XVII

—¿Dónde encontraremos al joven Metón? —me pregunté en voz alta.

El atrio, donde aquella mañana se apiñaban los invitados al funeral y sus esclavos, ahora estaba desierto y nuestros pasos retumbaban en el recinto vacío. Ya no había flores ni incienso, pero su aroma, como el hedor del cuerpo putrefacto de Lucio Licinio, aún permanecía allí.

Dejé que el olfato me guiara hacia la cocina y mucho antes de encontrarla, oí el bullicio del interior. Aún quedaban innumerables preparativos pendientes para el banquete fúnebre.

Penetramos a través de una enorme puerta de madera y nos devoraron el ruido y el calor. Los esclavos de la cocina corrían de un sitio a otro, con la túnica manchada de comida y hollín. Voces roncas gritaban por todas partes, pesados cuchillos picaban comida sobre bloques de madera, mientras las enormes cazuelas de agua hervían y silbaban. Eco se tapó los oídos a modo de protesta y luego me señaló a una figura al fondo de la estancia.

El pequeño Metón, subido a un banco, metía la mano dentro de un gran cuenco de barro que había sobre una mesa. Miró hacia todos lados, para asegurarse de que nadie lo veía, cogió un puñado del contenido y se lo llevó a la boca. Atravesé la estancia, esquivando a los esclavos, y lo cogí por el cuello de la túnica.

Chilló y me miró por encima del hombro. Su boca, embadurnada con una pasta de miel, mijo y frutos secos triturados, se abrió en un grito de angustia, pero se convirtió de inmediato en una sonrisa cuando reconoció mi cara y con la misma rapidez se transformó en un gemido de dolor cuando una cuchara de madera le golpeó la cabeza con un golpe seco.

—¡Fuera de la cocina! ¡Fuera! ¡Fuera! —gritó un viejo esclavo cuyas indumentaria y actitud lo identificaban como jefe de cocina. Parecía dispuesto a pegarme a mí también, pero de repente vio mi anillo de hierro—. Perdóname, ciudadano, pero entre Metón, que se come los dulces, y los esclavos de los invitados que intentan robar comida, no nos dejan hacer nuestro trabajo. ¿Podrías encomendarle alguna labor a este pequeño bribón?

—Justamente he venido para eso —dije y le propiné al chico una fuerte palmada en el trasero mientras saltaba del banco.

Metón se escabulló a través de la atestada cocina, mientras se chupaba la miel de los dedos. Tropezó con cocineros y ayudantes por el camino, pero Eco lo detuvo en la puerta.

—¡Metón! —exclamé cuando por fin logré alcanzarlo y cerré la puerta detrás de nosotros—. Eres justo la persona que buscaba. ¿Sabes nadar bien? —Me miró con seriedad mientras se lamía los restos de pasta dulce de las comisuras de la boca. Negó con la cabeza—. ¿No?

—No señor.

—¿No sabes nadar?

—Soy incapaz de mantenerme a flote en el agua —me aseguró.

—Me has defraudado, Metón —dije con un gesto de malhumor—, pero tú no tienes la culpa. Estaba convencido de que eras hijo de un fauno y de una ninfa de río.

Me miró atónito durante un instante y celebró mi estupidez con una carcajada.

—Sin embargo, conozco a quien nada mejor que nadie —afirmó.

—¿Sí? ¿Quién?

—Ven conmigo, te lo presentaré. Está con los demás en el establo.

Echó a correr por el pasillo, hasta que Eco lo alcanzó y lo cogió del cuello de la túnica, como si se tratara de la correa de un animal. Lo seguimos hasta el centro de la casa, atravesamos el atrio y salimos al patio. Entonces logró desasirse de Eco y caminó a toda prisa hacia el establo. A través de las puertas abiertas, nos llegó una oleada de aire fresco del interior, cargada de olor a heno y a excrementos. Metón siguió corriendo.

—¡Espera! —protesté—, dijiste que nos conducirías al establo.

—No me refería a este establo —respondió mirando hacia atrás.

Luego señaló hacia delante y giró al llegar a la esquina del edificio. Tuve la impresión de que intentaba burlarse de nosotros, hasta que doblé la esquina y vi el pequeño anexo de madera añadido al establo de piedra.

—Parece que esta villa no acaba nunca —murmuré a Eco y en el mismo momento reparé en los soldados que vigilaban la puerta del anexo.

Los seis estaban sentados con las piernas cruzadas en un pequeño claro, a la sombra de los pinos. No advirtieron nuestra presencia hasta que un silbido estridente rompió el silencio. Alcé la vista y descubrí al séptimo guardia subido al tejado rojo del anexo, con una lanza de madera apretada bajo un brazo y los dedos en la boca.

Los otros seis guardias abandonaron los dados en el suelo y se levantaron de inmediato con las espadas desenvainadas. El oficial a cargo, o al menos el que más insignias llevaba, caminó hacia mí con un gesto ceñudo, blandiendo la espada en el aire.

—¿Quiénes sois y qué hacéis aquí? —preguntó con tono grosero, sin hacer caso de Metón, que siguió andando hacia la puerta del anexo. Supuse que los guardias ya lo conocían, porque uno de ellos estiró la mano y le acarició la cabeza con afecto.

Separé un poco los brazos del cuerpo, para que mis manos estuvieran a la vista. Eco me miró con nerviosismo y me imitó.

—Me llamo Gordiano. Soy invitado de Gelina y de vuestro general, Marco Craso. Éste es mi hijo Eco.

El soldado entornó los ojos con desconfianza, pero guardó la espada.

—Está bien —le dijo a sus hombres por encima del hombro—. Es el hombre de quien nos habló Marco Craso, el que se hace llamar ¿Sabueso? ¿Has venido a olisquear la caza?

Ya no parecía un guerrero feroz, listo para matar, sino un hombre amable y educado. Sobre todo parecía un hombre aburrido que agradecía la oportunidad de romper la monotonía.

—El pequeño esclavo nos ha traído —le expliqué—. Había olvidado que el establo tenía un anexo.

—Sí, el establo lo tapa y no se puede ver desde la casa. Según me han dicho, ni siquiera se ve desde la planta alta. Es el lugar ideal para esconderlos a todos.

—¿Esconder a quién? —pregunté olvidando lo que Gelina me había contado sobre las circunstancias de la mayoría de los esclavos.

—Míralo tú mismo. Parece que el pequeño Metón está deseoso de ser tu guía. No pasa nada, Frontón —le gritó al guardia que había acariciado la cabeza de Metón—. Puedes abrir la puerta.

El aludido sacó una gran llave de bronce y la introdujo en un candado que colgaba de una cadena. El candado cedió y la puerta se abrió hacia afuera. Los guardias se situaron a una distancia prudencial, con expresión alerta y las manos en la empuñadura de la espada. Metón corrió hacia el interior y nos indicó que lo siguiéramos.

El olor que surgió del anexo era muy distinto del de los establos. Aunque alcanzaba a percibirse un vago aroma dulzón a heno, era obvio que allí el olor a orina y a excrementos no procedía de los animales. El aire sofocante estaba cargado de una mezcla de hedores humanos: a sudor, a la sangre menstrual de las mujeres, a comida podrida y a vómito. Me recordó el olor de la sentina de La Furia, pues aunque no tenía la acritud propia del hedor de unos hombres al borde del colapso, tampoco podía diluirse con la brisa fresca y salada del mar. Allí se respiraba una nauseabunda fetidez a encierro y a moho más característica de un matadero que de una sentina llena de galeotes.

Eco se resistía a entrar, pero lo cogí del brazo y la puerta se cerró a nuestras espaldas.

—Dad un golpe en la puerta cuando queráis salir —gritó el guardia desde el otro lado de la gruesa hoja de madera.

Se oyó el tintineo de la cadena y el ruido seco del candado al cerrarse.

Mis ojos tardaron unos instantes en acostumbrarse a la penumbra. Sólo había unos ventanucos enrejados cerca del techo, por donde se colaban finos rayos de luz cargados de polvo.

—¿Qué clase de sitio es éste? —susurré.

Aunque no esperaba una respuesta, el pequeño Metón estaba cerca y me respondió.

—El amo lo usaba para almacenar toda clase de cosas —dijo bajando la voz para imitarme—. Trastos viejos, monturas, mantas, ruedas rotas y carros de bueyes. A veces también guardaba lanzas, escudos y cascos, pero cuando el amo Lucio murió, estaba casi vacío. Al día siguiente, el amo Craso llegó y encerró a casi todos los esclavos aquí.

Nuestra entrada había provocado un silencio general, pero ahora algunas voces comenzaban a murmurar en la oscuridad.

—¡Metón! —gritó una voz de anciana—. ¡Ven aquí a darnos un abrazo!

El niño desapareció entre las sombras y cuando mi vista se aclaró, vi a la mujer que lo abrazaba. Estaba sentada sobre el suelo cubierto de paja, con el cabello blanco recogido en un moño. Sus manos pálidas y largas temblaban en la penumbra mientras acariciaba el cabello de Metón. Mirara donde mirase había esclavos: hombres, mujeres y niños, relevados de sus tareas en el campo o en otros sitios, encerrados a la espera del juicio de Craso.

Estaban acurrucados contra las paredes, dejando un pasillo en el centro que recorrí hasta llegar al fondo del recinto largo y estrecho. Eco me seguía, posando su mirada atónita sobre cada una de las caras y tropezando repetidas veces con los desniveles del suelo. En el fondo de la estancia, el olor a orina y a excrementos se volvió aún más fuerte. Aunque los esclavos se acurrucaban lo más lejos posible de la fuente del olor, ya debían de estar lo bastante acostumbrado a él para soportarlo. Me cubrí la nariz con la manga de la túnica fúnebre y aun así, apenas podía respirar.

Sentí que alguien me tiraba de la túnica, a la altura de la rodilla. Era Metón, que me miraba con seriedad desde abajo.

—El mejor nadador que ha existido —me aseguró en un susurro—. Mejor que Leandro, podría cruzar el Helesponto a nado. Es mejor que Glauco, cuando nadó tras Escila, y eso que Glauco era medio pez.

No nos servirá de mucho encerrado aquí dentro, pensé, pero entonces vi mejor al joven que señalaba Metón. Estaba arrodillado sobre la paja, y hablaba en voz baja a un anciano cuyas manos estrechaba entre las suyas. La luz tenue se reflejaba en su cara con un brillo marmóreo, que más que nunca le confería el aspecto de una estatua viva o de un joven convertido en estatua.

—Apolonio —dije, sorprendido de encontrarlo allí.

El joven estrechó por última vez las manos del anciano, se puso en pie y se sacudió la paja de las rodillas. En él, incluso aquel sencillo movimiento parecía elegante como un poema. Pensé que además de la presuntuosa aristocracia creada por los hombres, a la que pertenecía Fausto Fabio, había una forma de aristocracia natural, formada por especímenes como aquél, descendientes de los dioses a pesar de su condición en la tierra.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté, convencido de que Craso lo había echado de la casa sólo para molestar a Mumio.

Sin embargo, su explicación fue más sencilla:

—La mayoría de los esclavos están encerrados aquí desde el día en que encontraron muerto al amo. A algunos nos permitieron permanecer en nuestros puestos y dormir en los barracones de siempre, entre el establo y la casa. Yo vengo aquí a visitar a los demás siempre que puedo, igual que Metón. Los guardias me conocen y me dejan pasar.

—¿Es tu, padre? —dije mirando al anciano.

—No tengo padre —respondió Apolonio con una sonrisa, pero con los ojos tristes—. Sótero sabe mucho de hierbas y pociones y atiende a los demás esclavos cuando se encuentran mal, pero ahora el enfermo es él. Tiene sed, pero no puede beber, y también tiene diarrea. Mira, creo que se ha dormido. Una vez tuve unas calenturas muy fuertes y él me cuidó día y noche. El verano pasado me salvó la vida, aunque no habrá servido de nada.

En su voz no había resabios de amargura ni de ningún otro sentimiento. Era como la voz del dios que le había prestado el nombre, desapasionada y misteriosa.

Me cubrí la cara con la capa e intenté tragar un poco de aire.

—¿Sabes nadar? —le pregunté, recordando el motivo de mi visita.

—Como un delfín —respondió con una sonrisa sincera.

Al sur del anexo, un sendero conducía al cobertizo del embarcadero, serpeando por la empinada colina, debajo del ala sur y de los baños. El camino era prácticamente invisible desde la casa, oculto bajo el alto follaje y el abrupto ángulo de la cuesta. Era un sendero aún más escarpado que el que yo había seguido desde la terraza del ala norte, pero parecía bastante transitado y en la mayoría de los sitios era lo suficientemente ancho para que dos personas pudieran caminar lado a lado. El pequeño Metón iba delante, saltando las raíces de los árboles o bajando a gatas entre las piedras. Eco y yo descendíamos con pasos cautelosos y Apolonio nos seguía con actitud respetuosa.

Era la hora más cálida y soporífera del día. Mientras nos acercábamos al cobertizo, alcé la vista hacia las colinas y pensé en la congregación fúnebre obligada a permanecer de pie durante horas, hasta que las llamas consumieran los restos de Lucio Licinio. Alcancé a vislumbrar la fina columna de humo denso y blanco que se elevaba por encima de los árboles y que la brisa marina convertía en nubecillas irregulares, antes de dispersarlas y diluirlas en el azul del cielo.

Las embarcaciones amarradas al embarcadero formaban una pequeña flota y chocaban suavemente unas contra otras. En el muelle se veían sólo algunas figuras adormiladas, holgazaneando en los botes, con los pies en el agua y las caras cubiertas por los gorros de ala ancha típicos de los marinos. La mayor parte de la tripulación y de los esclavos se habían dejado tentar por el aroma a carne asada procedente de la cocina y se habían marchado en busca de comida. Otros dormían a la sombra de los árboles, en la frondosa cuesta de la colina.

—¿Qué se te ha perdido? —preguntó Apolonio mientras escudriñaba un espacio de agua cristalina entre dos botes.

—No es que haya perdido nada…

—Pero ¿qué debo buscar?

—La verdad es que no lo sé. Algo lo bastante pesado para hacer mucho ruido al caer. Quizás varios objetos por el estilo.

Me miró con expresión dubitativa y luego se encogió de hombros.

—El agua suele estar más clara, pero supongo que la mayor parte del lodo que han removido estas embarcaciones ya se habrá asentado. También me convendría tener más luz, pues todos estos botes hacen sombra en el fondo, pero si encuentro algo que no debería estar ahí, te lo traeré.

Se desató el cinturón, se quitó la túnica y la ropa interior y quedó completamente desnudo, con el cabello enmarañado y resplandeciente bajo la luz del sol, mientras los haces romboidales que se reflejaban en el agua danzaban sobre los esbeltos músculos de su pecho y de sus piernas. Eco lo miró con una mezcla de curiosidad y envidia, y desde debajo de un sombrero de ala ancha, un marinero le dedicó un silbido de grosera admiración. Apolonio arqueó una ceja, pero no hizo caso. Era evidente que estaba acostumbrado a la admiración de los demás.

Irguió los hombros y tragó aire varias veces. Avistó un claro entre dos botes con suficiente luz para bucear. La superficie del mar apenas se agitó tras la zambullida.

Mientras tanto, yo me paseaba de un extremo al otro del embarcadero, con la vista fija en el fondo verdoso. De vez en cuando alcanzaba a vislumbrar la blancura del cuerpo desnudo de Apolonio, que nadaba vertiginosamente entre rocas cubiertas de musgo y postes de madera. Se movía con la misma elegancia en el agua que en la tierra, extendiendo las dos piernas en perfecta armonía y empleando los brazos como si fueran alas.

Una gaviota voló sobre nuestras cabezas y la columna de humo de la lejana pira funeraria continuó elevándose por encima de los árboles. Sin embargo, Apolonio permanecía bajo el agua. Por fin noté que me miraba desde el fondo turbio y su figura creció y creció, a medida que iba subiendo, hasta salir a la superficie.

Le pregunté qué había visto, pero alzó una mano, jadeante, como para indicarme que antes de hablar necesitaba recuperar el aliento. Por fin su respiración se volvió más lenta y regular y abrió la boca, pero no para hablar, como yo esperaba. Por el contrario, respiró hondo, se inclinó y volvió a sumergirse bajo la superficie. Sus pies dejaron una estela de espuma formada por innumerables burbujas diminutas.

Se internó directamente en el fondo y desapareció en la oscuridad. Seguí paseando de un extremo a otro del embarcadero y espiando por encima del borde. La gaviota revoloteó en círculos, el humo se elevó y una nube cruzó el sol. Los individuos que dormitaban en los botes se habían despertado y miraban con curiosidad por debajo del ala de sus sombreros.

—Lleva ahí abajo mucho rato —dijo por fin uno de ellos.

—Demasiado —asintió otro—, incluso para un joven con el pecho tan grande.

—Eso no es nada —replicó un tercero—. Mi hermano busca perlas y puede permanecer en el agua el doble de lo que lleva ése.

—Aun así…

Miré entre los botes, preguntándome si habría salido a la superficie en un sitio oculto o si se habría golpeado la cabeza. Con tantos botes amarrados al embarcadero, no era el momento más apropiado para aquella tarea. El propio Apolonio se había quejado de las sombras que cubrían el fondo y hasta los delfines necesitan luz para abrirse camino en el agua. Al margen de lo que dijera el hermano del buscador de perlas, era imposible que un hombre permaneciera debajo del agua tanto tiempo como Apolonio.

Comencé a asustarme. Eco no sabía nadar y tampoco Metón, según me había confesado. La idea de arrojarme al agua me recordó la ordalía de la noche anterior, hasta el extremo de sentir el sabor del agua salada en la garganta y su escozor en los orificios nasales. Presa del pánico, miré al disperso coro de sombreros marinos y las caras sombrías ocultas debajo.

—Eh —dije por fin—, seguro que alguno de vosotros es un buen nadador. Os ofrezco cinco sestercios por echar un vistazo debajo del embarcadero y averiguar qué le ha ocurrido al esclavo.

Se produjo una auténtica conmoción entre los sombreros desperdigados. Los marineros sacaron los pies del agua, mostraron las caras y buscaron dónde asirse para mantener el equilibrio.

—¡Aprisa! —grité mientras miraba las insondables profundidades y sentía las garras del miedo en la garganta—. ¡Aprisa! Arrojaos desde donde estéis… ¡Os daré diez sestercios…!

Pero una súbita aparición que emergió del agua, al final del muelle, interrumpió mis palabras. Los marineros quedaron paralizados en sus sitios con la vista fija en la larga y resplandeciente hoja que se elevaba en el aire. Envuelta en musgo, la espada producía destellos verdes y plateados bajo la luz del sol. La siguió un brazo blanco y musculoso, luego unos hombros robustos y por fin la cara sofocada de Apolonio, que esbozaba una sonrisa triunfal.