XX

—¡Un desastre detrás de otro! —exclamó Craso y dejó de pasearse el tiempo suficiente para mirarme con una ceja levantada, como si me considerara responsable de complicarle la vida—. ¡Este sitio está maldito! En comparación, Roma parece un lugar tranquilo y seguro. Creo que esta vez me alegraré de volver.

—Estoy de acuerdo, Marco Craso, pero ¿quién ha maldecido este lugar? —Eché un vistazo al cuerpo de Dionisio, tendido en el suelo de la biblioteca, donde Craso había ordenado que lo llevaran por falta de un sitio mejor para mantenerlo fuera de la vista de los invitados. Eco estaba de pie junto a él, estudiando la cara desfigurada del muerto, al aparecer fascinado por la forma en que la lengua de Dionisio se resistía a volver dentro de la boca.

Craso arrugó la nariz e indicó con un ademán que se lo llevaran.

—Sacadlo de aquí —gritó a uno de sus guardaespaldas.

—Pero ¿dónde lo ponemos, Marco Craso?

—¡En cualquier sitio! Preguntádselo a Marco Mumio, pero lleváoslo de aquí inmediatamente. Ahora que no tengo que escuchar a este estúpido, no pienso soportar su olor. —Me miró fijamente—. ¿Ha sido envenenado, Gordiano?

—Parece la deducción más lógica, considerando los síntomas y las circunstancias.

—Sin embargo, ninguno de los demás comensales resultó intoxicado.

—Porque nadie más bebió de la taza de Dionisio. Tenía el extraño hábito de beber una infusión de hierbas antes de la comida del mediodía y después de la cena.

—Sí, recuerdo haberlo oído exaltar las virtudes de la ruda y el laserpicio. Era otra de sus manías.

—Y una oportunidad ideal para cualquiera que quisiera envenenarlo: una bebida que sólo él tomaba en un momento y un lugar previstos. Ahora tendrás que admitir, Marco Craso, que en esta casa hay un asesino y que es muy probable que se trate de la misma persona que mató a Lucio, puesto que anoche mismo Dionisio prometió en público poner en evidencia a esa persona. Esto no puede ser obra de Alexandros o de Zenón.

—¿Y por qué no? Zenón podrá estar muerto, pero aún no sabemos dónde está Alexandros ni con quién podría estar en contacto. Sin duda tiene cómplices en la casa, entre los esclavos de la cocina.

—Sí, tal vez tenga amigos en la casa —dije—, pero no pensaba en los esclavos.

—Es obvio que cometí un error al permitir que algunos esclavos siguieran al servicio de Gelina. En cuanto acabe el banquete y los invitados que se queden a pasar la noche vayan a sus habitaciones, haré encerrar a todos los esclavos en el anexo. De todos modos tenía que hacerlo por la mañana. ¡Fabio! —llamó a Fausto Fabio, que esperaba en el pasillo, y le dio las órdenes pertinentes.

Fabio asintió con frialdad y abandonó la habitación sin mirarme.

—¿Por qué crees que el envenenador de Dionisio fue un esclavo, Marco Craso? —dije cabeceando con cansancio.

—¿Qué otra persona puede entrar en la cocina sin que nadie lo note? Supongo que Dionisio guardaría sus hierbas allí.

—Durante el día de hoy ha entrado y salido de la cocina toda clase de personas. La gente estaba muerta de hambre de tanto esperar. Mucho antes de que comenzara el banquete, los invitados entraban a robar comida o enviaban a sus esclavos a hacerlo por ellos. Los esclavos de la cocina estaban demasiado atareados para fijarse en cada persona que se cruzaba en su camino. Además, te equivocas, Craso. Dionisio recogía sus propias hierbas y las guardaba en su habitación. Todos los días enviaba un manojo fresco a la cocina, que por lo general entregaba a uno de los esclavos a primera hora de la mañana. Sin embargo, hoy no lo hizo hasta después del funeral. Eso significa que alguien puede haber puesto algo en las hierbas esta mañana, mientras todo el mundo estaba ocupado preparando el funeral.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Porque mientras tú y tus hombres levantabais el cuerpo de Dionisio y lo traíais aquí, interrogué a la esclava que le sirvió la bebida. Dice que Dionisio llevó las hierbas a la cocina después del funeral. Como de costumbre, ya estaban mezcladas, molidas y envueltas en un trozo de tela. Por lo visto, Dionisio había convertido su preparación en un auténtico ritual. La misma joven añadió el berro y las hojas de parra, luego hirvió y coló la infusión antes de la comida.

—También podría haber añadido el veneno —insistió Craso—. Tú tienes que saber de venenos, Gordiano; ¿qué crees que fue?

—Sospecho que acónito.

—¿Matalobos?

—Algunos lo llaman así. Dicen que tiene un sabor agradable, de modo que pudo pasar inadvertido en la infusión; también dicen que es el veneno de acción más rápida. Los síntomas coinciden: ardor en la lengua, ahogos, convulsiones, vómitos, diarrea y muerte. Pero ¿quién podría saber lo suficiente del tema para obtener el veneno y administrar la dosis exacta? —me pregunté en voz alta.

Miré a Eco, que frunció los labios. Aunque Eco dormía mientras yo examinaba las hierbas y esencias de la casa de Iaia, le había comunicado mis descubrimientos más tarde.

—Detesto los funerales —dijo Craso mientras estiraba los brazos con una mueca de disgusto—. Y los juegos fúnebres son todavía peores. Por suerte, todo acabará mañana.

—Si al menos Dionisio nos hubiera dicho lo que sabía sobre la muerte de Lucio —dije—, si es que de verdad sabía algo… Me gustaría echar un vistazo a su habitación.

—Por supuesto —dijo Craso encogiéndose de hombros, con la cabeza ya en otros asuntos.

Encontré al pequeño Metón en el atrio y le pedí que nos enseñara los aposentos del filósofo.

Cruzamos los comedores. Aunque la comida había concluido de forma súbita con la muerte de Dionisio y la retirada de los anfitriones, muchos invitados permanecían rezagados entre las mesas y los triclinios. Me detuve a mirar a la multitud.

—¿A quién buscas? —preguntó Metón.

—A Iaia y a su ayudante Olimpia.

—La pintora ya se ha marchado —dijo—. Poco después de que al filósofo le diera el ataque.

—¿Se marchó del comedor?

—No, se marchó a su casa de Cumas. Lo sé porque me envió al establo a preparar los caballos.

—Lástima —dije—. Me habría gustado hablar con ella.

Los aposentos del filósofo estaban compuestos por dos pequeñas habitaciones separadas por una cortina. En la habitación exterior, había una mesa redonda rodeada de sillas y situada junto a una ventana con vistas a las frondosas colinas del oeste. Reparé en una urna de barro que reposaba sobre una mesa pequeña, situada en un rincón. Al levantar la tapa, percibí el olor de la ruda, el laserpicio y el ajo.

—Aunque no sepamos si está envenenada, habrá que arrojar al golfo la mixtura de Dionisio o quemarla para asegurarse de que nadie más sufra ningún daño.

La habitación interior, amueblada con austeridad estoica, contenía sólo una cama, un candil y un cofre grande.

—No hay mucho que ver —comenté a Eco—, a no ser que busquemos algo oculto. —Intenté abrir el cofre y descubrí que estaba cerrado con llave—. ¿Qué te parece si lo forzamos? Craso no pondrá objeciones y supongo que el espíritu de Dionisio nos perdonará. Es más, tengo la impresión de que alguien ha intentado forzar la cerradura y no lo ha conseguido. ¿Ves los arañazos en el metal? Necesitaremos una barra de metal fuerte y delgada para hacer palanca.

—¿Por qué no lo abres con la llave? —preguntó Metón.

—Porque no la tenemos —respondí.

Metón esbozó una sonrisa traviesa, se arrojó al suelo y se metió debajo de la cama. Poco después salió con una sencilla llave de bronce en la mano.

—¡Metón, eres inigualable! Todas las casas necesitan un esclavo como tú. —Me dedicó una sonrisa radiante y se colocó detrás de mí mientras me inclinaba para introducir la llave en la cerradura—. Metón, creo que cuando crezcas serás como esos esclavos de las comedias de Plauto que siempre saben qué ocurre cuando sus amos son demasiado estúpidos o están demasiado enamorados para reconocer la verdad. —Quien había querido forzar el baúl antes que nosotros había aplastado la cerradura, de modo que tuve que mover de un sitio a otro la llave para poder abrir—. Los esclavos listos de Plauto siempre reciben reproches de los amos envidiosos, pero el mundo no podría pasar sin ellos. ¡Muy bien! ¡Ya está abierto! Veamos qué preciados tesoros tenía el filósofo bajo llave.

Levanté la tapa del cofre. Eco contuvo la respiración y Metón retrocedió sobresaltado.

—¿Sangre? —susurró.

—Sí —confirmé yo—, seguramente sangre.

Encima de los rollos de papiro abiertos y amontonados dentro del cofre, había una tira de pergamino escrito con letra diminuta y difícil sobre el cual había caído una gran mancha de sangre.

—¿Los documentos perdidos? —pregunté.

De nuevo en la biblioteca, Craso examinó una por una las hojas estiradas.

—Sí —dijo—, son los documentos que buscaba, más otros de cuya existencia no tenía idea, llenos de toda clase de irregularidades y referencias crípticas: gastos e ingresos asentados en una especie de código secreto. Tendré que llevármelos a Roma después de los juegos fúnebres, pues se necesitará tiempo y esfuerzo para descifrarlos. Tal vez mi jefe de contabilidad lo consiga.

—He visto que la anotación «un amigo» se repite en varias ocasiones, siempre en relación con una suma de dinero, a menudo importante. ¿No crees que podría tratarse de un registro de las inversiones y cobros del cómplice secreto de Lucio?

—Lo que realmente me gustaría saber es qué hacían estos documentos en la habitación de Dionisio —dijo Craso tras mirarme con fastidio.

—Tengo una teoría —dije.

—Seguro que sí.

—Sabemos que Dionisio quería resolver el asesinato de Lucio para impresionarte con su perspicacia. Supongamos que notó antes que nosotros las manchas en la cabeza de la estatua con que mataron a Lucio y que dedujo, incluso antes de mi llegada, que Lucio había sido asesinado en esta habitación. Supongamos también que tenía alguna relación con los negocios clandestinos de Lucio. Después de todo, vivía en la casa y puede haber notado el movimiento de armas y plata, por más discreto que Lucio haya sido.

—Continúa —dijo Craso con un gesto de asentimiento.

—Si tenía esa información, pudo haber robado los documentos antes de que tuvieras ocasión de verlos, para leerlos con cuidado en su habitación en busca de pistas sobre la identidad del asesino.

—Quizás, pero ¿cómo explicas esto? —preguntó señalando el rollo manchado de sangre.

—Es probable que Lucio lo estuviera estudiando en el momento de su muerte; estaría abierto sobre la mesa.

—Y el asesino, que fue tan escrupuloso como para arrastrar el cadáver de Lucio hasta el atrio, ¿dejó este documento para que el filósofo lo encontrara cuando entrase en la biblioteca? Sería más lógico que lo hubiera destruido, en lugar de dejarlo al alcance de la mano de Dionisio, de ese modo habría evitado que se relacionara el documento con el asesinato.

Me miró con expresión sombría y esbozó una lenta sonrisa al ver mi incapacidad para ofrecerle una respuesta. Cabeceó y dejó escapar una risa breve.

—Debo reconocer que eres muy testarudo, Gordiano. Por si te sirve de algo, te confesaré que no veo muy claras las circunstancias que rodean la muerte de Lucio. Las pruebas que has encontrado en el fondo del mar y estos documentos parecen probar que mi querido, estúpido y maldito primo Lucio vendía armas de contrabando a alguien… Sí, quizás incluso a Espartaco. Pero eso no hace más que contrariar tu teoría y reafirmar la mía.

—Yo no lo veo así, Marco Craso.

—¿No? Cuando Lucio se enteró de que yo estaba a punto de llegar, se asustó e intentó romper sus contactos con los representantes de Espartaco, los clientes que le compraban las reservas de armas. Estos, al ver que ya no podrían conseguir nada más de Lucio, se vengaron de él. ¿Y quiénes eran estos criminales, estos emisarios de Espartaco? ¿Quiénes sino Zenón y el tracio Alexandros, simples espías de Espartaco en la casa? Sí, ahora lo comprendo todo. Fíjate:

»Se enfrentaron a Lucio aquí, en la biblioteca, en plena noche. Zenón, que ayudaba a su amo a llevar los libros de contabilidad, le mostró estos documentos que probaban su culpabilidad y lo amenazó con traicionarlo si no continuaba enviando armas a Espartaco. Pero Lucio no iba a ceder al chantaje; había decidido cortar relaciones con Espartaco y no se dejaría amilanar, de modo que Zenón y Alexandros lo mataron con la estatuilla, tal como tú dijiste. Luego, para dar un carácter público a su muerte, arrastraron el cuerpo al atrio y comenzaron a garabatear el nombre de su amo, Espartaco.

»Ah, Pero Dionisio aún no se había acostado aquella noche y meditaba sobre lo que quiera que mediten los filósofos a esas horas. Seguramente se dirigía a la biblioteca de Lucio en busca de un rollo e hizo algún ruido que asustó a los asesinos, obligándolos a huir antes de acabar de escribir el nombre de su amo. Dionisio entró en la biblioteca y vio el rollo manchado de sangre, luego salió al atrio y descubrió el cuerpo, pero en lugar de dar la voz de alarma, urdió un plan para sacar partido de la situación. Sabía que yo llegaba al día siguiente y que con la muerte de Lucio se había quedado sin patrón, pero también era consciente de que si lograba vincularse a mí de algún modo, podía llegar a beneficiarse. Creyó que podría impresionarme resolviendo el enigma del asesinato, estudió el rollo manchado de sangre, descubrió su importancia y examinó los demás documentos en busca de otras pruebas incriminatorias. Luego se llevó toda la documentación a sus aposentos para descifrarlos y ordenarlos con más tiempo.

—Pero ¿por qué no te comunicó sus descubrimientos antes? —protesté.

—Tal vez porque planeaba desvelar lo que sabía durante los juegos fúnebres de mañana, creyendo que de ese modo podría competir con el sangriento espectáculo del circo. O quizás aún no había podido encajar todas las pruebas y todavía no estaba satisfecho. Sin duda querría impresionarme con su revelación o… —La mirada de Craso se iluminó—. ¡Claro! —exclamó—. ¿Quién iba a envenenarlo sino Alexandros o algún otro esclavo que quería proteger a Alexandros? Dionisio debió de descubrir el escondite de Alexandros y pretendía entregármelo en público mañana, a la hora de la ejecución, junto con las pruebas que había reunido. —Craso sacudió la cabeza en un gesto apesadumbrado—. Debo admitir que hubiera sido un buen golpe de efecto por parte del viejo buitre, una gran ocasión para lucirse ante la multitud presente en los juegos. Después de una cosa así, me habría sido difícil negarle un sitio en mi comitiva. ¡Así que el buitre resultó ser un zorro!

—Un zorro muerto —corregí estúpidamente.

—Sí y mudo para siempre. Es una pena que no haya alcanzado a decirme dónde estaba Alexandros; me gustaría tener a ese bribón mañana entre las manos. Lo ataría a una cruz y lo haría quemar vivo para divertir a la gente. —Sus ojos brillaron con crueldad y de repente pareció enfurecerse—. ¿Te das cuenta cómo has malgastado tu tiempo y el mío con el espejismo de la inocencia de los esclavos? Deberías haber empleado tu ingenio encontrando a Alexandros y entregándomelo para que yo hiciera justicia, ¡pero, lejos de ello, le has permitido cometer otro asesinato ante tus propias narices! —Comenzó a pasearse de un lado a otro con expresión colérica—. Eres un sentimental, Gordiano. Ya me he encontrado en otras ocasiones con otros como tú, personas que quieren evitar que un esclavo reciba el castigo que merece y que se asustan de los métodos necesarios para imponer el imperio de la ley romana. Bueno, en este caso ya has hecho todo lo posible por obstaculizar la acción de la justicia, pero gracias a Júpiter has fracasado. ¡Y te llaman el Sabueso! —Comenzó a gritar—: Con tu ineficacia has permitido que asesinaran a Dionisio y que el asesino Alexandros siga libre. ¡Ahora, largo! ¡No puedo tolerar semejante incompetencia! Cuando vuelva a Roma, te convertiré en el hazmerreír de la ciudad. ¡Dudo mucho que nadie vuelva a solicitar los servicios del Sabueso!

—Marco Craso…

—¡Fuera! —Presa de un arrebato de furia, cogió los documentos diseminados sobre la mesa, los estrujó y me los arrojó. Aunque logré esquivarlos, uno de ellos le dio a Eco en plena cara—. ¡Y no vuelvas a presentarte ante mí a menos que me traigas al esclavo Alexandros encadenado y listo para ser crucificado por sus crímenes!

—Está más inseguro que nunca —le dije a Eco en un murmullo mientras nos dirigíamos a la habitación—. La tensión del funeral, la matanza prevista para mañana… está sobreexcitado.

De repente advertí que tenía la cara ardiendo y el corazón desbocado. Mi garganta estaba tan seca que apenas podía tragar saliva. Lo que acababa de decir a Eco, ¿se refería a Marco Craso o a mí mismo?

Me detuve en seco. Eco me miró con expresión inquisitiva y me tiró de la manga, como para preguntar qué haríamos a continuación. Me mordí los labios, súbitamente confuso y desorientado, mientras Eco juntaba las cejas en un gesto de preocupación. Me sentía incapaz de mirarlo a los ojos.

¿Qué más podíamos hacer? Había estado en movimiento constante durante días, siempre seguro del paso siguiente, pero de pronto me sentía a la deriva. Quizá Craso tuviera razón y mi defensa de los esclavos obedecía a un estúpido sentimentalismo, pero incluso si se equivocaba, se me acababa el tiempo y no tenía ninguna prueba en contra que ofrecerle… excepto el hecho de que sabía, o creía saber, quién había asesinado a Dionisio, igual que sabía, o creía saber, dónde se escondía Alexandros. Si no conseguía nada más, al menos descubriría la verdad para satisfacer mi propia curiosidad.

Una vez en la habitación, saqué las dos dagas que había traído de Roma y le entregué una a Eco, que me miró con los ojos muy abiertos.

—Es probable que pronto tengamos que enfrentarnos a una crisis —dije— y es preferible que vayamos armados. Ha llegado la hora de interrogar a ciertas personas sobre esto —Saqué la capa manchada que había escondido entre nuestras pertenencias, la enrollé apretadamente y la oculté debajo del brazo—. También tendremos que coger una capa para nosotros. La noche parece fresca. ¡Y ahora, al establo!

Caminamos a toda prisa hasta el fondo del pasillo, bajamos las escaleras y cruzamos el atrio. Salimos al patio por la puerta principal. El sol comenzaba a esconderse tras las pequeñas colinas del oeste.

Encontramos a Metón en el establo, preparando a los caballos para pasar la noche. Le dije que eligiera un par de caballos para Eco y para mí.

—¡Pero está oscureciendo! —protestó.

—Más oscuro estará cuando regrese.

Una vez montados y listos para partir nos detuvimos en la puerta del establo mientras Fausto Fabio y un pelotón de guardias armados atravesaban el patio. Entre los soldados, los últimos esclavos de la casa marchaban en fila en dirección al anexo.

Caminaban en silencio, sumisos. Algunos sollozaban con la cabeza gacha y otros miraban a su alrededor con ojos muy abiertos y asustados. Entre ellos vi a Apolonio, que caminaba con la mirada al frente y las mandíbulas apretadas.

Tuve la impresión de que estaban despojando a la villa de su fuerza vital. Todos los que daban animación a la casa, que la mantenían en movimiento desde el alba al anochecer, eran expulsados de sus pasillos: barberos, cocineros, fogoneros, porteros, criados y demás ayudantes.

—¡Eh, tú, chico! —gritó Fabio.

Metón se pegó mi caballo y se cogió a una de mis piernas con manos temblorosas.

—El niño está conmigo, Fausto Fabio —mentí con la garganta seca—. Voy a hacer un recado para Marco Craso y necesito llevarlo conmigo.

Fausto Fabio hizo una señal al contingente militar para que continuara su camino y se aproximó a nosotros.

—No te creo, Gordiano —dijo con una de sus presuntuosas sonrisas de patricio—. Según he oído, Marco Craso ha roto relaciones contigo y preferiría ver tu cabeza en una bandeja a verla sobre tus hombros. Incluso dudo que te haya permitido coger esos caballos del establo. A propósito, ¿adónde te diriges? Lo pregunto por si Craso quiere saberlo.

—A Cumas.

—¿Tan mal están las cosas, Gordiano, que necesitas consultar a la sibila al anochecer? ¿O tu hijo desea echar un último vistazo a la hermosa Olimpia? —Al no recibir respuesta, se encogió de hombros. De repente, su cara adquirió una expresión extraña y me di cuenta de que la capa manchada de sangre que había ocultado debajo de la capa había quedado al descubierto. Moví el codo para esconderla—. En cualquier caso, el chico vendrá conmigo —añadió Fabio.

Cogió a Metón del hombro, pero el niño se resistió a soltarme la pierna. Fabio tiró con más fuerza y Metón se puso a chillar. Los esclavos y los guardias se volvieron a mirarnos, Eco se puso nervioso y su caballo comenzó a moverse y a relinchar.

—Ten compasión del niño, Fausto Fabio —murmuré entre dientes—. ¡Permítele venir conmigo! Lo dejaré en la casa de Iaia en Cumas y Craso nunca se enterará.

Fabio soltó a Metón y éste, tembloroso, se desprendió de mi pierna para secarse los ojos. Fabio esbozó una sonrisa frágil.

—Los dioses te lo agradecerán, Fausto Fabio —murmuré mientras extendía un brazo para ayudar al niño a subir al caballo.

Fabio lo cogió y retrocedió estrechándolo con fuerza entre sus brazos.

—Este esclavo pertenece a Craso —dijo.

Se giró y empujó a Metón hacia los demás esclavos. El niño se alejó dando traspiés y volvió la cabeza varias veces para mirarme con expresión desesperada.

Aturdido, contemplé la escena hasta que el último guardia desapareció al otro lado del establo. La luz del crepúsculo cubría la tierra y las primeras estrellas asomaban al cielo con débiles destellos. Por fin, espoleé mi caballo y partí. Por si algún dios me estaba escuchando, elevé una súplica para que la mañana no llegara nunca.