XXII

Abrí los ojos en un mundo que no era ni claro ni oscuro. Sobre mí, en la suave brisa anterior al amanecer, las ramas crujían y gemían… ¿o acaso eran los ruidos de mi propia cabeza que se partía?

Me incorporé despacio y me apoyé contra el tronco de un árbol. Mi caballo estaba cerca, olfateando las hojas en busca de comida. Mi estómago rugía y yo gemía con cada nueva punzada de dolor de mi cabeza. Me llevé la mano a la sien y palpé sangre seca, la suficiente para inquietarme, pero no para alarmarme. «Queda mucho más de lo que ha salido», solía decir mi padre cuando yo era pequeño y regresaba a casa sangrando. Aunque no era estoico ni un hombre inflexible, sabía poner las lesiones en el lugar que les correspondía.

Me incorporé con las piernas temblorosas y tragué una profunda bocanada de aire, no poco sorprendido de seguir con vida. Grité el nombre de Eco con fuerza suficiente para que las montañas me lo devolvieran. El grito me provocó una terrible punzada en la cabeza, pero Eco no apareció. Mientras tanto, el mundo comenzaba a iluminarse.

Podía buscarlo en el bosque o regresar a la villa, pero decidí seguir mi camino hacia Cumas, sin Eco y sin la capa manchada de sangre. Los juegos fúnebres comenzarían al cabo de unas horas y aún albergaba una pequeña esperanza de arrancar la verdad a los que la conocían.

El bosque parecía contraerse bajo la creciente luz del día. Desde donde estaba podía ver el precipicio donde me había atacado el agresor. En la dirección opuesta, alcanzaba a distinguir las rocas que rodeaban la cueva de la sibila, al otro lado de los árboles, e incluso llegaba a vislumbrar el mar. ¡Pensar que la noche anterior me había resultado tan difícil orientarme! La oscuridad priva a los hombres no sólo de su vista, sino también de sus otros sentidos y, como es natural, un golpe en la cabeza no mejora las cosas.

Encontré el camino en seguida. Después de unos minutos salí al laberinto de rocas y comencé a mirar con intranquilidad de un sitio a otro. Me inquietaba más la idea de encontrar a Eco que la de no encontrarlo. Una y otra vez, al ver un tocón o una roca gris, imaginaba que era su cadáver.

Aún no se veía a nadie por el estrecho camino que conducía a Cumas, pero de las viviendas de los madrugadores surgían nubecillas de humo. Llegué a la casa de Iaia, en las afueras de la ciudad. No veía brotar humo de la cocina; no vi luces en las ventanas ni oía ruido alguno. Até el caballo y continué andando.

Encontré el estrecho sendero que conducía al mar, el mismo por el que había aparecido Olimpia el día de nuestra visita a la sibila. Lo seguí entre los matorrales. El camino zigzagueaba a través de una abrupta pendiente, flanqueado de paredes de piedra pura. En algunos sitios se desdibujaba o desaparecía por completo, interrumpido por arbustos o piedras erosionadas por la intemperie. De vez en cuando tropezaba con alguna piedra y tenía que hacer un esfuerzo por conservar el equilibrio. No era un camino que se tomara por placer o casualidad y parecía más apropiado para una cabra aventurera que para un hombre, aunque quizás una mujer joven y ágil tuviera buenas razones para internarse por él.

El sendero acabó entre un cúmulo de rocas junto a la orilla del mar, limitada abruptamente por los escarpados muros de piedra que se alzaban sobre el agua. Las olas rompían contra las rocas y se alejaban, dejando como playa fugaz una estrecha franja de arena negra. Miré alrededor y no avisté ninguna cueva o agujero en la roca. Las marcas del agua salada y las extrañas criaturas aferradas a las piedras indicaban que la marea podía subir bastante más, cubriendo los peñascos y haciendo desaparecer por completo la playa. Calculé que si en aquel momento las aguas estaban a una altura media, cuando la marea estuviera baja las olas se apartarían lo suficiente para dejar una playa por donde pudiera caminar un hombre, al menos por un pequeño tramo más allá de las rocas. Pero tal como estaban las cosas, no vi ningún indicio de entrada secreta en los escarpados muros de piedra. Estaba en un callejón sin salida.

Sin embargo, recordé que cuando había visto salir a Olimpia de aquel sendero con un cesto que sólo contenía un cuchillo y unos mendrugos de pan, el dobladillo de su estola estaba mojado. También la había visto palidecer durante el relato de Dionisio sobre las semanas que había pasado Craso en una cueva junto al mar.

Me preparé para soportar un rato de frío y pasé por encima de las rocas, hacia la estrecha playa. Un instante después, las olas me salpicaron los pies y luego me cubrieron hasta las rodillas, poco antes de retirarse tirando de mis tobillos. Me eché a temblar y me aferré a las rocas para mantener el equilibrio. Las olas se alejaron y volvieron hacia mí, esta vez más altas, mojándome hasta los muslos. El frío me acobardó, pero me obligué a separar los dedos de la roca y seguí andando en dirección a la huidiza franja de arena.

Caminé mar adentro hasta que el agua me llegó a la cintura. El movimiento continuo de las olas tiraba de mí con fuerza y la arena desaparecía de debajo de mis pies en cuanto lograba recuperar el equilibrio. Pensé que en un sitio tan estrecho cualquier hombre podría ser engullido por la corriente y arrastrado a las aguas profundas en un abrir y cerrar de ojos, para desaparecer bajo la superficie y no volver a ver la luz del sol.

¿Qué esperaba encontrar? ¿Una cueva milagrosa que se abriría en la roca por capricho mío? Allí no había secretos, nada que ver excepto piedras y agua. Di otro paso al frente y las olas me llegaron a las costillas. El agua golpeó contra una cresta de piedra que se alzaba sobre la espuma como la cabeza de una tortuga, luego me salpicó la cara. Di otro paso hacia adelante sin dejar de farfullar y cubrirme con los brazos para protegerme del frío, pero entonces el agua me llegó a la altura del pecho y amenazó con arrastrarme a sus profundidades. Me sujeté a la piedra para recuperar el equilibrio y sentí como si alguien me tirara de los pies. Por fin me aferré a una roca como una hoja se coge de la rama en medio de un vendaval. El frío me impedía respirar y por un instante sólo vi unas manchas delante de mí.

Las manchas se desvanecieron y entonces vi la cueva.

Sólo se veía cuando las olas se alejaban y aun entonces apenas un momento. En la roca negra distinguí una entrada irregular que parecía la boca abierta de una bestia desdentada. La espuma se arremolinaba y chorreaba por los bordes de la abertura y las olas volvían a llenarla.

Era imposible penetrar en aquel agujero a menos que la marea bajara substancialmente; cualquier hombre razonable lo habría comprendido. Sin embargo, ningún hombre razonable se encontraría inmerso hasta el cuello en el agua fría bajo la pálida luz del amanecer, cogido a una roca resbaladiza como único medio de aferrarse a su preciada vida.

Conseguí soltarme de la roca y tomar impulso hacia la abertura, cogí los bordes espumantes de la entrada y me interné en la cueva. Las olas se precipitaron detrás de mí y quedé atrapado, incapaz de avanzar o retroceder mientras el agua me envolvía, llenándome la cara de algas y los orificios nasales de agua salada. Cuando las olas se alejaron caminé a gatas hacia adelante y me golpeé la cabeza contra el bajo techo de piedra. Debe de haber sido en ese momento cuando la herida de la cabeza comenzó a sangrar otra vez.

La oscuridad me rodeaba. De repente me abandonaron las fuerzas y me dejé arrastrar por la corriente fuera de la cueva. Me preparé para la ola siguiente, que se precipitó a mi alrededor como un resoplido del propio Neptuno. Tenía la nariz llena de agua salada y podía percibir el sabor de la sangre en la lengua. El agua se retiró y aunque yo pensaba que me llevaría consigo, por alguna razón no fue así.

Abrí los ojos y parpadeé enceguecido por el ardor de la sal. La ola me había empujado con fuerza a través de la abertura de la roca. Miré hacia arriba y vi un rayo de sol que se colaba por una grieta. Estaba en el interior de la cueva.

No sólo era sorprendente que lo hubiera conseguido; era imposible. Las expresiones de asombro en las caras que tenía ante mí me lo confirmaron.

A pesar de la semipenumbra, reconocí a Olimpia en seguida. Había soñado con ella desnuda; ahora la tenía desnuda ante mí. Su piel era suave y perfecta, cubierta por una brillante capa de sudor que hacía que las zonas más pálidas de su cuerpo resplandecieran como el alabastro en aquella luz sepulcral. La piel de sus piernas y de sus brazos era más oscura, pues el sol la había teñido de un suave tono dorado. Era delgada pero no frágil y parecía incluso más vital y robusta desnuda que vestida. Sus pechos eran voluminosos y redondos, con grandes pezones cuya oscuridad contrastaba con la rubia cabellera y el dorado vellocino que le adornaba la ingle. Por desgracia, yo no estaba en condiciones de apreciar lo que veía.

Su compañero sí parecía apreciarlo y mucho, según pude notar cuando se separaron y vi la prueba fehaciente de su excitación. Se puso en pie, se golpeó la cabeza contra un resalto de piedra y soltó una maldición. Olimpia rebuscó entre las mantas y los cojines que cubrían el suelo de roca. Por fin encontró lo que buscaba, una brillante daga con la hoja tan grande como el antebrazo de un hombre, que arrojó hacia arriba trazando un arco. Supongo que quería entregársela a su protector, pero entre la confusión y las prisas estuvo a punto de cortar por la mitad la prueba de la excitación masculina. Los dos contuvieron el aliento de manera audible. Alexandros se trastabilló hacia atrás y volvió a golpearse en la cabeza. Me habría echado a reír si no hubiera sido por mi deplorable estado: frío, mojado y atormentado por los pinchazos en la cabeza.

A juzgar por su físico, el esclavo hacia buena pareja con Olimpia, tal como yo esperaba, pues era poco probable que una mujer hermosa, con sus dotes e inteligencia, se enamorara de un caballerizo tracio que no fuera al menos atlético y atractivo. Su enmarañada pelambre tenía reflejos caoba en la penumbra y su pecho y sus extremidades estaban cubiertos de un vello suave del mismo matiz. Tenía unos rasgos asombrosamente moldeados, labios gruesos y cejas pobladas que convergían en una sola línea encima de los ojos ardientes. Su barba rala, de apenas unos días, acentuaba los pómulos altos y la sobresaliente mandíbula. Su erección, a pesar del rápido proceso menguante, resultaba notable. No tenía la clase de belleza de Apolonio, aunque podía entender perfectamente por qué lo había elegido Olimpia. Era obvio que tenía cerebro además de músculos, pues ayudaba a Zenón en la contabilidad, pero en aquel momento tenía un aspecto bastante estúpido y bovino mientras se restregaba la cabeza y buscaba a tientas la daga de Olimpia.

—Dejad el arma —dije con cansancio—, no he venido a haceros daño.

Me miraron con los ojos muy abiertos y llenos de desconfianza. La mirada de Olimpia se ablandó un poco y sólo entonces pareció reconocerme. ¿Qué aspecto tendría, salido de un túnel lleno de espuma, envuelto en algas y con sangre deslizándose por mi cara? Alexandros me miraba como si fuera un monstruo marino y quizás creyera que era así.

—Espera —susurró Olimpia mientras le sujetaba el brazo—. Lo conozco.

—¿Sí? ¿Quién es? —preguntó el hombre con marcado acento tracio y un deje agresivo y desesperado que me indujo a buscar el puñal que llevaba debajo de la túnica.

—El Sabueso —respondió ella—. El hombre de Roma de quien te he hablado.

—Así que por fin me ha descubierto —dijo, desasiendo el brazo de la mano de Olimpia.

La larga hoja cortó un pálido haz de luz y el reflejo tembló como el azogue. Alexandros retrocedió hacia la pared de la cueva y me miró como un animal atrapado.

—¿Es cierto, Gordiano? —preguntó Olimpia con desconfianza—. ¿Vienes a buscarlo para entregárselo a Craso?

—Aparta el puñal —murmuré mientras me echaba a temblar de forma incontrolable. Apreté los dientes para que dejaran de castañetear—. ¿Podéis encender una fogata? De repente me siento helado y muy débil.

Olimpia me observó durante un instante y se decidió. Cogió una túnica de lana, se la puso, dio un paso al frente y tiró del dobladillo de la mía.

—Primero sal de ahí o morirás congelado en lugar de apuñalado. Me temo que no podemos encender fuego, porque no podemos arriesgarnos a que se vea el humo. Pero te daremos algo para cubrirte. ¡Alexandros, tú también tiemblas! Deja el cuchillo y vístete.

A primera vista, la cueva me había parecido un lugar enorme que se extendía hacia lo desconocido como la caverna de la sibila. Aunque en realidad no era tan grande, alcanzaba una altura considerable y estaba recortada en la piedra formando un ángulo inclinado que se alejaba abruptamente del mar, con el suelo escalonado en gradas sucesivas de piedra. Las pertenencias de Alexandros estaban desperdigadas por los rincones: mantas sucias, restos de comida, utensilios, jarras de agua fresca y una abultada bota de vino. Olimpia me condujo a una de las gradas y me envolvió en una manta de lana. Cuando dejé de temblar, me ofreció pan, queso y algunos manjares que reconocí del banquete fúnebre y que sin duda habría llevado como un obsequio especial para Alexandros. Aunque dije que no tenía hambre, una vez que comencé a comer fui incapaz de detenerme.

Pronto me encontré mejor, pese a las punzadas que sentía en la cabeza cada vez que la movía con brusquedad.

—¿Cuándo podré salir sin peligro de ahogarme? —pregunté.

Alexandros miró hacia la entrada de la cueva, donde la espumosa corriente ya parecía haber descendido.

—No falta mucho. No habrá playa hasta dentro de varias horas, pero ahora mismo podrías vadear el agua sin ningún peligro.

—Bien. Pase lo que pase, tengo que estar en los juegos a la hora prevista, por terrible que sea el espectáculo. Además, debo encontrar a Eco.

—¿El muchacho? —preguntó Olimpia, que por lo visto no se había interesado lo suficiente para aprender su nombre.

—Sí, el muchacho, mi hijo. El que te mira tanto.

Alexandros arrugó la frente en un gesto de reprobación.

—El chico mudo —le explicó Olimpia—. Te he hablado de él, ¿recuerdas? Pero ¿qué quieres decir con que debes encontrarlo? ¿Dónde está?

—Anoche salimos de la villa en dirección a Cumas y seguimos el atajo que nos enseñaste. Nos atacaron en el precipicio que da al lago Averno.

—¿Los lémures? —susurró Alexandros.

—No, algo mucho peor: hombres vivos. Creo que eran dos, pero no estoy seguro. En la confusión, Eco desapareció. Más tarde salí en su busca, pero la cabeza…

Me toqué la herida y di un respingo, aunque ya había dejado de sangrar.

—Iaia sabrá curarte —dijo Olimpia mientras observaba la herida—. ¿Y Eco?

—Lo perdí. No pude encontrarlo y luego me desmayé. Cuando recuperé la conciencia vine hacia aquí. Si ha regresado a la villa de Gelina, es probable que vaya a los juegos fúnebres solo. Ya ha visto luchas de gladiadores antes, pero la matanza… Pase lo que pase, tengo que estar allí antes de que empiece. No quiero que Eco vea el espectáculo solo. Los viejos esclavos, Apolonio y el pequeño Metón…

—¿Qué dices? —preguntó Alexandros, intrigado—. Olimpia, ¿por qué ha hablado de una matanza?

La joven se mordió los labios y me miró con tristeza.

—¿No se lo has dicho? —pregunté.

Olimpia apretó los dientes.

—¿Por qué has hablado de matanza? —preguntó Alexandros alarmado—. ¿Qué has dicho del pequeño Metón?

—Están condenados —respondí—, todos condenados a morir. Los esclavos de los campos, del establo y de la cocina serán ejecutados en público para satisfacer a los buenos ciudadanos de la Crátera. Es un asunto político, Alexandros. No puedo ponerme a explicarle la política romana a un esclavo tracio, pero confía en mí. Craso piensa ajusticiar a todos los esclavos de la casa, incluido Metón, para que paguen por el crimen del verdadero asesino, a quien no hemos podido descubrir.

—¿Hoy?

—Sí, después de los combates de gladiadores. Los hombres de Craso han levantado un circo junto al lago Lucrino. Será uno de esos acontecimientos que dará de que hablar desde aquí hasta Roma durante mucho tiempo, incluso después de que Craso haya vencido a Espartaco y sea elegido cónsul… y después, ¿quién sabe? Quizás logre convertirse en dictador, como su maestro Sila, y la gente continúe hablando del día en que puso en su sitio a los esclavos de Bayas.

Alexandros se recostó contra el muro, horrorizado.

—No me habías dicho nada —dijo a Olimpia en actitud de reproche.

—¿De qué hubiera servido? No podías hacer otra cosa que preocuparte y cavilar.

—Quizás temiera que en un honroso gesto de abnegación volvieras a Bayas para recibir el castigo de Craso en carne propia —dije a Alexandros. Y a Olimpia—: ¿Por eso no se lo dijiste? Le dejaste creer que tenía que permanecer oculto el tiempo suficiente para que Craso se marchara y que luego podría escapar; sin decirle una sola palabra sobre los esclavos que tendrán que morir en su lugar.

—¡No en su lugar, sino con él! —respondió Olimpia con furia—. ¿Acaso crees que a Craso le importa que se encuentre o no a Alexandros? Como tú mismo han dicho, quiere matar a los esclavos por razones políticas, para organizar un espectáculo. No le interesa encontrar a Alexandros. De ese modo podrá seguir asustando a la población con la historia del despiadado asesino tracio que huyó para unirse a Espartaco.

—Es probable que lo que dices sea cierto ahora, pero ¿qué habría pasado si hubieras entregado a Alexandros al principio, cuando acababa de huir hacia la casa de Iaia? ¿Crees que Craso habría urdido este plan para vengar la muerte de Lucio Licinio? ¿No te sientes culpable por esconder a tu amante y dejar morir a todos los demás esclavos? Los ancianos, las mujeres, los niños…

—¡Pero Alexandros es inocente! ¡Él no ha matado a nadie!

—Eso lo dices tú, quizás porque te lo ha dicho él. Pero ¿cómo lo sabes, Olimpia? ¿Qué es lo que sabes en realidad?

La joven retrocedió y respiró hondo. Los amantes intercambiaron una mirada extraña.

—Sabe tan bien como yo que la inocencia de Alexandros no cambiará nada —dijo—. Inocente o culpable, Craso lo crucificaría si lo tuviera en sus manos.

—No si yo pudiera demostrar su inocencia, si descubriera quién fue el verdadero asesino de Lucio Licinio y si pudiera probarlo.

—En ese caso, más que nunca, Craso se aseguraría de matar a Alexandros. Y después te mataría a ti también.

Cabeceé y me estremecí a causa de las punzadas de dolor que me atravesaron la frente.

—Hablas con enigmas, igual que la sibila —dije.

Olimpia miró hacia la entrada de la cueva. Más allá, los rayos del sol destellaban sobre el agua turbulenta.

—Ya ha bajado la marea —dijo—. Es hora de que subamos a la casa a ver a Iaia.