vómica, beleño, limeum

—Sí, ¡pero no para matar! Las mismas sustancias que matan pueden curar si se usan debidamente. ¿Quieres que haga un juramento, Gordiano? Muy bien, ¡te juro, por el sagrado templo de la sibila, por el dios que habla por sus labios, que ninguna persona de esta casa mató a Dionisio!

Con la vehemencia del juramento se había incorporado a medias en la silla. Mientras se sentaba otra vez, la terraza se sumió en un silencio sobrenatural; incluso el rumor de las olas al romperse contra las rocas pareció enmudecer. El sol por fin se había elevado por encima del techo de la casa, trazando una franja de luz amarilla sobre la pared de la terraza. Una nube fugaz ocultó el sol y dejó todo en penumbras otra vez, luego se retiró y el calor reflejado sobre las deslumbrantes piedras blancas me calentó la cara. En ese momento noté que el dolor de cabeza se había desvanecido por completo y en su lugar experimenté una agradable sensación de ligereza.

—Muy bien —dije en voz baja—, ese punto está claro. Pero si vosotros no matasteis a Dionisio, ¿quién lo hizo?

—¿Quién crees tú? —preguntó Iaia—. El mismo hombre que mató a Lucio Licinio: Craso.

—Pero ¿por qué?

—No puedo asegurarlo, pero creo que ha llegado la hora de que me digas lo que sabes. Por ejemplo, ayer enviaste al esclavo Apolonio a bucear debajo del embarcadero que está junto a la casa de Gelina. Tengo entendido que hizo descubrimientos asombrosos.

—¿Quién te lo dijo? ¿Metón?

—Quizás.

—¡Basta de secretos, Iaia!

—Muy bien, sí, fue el pequeño Metón. Me pregunto si no habremos llegado a la misma conclusión, Gordiano.

—¿Que Lucio estaba vendiendo armas a los esclavos rebeldes a cambio de plata y joyas?

—Exacto. Creo que Dionisio sospechaba un escándalo semejante y que se resistía a revelar el escondite de Alexandros porque sabía que había un secreto mayor por descubrir. Metón también me contó que encontraste ciertos documentos en la habitación de Dionisio… documentos que ponían al descubierto los planes criminales de Lucio.

—Quizás, aunque el propio Craso fue incapaz de descifrarlos.

—¿En serio?

Sentí una débil y fugaz punzada de dolor en el cráneo.

—Iaia, ¿no estarás sugiriendo que…?

—¿Por qué no decir lo indecible? —dijo encogiéndose de hombros—. Creo que el propio Craso puede haber estado envuelto en el negocio.

—¿Que Craso vendía armas a Espartaco? ¡Eso es imposible!

—Es repugnante, pero posible para un hombre tan arrogante y codicioso como Marco Craso. Tan codicioso que no podía desaprovechar la oportunidad de sacar beneficios negociando con Espartaco… aunque de forma indirecta, por supuesto, utilizando al pobre y temeroso Lucio como intermediario. Y tan arrogante que pensó que una acción así no tendría importancia en su guerra contra Espartaco. Se cree un estratega tan genial que no le importa armar a su propio enemigo con armas romanas.

—Entonces ¿sugieres que mató a Dionisio porque el filósofo estaba a punto de ponerlo en evidencia?

—Quizás. Aunque es más probable que Dionisio quisiera llevar a cabo un chantaje muy sutil para conseguir un lugar y un sueldo en el séquito de Craso. Pero los hombres como Craso no pueden tolerar que sus subordinados conozcan sus secretos. Dionisio era tan estúpido que no comprendió que la información que poseía no podía beneficiarle. Debería haberse guardado sus secretos. Si lo hubiera hecho, ahora estaría vivo.

—Pero ¿qué motivos tenía Craso para matar a Lucio?

Iaia se miró los pies. La luz del sol se había acercado lo suficiente para calentarle los dedos.

—¿Quién sabe? Craso llegó por la noche en secreto, para hablar de sus negocios clandestinos. Quizás Lucio comenzara a quejarse de los trabajos que le encomendaba Craso y amenazara con descubrirlo. No me extrañaría que hubiera sufrido un ataque de pánico, pues era muy propio de él. O tal vez Craso descubriera que Lucio lo engañaba. Cualquiera que fuese el motivo, Craso lo mató a golpes con la estatuilla. Luego vio una forma de beneficiarse de su momento de locura, haciendo creer a todos que el asesinato había sido cometido por los seguidores de Espartaco.

Contemplé la interminable serie de olas que avanzaban desde el horizonte y sacudí la cabeza.

—Cuánta hipocresía… es demasiado monstruosa para creerla. Entonces ¿por qué Craso me envió a buscar?

—Porque Gelina y Mumio insistieron y él no podía negarse a que se hiciese una investigación en toda regla sobre la muerte de su primo.

—¿Y cómo consiguió Dionisio los documentos?

—No podemos estar seguros. Lo único que está claro es que nunca escucharemos la explicación de su propia boca.

Pensé en el mal humor de Craso, en sus dudas inexpresadas, en sus largas noches examinando los documentos de la biblioteca de Lucio. Si las cosas habían ocurrido como decía Iaia, Craso era asesino, panegirista, juez y vengador a la vez, y ninguno de nosotros tenía el poder suficiente para castigarlo.

—Veo que aún no estás satisfecho —dijo Iaia.

—¿Satisfecho? Estoy indignado. ¿Qué sentido tenía hacerme correr semejantes riesgos, y no sólo a mí, sino también a Eco? Todo por una bolsa de plata. Craso soluciona todos sus problemas con plata… ¿Y por qué no iba a hacerlo, cuando existen hombres como yo, que se conforman con simples monedas? Podría haberme enviado el dinero y dejarme permanecer en Roma, en lugar de arrastrarme hasta aquí para meterme en este repugnante engaño…

—Me refería a que aún no parecías satisfecho con la explicación que te he dado de los acontecimientos —dijo Iaia—. Existen otras circunstancias, de las cuales no sabes nada, que podrían revelarte algo más sobre las complejidades de Craso. Son asuntos tan personales y delicados que no sé si discutirlos contigo. Pero creo que Gelina lo comprendería. Ya sabes que ella y Lucio no tenían hijos.

—Sí.

—Sin embargo ella deseaba mucho un hijo. Pensó que se trataba de una incapacidad suya y me pidió ayuda. Hice todo lo que pude con mis conocimientos medicinales, pero no sirvió de nada. Entonces comencé a sospechar que el problema podría residir en Lucio. Preparé unos remedios y se los di a Gelina para que se los administrara en secreto, pero tampoco sirvió de nada. Por el contrario, Príapo acabó por privarle de sus favores y Lucio se volvió impotente, tan impotente como lo era para controlar su vida y su destino. Ya puedes imaginarte lo que es ser una criatura de Craso, obligado a adularlo, rebajado hasta el punto de tener que urdir pequeñas estratagemas para escapar de su dominio… cosa que Craso nunca permitía, pues experimentaba un placer perverso en mantener a su primo oprimido bajo su bota.

»Y sin embargo Gelina seguía deseando un hijo, no soportaba la idea de verse privada de él. Ya la has visto y sabes que no es precisamente dominante o exigente. En muchos sentidos, es más retraída y conformista de lo que puede esperarse de una mujer de su posición. Pero en este asunto, estaba decidida a salirse con la suya, de modo, que a pesar de mis consejos en contra, pero con el consentimiento de su marido, pidió a Craso que le diera un hijo.

—¿Cuándo fue?

—La primavera pasada, durante la última visita de Craso.

—¿Y por qué lo permitió Lucio?

—¿No hay cientos de maridos que consienten en ser cabrones porque saben que quejarse no haría más que aumentar su humillación y su vergüenza? Además, Lucio tenía una enfermiza propensión al sufrimiento. Y Gelina apeló al orgullo de la familia… Al fin y al cabo, Craso les daría un heredero de sangre Licinia.

»Sin embargo, no hubo tal niño. El único resultado de aquel incidente fue una creciente frialdad entre Lucio y Gelina. Por supuesto, ella había hecho lo peor que podía esperar él. Si hubiese elegido a otro hombre en lugar de Craso, Lucio podría haber mantenido una pizca de dignidad. Pero invitar a su todopoderoso primo a la cama de su esposa, hacer que Craso diese un hijo a la casa que ya dominaba… Estas humillaciones se apoderaron de su alma.

»Como ves, había algo más que engaños y fraudes económicos para justificar un crimen entre los primos. Craso puede ser muy frío y brutal y Lucio llevaba su vergüenza como una corona de espinas. ¿Quién sabe qué palabras se dijeron aquella noche en la biblioteca? Antes del amanecer, uno de ellos había muerto.

—Y ahora morirán todos los esclavos de la casa —dije mirando al cielo—. ¡La justicia romana!

—¡No! —exclamó Alexandros mientras se ponía en pie—. ¡Debe de haber algo que podamos hacer!

—Nada —murmuró Olimpia.

Extendió el brazo para cogerle, pero el joven se apartó y la mano femenina se cerró en el aire.

—Puede que… —Miré la franja de luz que se reflejaba en el acanalado tejado de tejas. El tiempo volaba. Los juegos ya debían de haber comenzado—. Si pudiera enfrentarme a Craso directamente, con Gelina como testigo. Si Alexandros pudiera verlo e identificarlo con seguridad…

—¡No! —exclamó Olimpia mientras se interponía entre nosotros—. Alexandros no saldrá de Cumas.

—Si tuviéramos la capa manchada de sangre, a la que Craso arrancó el emblema antes de arrojarla en el camino. Si no se la hubieran llevado los esbirros anoche… Los esbirros… ¡Oh, Eco!

Entonces apareció la capa, salió de entre las sombras oscuras de la casa a la radiante luz del sol, sostenida por los brazos extendidos del propio Eco, que sonreía y parpadeaba como para ahuyentar el sueño de sus ojos soñolientos.