XIX

El banquete se celebró en tres espaciosas salas del ala este, todas con vistas al golfo y comunicadas entre sí. Los invitados irrumpieron como una marea de espuma blanca. El murmullo de la multitud resonaba en los techos altos como el suave rumor del océano.

Como última tarea, el maestro de ceremonias asignó un sitio a cada comensal y se aseguró de que los esclavos los acompañaran hasta allí. Craso, resplandeciente con su atuendo blanco y dorado, cumplía con sus funciones de anfitrión en la sala norte, junto a Fabio, Marco Mumio, Orata y los comerciantes y políticos más importantes de las ciudades de la Crátera. Gelina presidía la mesa en la estancia central, acompañada por Metrobio, Iaia, Olimpia y las damas más distinguidas de la concurrencia.

La tercera sala, la más grande y la más lejana de la cocina, estaba destinada a todos aquellos que no podíamos aspirar a otro sitio: subalternos e hijos menores, intrusos y gorrones. Me sorprendió ver a Dionisio incluido en nuestro grupo. Al principio se resistió a sentarse en el sitio que le indicaba el esclavo y exigió ver al maestro de ceremonias, pero fue enviado sin explicaciones a su sitio, en el extremo opuesto a nosotros, en un rincón que ni siquiera tenía ventana. En circunstancias normales, el filósofo de la casa se habría sentado junto al amo o la anfitriona, de modo que sospeché que el propio Craso le había asignado un rincón oscuro con la deliberada intención de humillarlo.

Puesto que nos encontrábamos en una hora intermedia entre el mediodía y la noche, Dionisio prefirió tomar su brebaje verde antes de la comida. Para sanar su dignidad herida, lo pidió de forma ostentosa y apremiante y se mostró innecesariamente grosero con la esclava que corrió a la cocina a buscarlo. Unos instantes después, la mujer regresó con manos temblorosas y colocó la taza sobre la pequeña mesa situada frente a él.

Eché un vistazo alrededor de la sala, a los diversos triclinios apiñados junto a las mesitas y no reconocí a ninguno de los presentes. Eco estaba pensativo y no tenía apetito, de modo que me contenté con disfrutar de los manjares que me servían y analizar mi plan de acción para las horas siguientes.

Desde mi triclinio alcanzaba a ver las demás salas. Si me incorporaba sobre un codo, alcanzaba a vislumbrar a Marco Craso, bebiendo su vino mientras charlaba con Sergio Orata. Orata había sido el primero en hablar de la inexplicable riqueza de Lucio. ¿Acaso sabía más de lo que decía? ¿Podría haber sido socio de Lucio en aquellos negocios clandestinos? Con su cara redonda y su expresión bondadosa y satisfecha no parecía capaz de asesinar a nadie, pero he tenido infinitas oportunidades de comprobar que los ricos son capaces de cualquier cosa.

Marco Mumio, reclinado junto a Craso, parecía nervioso y angustiado, lo cual era muy comprensible teniendo en cuenta que Craso había hecho caso omiso de todas sus súplicas por la salvación de Apolonio. La enemistad que había surgido entre él y Lucio por el problema del esclavo hacía improbable que fuera su socio secreto. Sin embargo, pensé que Mumio podría haber cabalgado desde el campamento del lago Lucrino y regresado la misma noche del asesinato. ¿Y si lo hubiera hecho para volver a insistir ante Lucio sobre la compra del esclavo? En caso de que Lucio hubiera sido tan terco como su primo y se hubiera negado otra vez, ¿podría haber provocado tal furia en Mumio como para que éste llegara a asesinarlo? Sin advertirlo, Mumio podría haber precipitado la muerte de la persona que deseaba, el joven Apolonio… y la única forma de salvar al joven sería admitir su propia culpabilidad. Es innegable que la disyuntiva lo habría sumido en un insondable pozo de angustia.

Ahora mi mirada se posó en el «brazo izquierdo» de Craso, Fausto Fabio, el de la barbilla alta y el cabello rojo. Había visto a Lucio Licinio en las mismas ocasiones que Marco Mumio, y por ende había tenido las mismas oportunidades de convertirse en su socio clandestino y embarcarse en lo que podría haber sido un negocio muy lucrativo, aunque extraordinariamente peligroso. Mumio me había contado que Fabio procedía de una familia patricia de pocos recursos económicos, pero yo no sabía mucho de su personalidad. Este tipo de hombres se enfrentan al mundo con antifaces más impenetrables que las máscaras de cera de sus antepasados. Los Fabios habían estado presentes en el nacimiento de la república, se habían contado entre los primeros cónsules elegidos popularmente y también habían sido los primeros en lucir la toga con festones morados y en sentarse en el sillón tallado en marfil, fabricado para los reyes. La mera sospecha de que un hombre de tan noble cuna pudiera ser culpable de asesinato y traición parecía una blasfemia. Sin embargo, incluso los patricios debían ser capaces de actos semejantes, de lo contrario sus antepasados no habrían podido derrocar a reyes, someter a sus compatriotas romanos y convertirse en patricios.

Mis ojos se volvieron a Gelina, que se encontraba más cerca, en la sala central. Parecía la menos sospechosa. Todo indicaba que había sentido auténtico amor por su esposo y que su dolor era profundo. Iaia, a pesar de su pobre opinión de Lucio, tampoco parecía culpable. Además, Olimpia y ella estaban en Cumas la noche del asesinato… o eso me habían dicho. ¿Acaso alguna mujer de la casa, incluida Olimpia, podría tener la fuerza suficiente para aplastarle el cráneo a Lucio con una estatuilla pesada y luego arrastrar su cuerpo hasta el atrio? ¿O para llevar al embarcadero los fardos de armas del cobertizo y golpearme en el agua?

Podía preguntarme lo mismo de Metrobio, teniendo en cuenta su edad, pero merecía cierta vigilancia. Había formado parte del círculo íntimo de Sila y por consiguiente tendría pocos escrúpulos, incluso en cuestiones criminales. Era un hombre que guardaba viejos y ponzoñosos rencores, como había dejado traslucir en sus comentarios sobre Mumio. Retirado de los escenarios, privado del gran benefactor de su vida, despojado por el tiempo de su legendaria belleza, ¿en qué secretas empresas invertiría sus energías? Puesto que adoraba a Gelina y despreciaba a Lucio, ¿podría haber encontrado en la desdicha de su amiga una excusa para asesinar a su marido? ¿Sería él el socio secreto? Su odio hacia Lucio no impedía que hubiese invertido parte de su fortuna en los planes de Lucio. Hasta era posible que hubiera previsto la decisión de Craso de ejecutar a los esclavos, incluyendo a Apolonio, como consecuencia del asesinato. De ese modo, le bastaba con matar a Lucio y dejar que los acontecimientos, siguieran su curso para llevar a cabo su terrible venganza contra Mumio. Pero ¿era posible que incluso una mente sutil y calculadora como la suya llegara al extremo de tramar un plan tan perverso y complicado?

Por supuesto, a pesar de mis descubrimientos en el cobertizo del embarcadero, podía ser que…

—¡Fueron los esclavos! Le golpearon la cabeza y luego huyeron para unirse a Espartaco.

Por un instante creí que me había hablado un dios, como castigo por mis escabrosas especulaciones y para recordarme la única posibilidad que yo me negaba a aceptar. Luego reconocí la voz, procedente del triclinio situado a mi espalda. Era el hombre a quien había oído hablar con su esposa durante el funeral. Estaban cotilleando otra vez.

—¿Pero recuerdas el discurso de Craso? Los esclavos no se librarán del castigo que merecen. ¡Me parece muy bien! —dijo la mujer chascando la lengua—. Es preciso poner límites. No puedes confiar en que los esclavos de baja condición sepan situarse en su lugar. Después de una atrocidad como ésta, en la propia casa donde viven, se habrán corrompido para siempre y no volverán a servir para nada. Una vez que han visto a uno de los suyos salvarse del castigo por un asesinato, no hay que darles la espalda ni un momento. Lo mejor es librarlos para siempre de su desgracia y si además eso sirve para dar un buen ejemplo a otros esclavos, mucho mejor. ¡Marco Craso sabe muy bien lo que hace!

—Bueno, es evidente que sabe manejar sus propios asuntos —asintió el marido—, su fortuna es buena prueba de ello. Dicen que quiere enfrentarse a Espartaco y espero que esta vez esos estúpidos del Senado tengan la inteligencia de encargarle la misión al hombre indicado. Es un hombre duro, no cabe duda que hay que serlo para matar a todos los esclavos de una casa. Pero eso es lo que necesitamos ahora, una mano firme que se ocupe de ese monstruo tracio. Cariño, pásame una aceituna verde y un poco más de salsa de manzana para los sesos de cordero. ¡Están deliciosos! Es una pena que Craso tenga que matar también a unos cocineros tan espléndidos.

—Pero he oído que lo hará, a pesar de que la pobre y desdichada Gelina se resista a la idea. Siempre ha tenido un corazón blando. Lucio tenía el cerebro blando, ¡y ya ves cómo ha acabado! Pero Marco Craso no es así, él tiene la cabeza dura y el corazón aún más duro. No permitirá que nadie escape a la justicia romana y así es como debe ser. En momentos como éstos no hay que hacer excepciones.

—Es verdad, pero un hombre tiene que ser tan decidido como Catón para condenar a muerte a un cocinero capaz de preparar un plato tan exquisito como éste —dijo el hombre mientras se lamía los labios.

—¡Calla! ¡No digas esa palabra!

—¿Qué palabra?

—Muerte. ¿No ves a la esclava que está allí?

—¿Qué pasa con ella?

—Trae mala suerte nombrar la muerte cuando un condenado puede oírte. —Permanecieron en silencio un momento y la mujer volvió a hablar—: Hay mucha corriente, ¿verdad?

—Bueno, mujer, no empieces…

—La comida llega fría porque estamos demasiado lejos de la cocina.

—Comes tan rápido que no creo que debas preocuparte por eso.

—De todos modos, si te hubieras atrevido a hablar con el presuntuoso del maestro de ceremonias, como te dije, nos habría encontrado un sitio en una sala mejor.

—Cariño, no empieces a protestar otra vez. Estoy seguro de que la comida es la misma y no podemos quejamos de ella.

—Aunque la comida sea la misma, la compañía no lo es. ¡Eres el doble de rico que cualquiera de los que están en esta sala! Nos tendrían que haber acomodado cerca de Craso o al menos en la sala del centro, con Gelina.

—Hay un número limitado de salas y de triclinios —suspiró el hombre— y hace muchos años que no veía tanta gente en un banquete fúnebre. Sin embargo, tienes razón al quejarte de las personas que hay en esta sala. No se puede decir que sean la flor y nata de la sociedad. Mira, al otro lado, está el filósofo que vive aquí. Creo que se llama Dionisio.

—Sí, como la mitad de los filósofos griegos de Italia —gruñó la mujer—. Por lo que he oído, éste no es muy distinguido.

—Dicen que es un mediocre. No entiendo por qué Lucio lo mantenía aquí, aunque quizás lo eligiera Gelina, y ya sabes que tiene muy mal gusto, excepto cuando se trata de escoger cocineros. Ahora que ha desaparecido Lucio, tendrá problemas para encontrar un puesto tan cómodo. ¿Quién querría a un filósofo de segunda, sobre todo a un estoico, pudiendo elegir entre tantos buenos epicúreos, sobre todo aquí, en la Crátera? Es un hombre desagradable y grosero. ¡Mira las muecas que hace y cómo saca la lengua! No parece una persona civilizada.

—Sí, tienes razón. Se está poniendo en ridículo. Más que un polimático, parece un bufón.

Dionisio no parecía persona capaz de olvidar sus modales en la mesa, aunque estuviera ofendido por el sitio que le habían asignado, así que yo también giré la cabeza para observarlo. Lo que decían era cierto: hacía muecas, fruncía la nariz, sacaba la lengua y volvía a meterla dentro de la boca.

—Sin embargo está gracioso —admitió la mujer—. Parece una de esas horribles máscaras que se ponen en las comedias.

La mujer rió y su marido se unió a ella, pero Dionisio no intentaba hacer gracia. Se cogía la garganta y se inclinaba hacia adelante en el triclinio con movimientos espasmódicos. Aspiró con un silbido y luego intentó hablar con la lengua fuera. Sus confusas palabras resultaban casi inaudibles desde donde yo estaba:

—¡La lengua! —gimió—… ¡me quema! ¡Aire! ¡Aire!

La actitud del filósofo ya había alertado a otras personas. Los esclavos dejaron de servir y los invitados giraron la cabeza mientras Dionisio comenzaba a sufrir convulsiones. Se llevó los brazos al pecho para contener los espasmos y siguió con la lengua fuera como si no pudiera soportarla dentro de la boca.

—¿Se ahoga? —preguntó la mujer.

—No lo creo —respondió el marido con un gruñido de reprobación—. ¡Esto es demasiado! —protestó mientras Dionisio se inclinaba hacia adelante y comenzaba a vomitar sobre la mesita situada frente al triclinio.

Varios invitados se pusieron de pie. La conmoción se propagó con rapidez a la sala intermedia, como una ola que atraviesa un estanque. Gelina giró la cabeza con expresión de inquietud. Un instante después, los murmullos llegaron a la última sala, donde en ese momento Craso reía un chiste de Orata. Por fin se volvió y dirigió una mirada inquisitiva a las otras salas a través de las puertas. Yo intercepté su mirada y le hice señas para que se acercara. Gelina se levantó y corrió a mi encuentro, mientras Craso la seguía con pasos tranquilos.

Ambos llegaron a tiempo para ver cómo el filósofo, rodeado por un semicírculo de curiosos, vomitaba más bilis verde sobre una bandeja que había contenido sesos con compota de manzana.

Me abrí paso entre la multitud y cuando llegué junto a Craso los invitados arrugaron la nariz y retrocedieron un paso. El filósofo se había hecho sus necesidades encima.

Craso hizo una mueca de asco, pero Gelina se mantuvo al lado del filósofo, intentando ayudarle, aunque sin atreverse a tocarlo. De repente Dionisio se convulsionó y cayó hacia adelante, sobre la pequeña mesa llena de manjares. La multitud se apartó, para evitar las salpicaduras de sesos de cordero y bilis.

La taza que contenía la infusión de Dionisio voló por el aire y aterrizó con estrépito a mis pies. Me arrodillé, la recogí y examiné su interior. Dionisio la había vaciado y apenas quedaban unas gotas verdes.

Craso me cogió el brazo con tanta fuerza que me hizo daño.

—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó con los dientes apretados.

—Creo que se trata de otro asesinato —respondí—. Tal vez sea un nuevo ataque de Zenón y Alexandros.

Craso no rió el chiste.