—¿Es que este día no va a acabar nunca? —Escruté el techo y me restregué la cara con ambas manos—. Mañana me dolerá la espalda de tanto montar, colina arriba, colina abajo, a través de bosques y desiertos.
Refunfuñaba como un hombre cansado que ante la oportunidad de descansar en algún momento de un largo día se siente demasiado excitado para relajarse. Me habría convenido cerrar los ojos, pero cada vez que lo hacía veía la horrible cara podrida de Zenón, mirándome desde una boca de fuego.
—Eco, sírveme una copa de agua de esa crátera de la ventana. ¡Agua! —exclamé golpeándome la frente—. Todavía tenemos que encontrar a quien se preste a bucear en los alrededores del embarcadero para ver qué arrojaban anoche.
Me senté para coger la copa que me ofrecía Eco y miré por encima de su hombro, a través de la ventana. El sol aún no se había puesto, pero no faltaba mucho. Cuando encontrara a Metón, suponiendo que fuera la persona idónea para la misión, y llegara a la orilla del mar, las sombras se alargarían y comenzaría a refrescar. Necesitábamos la brillante luz del sol para rastrear las aguas y encontrar algo en el fondo, de modo que aquel trabajo tendría que esperar.
Gruñí y me restregué los ojos, pero aparté los brazos de la cara con brusquedad, porque la cara de Zenón volvió a aparecérseme.
—No hay tiempo suficiente, Eco, no lo hay. ¿Qué sentido tiene que nos apresuremos de este modo si no resolvemos el caso antes de que Craso se salga con la suya? Si no fuera por Olimpia, que arrojó la cabeza al lago y luego regresó a la villa sola, tendríamos algo que enseñarle a Craso, una prueba de que habíamos encontrado a uno de los esclavos. Aunque, ¿de qué habría servido? Craso lo habría visto como una prueba más de la culpabilidad de Zenón; ¿qué mejor forma de castigar a un esclavo asesino podrían encontrar los dioses que dejar que Plutón lo devorara vivo?
»Después de tantos esfuerzos, todo lo que tenemos son preguntas: ¿quién me atacó en el embarcadero? ¿Qué hizo Olimpia hoy y por qué la seguía Dionisio? ¿Qué relación tiene Iaia con todo esto? Iaia parece seguir sus propios planes, pero ¿para qué y por qué se esconde detrás de un velo de magia y misterio? —Estiré los brazos y las piernas y de repente los sentí más pesados que el plomo. Eco se dejó caer en la cama, con la cara vuelta hacia la pared—. No deberíamos seguir aquí acostados —murmuré—, tenemos poco tiempo. Todavía no he hablado con el diseñador Sergio Orata ni con Dionisio… Si pudiera hacer que el filósofo bajase la guardia…
Cerré los ojos un instante o al menos eso creí. A mi alrededor la habitación parecía suspirar de agotamiento. Situada en la parte superior de la villa, con su terraza orientada al este, conservaba el calor de la mañana durante la mayor parte del día, pero ahora comenzaba a enfriarse. Una brisa fresca se coló por la ventana e impregnó el aire. La parte posterior de mi cuerpo, apoyada contra la cama, conservaba un delicioso calorcillo, pero sentí un poco de frío en las manos y en los pies. Podría haberme cubierto con una manta, pero estaba demasiado cansado para moverme. Permanecí tendido en la cama, alerta a cualquier sensación, pero al mismo tiempo presa de un sopor incipiente.
El sueño comenzó en la cama donde estaba tendido, aunque parecía ser mi casa de Roma, porque Bethesda se encontraba a mi lado, de cara a mí. Con los ojos cerrados yo recorría sus cálidos muslos y su vientre, asombrado de que sus carnes siguieran siendo tan prietas como cuando la compré en Alejandría. Respondía a mis caricias con un ronroneo felino, restregando su cuerpo contra el mío y sentí una apremiante erección en la entrepierna. Me moví para penetrarla, pero tensó el cuerpo y me apartó.
Abrí los ojos y descubrí que la mujer que tenía ante mí no era Bethesda sino Olimpia. «¿Quién crees que soy? ¿Una esclava que puedes usar cuando desees?», me preguntó con tono despectivo. Se levantó de la cama y vi que estaba desnuda, bañada por la luz resplandeciente de la mañana. Su cabello era como una aureola dorada alrededor de su rostro. Las curvas rotundas y los suaves valles de su cuerpo componían una imagen tan deslumbrante que contemplarla resultaba casi intolerable. Estiré un brazo y retrocedió. Pensé que se estaba burlando de mí, pero de repente se cubrió la cara con las manos y huyó sollozando de la habitación con un fuerte portazo.
Me levanté de la cama y la seguí. Cuando abrí la puerta tuve una súbita premonición y una oleada de aire caliente me golpeó la cara. La puerta no se abría a un pasillo, sino a la cornisa rocosa que daba al lago Averno. Ya no sabía si era de día o de noche, pues todo estaba iluminado con un intenso resplandor rojo como la sangre. Al borde del abismo, había un hombre sentado en una silla, envuelto en una roja capa militar. Se inclinó hacia adelante, con la barbilla en una mano y el codo apoyado sobre la rodilla, como si observara las vicisitudes de una batalla que tuviera lugar mucho más abajo. Miré por encima de su hombro y vi que el lago era un enorme estanque que vomitaba llamas, lleno de cuerpos contorsionados de hombres, mujeres y niños, sumergidos hasta la cintura en el lodo ardiente. Gritaban angustiados, con la boca desencajada de dolor, pero la distancia sofocaba las voces, de modo que sólo se oía algo parecido al rumor del mar o al murmullo de la multitud en el circo. Aunque estaban demasiado lejos para distinguir sus caras, reconocí entre ellas la de Metón y la del joven Apolonio.
Craso me miró por encima del hombro. «Es la justicia romana y tú no puedes hacer nada al respecto», decía con tétrica satisfacción. Me miraba de una forma extraña y entonces me di cuenta de que estaba desnudo. Me giré para volver a mi habitación, pero no pude encontrar la puerta. En la confusión, me acerqué demasiado al borde del abismo y una parte de la roca comenzó a ceder. Craso no parecía notar que yo caía, que intentaba desesperadamente aferrarme a la roca que sin embargo se derrumbaba conmigo, y que me despeñaba irremediablemente en el vacío…
Me desperté empapado en sudor frío y encontré a Metón junto a mí, mirándome con expresión de alarma. Desde el otro lado de la habitación, oí el suave murmullo de los ronquidos de Eco. Parpadeé y me sequé la frente, sorprendido de encontrarla mojada de sudor. Más allá de la terraza el cielo salpicado por las primeras estrellas de la noche había cobrado una oscura tonalidad azul. Metón llevaba un pequeño candil que iluminaba la habitación.
—Te esperan —dijo por fin, arqueando las cejas con expresión vacilante.
—¿Quién?
Parpadeé, confundido, y observé los temblorosos reflejos que el candil producía en el techo.
—Todos están allí menos tú.
—¿Dónde?
—En el comedor. Te están esperando para empezar a cenar. Aunque no sé por qué tienen tanta prisa —añadió mientras yo sacudía la cabeza para despejarme y me esforzaba por levantarme de la cama.
—¿Por qué dices eso?
—Porque la cena que han preparado no serviría ni para los esclavos.
En el comedor reinaba una gran melancolía, en parte por la solemnidad de la ocasión, pues era la última cena antes del entierro. Durante la noche y el día siguientes, hasta el banquete fúnebre que sucedería a la cremación y sepultura de Licinio, todos los habitantes de la casa tendrían que ayunar. Según la tradición, tenía que ser una cena frugal y simple: pan común, lentejas sin salsa, vino aguado y puré de cereales. Como innovación, la cocinera de Gelina había incluido varias exquisiteces, todas negras: huevas de pescado servidas en cortezas de pan moreno, huevos en vinagre teñidos de negro, aceitunas negras y pescado adobado en tinta de calamar. No era la ocasión más apropiada para una conversación ingeniosa y ni siquiera Metrobio parecía atreverse a hablar. Al fondo del comedor, Sergio Orata estudió los platos con mirada lúgubre y se atiborró de huevos en vinagre, que se introducía enteros en la boca.
Sin embargo, los motivos de la melancolía procedían del triclinio de Gelina. La presencia de Marco Craso evitaba las espontaneidades. Sus lugartenientes, Mumio y Fabio, situados a su derecha y reclinados el uno junto al otro, parecían incapaces de ahuyentar su taciturno aire militar, mientras que las caras sombrías y las miradas evasivas de Metrobio y Iaia evidenciaban que no se sentían cómodos junto al imponente personaje. El aire ausente de Olimpia resultaba comprensible, dada la terrible impresión que había sufrido en el lago Averno. Jugueteaba con la comida, se mordía los labios y mantenía la vista baja. La expresión obsesionada resaltaba su belleza bajo la luz tenue de los candiles. Eco era incapaz de apartar los ojos de ella.
Gelina estaba nerviosa y agitada. No podía estarse quieta y aunque llamaba constantemente a los esclavos, cuando éstos se acercaban a ella nunca recordaba qué quería. Sin razón aparente, su expresión oscilaba entre la desesperación y un florilegio de sonrisas tímidas. Lejos de desviar la mirada, la paseaba por cada uno de los comensales, dedicándonos un escrutinio intenso y misterioso que resultaba desconcertante. Ni siquiera Metrobio podía soportar su actitud y aunque a veces le cogía la mano con un gesto tranquilizador, evitaba mirarla a los ojos. Su ingenio parecía haberse secado por completo.
El propio Craso tenía un aspecto preocupado y distante. Hablaba casi exclusivamente con Mumio y Fabio, cambiando breves comentarios sobre el estado de las tropas y los progresos en la construcción del circo de madera, junto al lago Lucrino. Por la atención que prestaba a los demás comensales, cualquiera hubiera dicho que estaba cenando solo. Aunque comía con avidez, se le notaba pensativo y sumido en sus propias tribulaciones.
El filósofo Dionisio era el único que estaba de buen humor. Tenía las mejillas teñidas de rubor y los ojos brillantes. Era evidente que la cabalgata a Cumas lo había revitalizado o que estaba muy satisfecho con los resultados del espionaje de Olimpia. De pronto se me ocurrió pensar que también él podía estar deslumbrado por su belleza, como todos los demás, y que sus motivos para seguirla podían ser puramente sexuales. Recordé su actitud junto al acantilado, mirando furtivamente a Olimpia tras el embozo, y con un estremecimiento me lo imaginé masturbándose. Si la sonrisa de sus labios era consecuencia de la satisfacción de su peculiar apetito sexual, entonces los dioses me habían permitido penetrar en el alma de aquel hombre más de lo que yo mismo había deseado.
Sin embargo, la indiferencia de Dionisio hacia el dolor de Olimpia, que estaba recostada a su derecha, no parecía propia de un hombre obsesionado por su belleza. Por el contrario, el filósofo estaba pendiente de Craso. Al igual que la noche anterior, fue el primero en tomar las riendas de la conversación, con la intención de distraernos o al menos de impresionarnos con su erudición.
—Anoche repasamos por encima la historia de las rebeliones de esclavos, Marco Craso. Es una pena que no estuvieras. Puede que te interesara conocer el resultado de mis investigaciones.
Antes de responder, Craso se tomó el tiempo necesario para acabar de masticar un trozo de pan.
—Lo dudo mucho, Dionisio. Durante los últimos meses, he hecho mi propia investigación sobre el tema, centrada sobre todo en los errores cometidos por los generales romanos al enfrentarse a tropas muy numerosas pero indisciplinadas.
—Muy bien —aprobó Dionisio—. El hombre sabio no se interesa sólo por el enemigo, sino también por lo que podríamos denominar patrimonio del enemigo y por las fuerzas históricas a disposición de dicho enemigo, por despreciables y deshonrosas que parezcan.
—Pero ¿de qué diantres hablas? —preguntó Craso sin levantar la vista.
—Me refiero a que Espartaco no surgió de la nada. Yo tengo la teoría de que entre los esclavos se propagan rumores sobre las sublevaciones de esclavos del pasado, anécdotas sobre individuos parecidos al maldito mago Eúnus, embellecidas con toda clase de detalles de falso heroísmo y ambiciones descabelladas.
—Tonterías —dijo Fausto Fabio, mientras se apartaba un mechón pelirrojo de la frente—. Los esclavos no tienen leyendas ni héroes propios, como tampoco pueden considerar propios a sus madres, esposas o hijos. Los esclavos sólo tienen obligaciones y amos. Los dioses crearon así el mundo.
Se oyó un rumor de asentimiento en el comedor.
—Pero el mundo puede cambiar —dijo Dionisio—, como hemos podido comprobar en los dos últimos años gracias a Espartaco y sus secuaces, que han deambulado de un extremo al otro de Italia, creando el caos e incitando a un número creciente de esclavos a unirse a sus filas. Los hombres como él se burlan del orden natural de las cosas.
—¡Por eso ha llegado el momento de que un romano fuerte restaure el orden! —exclamó Mumio.
—Sin embargo, un análisis exhaustivo de los motivos y las aspiraciones de los rebeldes podría resultar útil para vencerlos —insistió Dionisio.
—Sus motivos son los deseos de librarse de la vida de servidumbre y trabajo que la diosa Fortuna les ha asignado —dijo Fabio mientras mordisqueaba una aceituna con un gesto de desdén—. Su aspiración es llegar a ser hombres libres, aunque no cumplan los requisitos morales para serlo, sobre todo los que nacieron esclavos.
—¿Y los que se han convertido en esclavos porque los han capturado en una guerra o porque los han degradado? —preguntó Olimpia, ruborizándose.
—¿Acaso un individuo degradado a la condición de esclavo puede volver a convertirse en un hombre auténtico, aunque su amo le conceda la libertad? —preguntó Fabio con la cabeza inclinada—. Una vez que Fortuna ha convertido a un hombre en una propiedad, es imposible que éste recupere su dignidad. Podrá redimir su cuerpo, pero nunca su espíritu.
—Y sin embargo, según la ley… —comenzó Olimpia.
—Las leyes cambian —la interrumpió Fabio mientras arrojaba un hueso de aceituna a la pequeña mesa que tenía ante sí. El hueso rebotó en la bandeja de plata y cayó al suelo, pero un esclavo corrió a recogerlo—. Sí, un esclavo puede comprar su libertad, pero sólo si su amo se lo permite. El simple hecho de permitir a un esclavo que ahorre el propio precio en plata es una ficción legal, pues un esclavo no posee nada, todas sus pertenencias son propiedad de su amo. Incluso después de su emancipación, un liberto puede volver a convertirse en esclavo si se muestra insolente con su antiguo amo. De todos modos, tendrá restricciones políticas, trabas sociales y las leyes del buen gusto le prohibirán casarse con un miembro de una familia respetable. Un liberto puede ser un ciudadano, pero nunca será un hombre.
Gelina miró al esclavo que acababa de recoger el hueso de aceituna y que ahora llevaba una fuente a la cocina.
—¿Os parece conveniente mantener esta clase de conversaciones delante de…?
Craso gruñó y se reclinó en el triclinio.
—Gelina, el día en que un romano no pueda discutir la naturaleza de la propiedad en presencia de sus propiedades, habremos llegado a una situación francamente lamentable. Todo lo que ha dicho Fabio es verdad. Con respecto a Dionisio, su idea de que existe una sutil relación entre las sublevaciones de esclavos me parece absurda. Los esclavos no conservan lazos con el pasado. ¿Cómo iban a hacerlo, si ni siquiera conocen el nombre de sus antepasados? Son como las setas, brotan profusamente de la tierra por capricho de los dioses. ¿Cuál es su finalidad? Servir como herramientas a hombres más importantes que ellos para que esos hombres puedan cumplir sus ambiciones superiores. Los esclavos son instrumentos humanos y nos han sido concedidos por esa voluntad divina que inspira a los grandes hombres y enriquece a una gran república como la nuestra. No tienen historia y el pasado no les afecta. Tampoco tienen sentido del futuro, de lo contrario Espartaco y los de su clase sabrían que están condenados a un destino peor que aquél del que pretendían escapar cuando dejaron a sus amos.
—¡Muy bien! ¡Así se habla! —bramó Mumio, algo achispado, golpeando la mesa con la copa.
Metrobio le dedicó una mirada fulminante y abrió la boca como para hablar, pero se arrepintió.
—El esclavo vulgar, que trabaja la tierra, vive sólo el presente —continuó Craso—, consciente de pocas cosas aparte de sus necesidades inmediatas y de la obligación de satisfacer a su amo. La satisfacción, o al menos la resignación, es la condición natural del esclavo, porque el hecho de que hombres así se subleven y maten a sus superiores es antinatural, de lo contrario sucedería todo el tiempo y no podría existir la esclavitud, lo que equivaldría a decir que no existiría la civilización. La rebelión de Espartaco, como la del mago Eúnus o la de unos pocos más, es una aberración, una perversión, un desgarrón en el tejido del cosmos hilado por las Parcas.
Dionisio se inclinó hacia adelante y miró a Craso con empalagosa admiración.
—No hay duda de que eres el hombre del momento, Marco Craso. No eres sólo un estadista y un general, sino también un filósofo. Algunos corruptos podrían definir a Espartaco como el hombre del momento, porque dicta nuestros temores y esperanzas, pero creo que el esplendor de tu victoria hará que Roma lo olvide muy pronto. Volverán la ley y el orden y será como si Espartaco no hubiera existido nunca.
—¡Bravo! ¡Bravo! —exclamó Mumio.
Dionisio se echó hacia atrás con una sonrisa modesta.
—Me pregunto dónde estará el maldito Espartaco en este momento.
—Escondido en algún sitio cerca de Turio —dijo Mumio.
—Sí, pero ¿qué estará haciendo mientras hablamos? ¿Se atiborrará con los manjares robados o presumirá ante sus hombres de sus falsas victorias? Quizás se haya retirado temprano a descansar. Después de todo, ¿qué conversación puede mantener por la noche un hatajo de esclavos sin educación? Me lo imagino despierto en la oscuridad, inquieto e incapaz de dormir, turbado por la premonición de la trampa que le tenderán la diosa Fortuna y Marco Craso. ¿Dormirá dentro de una tienda que apesta a su propio olor? ¿O sobre las piedras duras, bajo el cielo estrellado? No, seguro que no. De lo contrario estaría desnudo a la vista de los dioses que lo desprecian. Creo que un hombre semejante debe dormir en una cueva, escondido en una madriguera, como corresponde a una bestia salvaje.
Mumio dejó escapar una risita.
—No hay nada peor que dormir en una cueva y no lo digo por los rumores que he oído sobre la juventud de un gran hombre —dijo con una mirada furtiva hacia Craso, que sonrió a pesar suyo.
Dionisio frunció los labios para reprimir su propia sonrisa de triunfo ante el curso que tomaba la conversación, que era exactamente el que quería que tomara, y Mumio se había convertido en cómplice involuntario. Se echó atrás y asintió con la cabeza.
—¡Sí, por el cielo! ¿Cómo olvidar una historia tan fascinante? Ocurrió en los desafortunados tiempos anteriores a Sila, cuando los tiranos Cinna y Mario, enemigos de los Licinios, propagaron el terror por toda la República. Condujeron al padre de Craso al suicidio y mataron a su hermano, de modo que el joven Marco, que apenas tendría veinticinco años, se vio obligado a huir a Hispania.
—Dionisio, creo que todos los presentes conocen demasiado bien esa historia —dijo Craso con aire aburrido y reprobador, aunque sin poder reprimir la sonrisa que le despuntaba en los labios.
Tuve la impresión de que Craso era tan consciente como yo de que Dionisio había sacado el tema adrede para justificar su propia opinión, todavía inexpresada, pero era evidente que el recuerdo de aquella anécdota le gustaba demasiado para resistirse a oírla otra vez.
—Creo que no todos los presentes la conocen —insistió Dionisio—, por ejemplo Gordiano y su hijo Eco. El episodio de la cueva… —dijo dirigiéndose a mí.
—Me resulta familiar —admití—. Recuerdo haber oído algo en el Foro.
—Tampoco creo que Iaia y su protegida conozcan la aventura de Craso en la cueva marina —dijo Dionisio mientras se giraba hacia las dos mujeres con una expresión misteriosamente maliciosa.
La reacción de ambas también resultó extraña. Olimpia se ruborizó y Iaia palideció mientras se ponía tensa.
—Conozco muy bien la anécdota —protestó Iaia.
—Bueno, entonces debemos contársela a Gordiano. Cuando el joven Craso llegó a Hispania, huyendo de las depravaciones de Mario y Cinna, esperaba un recibimiento amable. Su familia tenía antiguas amistades en la zona, pues su padre había sido pretor en Hispania y Marco había pasado parte de su infancia allí. Sin embargo, en lugar de encontrar a los colonos romanos y a sus súbditos aterrorizados por Mario, descubrió que nadie quería hablar con él y mucho menos ayudarlo. Además, corría el riesgo de que alguien lo delatara y enviara su cabeza a los esbirros de Mario. Por eso huyó de la ciudad, aunque no solo. Ibas acompañado, ¿verdad?
—Sí, por tres amigos y diez esclavos.
—Así es. Entonces huyó de la ciudad con tres amigos y diez esclavos y viajó por la costa hasta llegar a la propiedad de un antiguo amigo de su padre, cuyo nombre ahora no recuerdo…
—Vibio Paciaco —dijo Craso con una sonrisa nostálgica.
—Ah, sí, Vibio. En aquella propiedad había una gran cueva, muy cerca de la playa, que Craso recordaba de su infancia, y decidió esconderse allí con sus acompañantes sin decirle nada a Vibio, pues no deseaba comprometer a su viejo amigo. Sin embargo, con el tiempo se quedaron sin provisiones y Craso envió a un esclavo a pedir ayuda a Vibio. El anciano se alegró mucho al saber que Craso había escapado y se encontraba a salvo. Se interesó por saber cuántas personas había en la cueva y aunque no fue allí en persona, ordenó a su administrador que hiciera preparar comida todo los días y que la llevara a un sitio solitario del acantilado. Vibio amenazó a su administrador con matarlo si se entrometía en este asunto o propagaba rumores al respecto y le prometió concederle la libertad si cumplía sus órdenes con lealtad. Con el tiempo, el administrador les llevó libros, balones de cuero para jugar al trigón y otros elementos de diversión, pero nunca vio a los fugitivos ni el lugar donde estaban refugiados. La propia cueva…
—¡Ah, la cueva! —lo interrumpió Craso—. Yo había jugado allí de niño, cuando me parecía tan misteriosa y mágica como la caverna de la sibila. Está muy cerca del mar, pero por encima del nivel del agua, rodeada de escarpados riscos. El sendero que conduce a su entrada es empinado y estrecho, difícil de encontrar, pero en el interior alcanza una altura sorprendente, con recintos independientes a ambos lados. Desde lo alto del acantilado, cae el agua de un manantial, de modo que abunda el agua fresca, y como los muros de la cueva están agrietados, entra mucha luz al mismo tiempo que permite protegerse del viento y de la lluvia. En realidad, gracias al grosor de los muros de piedra, no era un sitio húmedo ni frío y se respiraba un aire seco y puro. Allí volví a sentirme como un niño, ajeno a las preocupaciones del mundo y a salvo de cualquier peligro. Los meses anteriores, la muerte de mi padre y de mi hermano y el pánico en Roma habían convertido mi vida en una prueba aterradora. También pasé días tristes en la cueva, pero tenía la impresión de que el tiempo se había detenido, de que por el momento no se esperaba nada de mí, ni dolor, ni venganza ni esfuerzos para conquistar una posición en el mundo. Aunque mis amigos estaban nerviosos y aburridos y los esclavos no tenían mucho que hacer, para mí fue una etapa de recogimiento absolutamente esencial.
—Y con el tiempo, según se cuenta, todas vuestras necesidades encontraron satisfacción —dijo Dionisio.
—Aletea y Dione —recordó Craso con una sonrisa—. Una mañana, el esclavo que había ido a buscar las provisiones diarias, volvió corriendo, confundido y atónito. Dijo que dos diosas, una rubia y otra morena, habían salido del agua y caminaban por la playa, en dirección a nuestro escondite. Salí al camino y las espié desde unas rocas. Resultaba extraño que hubieran salido del agua, pues estaban secas de la cabeza a los pies, y si eran diosas, era curioso que llevaran túnicas vulgares, indignas de su hermosura.
»Permití que me vieran y se aproximaron a mí sin vacilar. La rubia dio un paso al frente, se presentó como Aletea, una esclava, y me preguntó si yo era su amo. Entonces me di cuenta de que las había enviado Vibio, consciente de que no había estado con una mujer desde mi partida de Roma y con la intención de comportarse como el mejor anfitrión con un huésped de veinticinco años. Aletea y Dione hicieron más placentero el resto de nuestros ocho meses en la cueva.
—¿Cómo acabó la reclusión?
—Supimos que Cinna había sufrido un atentado y que Mario por fin era vulnerable. Reuní a todos los simpatizantes que pude y fui a ver a Sila.
—¿Y las esclavas? —preguntó Fabio.
—Unos años después se las compré a Vibio —sonrió Craso—, cuando aún no habían mermado ni su belleza ni mi juventud. Fue un reencuentro muy divertido. Les ofrecí un puesto en mi casa de Roma y desde entonces me han servido allí. Tomé medidas para que nunca les faltara nada.
—¡Fue un acontecimiento delicioso en una vida tan turbulenta y fascinante! —exclamó Dionisio batiendo palmas—. Esta historia me ha deslumbrado siempre, sobre todo en los últimos tiempos. La incongruencia de sus episodios resulta encantadora e inconcebible: la idea de una cueva en el mar como escondite, la imagen de una mujer hermosa dando satisfacción a un fugitivo… Su improbabilidad la hace parecer ilusoria. Se parece demasiado a una leyenda para haber sucedido de verdad. ¿Podéis imaginar que volviera a ocurrir algo parecido? ¿Que una experiencia tan extraña, aunque tal vez un poco diferente, pudiera repetirse en otro sitio y en otra época?
Dionisio no cabía en sí de satisfacción y ronroneaba como un gato, fascinado por su propia retórica, pero yo miraba a Olimpia, que temblaba de forma visible, y a Iaia, que cogió la mano de su protegida y la estrechó con tal fuerza que la carne de la joven se volvió blanca.
—¿Es un acertijo? —preguntó Craso, que comenzaba a aburrirse otra vez.
—Puede que sí —dijo Dionisio—, puede que no. En el mundo ocurren muchas cosas extrañas, las cosas alarmantes que suelen suceder cuando la voluntad de los dioses se distorsiona y la línea que separa a los esclavos de los hombres libres se vuelve borrosa. En semejante caos, se forjan alianzas antinaturales y florecen perversas traiciones. Así es como hemos llegado a tener a un hombre, como Gordiano sentado entre nosotros. ¿No está aquí para descubrir la verdad y terminar con nuestra desconfianza? Dime, Gordiano, ¿te molestaría que te desafiara como a un rival en esta búsqueda de la verdad? El filósofo contra el investigador de casos criminales. ¿Qué te parece, Craso?
Craso lo miró con seriedad, mientras intentaba, como yo, adivinar sus intenciones.
—Si con eso quieres decir que eres capaz de resolver el misterio de mi primo Lucio…
—Exacto. Junto con Gordiano, o mejor dicho, al mismo tiempo que él, he estado llevando a cabo mi propia investigación, pero por otras vías. Aunque en este momento no puedo revelar nada, creo que dentro de poco seré capaz de responder a todas las preguntas surgidas de este trágico suceso. Lo considero una obligación como filósofo y como amigo, Marco Craso. —Esbozó una sonrisa crispada, desprovista de alegría, y miró uno a uno a todos los presentes—. Ah, por lo visto se ha acabado la cena, pues me han traído mi infusión.
Dionisio cogió la copa de manos del esclavo que aguardaba junto a su lecho y bebió a pequeños sorbos el espumoso líquido verde. A su lado, Olimpia y Iaia se removían como si sus triclinios estuvieran llenos de ortigas. Me pareció que intentaban disimular el pánico que las había invadido, pero todos sus esfuerzos resultaron vanos.