Más tarde me recriminaría por no seguir el camino normal hacia Cumas en lugar de tomar el atajo que nos había enseñado Olimpia. Supuse que debía de ser en noches como aquélla cuando los lémures escapaban del Hades, se elevaban como el vapor sobre el lago Averno y caminaban entre la bruma, esparciendo el frío de la muerte por el bosque y las colinas yermas. La presencia de un muerto que anda es difusa y débil cuando se compara con la vigorosa fecundidad de la materia viva, llena de energía, igual que la llama de una vela cuando se ve a pleno sol. Sin embargo en ciertos momentos y lugares, como en los campos de batalla o en las cercanías de las puertas del infierno, los espíritus de los muertos son tan densos que se vuelven palpables como la carne viva… al menos eso me han contado personas más expertas que yo en la materia. Sólo sé que aquella noche la muerte acechaba en el camino de Cumas y que las víctimas que reclamaba no tardarían en ser devoradas por las fauces del Hades.
Al principio, nos orientamos con relativa facilidad. No tuvimos dificultades para encontrar el camino principal que partía de la villa y Eco, con su excelente vista, pronto descubrió el estrecho sendero que conducía hacia el oeste. Incluso a la luz del atardecer, el camino nos resultaba familiar. Pasamos junto a la arboleda que coronaba el cerro pelado y avisté los fuegos del campamento de Craso al norte, alrededor del lago Lucrino. Desde el valle llegaban las notas de una lejana melodía y a la luz de la luna alcancé a vislumbrar el abultado contorno del circo. Sus altos muros de madera producían un ligero brillo, como la piel de un monstruo dormido que al día siguiente se despertaría para devorar a sus presas.
Sin embargo, cuando nos internamos en la oscuridad del bosque perdí el sentido de la orientación. Había olvidado que el sendero se desdibujaba y también la rapidez con que lo hacía. Sin la luz del sol, era imposible comprobar si seguíamos el camino bueno. La luna llena aún estaba muy baja y el tenue resplandor azulado que proyectaba entre los árboles creaba una extraña y confusa amalgama de luces y sombras. Hilos de niebla se arremolinaban a nuestro alrededor, aunque era incapaz de precisar si se trataba de niebla marina o de vapores que brotaban de la tierra húmeda. Tal vez no fuera niebla, sino los trémulos y borrosos espíritus de muertos inquietos.
El hedor a azufre impregnó el aire húmedo. A lo lejos aulló un lobo, seguido por un segundo y más tarde un tercero, este último tan cercano que nos sobresaltó. Las tres gargantas aullaban como las tres cabezas de Cerbero. Me arropé con la capa, pues la noche era más fría de lo que había previsto. Pensé en la capa que llevaba debajo del brazo y temí que los lobos se acercaran, atraídos por el olor de la sangre. Durante un breve instante me pareció oír caballos detrás de nosotros, pero llegué a la conclusión de que se trataba del eco de los nuestros.
Apuré el paso, cada vez menos seguro del camino que seguía. Por fin llegamos a un sitio que nos resultó vagamente familiar, donde el cielo era claramente visible y los cascos de los caballos resonaban sobre la piedra dura. Mi caballo vaciló, lo espoleé, volvió a vacilar y Eco me tiró de la manga mientras articulaba una queja ahogada. Lo que vi me cortó el resuello.
Estábamos al borde del precipicio que se alzaba sobre el lago Averno. Una oleada de calor azufrado me sopló en plena cara, como el aliento hediondo del propio Plutón. En medio de la quietud, oí el zumbido y el gorgoteo de las fumarolas e imaginé a los desventurados difuntos luchando, como hombres que se ahogan, por salir del lodo ardiente. La luna se elevó por encima de las copas de los árboles y bañó el páramo con una mortecina luz azulada. En aquel resplandor irreal vi la cara llena de hoyuelos y cicatrices de un monstruo increíblemente gigantesco y luego, cuando la luz cambió de forma casi imperceptible mientras las fumarolas se abrían y se cerraban, distinguí un gran caldero lleno de gusanos del tamaño de un hombre. Desde el bosque situado al otro lado del lago, apenas visible como una silueta irregular, oí ladrar a tres perros a la vez.
—Esta noche Cerbero anda suelto —susurré—. Puede pasar cualquier cosa.
Eco dejó escapar un sonido extraño y ahogado y me mordí la lengua, maldiciéndome por haberle asustado. Respiré hondo, a pesar del hedor del azufre, y me giré hacia él.
Entonces descubrí que la queja de Eco había sido una advertencia. El golpe vino desde atrás y me dio de lleno entre los omoplatos. Mientras caía, me pregunté por qué el agresor había preferido golpearme a apuñalarme y llegué a la conclusión de que Eco habla conseguido desviar el golpe de algún modo. Puede que me alcanzara con el codo o con la empuñadura de una espada.
Caí al suelo con las manos por delante y sufrí varios arañazos. Luego cayó otra parte de mi cuerpo, probablemente la cadera, a juzgar por las magulladuras que descubrí más tarde. Me arrastré hacia el borde del precipicio.
Una feroz patada en las costillas me dejó medio colgando en el vacío. Entonces supe por qué no me habían apuñalado, a pesar de que podrían haberlo hecho fácilmente al cogerme por sorpresa: ¿por qué dejar pruebas de un homicidio cuando se puede matar a un hombre arrojándolo al abismo? Aunque si se deshacían de mí más tarde, arrojando mi cuerpo al fatídico lago, donde Plutón me devoraría entero, hasta la médula de los huesos, no creo que importara mucho cómo me mataran.
Sentí el aliento de Plutón en la cara y retrocedí para alejarme del precipicio. Entonces me propinaron un puntapié en las nalgas y aunque logré mantener el equilibrio, me asestaron otro. Desde algún sitio a mi espalda llegó algo semejante al balido de una oveja degollada: era Eco que intentaba gritarme algo.
Rodé hacia la izquierda, sin saber si el borde del precipicio acababa allí o no, y tensé todos los músculos como si fuera a caer al vacío, pero en su lugar di contra una roca dura; logré levantarme y me giré hacia el agresor. El acero brilló al claro de luna y agaché la cabeza justo a tiempo; la hoja me pasó rozando cabeza y me despeinó. Así el brazo del agresor y le hice perder el equilibrio. En ningún momento vi una cara o un cuerpo, sólo un antebrazo que aferré con ambas manos y doblé de modo antinatural.
El agresor jadeó y maldijo. Extendió el otro brazo para coger la espada de su mano inmovilizada, pero le asesté un rodillazo en la entrepierna. Agitó inútilmente la mano libre en el aire, en un intento de resistirse al súbito dolor, pero advertí que se debilitaba. No tenía forma de coger su daga ni la mía, de modo que me eché atrás sin soltarlo, y cuando creí haber llegado al borde, tiré de él con todas mis fuerzas, obligándolo a girar conmigo, como suelen hacer los acróbatas con su pareja cuando representan un espectáculo.
Se oyó el ruido de unos pies arrastrándose sobre la roca desnuda y luego su antebrazo se soltó de mi mano, como si una fuerza poderosa tirase de los pies del agresor. Quizás lo sostuve demasiado tiempo, pues me deslicé con él hacia abajo. El cuchillo que empuñaba me cortó la mano, grité y me tambaleé peligrosamente en el borde del abismo durante un largo y confuso instante. Estiré los brazos como un crucificado, intentando recuperar el equilibrio y las rodillas se me doblaron.
En aquel momento habría bastado un leve empujón para despeñarme y un tirón suave para salvarme la vida. ¿Dónde estaba Eco?
Agité los brazos con desesperación en el aire y por fin caí hacia atrás, aterrizando con un gruñido. Me incorporé apoyándome en las manos y los pies y conseguí levantarme. Mi caballo se había apartado del precipicio y aguardaba a un lado, pero no veía a Eco ni a su caballo por ninguna parte. Tampoco vi a ningún otro agresor.
La densa neblina de la noche difuminaba la creciente luz de la luna y oscurecía todo lo que me rodeaba. Escudriñé la oscuridad y susurré:
—¿Eco? —repetí su nombre en voz más alta, hasta que por fin grité—: ¡Eco!
Pero no obtuve respuesta, ni el lastimero murmullo infrahumano que le había oído articular en la habitación ni el sonido ronco y ahogado que había emitido para avisarme del peligro. Reinaba un silencio absoluto, roto sólo por el rumor del viento en las copas de los árboles.
—¡Eco! —grité, sin preocuparme por alertar a cualquier otro agresor que pudiera acechar en la oscuridad—. ¡Eco!
Creí oír un ruido lejano, o tal vez cercano pero sofocado por la niebla y el espeso follaje: el rechinar del metal contra el metal, un grito, el resoplido de un caballo. Corrí hacia mi montura.
De pronto me sentí mareado, tan mareado que estuve a punto de caerme al suelo. Me latía la cabeza y cuando me llevé la mano a la sien palpé un líquido pegajoso. A pesar de la creciente oscuridad, supe que la substancia que teñía mis dedos era sangre. Pensé que procedía del corte de la mano, pero recordé que se trataba de la otra mano, de modo que o bien me había golpeado la cabeza sin darme cuenta o el cuchillo del agresor había pasado más cerca de mi cuero cabelludo de lo que yo suponía. La sangre me recordó la capa, que había perdido al caer. Examiné la piedra desnuda, pero no la vi por ningún sitio. Entonces oí otros ruidos en el bosque: el relincho de un caballo y los gritos de un hombre. Me sentía aturdido e incapaz de pensar. Cabalgué hacia el bosque, en dirección a los ruidos; pero sólo pude oír un zumbido dentro de mi cabeza, más fuerte que el que producía el viento entre los árboles. La niebla me envolvió y fue como si un velo me cubriera la cara.
—¡Eco! —grité, súbitamente asustado por el silencio.
A mi alrededor, el mundo parecía desierto e infinito.
Cabalgué hacia adelante. A pesar de mis esfuerzos por ver o escuchar, estaba indefenso como un hombre ciego y sordo. El zumbido de la cabeza se convirtió en rugido, mientras la luz de la luna se volvía más débil, salpicada por brillantes, vaporosos fantasmas que entraban y salían de la oscuridad. La muerte espera siempre al final, pensé, recordando un dicho egipcio que me había enseñado Bethesda. La muerte había llegado para Lucio Licinio y para Dionisio, al igual que había llegado para el padre y el hermano de Marco Craso, para todas las víctimas de Sila y las de los enemigos de Sila, para el propio Sila y el mago Eúnus, ambos devorados por los gusanos. Con el tiempo, también llegaría para Metrobio, para Marco Craso y para el presuntuoso Fausto Fabio. La muerte llegaría para el hermoso Apolonio como había llegado para el viejo Zenón, cuyo cuerpo mutilado había acabado en la ribera del lago Averno. La muerte llegaría para el pequeño Metón, que apenas había tenido oportunidad de vivir, si no al día siguiente, cualquier otro día. Aquellos pensamientos me produjeron un consuelo extraño. La muerte siempre espera al final…
Entonces recordé a Eco.
No veía ni oía nada, o quizás la noche se había vuelto completamente negra y el viento rugiera en mis oídos. Sin embargo, no estaba mudo y grité su nombre:
—¡Eco! ¡Eco! ¡Eco!
Si me respondió, no pude oírlo. Pero ¿cómo iba a responder si era mudo? Mis mejillas estaban húmedas, pero no de sangre sino de lágrimas.
Caí hacia adelante y me aferré al caballo, que se detuvo y permaneció inmóvil. El zumbido del viento se desvaneció, pero el mundo seguía completamente negro, pues yo tenía los ojos cerrados con fuerza. En algún momento todo se volvió del revés y me encontré tendido en el suelo, entre ramas y hojas caídas.
Al parecer, un dios peregrino había acabado por escuchar mi súplica: aquella noche sería eterna y la mañana no llegaría nunca.