—¿Por qué tú? —preguntó Eco por señas y con cara de escepticismo a la mañana siguiente, cuando le relaté la conversación que había mantenido con Craso a medianoche. Supe que la pregunta significaba—: ¿Por qué un gran hombre como él confía en un hombre como tú?
—¿Por qué no? —respondí mientras me mojaba la cara con agua fría—. ¿Con qué otra persona puede hablar en esta casa? —Eco irguió los hombros y se tocó la barbilla, imitando una barba—. Sí, Marco Mumio es su viejo amigo y confidente, pero en este momento están enfrentados por el destino del esclavo Apolonio. —Eco alzó la nariz con arrogancia y me indicó por señas una melena peinada hacia atrás—. Sí, también está Fausto Fabio, pero no me imagino a Craso confiando una debilidad a un patricio, sobre todo si éste es un subordinado. —Eco arqueó los brazos alrededor de su vientre e hinchó los carrillos, pero negué con la cabeza—. ¿Sergio Orata? No. Craso se mostraría aún más reacio a mostrar sus puntos débiles a un socio comercial. Lo lógico sería que hablara con un filósofo, pero si Craso tiene uno, lo ha dejado en Roma y es obvio que desprecia a Dionisio. Sin embargo, Craso necesita a alguien que le escuche… aquí y ahora, porque los dioses están demasiado lejos. Se enfrenta a una gran crisis y está lleno de vacilaciones. Las dudas lo atormentan hora tras hora, minuto a minuto, y no sólo por su decisión de aniquilar a Espartaco. Creo que, aunque no lo confiese, también tiene dudas sobre su plan de matar a los esclavos de Gelina. Es un hombre acostumbrado a mantener un control absoluto y tomar decisiones firmes, un hombre que sabe calcular las ventajas y las desventajas de sus acciones. Vive obsesionado por su pasado, por el recuerdo de las luchas sangrientas, de la muerte de su padre y de su hermano. Ahora está a punto de aventurarse en un futuro incierto. Se encuentra ante un terrible desafío, pero tiene que aceptarlo, porque si triunfa se volverá tan poderoso que ninguna fuerza terrenal podrá volver a hacerle daño. —Me encogí de hombros—. Así que ¿por qué no confiar en Gordiano de Roma, al que de cualquier modo es imposible ocultar un secreto? Y en cuanto a mi discreción, no olvides que soy famoso por ella, la gente me considera tan capaz como tú de tener la boca cerrada. —Eco cogió agua con una mano y me salpicó—. ¡Estate quieto! —protesté—. Además, hay algo en mí que incita a los demás a abrirme su corazón.
Aunque lo dije en broma, sabía que era cierto. Hay personas a quienes otras confían sus secretos más íntimos con total naturalidad y yo siempre he sido una de ellas. Me miré al espejo. Si el poder de arrancar la verdad a los demás estaba en alguna parte de mi cara, era incapaz de distinguirlo. Pensé que era una cara vulgar, con una nariz que parecía rota, aunque no lo estuviera, ojos castaños corrientes y vulgares rizos negros salpicados de hebras blancas, cuyo número crecía cada año. Con el paso del tiempo, comenzaba a parecerme a mi padre, o a la imagen que tenía de él. A mi madre apenas la recordaba, pero si mi padre decía la verdad cuando afirmaba que era hermosa, era evidente que yo no había heredado sus rasgos.
Aquella cara también necesitaba un afeitado urgente si quería presentarme al funeral de Lucio Licinio con un aspecto respetable.
—Vamos, Eco. Entre los noventa y nueve esclavos de Gelina tiene que haber un barbero decente. Tú también necesitas afeitarte. —Lo dije sólo por complacerlo, pero cuando observé su cara risueña a la luz de la mañana, noté que estaba cubierta de una auténtica pelusilla—. ¡Pensar que ayer mismo eras sólo un niño! —murmuré.
Por paradójico que parezca, no hay ocasión más animada en una casa romana que el día de un entierro. La villa estaba llena de invitados que atestaban el atrio y los pasillos o se sumergían en los baños. Mientras Eco y yo nos reclinábamos en el lecho para que nos afeitaran, un montón de desconocidos holgazaneaba en los baños, refrescándose después de duras cabalgatas desde ciudades tan lejanas como Capua o regiones situadas al otro lado del Vesubio. Otros habían cruzado el golfo en barco desde Sorrento, Estabias y Pompeya. Después de las abluciones, salí a la terraza de los baños y miré hacia el cobertizo y hacia el embarcadero, que resultaba pequeño para tantos visitantes. Los botes y las barcazas estaban amarrados entre sí, de modo que para llegar al embarcadero, los recién llegados se veían obligados a atravesar una pequeña ciudad de embarcaciones flotantes. Metrobio se reunió conmigo en la terraza, envuelto en una enorme toalla.
—Lucio Licinio debía de ser un hombre muy popular —dije.
—No creas que todos han venido para ver al pobre Lucio convertirse en humo. No, estos mercaderes ricos, terratenientes y nobles ociosos están aquí por una razón muy distinta. Pretenden impresionar a quien tú ya sabes. —Miró hacia los baños, donde el esclavo Apolonio ayudaba a un anciano a salir del agua—. He tenido que abrirme paso a empujones por toda la casa para llegar hasta aquí. El atrio está tan abarrotado de gente, que casi me ha resultado imposible cruzarlo. No he visto tanta gente vestida de negro desde la muerte de Sila, en Puzol. Sin embargo, he notado que casi todos los visitantes se mantenían bien apartados del muerto —añadió frunciendo la nariz y dejó escapar una risita suave—. Además, ya están contando chistes y este capítulo no suele comenzar hasta después de la ceremonia, cuando empieza el banquete.
—¿Chistes?
—Sí, ya sabes… se acercan al féretro, miran en la boca del muerto y exclaman: «¡La moneda sigue ahí! ¡Y eso que Craso está en la casa!». No te atrevas a repetirlo delante de Craso —añadió de inmediato—, o al menos no le digas que te lo he contado yo.
Se marchó con una sonrisa ufana. Por lo visto, había olvidado que ya me había contado el mismo chiste el día anterior.
Volví a mirar por encima de la balaustrada y me pregunté cómo iba a descubrir lo que habían arrojado al agua con tantas embarcaciones amarradas al embarcadero. Muchos remeros seguían en sus puestos o deambulaban por el embarcadero, aguardando a sus amos. Por fin encontré a Eco, que había desaparecido en uno de los cubículos para tomar un baño frío después del caliente. Nos vestimos con las túnicas oscuras que nos habían entregado aquella misma mañana y el esclavo Apolonio nos ayudó a acomodar los pliegues. Se le veía serio, como correspondía a la ocasión, pero sus ojos de color azul claro y brillante no estaban enturbiados por el miedo que se reflejaba en las miradas de los demás esclavos. ¿Acaso Mumio habría logrado ocultarle lo que iba a suceder al día siguiente? Supuse que era más probable que le hubiera asegurado que su vida no corría ningún peligro. Pero ¿sabría que Mumio no había conseguido convencer a Craso?
Mientras me vestía, aproveché la ocasión para estudiarlo con atención. Aunque su belleza era evidente a simple vista, cuanto más lo miraba, más hermoso me parecía. Su perfección era casi irreal, como si el famoso Discóbolo de Mirón hubiera vuelto a la vida. Cuando se movía, los cambiantes planos de luz sobre su cara iluminaban una sucesión de camafeos, cada uno de ellos más hermoso que el anterior. La mayoría de los jóvenes de su edad tienen un andar desgarbado, pero él se movía como un atleta o un bailarín, sin el menor asomo de afectación. Sus manos eran ágiles y conferían a todos sus movimientos una gracia innata y natural. Cuando se acercó más a mí, sentí el calor de sus manos y el aroma cálido y dulce de su aliento.
Hay momentos en que uno es capaz de penetrar más allá de la superficie de un hombre o de una mujer para descubrir la auténtica fuerza vital que anima su alma y por ende comprender el verdadero sentido de su vida. Yo lo he conseguido con Bethesda, en momentos de pasión, y en algunas ocasiones con otros hombres y mujeres, siempre en situaciones extremas, como la inminencia de un orgasmo, de la muerte o de cualquier otra crisis que me indujera a contemplar su verdadera esencia. Asomarse más allá de la máscara de la carne, dentro del alma, constituye una experiencia aterradora y misteriosa. En este caso, la fuerza vital de Apolonio era tan grande que afloraba a la superficie o se convertía en la perfecta encarnación material de sí misma. Era difícil mirarlo e imaginar que algo tan vivo, tan perfecto, podía envejecer y morir, y mucho menos ser aniquilado en un instante en aras de una carrera política.
De pronto me invadió una gran compasión por Marco Mumio. En el viaje desde Roma, a bordo de La Furia, había señalado con ironía que en su alma no había poesía. Sin duda me había dejado llevar por los prejuicios y la ignorancia. Mumio había rozado el rostro de Eros y había sido herido por él. Su desesperación por salvar a aquel muchacho de una muerte sin sentido en manos de Craso era perfectamente comprensible.
* * *
Poco a poco, los invitados desalojaron la casa y se alinearon en el sendero que conducía a las afueras de la villa. Los amigos más íntimos de Lucio o Gelina se reunieron en el patio para integrarse en la procesión. El maestro de ceremonias, un hombre enjuto y pequeño que Craso había hecho llamar desde Puzol, se ocupaba de acomodar a los participantes en sus puestos. Eco y yo, puesto que no teníamos lugar en la procesión, caminamos delante hasta encontrar un sitio soleado en el camino atestado de gente.
Por fin oímos los acordes de la música fúnebre. El sonido se volvía más fuerte a medida que se acercaba la procesión. Los músicos iban al frente, tocando flautas y cuernos o sacudiendo cascabeles de bronce. En Roma, la deferencia a la opinión pública y a la antigua Ley de las Doce Tablas habría restringido el número de músicos a diez, pero Craso había contratado como mínimo a veinte. Era obvio que deseaba impresionar a la concurrencia.
En segundo lugar venían las plañideras, un cortejo de mujeres contratadas que caminaban con paso vacilante, llevaban el cabello despeinado y repetían un refrán que parafraseaba el famoso epitafio del dramaturgo Necio: «Si la muerte de un mortal entristece los corazones inmortales, los dioses llorarán su muerte…». Miraban al frente, indiferentes a la multitud, temblaban y sollozaban hasta que auténticos torrentes de lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
Hubo un pequeño hueco en la procesión, apenas lo bastante grande para que la lacrimógena oración de las plañideras cediera a la llegada de los bufones y los actores. Eco se animó al verlos, pero yo gruñí para mis adentros, pues no hay nada tan vergonzoso como una procesión fúnebre echada a perder por un grupo de payasos incompetentes. Sin embargo, aquéllos eran bastante buenos, lo que demostraba que en la Crátera no faltan artistas virtuosos ni siquiera al final de la temporada y que el maestro de ceremonias había contratado a los mejores. Mientras algunos recurrían a groseras pero eficaces bufonadas, arrancando risas amables de la multitud, uno recitaba con voz estridente fragmentos elegíacos. Aunque conozco la mayoría de los recitativos de las procesiones fúnebres, estas palabras pertenecían a un poeta nuevo y desconocido de la escuela epicúrea:
La muerte nada es ni nos importa
puesto que es de mortal naturaleza;
luego que no existamos, y la muerte
hubiere separado cuerpo y alma,
nada podrá sin duda acaecernos
ni danzas sentimiento, no existiendo.
Y aunque después de muertas recogiese
nuestra materia el tiempo y la juntase
segunda vez como al presente se halla,
y a la luz de la vida nos volviese,
este renacimiento nada fuera
siendo una vez cortada la existencia.
Ninguno de nosotros se molesta
por lo que fue, ni se entristece
por los sujetos que ha de hacer el tiempo
de la materia nuestra. Pues si miras
la inmensidad de los pasados siglos
y la asombrosa variedad que tienen
todos los movimientos de materia,
podrás tú conocer muy fácilmente
que en el orden actual se han combinado
más de una vez los mismos elementos.
Esto no lo comprende la memoria,
porque ha mediado pausa en nuestra vida
y se han extraviado los principios
de nuestras almas con los movimientos
nuevos enteramente a los sentidos.
No hay pues por qué temer desgracia alguna
y aquel a quien robó la eterna muerte
una vida mortal, se halla lo mismo
que si nunca jamás nacido hubiera.
El recitador sufrió la súbita interrupción de uno de los bufones, que sacudió un dedo delante de su cara.
—¿Qué tonterías son ésas? El cuerpo, el alma, el cuerpo, el alma —repitió el bufón, sacudiendo la cabeza adelante y atrás—. ¡Vaya montón de necedades epicúreas! Un filósofo epicúreo vino una vez a mi casa, pero lo eché a patadas. ¡Prefiero mil veces a un pesado estoico como el payaso de Dionisio! —Hubo varias risitas de complicidad entre el público y supuse que aquél debía de ser el archimimo, contratado por el maestro de ceremonias para interpretar una imitación afectuosa del muerto—. Y no creas que voy a pagarte ni medio cobre por unos versos tan tremendistas —continuó, sin dejar de sacudir el dedo—, ni por este supuesto entretenimiento. Exijo auténtica calidad por mi dinero, ¿entiendes? ¡Auténtica calidad! El dinero no cae del cielo, ¿sabes?, al menos en mis manos. ¡Quizás si caiga en manos de mi primo Craso, pero no en las mías! —añadió frunciendo los labios; dio media vuelta con las manos en la espalda y comenzó a andar a grandes zancadas.
—Imita a Lucio a la perfección —escuché susurrar a uno de los presentes.
—Es asombroso —asintió su esposa.
—Pero no creas que no voy a pagarte porque no pueda hacerlo —continuó el archimimo—. ¡Claro que puedo! Sólo tengo deudas con siete tiendas de Puzol, seis de Neápolis, cinco de Sorrento, cuatro de Pompeya, tres de Miseno y dos de Herculano —dijo y se detuvo para recobrar el aliento— además de una antigua deuda con una abuelita que vende manzanas aquí en Bayas, al lado de la carretera. Cuando las haya saldado todas, vuelve y prueba con otro poema, estúpido epicúreo, y quizás te cante otra canción.
—Otra canción —repitió el hombre que estaba junto a mí.
—Canta otra canción —gritó su mujer, asintiendo y riendo; era evidente que el archimimo había repetido una de las frases típicas de Lucio.
—Oh, ya sé que todos creéis que me sobra el dinero porque vivo como un rey —continuó el actor cruzando los brazos con arrogancia—, pero no es así, al menos por el momento. —Subió y bajó las cejas—. Pero aguardad, porque tengo un plan, un plan para ganar más dinero del que vosotros, habitantes de Bayas, podríais tragar con ayuda de un cazo. Un plan, un plan. ¡Dejad paso al hombre del plan! —gritó, abandonando el personaje y corriendo para alcanzar a los demás bufones.
—Un plan —repitió el hombre que estaba junto a mí.
—Lo que decía siempre Lucio —sonrió su esposa—. Siempre decía que se volvería rico al día siguiente, pero en su lugar le ocurrió esto —suspiró—. La voluntad de los dioses…
—Y los designios de Fortuna —concluyó el hombre.
Recordé los asuntos oscuros que había mencionado Sergio Orata y una inquietante sospecha comenzó a cobrar forma en mi mente, pero se desvaneció con la llegada de las máscaras de cera.
La rama de la familia Licinia a la que pertenecía Lucio tenía algunos antepasados distinguidos. Las fidedignas imágenes de cera, que normalmente se exhibían en el vestíbulo, ahora desfilaban delante de su féretro, llevadas por personas especialmente contratadas al efecto por el maestro de ceremonias y vestidas con los auténticos ropajes que correspondían a sus oficios. Semejante presentación forma parte de la procesión fúnebre de todo noble romano. Los actores enmascarados caminan con paso solemne y lento, girando la cabeza de lado a lado, para que todos puedan contemplar sus rostros inexpresivos, con el aspecto de muertos que regresan a la vida. Así es como incluso en la muerte los nobles se distinguen de la plebe, los «conocidos» de los «desconocidos», y ostentan con arrogancia su linaje ante aquellos de nosotros que no tenemos antepasados, sólo padres y abuelos olvidados.
A continuación apareció el propio Lucio Licinio, tendido en las andas de marfil y rodeado de flores y ramas recién cortadas, impregnadas de potentes perfumes que sin embargo no alcanzaban a ocultar el hedor del cadáver. Craso estaba entre los portadores delanteros del féretro, con expresión seria e impasible.
Detrás venía la familia, aunque no eran muchos los Licinios de la rama de Lucio que habían sobrevivido a las guerras civiles y casi todos ellos pertenecían a antiguas generaciones. Gelina presidía el grupo, acompañada por Metrobio. He visto a muchas mujeres en entierros por las calles de Roma que se tambalean en un paroxismo de dolor y se arañan las mejillas desafiando las leyes de las Doce Tablas; pero Gelina no lloraba, sino que se movía en una especie de trance, con la vista fija en sus propios pies.
Los esclavos del muerto estaban sospechosamente ausentes de la procesión.
Los espectadores que flanqueaban el camino se congregaron detrás de la familia y siguieron al cortejo fúnebre. Por fin llegamos a un claro junto al camino, que permitía ver el golfo. Cerca de allí se alzaba un sepulcro de piedra alto como un hombre. Era obvio que acababan de construirlo con losas pulidas e impecables, pues la tierra que lo rodeaba estaba cubierta de huellas y fragmentos de piedra cincelada. Sólo había un elemento decorativo, un sencillo relieve que representaba la cabeza de un caballo, antiguo símbolo de muerte y despedida.
En el centro del claro, habían erigido una pira funeraria de madera seca, con la forma de un altar cuadrangular. Lo normal hubiera sido que el féretro de marfil que contenía el cuerpo se apoyara en sentido oblicuo en la pira, como se hace en el Foro de Roma ante la tribuna de los oradores, para que los espectadores pudieran contemplar al muerto mientras se recitaba la oración; pero el cadáver de Lucio se puso directamente sobre la pira, fuera de la vista del público, sin duda a causa de la herida que le desfiguraba la cara.
Varios esclavos se adelantaron con sillas plegables para la familia. Mientras la multitud se acomodaba, Marco Craso se colocó delante de la pira. Se oyó un murmullo general y una gaviota chilló en el aire, mientras una brisa suave agitaba las copas de los árboles. Craso inició su discurso sin que sus palabras reflejaran el menor atisbo de la indecisión o la inseguridad que había manifestado la noche anterior. Tenía la voz educada de un orador experto en las artes del volumen, la tonalidad y el ritmo. Comenzó con un tono sereno y respetuoso que se volvió más firme de forma gradual.
—Gelina, devota esposa de mi amado primo Lucio Licinio; miembros de la familia, que habéis llegado desde puntos cercanos y lejanos; espíritus de los antepasados, representados por sus preciadas máscaras; amigos y miembros de la casa; conocidos y habitantes de Bayas, de las ciudades cercanas de Campania y de toda la Crátera: estamos aquí para sepultar a Lucio Licinio.
»Se diría labor muy sencilla: un hombre ha muerto y nosotros nos limitamos a quemar su cuerpo y a enterrar sus cenizas. Es un acto muy corriente; ni siquiera el detalle de su muerte violenta lo diferencia de otros hechos semejantes, pues en nuestros días la violencia se ha convertido en habitual. En nuestra propia familia ha habido tanto dolor y pesar impuestos por la violencia que nos hemos vuelto dóciles y hemos aprendido a resignamos a los caprichos de la diosa Fortuna.
»Sin embargo, la presencia de tantos de vosotros aquí en este día es una prueba de que la muerte de Lucio Licinio no ha sido un hecho insignificante, como tampoco lo fue su vida. Tuvo trato con muchos hombres; ¿y quién de vosotros puede acusarle de no haber sido honrado? Era un romano y encarnaba las virtudes romanas. Era un buen marido y el hecho de que los dioses no lo hayan bendecido con descendientes, que no haya dejado un hijo que lleve su nombre y su sangre, que lo reverencie como él reverenció a sus antepasados, es una de las victorias que no pudo alcanzar por culpa de la inoportuna y desdichada tragedia de su muerte.
»Al carecer de un hijo que cuide de su desolada viuda o vengue su absurda muerte, esa misión ha recaído sobre los hombros de otro hombre, un hombre unido a Lucio por lazos de sangre y largos años de mutuo respeto. Esa misión ha recaído en mí.
»La causa de la muerte de Lucio ya se ha divulgado entre vosotros. No dudéis que se enfrentó a ella con valor, pues no era un hombre que se acobardara ante cualquier adversario. Quizás su único error haya sido depositar su confianza en hombres que no la merecían. Pero ¿quién puede prever el momento en que una espada de confianza, usada durante mucho tiempo, puede llegar a romperse, o el momento en que un perro fiel se vuelva cruel sin previo aviso?
»El destino de Lucio Licinio no es único. En muchos sentidos, es el paradigma del buen ciudadano y del propio Estado, porque ¿acaso Roma no se enfrenta al peligro de una nación de mastines en quienes confiábamos, enajenados por la sed de sangre y riquezas? Lucio fue sólo otra víctima de una enfermedad que amenaza con subvertir el orden de la naturaleza, con aniquilar nuestra tradición y nuestro honor, con corromper las relaciones normales entre los hombres.
»Esa enfermedad tiene un nombre, que no diré en susurros porque no le temo: Espartaco. Esa enfermedad penetró incluso en la casa de Lucio Licinio, destruyó los lazos de la obligación y la lealtad, volvió a los esclavos contra sus amos. Lo ocurrido en esta casa no puede olvidarse ni perdonarse. La sombra de Lucio Licinio no está tranquila, se cierne ahora mismo sobre nosotros, reforzada por las sombras de sus antepasados, que claman al unísono que los vivos hagamos justicia ante esta iniquidad».
Miré alrededor, a las caras de los invitados al funeral, que contemplaban a Craso con una mezcla de admiración y pena, dispuestos a secundar cualquier propuesta que se le ocurriera plantear. Me asaltó un súbito sentimiento de pánico.
—Algunos de vosotros tal vez digáis que Lucio Licinio fue un buen hombre, pero no un gran hombre, que en el transcurso de su vida no alcanzó grandes cargos ni realizó importantes hazañas. Me temo que es la trágica verdad, porque lo asesinaron antes de que llegara su mejor momento y su vida fue más pequeña de lo que podría haber sido. Sin embargo, su muerte no ha sido pequeña. Si se puede hablar de grandes muertes, la de Lucio fue una de ellas, una muerte terrible, odiosa, profundamente injusta, una verdadera afrenta, tanto para los hombres como para los dioses. Semejante muerte exige algo más que dolor y compasión, algo más que palabras elogiosas o promesas de venganza. Exige que actuemos, si no como vehículos de la venganza, sí como testigos de ésta.
Craso alzó un brazo y a ambos lados de él, el maestro de ceremonias y uno de sus hombres encendieron las antorchas, que pronto comenzaron a flamear.
—Hace mucho tiempo, nuestros antepasados impusieron la tradición de ofrecer combates de gladiadores en honor de los muertos. Por lo general, esta gloriosa tradición se reserva a la muerte de los grandes y poderosos, pero no creo que los dioses se ofendan si rendimos honores al espíritu de Lucio Licinio con una jornada de juegos. Comenzarán mañana, en la llanura situada junto al lago Lucrino. Hay quien dice que deberíamos suspender los juegos, aduciendo que Espartaco era gladiador y que ningún esclavo debe llevar armas mientras él siga libre. Pero yo sostengo que no debemos dejar de honrar las tradiciones de nuestros antepasados por temor a un esclavo. También afirmo que estos juegos no sólo nos brindarán la oportunidad de rendir nuestro último homenaje al espíritu de Lucio Licinio, sino la de comenzar la misión de vengar su muerte.
Craso se hizo a un lado, cogió una de las antorchas y la dirigió a la pira, mientras el maestro de ceremonias hacía lo propio en el extremo opuesto. La madera seca se encendió y crepitó, alzando lenguas de fuego y dedos de humo gris.
Con el tiempo, la pira se consumiría y las cenizas se empaparían en vino. Luego Craso y Gelina recogerían los huesos y las cenizas de Lucio Licinio, las rociarían con perfumes y las colocarían en una urna de alabastro. Un sacerdote bendeciría a la multitud, moviéndose entre ellos y asperjándoles con una rama de olivo mojada en agua. Por fin los restos de Lucio se guardarían en el sepulcro, al son de los susurros de la multitud: «Adiós, adiós, adiós…».
Pero yo me marché antes de que todo esto ocurriera. No esperé la bendición ni pronuncié mi despedida. Por el contrario, me abrí paso en silencio entre la multitud y regresé a la casa, acompañado por Eco. Faltaba muy poco tiempo para que comenzara la matanza.