XVIII

Apolonio se había comparado a sí mismo con un delfín y en efecto, tendido desnudo sobre el embarcadero, con un brazo cruzado sobre la cara, el pecho ancho y musculoso jadeando agitadamente y su pálida piel húmeda y brillante, parecía un joven dios de los océanos, surgido de las profundidades. A su alrededor, las tablas oscurecidas por el agua trazaban un tosco boceto de su perfil. Sus músculos rezumaban vapor y gotas perladas con los colores del arco iris destellaban entre las ondulaciones de su vientre. Metón le arrojó la túnica interior y Apolonio se cubrió el regazo con ella.

Junto a él, la espada resplandecía bajo la luz del sol. Me arrodillé y le quité los restos de algas. Era evidente que no llevaba mucho tiempo en el agua, pues no había rastros de óxido en la empuñadura. Aunque no soy experto en este tipo de armas, el estilo ornamental de la empuñadura parecía indicar que era una espada de fabricación romana.

Apolonio se sentó, cruzó las piernas y se reclinó sobre los brazos. Se peinó el cabello con una mano, esparciendo agua a su alrededor. Unas gotas salpicaron a Eco en un ojo. Después de secarse la cara, el joven miró a Apolonio con una extraña y sombría fascinación y desvió la mirada. Comprendí que Eco se sintiera cohibido ante un hombre de aspecto tan espectacular, de edad parecida a la suya, que podía lucir su desnuda perfección sin el menor reparo.

—¿Es la única? —pregunté mientras levantaba la espada para examinarla con atención.

—Desde luego que no. Hay montones de espadas, atadas entre sí con correas de cuero. Intenté traer un fardo, pero pesaba mucho. Las correas están hinchadas por el agua y llenas de nudos, así que es imposible desatarlas; pero conseguí cortar una, restregándola contra el filo de una espada.

—¿Sólo has visto espadas?

Apolonio negó con la cabeza.

—También lanzas, atadas del mismo modo, y sacos llenos de alguna otra cosa. No pude mirar en el interior porque estaban muy bien atados y eran demasiado pesados para subirlos.

—Me pregunto qué habrá en esos sacos —dije mientras me asaltaba un presentimiento—. ¿Cuándo podrás volver a bajar?

Apolonio se encogió de hombros y los pequeños charcos de agua que se habían formado encima de sus clavículas cayeron como regueros de azogue sobre su pecho.

—Ya he recuperado el aliento. Pero la próxima vez, necesitaré un cuchillo.

Aunque los curiosos marineros se mantenían a una distancia prudencial, se habían acercado lo suficiente para oírnos. Uno de ellos le ofreció un cuchillo de hoja fuerte, ideal para cortar cuerdas de cuero, y Apolonio volvió a desaparecer debajo del agua.

Esta vez no se demoró mucho. Sacó la cabeza primero y, cuando subió al muelle, me pareció que sólo traía consigo el cuchillo. Lo clavó en la madera, cogió la túnica interior de manos de Metón y caminó presuroso hacia el cobertizo sin decir una palabra. Metón corrió tras él, con Eco y yo pegados a sus talones. Entonces noté que Apolonio tenía la mano izquierda cerrada y apretada.

Se dirigió a la parte posterior del cobertizo y se apoyó contra la pared, ocultándose de los marineros. Me aproximé e incliné la cabeza en un gesto inquisitivo.

Junta las manos —suspiró él—, como si fueran un cuenco.

Extendió el brazo y abrió la mano. Las monedas húmedas se deslizaron sobre mis manos como un banco de diminutos peces plateados.

Las mismas monedas, ya secas, produjeron un sonido más estridente sobre la mesa de la biblioteca. Craso, recién llegado de la ceremonia fúnebre, aún estaba vestido de negro y olía a humo de la pira.

—¿Dónde las has encontrado? —preguntó arqueando una ceja.

—En la costa, junto al embarcadero. La noche de mi llegada vi a alguien arrojando algo desde el muelle. Quienquiera que fuese, me empujó al agua e intentó ahogarme… y estuvo a punto de conseguirlo. Hasta el momento no había podido mandar a nadie a investigar, pero hoy le encomendé la tarea al esclavo Apolonio, el favorito de Mumio. Y esto es lo que encontró: un montón de sacos llenos de monedas de plata. Pero eso no es todo, también hay sacos con oro, joyas de plata y piezas de orfebrería, además de armas.

—¿Armas?

—Haces de espadas y de lanzas. No son ceremoniales ni de gladiadores, sino auténticas armas militares. Traía una para enseñártela, pero el guardia me la confiscó en la puerta. Y a propósito de guardias, sugiero que envíes varios al cobertizo del embarcadero. Dejé a Eco y a Apolonio vigilando a los marineros, pero creo que tendrás que apostar allí a varios soldados armados día y noche, hasta que puedas recuperar todo el tesoro.

Craso llamó al guardia que custodiaba la puerta, le dio las instrucciones pertinentes y le ordenó que le entregase la espada que Apolonio había sacado del agua. Desde la puerta entreabierta, se oían las voces de los invitados al funeral que estaban en el atrio. Craso esperó a que el guardia cerrara la puerta antes de hablar.

—Es curioso —dijo—, esta espada fue fabricada en una de mis propias fundiciones de Campania, con metales extraídos de mis minas de Hispania. Puedes comprobarlo por la marca en la empuñadura. ¿Cómo habrá llegado aquí?

—Sería más lógico preguntarse cuál era su finalidad —dije yo.

—¿Qué quieres decir?

—Suponiendo que estos objetos estuvieran almacenados en el cobertizo y que Lucio Licinio los pusiera allí, ¿para qué necesitaba él tantas armas?

—Para nada.

—¿Podría haberlas reunido para ti?

—Si yo hubiera querido que Lucio trajera armas de una de mis fundiciones, se lo habría ordenado —respondió Craso con brusquedad.

—Entonces es probable que otra persona guardara las armas allí. ¿Quién podría necesitar tantas espadas y lanzas? —Craso me miró con seriedad. Aunque sabía bien lo que insinuaba, se negaba a pronunciar el nombre en voz alta—. Pensemos en el tesoro —continué—, en las monedas, las joyas y las piezas de orfebrería que encontramos juntas, como si fueran el botín de un pirata. Si Lucio no robó todo esto, tal vez lo recibiera como pago.

—¿A cambio de qué?

—De algo que él no necesitaba, pero que podía obtener: armas.

—¿Te atreves a sugerir que mi primo Lucio vendía armas a los enemigos de Roma?

—¿Qué otra cosa puede pensar un hombre razonable cuando se encuentra con gran cantidad de armas y dinero en un escondrijo? Es probable que el cobertizo no fuera el único sitio donde guardaba estos objetos. El esclavo Metón me comentó que había visto lanzas y espadas en el anexo del establo, el sitio donde ahora están encerrados los esclavos. Aunque ese anexo estuviera vacío cuando llegaste, podría haber servido para almacenar armas en el pasado. Y no sólo armas, pues Metón también habló de escudos y cascos. He oído que algunos de los hombres de Espartaco llevan cáscaras secas de melón en lugar de cascos. Necesitan con urgencia uniformes apropiados. —Craso me dirigió una mirada fulminante y respiró hondo, pero no respondió—. También me han dicho que Espartaco ha prohibido el uso de dinero entre sus hombres, de modo que son una nación sin moneda. Toman lo que necesitan de la tierra y de la gente, pero no se les permite ningún lujo. Lo comparten todo y puesto que Espartaco cree que el dinero corrompería a sus guerreros, ¿qué mejor uso podría dar a las valiosas monedas y joyas que ha acumulado que cambiarlas por objetos que él y sus guerreros necesitan, como espadas, escudos y lanzas?

Craso reflexionó durante una larga pausa.

—Pero Lucio no puede haber arrojado esos objetos al agua —objetó—, pues acabas de decirme que lo hicieron la noche de tu llegada. También has dicho que el que lo hizo te atacó e intentó ahogarte. Es imposible que fuera Lucio, a menos que creas que fue su espíritu quien te persiguió aquella noche en el embarcadero.

—Quizás no fuera su espíritu, sino su socio.

—¿Un socio? ¿En un asunto tan desagradable?

—O quizás Lucio fuera inocente y todo este asunto se llevó a cabo ante sus narices sin que lo notara. Hasta que lo descubrió y lo mataron por eso.

—La nariz de mi primo proyectaba una sombra considerable, pero no lo bastante larga para ocultar un asunto así. ¿Y por qué insistes en relacionar este descubrimiento con su muerte? Sabes tan bien como yo que lo asesinaron los esclavos fugitivos, Alexandros y Zenón.

—¿De verdad lo crees, Marco Craso? ¿Alguna vez lo has creído? ¿O resulta tan conveniente para tus planes que te niegas considerar cualquier otra posibilidad?

Pronuncié aquellas palabras de forma impulsiva y en un tono mucho más alto y hostil del que había querido darles. Craso se echó hacia atrás, se abrió la puerta y entró el guardia. Retrocedí unos pasos y me mordí la lengua.

Craso despidió al guardia con un gesto, se cruzó de brazos y comenzó a pasearse por la habitación. Por fin se detuvo junto a un estante y miró fijamente los rollos.

—Faltan varios documentos de los archivos de Lucio —dijo despacio y con cautela—. El diario de navegación de La Furia, que debería justificar todos los viajes realizados durante el verano, el inventario de la carga…

—Entonces manda llamar al capitán del barco o a algún miembro de la tripulación.

—Lucio despidió al capitán y a la tripulación pocos días antes de mi llegada. ¿Por qué crees que te envié La Furia tripulada por Mumio y mis propios hombres? Envié mensajeros a Puzol y a Neápolis en busca del capitán, pero sin ningún resultado. Sin embargo, hay pruebas de que el navío realizó una serie de viajes que no aparecen justificados en ningún sitio.

—¿Qué otros documentos faltan?

—Justificantes de todo tipo de gastos. Sin conocer lo que había antes, es imposible saber qué falta.

—Por lo tanto es probable que yo tenga razón, ¿verdad? Lucio Licinio pudo haber hecho negocios clandestinos sin tu conocimiento, negocios ilícitos.

—Sí —dijo Craso después de un largo silencio.

—Y alguien más que nosotros está informado de esto, porque ha intentado ocultar las pruebas escondiendo las armas y el botín en el fondo del mar y ha limpiado los restos de sangre de la estatua. Sin duda se trata del mismo individuo que robó los documentos incriminatorios. ¿No sería más lógico que esa persona fuera responsable de la muerte de Lucio y no dos esclavos inocentes que huyeron para unirse a Espartaco?

—¡Demuéstralo! —dijo Craso mientras se volvía de espaldas.

—¿Y si no puedo hacerlo?

—Todavía te queda un día y una noche para hacer tu trabajo.

—Pero ¿qué ocurrirá si fracaso?

—Se hará justicia. El castigo será rápido y terrible. Hice una promesa en el funeral y pienso cumplirla.

—Pero Marco Craso, la muerte sin sentido de noventa y nueve esclavos inocentes…

—Todo lo que yo hago —dijo despacio, subrayando cada palabra— tiene sentido.

—Sí, ya lo sé.

Agaché la cabeza, derrotado, y mientras intentaba pensar en un argumento definitivo, Craso se dirigió a una de las ventanas y miró a los invitados del funeral reunidos en el patio.

—El pequeño esclavo a quien llamas Metón está anunciando a los invitados que pronto comenzará el banquete —dijo en voz baja—. Es hora de cambiarse las túnicas negras por otras blancas. Discúlpame, Gordiano, pero debo ir a cambiarme a mi habitación.

—Antes permíteme una última petición, Marco Craso. Si llegara el momento crítico de llevar a la práctica tu decisión, te ruego que tomes en consideración la honestidad del esclavo Apolonio. Ha guardado en secreto el descubrimiento de los sacos de plata…

—La plata no tiene ningún valor para él, pues su muerte está prevista para mañana.

—De todos modos, si pudieras perdonarlo a él y tal vez al pequeño Metón…

—Ninguno de los dos esclavos ha hecho nada meritorio.

—Pero si pudieras ser compasivo…

—Roma no está en posición de compadecer a nadie. Ya puedes retirarte, Gordiano.

Mientras yo salía de la habitación, permaneció inmóvil, con los brazos cruzados, los hombros rígidos y la mirada fija en el vacío, al otro lado de la ventana. Al abrir la puerta, noté que se giraba y miraba las monedas que había dejado sobre la mesa. Todavía alcancé a vislumbrar un ligero brillo en sus ojos y un temblor ascendente en las comisuras de su boca que podría haber sido una sonrisa.

El atrio volvía a estar atestado de invitados, algunos todavía vestidos de negro, otros con las ropas blancas apropiadas para el banquete. Me abrí paso entre la multitud y subí las escaleras en dirección a mi habitación.

El estrecho pasillo estaba desierto y silencioso, pero a través de la puerta entreabierta de mi habitación oí unos ruidos extraños. Me detuve e intenté adivinar el origen de aquellos ruidos. Parecían las quejas de un animalillo que sufría o el parloteo sin sentido de un idiota con la lengua cortada. Sospeché que Iaia había practicado otra hechicería en mi habitación y me aproximé con cautela.

Me asomé a través de la pequeña abertura y vi a Eco sentado ante el espejo, contorsionando la cara y emitiendo una serie de sonidos guturales. Hizo una pequeña pausa para observarse con atención en el espejo y lo intentó otra vez. Era evidente que intentaba hablar.

Retrocedí unos pasos, respiré hondo, caminé hasta la mitad del pasillo y golpeé el codo contra la pared, para que me oyese. Luego volví a la habitación.

Eco ya no estaba ante el espejo, sino sentado con aspecto tenso sobre la cama. Me miró y después de dedicarme una sonrisa falsa, arrugó la frente y miró hacia la ventana. Noté que tragaba saliva y se llevaba la mano al cuello, como si le doliera la garganta.

—¿Os reemplazaron los guardias de Craso en el cobertizo del embarcadero? —pregunté y asintió—. Bien. Mira, sobre mi cama están las túnicas blancas que nos han preparado. Será un banquete opulento.

Eco hizo un gesto afirmativo y volvió a mirar por la ventana. Sus ojos estaban rojos y vidriosos. Se mordió un labio, parpadeó e inspiró superficialmente. Una lágrima brilló en su mejilla, pero se apresuró a secarla.