—¡No podemos probar bocado hasta mañana por la noche! ¡Habrase visto! —Sergio Orata estaba solo en la terraza del comedor, giró la cabeza al oírme llegar y luego miró con expresión añorante las luces de Puzol, como si pudiera percibir el aroma de una cena tardía servida al otro lado del golfo—. El ayuno de por sí ya es bastante malo, ¡pero tener que hacerlo después de una cena tan miserable! Mi estómago rugirá durante todas las oraciones del funeral. Cuando Lucio estaba aquí, había un banquete todas las noches.
A nuestro alrededor el viento susurraba entre la copa de los árboles y dentro de la casa los esclavos recogían en silencio los restos de la cena, con un tintineo ahogado de cuchillos y cucharas. Como correspondía a la solemnidad de la ocasión, no había habido entretenimientos después de la cena y en cuanto Marco Craso se hubo retirado, todos los demás invitados habían desaparecido. Eco, que apenas podía mantener los ojos abiertos, se había ido directamente a la cama. Sólo quedábamos Orata y yo. Supuse que se había demorado después de la cena, como un amante abandonado se rezagaría junto a la cama vacía de su amada, recreándose en el olor y el recuerdo de lo que ansiaba pero no podía poseer.
—¿Era Lucio muy generoso? —pregunté.
—¿Generoso? ¿Lucio? —preguntó Orata encogiendo los robustos hombros—. No para la media de Bayas, pero para la de Roma, Lucio era de los ciudadanos que el Senado tiene entre ojos cuando amenaza con crear un impuesto de lujo. Digamos que gastaba con generosidad.
—¿Quieres decir el dinero de Craso?
—Bueno, tal vez sea más exacto decirlo de ese modo —respondió Orata arrugando la frente—. Sin embargo…
Me acerqué a él y me apoyé en la balaustrada de piedra. La brisa fresca del anochecer se había calmado y el aire se había vuelto más cálido, como sucede con frecuencia en la Crátera. Observé el collar de luces que rodeaba la costa, diminutas como estrellas. Las zonas de oscuridad alternaban con racimos de fuegos moribundos y las ciudades destellaban como piedras preciosas en el aire cristalino.
—Tú estabas aquí la noche del asesinato de Lucio, ¿verdad? —pregunté en voz baja—. Tuviste que sufrir una impresión muy fuerte al levantarte y encontrarlo…
—Sin duda. Y fue aún peor cuando me enteré del nombre que habían garabateado a sus pies y de la culpabilidad de los esclavos. ¿Te lo imaginas? ¡Podrían habernos asesinado a todos mientras dormíamos! Hace unas semanas sucedió algo parecido en Lucania, cuando Espartaco intentaba llegar a Turio. Pasaron a cuchillo a una familia noble y a todos sus invitados. Violaron a las mujeres y decapitaron a los hombres delante de sus hijos. Se me hiela la sangre sólo de pensarlo.
Asentí con un gesto.
—¿La tuya era simplemente una visita de placer?
—Muy rara vez hago algo sólo por placer —respondió Orata con una sonrisa tímida—. Hasta la comida tiene un objetivo vital, ¿no crees? Viajo mucho por la Crátera durante todo el año y aunque disfruto mucho con ello, siempre se presenta la ocasión para hacer algún negocio. Entregarse por completo al ocio y perseguir el placer por sí mismo es decadente. Yo siempre me marco algún objetivo. Nací en Puzol, pero creo que tengo algunas virtudes romanas.
—¿Tenías negocios que tratar con Lucio Licinio?
—Teníamos algunos proyectos pendientes.
—Ya habías restaurado los baños, que por cierto son una obra asombrosa —Orata recibió el cumplido con una sonrisa—. ¿Qué otra cosa pensabas construir? ¿Un estanque para peces?
—Por ejemplo.
—Era una broma.
—Nunca bromees en Bayas con los estanques de peces. Aquí, los patricios derraman lágrimas de dolor cuando mueren sus salmonetes y lágrimas de alegría cuando se reproducen.
—En Roma dicen que los habitantes de esta zona sienten una auténtica obsesión por la piscicultura.
—Se ha convertido en un vicio —confesó Orata con una risita—, igual que las carreras de caballos entre los partos. Sin embargo, constituye una opípara fuente de dividendos para las personas que conocen los secretos del oficio.
—¿Es una afición muy cara?
—Puede llegar a serlo.
—¿Y Lucio estaba dispuesto a entregarse a ella? No lo comprendo. ¿Era rico o no? Si disponía de tanto dinero, ¿por qué no tenía su propia casa?
—En realidad… —Orata hizo una pausa y su rostro se ensombreció—. Gordiano, deberías saber que después de mis antepasados y de los dioses, no hay nada que respete tanto como el secreto de las finanzas privadas de otros hombres. No acostumbro a cotillear sobre el origen o la magnitud de la riqueza ajena. Pero ya que Lucio está muerto…
—¿Sí?
—Que su espíritu me perdone si te digo que la situación financiera de Lucio no era lo que parecía.
—No te entiendo.
—Lucio tenía muchos planes para mejorar la villa. Quería hacer restauraciones y construir anexos muy costosos. Por eso me invitó a pasar varios días en su casa, para discutir la viabilidad y el precio de algunos proyectos que le rondaban por la cabeza.
—Pero ¿por qué iba a gastar tanto dinero en arreglar una casa que no era suya?
—Porque tenía intenciones de comprarle la villa a Craso muy pronto.
—¿Y Craso lo sabía?
—No lo creo. Lucio me dijo que le haría una oferta dentro de un mes o dos y parecía convencido de que Craso aceptaría. ¿Tienes idea de cuánto cuesta una villa como ésta, incluidos los gastos de mantenimiento? —Orata bajó la voz—. Me dijo, de forma muy confidencial, que por fin tenía la oportunidad de liberarse de Craso. Sugirió que nos asociáramos, pues dijo que mi experiencia comercial era equivalente a su capital. Debo admitir que tenía algunas ideas buenas.
—Pero no te fiaste.
—La palabra «socio» siempre me produce desconfianza. En mi juventud aprendí a hacer las cosas siempre solo…
—Pero si Lucio te ofrecía el dinero…
—Ésa es la cuestión: ¿de dónde iba a sacarlo? Cuando restauré los baños, Craso firmó el contrato final y se ocupó de que recibiera los pagos a tiempo. Sin embargo, de vez en cuando había gastos inesperados, y como Lucio odiaba molestar a Craso por pequeñeces, los pagaba él mismo. Siempre actuaba como si reunir unos sestercios para comprar una carretada de cal fuera un auténtico sacrificio para él —añadió arrugando la cara regordeta—. Aunque antes te dije que Lucio ofrecía banquetes opulentos, lo cierto es que eso ocurría sólo desde hace un par de años. Antes, siempre fingía tener una economía mejor de la que temía. En sentido figurado, digamos que cualquiera podía ver el bronce debajo del oro. Aunque las ostras fueran frescas, los esclavos tenían que lavar las cucharas de plata antes de servir otro plato, porque Lucio no tenía suficientes.
—Una observación muy sutil.
—En mi trabajo, uno aprende a descubrir las pequeñas sutilezas que distinguen la fortuna verdadera de la falsa. Detesto no poder cobrar una cuenta.
—¿Y pudo comprar Lucio el último año todas las cucharas de plata que necesitaba?
—Exacto. Y parecía capaz de pagar muchas cosas más.
—Supongo que durante mucho tiempo ahorraría el sueldo que le daba Craso. —Orata negó con la cabeza con actitud displicente—. Entonces ¿tenía otras fuentes de ingresos? —pregunté.
—Que yo sepa, no. Y lo cierto es que en la Crátera suceden pocas cosas sin que yo me entere… siempre que se trate de asuntos limpios, de negocios legales, por supuesto.
—¿Quieres decir…?
—Sólo quiero decir que la súbita riqueza de Lucio constituía un verdadero enigma para mí.
—¿Y para Craso?
—No creo que Craso supiera nada al respecto.
—Pero ¿qué podría haber hecho Lucio sin que Craso lo supiera? ¿Sugieres que se dedicaba a algo clandestino…?
—Yo no sugiero nada —remachó Orata sin demasiada convicción.
Dejó de contemplar la vista del golfo y se volvió hacia el interior de la casa. Los últimos vestigios de la cena habían desaparecido y se habían llevado incluso las mesas. Orata suspiró y pareció perder interés en nuestra conversación.
—Pero, Sergio, sin duda tendrás alguna idea, alguna sospecha…
Se encogió exageradamente de hombros, un gesto estudiado y práctico para deshacerse de inversores inoportunos y de clientes insignificantes.
—Lo único que sé es que, entre otras razones, Craso está aquí para estudiar con detenimiento las cuentas de Lucio y calcular los recursos con que podía contar en la Crátera. Sospecho que si examina las cuentas con atención, se encontrará con alguna sorpresa desagradable.
De camino a la biblioteca, evité pasar por el atrio donde se exhibían los restos de Lucio Licinio. Si para cumplir mi misión debía descubrir una transacción vergonzosa o incluso algún delito cometido por él, prefería no encontrarme con su espíritu en plena noche. Cogí un candil para orientarme por los oscuros pasillos, pero apenas la necesité, pues la luz de la luna entraba a raudales por las ventanas y las claraboyas, como plata líquida, inundando los pasillos y los espacios descubiertos con un frío resplandor.
Esperaba encontrar la biblioteca vacía, pero al doblar una esquina me topé con el mismo guardaespaldas que vigilaba la puerta la noche anterior. Al verme, volvió la cabeza con rigor militar y me traspasó con la mirada. Cuando me reconoció, su expresión se suavizó y relajó la rígida máscara de su rostro, aunque a medida que me acercaba, parecía más desolado. Cuando me aproximé lo suficiente para oír las voces del interior, comprendí los motivos de su vergüenza.
Debían de estar hablando en voz muy alta para que las palabras traspasaran la pesada puerta de roble. La voz de Craso, adiestrada por los usos oratorios, se oía con mayor claridad. La otra voz tenía un timbre más bajo y sordo, y era más difícil de distinguir, aunque por su tono pomposo era evidente que pertenecía a Marco Mumio.
—¡Te repito por última vez que no haré ninguna excepción! —decía Craso.
La retumbante respuesta de Mumio fue tan destemplada que no alcancé a escuchar más que frases inconexas:
—Cuántas veces… Siempre leal, incluso cuando… Me debes este favor…
—¡No, Marco, no lo haré ni siquiera como favor! —gritó Craso—. Y deja de traer a colación cosas del pasado. Se trata de un asunto político, no hay nada personal en él. Si hago una sola excepción por motivos sentimentales, la cosa no acabará ahí… Gelina querrá salvarlos a todos. ¿Qué crees que pensarán en Roma? No voy a hacer el ridículo sólo porque no tienes suficiente sentido común para evitar estas obsesiones despreciables…
Este último comentario provocó una serie de gritos furiosos por parte de Mumio y aunque no fui capaz de descifrar las palabras, el enfado y la angustia de su voz resultaban inconfundibles. Un instante después la puerta se abrió con tal violencia que el guardaespaldas retrocedió y desenvainó la espada.
Mumio salió con la cara roja, los ojos desorbitados y las mandíbulas tan tensas que habría podido moler piedras con los dientes. Se giró hacia la biblioteca, con los puños apretados, de modo que las venas de los gruesos antebrazos se le hincharon igual que la que le latía visiblemente en la sien.
—Si tú y Lucio me hubierais permitido comprarlo, nos habríamos ahorrado esta situación. ¡No tocarás al muchacho! Aunque el propio Júpiter quisiera tocarle un solo pelo, yo…
Incapaz de continuar, Mumio dejó escapar un gemido ahogado y comenzó a temblar. Por fin pareció notar que había alguien más en el pasillo y se volvió a mirarnos con indiferencia, primero al guardia y luego a mí. Aunque en ningún momento cambió su expresión furiosa, sus ojos comenzaron a enrojecer y a brillar, llenos de lágrimas.
Entonces se abrió otra puerta al fondo del pasillo, cerca del atrio. Gelina, con el pelo revuelto y el maquillaje corrido, nos miró con cara de perplejidad.
—¿Lucio? —susurró con voz ronca.
A pesar de la distancia, me pareció percibir el olor a vino que rezumaba por todos los poros.
Craso salió de la biblioteca y durante un instante reinó un silencio cargado de tensión.
—Gelina, vuelve a la cama —ordenó Craso con firmeza.
La mujer frunció el entrecejo y obedeció con docilidad.
Craso respiró hondo, dilatando los orificios nasales, e irguió la barbilla. Mumio sostuvo su mirada durante un largo momento, dio media vuelta y se alejó por el pasillo sin decir nada.
El joven guardia envainó la espada en silencio, apretó las mandíbulas y miró fijamente al frente. Yo abrí la boca, buscando alguna excusa para justificar mi presencia allí, pero Craso me liberó de la obligación.
—No te quedes ahí boquiabierto. ¡Entra de una vez!
Tal como dictan las normas de urbanidad de la nobleza, Craso evitó hacer comentario alguno sobre la discusión que yo acababa de presenciar. Si no hubiera sido por el leve rubor de su frente y el suspiro que dejó escapar mientras cerraba la puerta a nuestras espaldas, cualquiera habría dicho que no había sucedido nada. Igual que la noche anterior, Craso se protegía del frío con una clámide griega, en lugar de una capa. Sin embargo, era obvio que el incidente con Mumio lo había hecho entrar en calor, pues se quitó la prenda y la arrojó sobre la estatua del centauro.
—¿Un poco de vino? —ofreció mientras cogía una copa de un estante. Noté que ya había dos copas sobre la mesa, una para él y la otra para Mumio. Ambas estaban vacías.
—¿No estamos en período de ayuno?
Craso arqueó las cejas.
—Dicen las autoridades en la materia que no hay necesidad de privarse del vino cuando se ayuna por un muerto —dijo—. Según me han dicho, la tradición puede interpretarse de distintas maneras y de acuerdo con mi experiencia, siempre conviene interpretarla de la forma más conveniente para las necesidades del momento.
—¿Has dicho las autoridades en la materia? —pregunté aceptando la silla que me ofrecía mientras giraba la suya y se apoyaba en la mesa cubierta de documentos.
Sonrió y bebió el vino a pequeños sorbos. Luego cerró los ojos y se pasó los dedos por el cabello raleante. Parecía súbitamente agotado.
—Así es, una gran autoridad. Dionisio dice que el vino es el equivalente metafísico de la sangre y por consiguiente no debe negársele a un hombre que ayuna, como tampoco se le niega el aire, que respira.
—Sospecho que Dionisio está dispuesto a decirte cualquier cosa que desees oír.
—Exacto —asintió Craso—. Es un adulador incurable y una persona así es lo que menos necesito en estos momentos. ¿A qué venían las tonterías que dijo durante la cena sobre convertirse en tu rival? ¿Le has ofendido acaso?
—Apenas he hablado con él.
—Ah, de modo que ha urdido este plan para solucionar el asesinato de Lucio por su cuenta, creyendo que de ese modo conseguirá impresionarme. Te percatas de lo que ocurre, ¿verdad? Ahora que Lucio ha muerto y la casa está a punto de desintegrarse, de una forma u otra, Dionisio necesitará un nuevo patrón y una nueva residencia.
—¿Y crees que quiere asociarse contigo?
Craso rió sin alegría y bebió más vino.
—Supongo que debería sentirme halagado, pues es obvio que cree que voy a vencer. Espartaco sólo ha humillado a dos cónsules romanos y vencido a todas las tropas enviadas en su contra, ¿por qué iba a preocuparme yo?
Aquella muestra de inseguridad fue tan inesperada que por un instante la malinterpreté.
—Entonces ¿es verdad que te van a encomendar la misión de acabar con Espartaco?
—¿Quién más podría hacerlo? Todos los políticos de Roma con experiencia militar están asustados y quieren que sea otro quien saque las castañas del fuego.
—¿Y qué hay de…?
—¡No te atrevas a mencionar su nombre! Si no vuelvo a oírlo durante el resto de mi vida, moriré feliz. —Se dejó caer sobre la mesa y su expresión se suavizó—. La verdad es que no odio a Pompeyo; fuimos buenos compañeros cuando combatíamos a las órdenes de Sila. Es un hombre brillante, un gran estratega, un dirigente espléndido y un político fabuloso, además de ser guapo como un semidiós. Nadie puede negar que se parece a una estatua de Alejandro o al menos se parecía en otros tiempos. ¡Y es muy rico! La gente habla de mi riqueza, pero olvida que Pompeyo es tan rico como yo, más incluso. Lo consideran brillante y hermoso, pero creen que el único rico soy yo. «Craso, rico como Creso», dicen. —Cogió la crátera de vino y se escanció otra copa. Se ofreció a servirme, pero le di a entender que aún tenía la copa casi llena—. Además, Pompeyo está ocupado en Hispania, aplastando al rebelde Sertorio, y no regresará a tiempo para acabar con Espartaco. En realidad, podría hacerlo, pero no lo hará porque para entonces yo ya habré cumplido mi misión. ¿Qué sabes de Espartaco?
—Lo mismo que todos los comerciantes de la Subura, que dicen que los precios se han triplicado por culpa de un tal Espartaco.
—Todo se reduce a lo mismo, ¿verdad? Pueden quemar una ciudad entera en el interior o colgar a todos los nobles de ésta, pero el verdadero problema comienza cuando Espartaco y su molesta rebelión afecta a la vida de la plebe de Roma. La situación es tan absurda que nadie podría haber inventado nada igual, es como una pesadilla que se resiste a acabar. ¿Sabes dónde comenzó?
—En Capua, según tengo entendido.
—A corta distancia de aquí —asintió Craso—, subiendo por la vía Consular que sale de Puzol. Un subnormal llamado Batiato tenía una escuela de gladiadores en las afueras de la ciudad. Compraba los esclavos al por mayor y después de deshacerse de los más débiles, entrenaba a los fuertes para venderlos por toda Italia. Batiato advirtió que algunos de los tracios eran buenos luchadores, pero muy temperamentales, así que decidió ponerlos en su sitio desde el principio. Los encerró en jaulas, como si fueran animales, y los alimentó exclusivamente con gachas y agua, dejándolos salir sólo para los ejercicios y el entrenamiento. ¡El muy idiota! ¿Por qué algunos hombres jamás azotan a un caballo o salan un trozo de tierra fértil y en cambio son tan descuidados con sus propiedades humanas? Sobre todo cuando se trata de una propiedad que sabe usar un arma y matar. Un esclavo es como una herramienta, si la utilizas bien, le sacas provecho; si la usas a tontas y a locas, malgastas todos tus esfuerzos.
»Pero volvamos a la historia de Espartaco. En circunstancias normales, esos tracios habrían desobedecido a Batiato, de un modo u otro, o se habrían rebelado y lo habrían matado, poniendo un triste final a un triste episodio. Sin embargo, entre ellos había un hombre llamado Espartaco. En ocasiones, incluso entre los esclavos, aparece un hombre con carácter enérgico, una bestia capaz de dominar a las demás bestias que la rodean. No hay nada misterioso en ello, aunque supongo que Dionisio ya te habrá hablado de la historia del supuesto mago Eúnus y su rebelión de esclavos en Sicilia, hace sesenta años. Fue un episodio desagradable, pero al menos se circunscribió al territorio de la isla. Bueno, ahora se rumorean cosas parecidas sobre Espartaco: que si antes de que lo vendieran como esclavo dormía con serpientes enrolladas alrededor del cuello; que si la esclava a quien llama su esposa es una especie de profetisa que entra en trance y habla con Baco.
—Eso dicen en la Subura.
Craso arrugó la nariz.
—No entiendo cómo puedes vivir en la Subura cuando hay tantos barrios decentes en Roma…
—Mi padre me dejó una casa en el Esquilino —expliqué.
—Sigue mi consejo, vende la ratonera que tienes en el Esquilino y cómprate una casa extramuros. En el Campo de Marte, más allá del Mercado de la Verdura, se están construyendo muchas viviendas, junto a los antiguos astilleros. Cerca del río, aire puro, precios de carcajada. ¿Más vino? —Esta vez acepté. Craso se restregó los ojos, pero por la forma en que apretaba las mandíbulas, supe que no tenía sueño—. Volviendo al tema de Espartaco —continuó—, al comienzo sólo eran setenta hombres. ¿Te lo imaginas? Sólo setenta miserables gladiadores tracios que decidieron escapar de su amo. Ni siquiera tenían un plan, pensaban limitarse a resistir para ganar tiempo hasta encontrar una oportunidad, pero entonces uno de ellos traicionó a los demás, como es lógico esperar de los esclavos, y actuaron movidos por sus instintos, usando como armas hachas y espetones de cocina. Sin duda le cayeron en gracia a la diosa Fortuna, porque cuando salían de la ciudad tropezaron con un carro lleno de armas auténticas que se dirigía a la escuela de Batiato. A partir de ese momento, pareció imposible detenerlos. Al principio en Roma no los consideraron una amenaza. Nadie podía tomarse en serio una rebelión de gladiadores, de modo que enviaron tras ellos a Clodio y a media legión de tropas no regulares, pensando que así lograrían acabar con el problema. ¡Ja! Lo único que acabó fue la carrera política de Clodio. La victoria se alimenta de la victoria, de modo que con cada nuevo triunfo sobre el ejército romano, a Espartaco le resultó más fácil incitar a otros esclavos a sumarse a sus filas. Dicen que ahora comanda una nación ambulante de más de cien mil hombres, mujeres y niños. Y no sólo esclavos, también se han unido a él pastores y vaqueros libres. Dicen que reparte el botín sin considerar jerarquías ni rangos, así que sus soldados rasos reciben la misma paga que sus generales. —Craso frunció los labios, como si el vino se hubiera avinagrado—. ¡Este asunto es detestable! ¿Quién hubiera dicho que llegaría a esto, a buscar la gloria enfrentándome con un esclavo, con un gladiador? El Senado ni siquiera me permitirá una entrada triunfal en Roma si gano, aunque Espartaco sea una amenaza para la república mayor que Mitrídates o Yugurta. Tendré suerte si me ponen una corona. Y si perdiera…
Su cara se ensombreció. Murmuró una plegaria, introdujo los dedos en la copa de vino y arrojó unas gotas por encima del hombro.
Me pareció un buen momento para cambiar de tema.
—¿Es cierta la anécdota que ha contado Dionisio sobre la cueva?
—Hasta en el último detalle —dijo Craso y sonrió como lo había hecho durante la cena—. Admito que de tanto contarla, y gracias a la nostalgia, puedo haberla idealizado un poco. En muchos sentidos fue una época terrible para mí: meses insoportables de tortuosa espera y también de dolor. —Giró la copa entre los dedos, con la vista fija en su contenido—. Es muy duro para un joven perder a su padre, sobre todo a causa de un suicidio. Sus enemigos lo empujaron a hacerlo. También es duro que le maten a uno al hermano mayor sólo porque Cinna y Mario se habían empeñado en destruir a las mejores familias de Roma. Si hubieran podido, habrían aniquilado por completo a la nobleza, pero gracias a los dioses, en especial a Fortuna, Sila acudió a salvarnos. —Suspiró—. ¿Imaginas lo que se siente al estar encerrado en una cueva miserable día tras día, mes tras mes? Todas las mañanas pronunciaba el mismo juramento: «No me cogerán. Mataron a mi padre, mataron a mi hermano, ¡pero a mí no me matarán!». Hasta ahora no lo han conseguido. —Volvió a girar la copa y parpadeó, cerrando los ojos con fuerza y dilatándolos, con aspecto cansado pero no soñoliento—. Hice lo que debía, lo más digno. Honré a los dioses y el alma de los muertos, saldé las deudas de mi padre, aunque al hacerlo me quedara sin nada, y luché por su causa. Cuando las cosas se tranquilizaron, me casé con la viuda de mi hermano, y aunque lo hice por piedad y no por amor, jamás me he arrepentido. No todos podemos darnos el lujo de caer en sentimentalismos baratos, como Lucio… o como Mumio —gruñó—. Ahora Lucio está muerto y yo… soy el hombre del momento, como Dionisio se empeña en decir, o un hombre que marcha con paso firme y decidido hacia su completa ruina en manos de un esclavo. Prefiero ver cómo se evapora mi fortuna a las habladurías del Foro: «Se dejó amilanar por un simple gladiador…». —Hizo una pausa para beber más vino, mientras me removía en la silla con incomodidad—. Piensas que debo perdonarle la vida a los esclavos, ¿verdad?
—Sólo si logro probarte que no deben morir.
—Todos los hombres estamos condenados a morir, Gordiano —dijo cabeceando con tristeza—. ¿Por qué esa idea produce tanto miedo? La riqueza y las posesiones, la alegría y el dolor, incluso el cuerpo, sobre todo el cuerpo, acaban por desaparecer en el pozo del tiempo. Al final, sólo cuenta el honor. Es lo único que los hombres recuerdan… además del deshonor. —Pensé que esa forma de pensar resumía todas las diferencias entre los nobles y los hombres corrientes. Justificaba las atrocidades más espantosas y excusaba la ausencia total de caridad y compasión—. Pero habrás venido aquí por algún motivo concreto —añadió—, a no ser que te guste escuchar detrás de las puertas. ¿Tienes algo de que informarme, Gordiano?
—Sólo que encontramos el cadáver de uno de los esclavos fugitivos.
—¿De veras? —preguntó arqueando una ceja—. ¿De cuál?
—De Zenón, el viejo secretario.
—¿Dónde estaba? Se supone que mis hombres registraron todos los escondites posibles a una jornada a la redonda.
—Zenón, o lo que quedaba de él, estaba a la vista de cualquiera. De un modo u otro acabó en el lago Averno. Encontramos sus restos en la orilla, pero la mayor parte de su cuerpo ya había sido devorado por el lodo. Por suerte, quedaba lo suficiente de su cara para que Olimpia lo reconociera.
—¡En el Averno! Sé que antes de irse a Roma Mumio envió a un grupo de hombres a registrar los alrededores del lago, incluyendo la orilla. ¿Cuánto tiempo crees que llevaba Zenón allí?
—Varios días.
—Entonces algo les impidió verlo. Es probable que alguno creyera ver la imagen de su esposa muerta entre la bruma, o que el lago vomitara como un niño enfermo y que todos huyeran despavoridos. Luego habrán mentido al decir que no habían encontrado nada. Habrá que castigarlos. El mejor momento para hacer valer la autoridad de un capitán es antes de comenzar una batalla.
¡Ése será otro de los innumerables problemas que tendré que resolver mañana! —Se volvió con aire cansado hacia la mesa y removió los documentos, hasta encontrar una tablilla de cera y un punzón—. ¿Dónde está el cadáver de Zenón o lo que queda de él?
—Como ya te he dicho, quedaba muy poco. Por desgracia, mi hijo Eco resbaló junto a la orilla mientras llevaba la cabeza y ésta cayó al pozo de agua hirviendo… —dije encogiéndome de hombros.
No sabía bien por qué había mentido, pero por alguna razón no deseaba que Craso dirigiera su atención a Olimpia.
—¿Quieres decir que no tienes ninguna prueba que ofrecerme? —dijo, como si acabara de perder la poca paciencia que le quedaba—. Este asunto es absurdo. Entre tú, Gelina y Mumio… Ha sido un día muy largo, Gordiano, y creo que mañana será aún peor, así que ya puedes retirarte.
—Desde luego. —Me puse en pie y fui a darme la vuelta, pero me encaré otra vez con él—. Sólo una última pregunta, Marco Craso, si me permites abusar de tu paciencia. Veo que has estado examinando los documentos de Lucio Licinio…
—¿Y?
—Me preguntaba si habrías encontrado algo… desagradable.
—¿Qué quieres decir?
—No estoy seguro. A veces los documentos de un hombre pueden revelar cosas inesperadas. Es probable que entre ellos haya algo que me ayude en mi trabajo.
—No veo cómo. La verdad es que Lucio siempre administró la hacienda de un modo impecable, tal como yo le exigía. Cuando estuve aquí en primavera, examiné sus libros de contabilidad y lo encontré todo bien asentado, según los métodos que yo le había indicado. Ahora todo parece un rompecabezas.
—¿En qué sentido?
—Ha apuntado gastos sin explicaciones y hay anotaciones contradictorias sobre la frecuencia con que ha fletado La Furia y sus motivos para hacerlo. Lo que más me extraña es que tengo la impresión de que algunos documentos se han perdido. Al principio creí que podría reconstruirlos y darles un sentido, pero creo que no voy a poder hacerlo. Si hubiera traído a mi jefe de contabilidad de Roma, ahora conocería el estado de la situación, pero no tenía idea de que Lucio hubiera caído en semejante caos con las cuentas.
—¿Y no te parece sospechoso?
—¿Sospechoso de qué? —Me miró intrigado y luego gruñó—: Para ti todo está relacionado con el asesinato. Sí, sospecho algo: que el viejo Zenón había hecho tal desaguisado con los números que Lucio decidió azotarlo. Entonces el temperamental caballerizo, en un arrebato de furia tracia, mató a su amo y los dos esclavos huyeron en la noche, para acabar en la Boca del Hades. Ya está, he hecho tu trabajo, Gordiano. Ya puedes dormir tranquilo.
Por su tono de voz, supe que Craso quería decir la última palabra. Estaba ante la puerta y cuando alargaba ya la mano para abrirla, la inmovilicé en el aire. Había intuido algo desde mi entrada en la habitación, pero había sido un temor tan vago que le había prestado la misma atención que a una mota de polvo en el hombro. Sin embargo, en ese preciso instante supe que se trataba de algo que no había visto sólo una vez sino varias mientras escuchaba a Craso y recorría la habitación con la mirada.
Me giré y caminé hacia la pequeña estatua del Hércules cubierto por la piel de león.
—Dime, Marco Craso, ¿has dejado algún guardia vigilando esta habitación durante el día?
—Por supuesto que no. Mis guardaespaldas me acompañan siempre. Que yo sepa, la biblioteca ha estado vacía. Nadie tiene justificación para entrar aquí, excepto yo.
—Pero de todos modos podría haber entrado alguien.
—Supongo que sí. ¿Por qué lo preguntas?
—¿Has hablado con alguien de la sangre de la escultura?
—Ni siquiera con Morfeo —dijo con aire cansado—, con quien tengo una cita pendiente desde hace horas.
—Sin embargo, alguna otra persona de la casa se ha enterado, ya que desde la última vez que hablamos alguien se ha tomado el trabajo de limpiar escrupulosamente la sangre de la melena del león.
—¿Qué?
—Mira. Anoche había mucha sangre en las estrías de la escultura, pero alguien las ha limpiado con cuidado. Incluso han rayado el metal.
—¿Y qué tiene de extraño? —preguntó con una mueca desdeñosa.
—Nadie se ha ocupado de limpiar el resto de la habitación. Veo polvo en los estantes y la marca circular de una copa de vino sobre la mesa. Es extraño que un esclavo se haya ocupado de limpiar este objeto tan detenidamente, cuando tienen tanto trabajo con los preparativos del funeral. Además, un esclavo acostumbrado a los trabajos domésticos habría sabido cómo limpiar la estatua sin rayar el metal. No. Creo que esto lo ha hecho alguien que no sabía que habíamos reparado en la sangre y quiso evitar que lo hiciéramos; y es evidente que no ha sido ni Alexandros ni Zenón. Todo esto nos conduce a la conclusión de que el asesino, o alguien que sabe algo del asesinato, está entre nosotros, y se esfuerza por borrar las huellas.
—Es probable —admitió Craso con tono cansino y malhumorado—. Comienza a hacer frío —se quejó, cogiendo la clámide de la estatua del centauro y cubriéndose los hombros con ella.
—Marco Craso, creo que sería conveniente mantener una vigilancia constante sobre esta habitación para aseguramos de que nadie toca ni cambia nada de sitio sin nuestro consentimiento.
—Como quieras. ¿Algo más?
—Nada más, Marco Craso —dije en voz baja mientras retrocedía e inclinaba la cabeza en señal de agradecimiento.